Capítulo 15

Atlanta, miércoles, 31 de enero, 10.00 horas.


La agente Talia Scott era una mujer sencilla con cara de duendecillo y una dulce sonrisa que aliviaba a las víctimas. No obstante, Daniel había trabajado con ella antes y sabía que quien tuviera que enfrentarse a ella en una situación táctica jamás volvería a utilizar el adjetivo «dulce».

Se encontraba sentada al otro lado de su escritorio y lo miraba como si tuviera monos en la cara.

– Si fuera una productora de Hollywood me apresuraría a comprar los derechos de una historia así.

– No creas que no lo han intentado -dijo Daniel con ironía.

– O sea que hemos identificado a seis mujeres de las quince que aparecen en las fotos. -Talia las ojeó y apretó los labios como toda respuesta-. Dos están muertas.

– Tres -corrigió Daniel-. Alicia, Sheila y Cindy Bouse, que se suicidó hace unos años. Tenemos tres nombres más. Gretchen French es de aquí, de Atlanta. Car la So lomon vive en Dutton, y Rita Danner, en Columbia.

– Esas mujeres ahora tienen casi treinta años, Daniel -observó Talia-. Puede que no quieran hablar de ello, sobre todo si han construido sus vidas con personas que lo desconocen.

– Ya lo sé -dijo Daniel-. Pero tenemos que conseguir que nos cuenten lo que saben. Tenemos que descubrir quién se siente lo bastante amenazado para provocar todo esto.

– ¿Crees que uno de los violadores es quien ha matado a tres mujeres esta semana?

– No, pero quienquiera que lo haya hecho, quiere que investiguemos el asesinato de Alicia, y Alicia aparece en las fotos.

– Y Sheila. -Talia asintió con decisión-. Entonces, en marcha.


Miércoles, 31 de enero, 10.00 horas.


Vio el Jaguar esperándolo. Aminoró la marcha hasta detenerse y bajó la ventanilla.

– Llegas tarde -le espetó antes de que hubiera bajado del todo el cristal-. Y estás hecho una mierda -añadió con desdén.

«Es cierto.» La noche anterior había bebido hasta sumirse en un feliz sopor y luego se había dejado caer en la cama boca abajo sin siquiera quitarse los zapatos ni los pantalones. La vibración del móvil en el bolsillo lo había despertado.

– No me ha dado tiempo de afeitarme. -En realidad, había preferido no mirarse al espejo. No habría podido soportar verse.

– Ha sido un desafortunado error de cálculo. -Espabílate y vuelve a ponerte manos a la obra.

«Un desafortunado error de cálculo.» Los nervios se apoderaron de él y le desataron la lengua.

– Uno de mis ayudantes ha muerto. Eso no es «un desafortunado error de cálculo».

– No era más que un paleto de gatillo fácil que jugaba a ser un gran policía.

– Solo tenía veintiún años. -Se le quebró la voz, pero estaba demasiado airado para preocuparse por eso.

– Tendrías que atar más corto a tus muchachos. -Su voz no denotaba compasión, tan solo desprecio-. Así la próxima vez te escucharán antes de correr a cargarse a un tío más grande y más peligroso que lleva un arma más grande y más peligrosa.

Él no dijo nada. Aún veía la sangre. «Cuánta sangre.» Pensó que cada vez que cerrara los ojos vería la sangre de aquel chico, tal vez el resto de su vida.

– ¿Y bien? -le gruñó desde el Jaguar-. ¿Dónde está?

Él abrió los ojos y se sacó una llave del bolsillo con aire abatido.

– Aquí.

Aquellos ojos oscuros se entrecerraron.

– No es la buena.

Se echó a reír con amargura.

– Joder, incluso Igor era lo bastante listo para no llevarla encima. Esta llave parece la de su caja de seguridad del banco. Él le devolvió la llave.

– Pues ve y ábrela -dijo con demasiada calma-. Y tráeme la buena.

– Claro. -Se guardó la llave en el bolsillo-. ¿Para qué ibas a correr tú ningún riesgo?

– ¿Cómo dices? -exclamó en un tono suave como la seda. Lo miró a los ojos sin pestañear.

– He buscado a las chicas y te las he llevado. También te he llevado a Bailey. He matado a Jared y a Rhett por ti. Ahora me mandas al banco. Yo asumo todos los riesgos mientras tú, sentado en tu flamante coche, aguardas en la sombra. Como siempre.

Durante unos instantes no pudo más que observarlo; luego sus labios se curvaron.

– De vez en cuando te da la vena y demuestras tenerlos bien puestos. Encuentra la llave y tráemela.

– Muy bien. -Estaba demasiado cansado para discutir. Se dispuso a arrancar el coche.

– Aún no he terminado. Sé qué hizo Bailey con la llave de Wade.

Él contuvo la respiración.

– ¿Qué?

– Se la mandó a Alex Fallon. Todo el tiempo la ha tenido ella.

Su furia se desató y lo encendió por dentro.

– La encontraré.

– Claro que sí. Ah, y teniendo en cuenta que Fallon es un poco más lista que Igor, es probable que tampoco ella la lleve encima. La ventanilla del Jaguar se cerró y él se alejó.


Atlanta, miércoles, 31 de enero, 11.00 horas.


Gretchen French era una bella mujer de mirada prudente, pensó Daniel. Él guardó silencio y dejó que Talia llevara la voz cantante.

– Por favor, siéntense -les indicó Gretchen-. ¿En qué puedo ayudarles?

– El agente Vartanian y yo estamos investigando una serie de agresiones sexuales.

– ¿Vartanian? -Gretchen abrió los ojos como platos y luego los entrecerró al reconocer quién era-. Usted es Daniel Vartanian. Está investigando los asesinatos dé Claudia Barnes y Janet Bowie.

Daniel asintió.

– Sí, señora. Eso es.

– Pero no es por eso por lo que estamos aquí, señorita French -prosiguió Talia-. Mientras investigábamos los recientes asesinatos de Claudia Barnes y las otras…

Gretchen alzó la mano.

– Espere. ¿Otras? ¿Hay otras, aparte de Janet y Claudia?

– Esta mañana hemos encontrado el cadáver de Gemma Martin -explicó Daniel en tono quedo, y Gretchen se dejó caer hacia atrás en la silla, muy pálida por la impresión.

– ¿Qué está pasando? Esto es una locura.

– Comprendemos el golpe que supone para usted. -Talia hablaba en tono tranquilo sin llegar a ser condescendiente-. Pero, como le decía, no estamos aquí para hablar de los recientes asesinatos. En el curso de la investigación hemos encontrado pruebas de una serie de agresiones sexuales. -Talia se inclinó hacia delante-. Señorita French, me gustaría decirle esto de manera que le resultara más soportable, pero no he encontrado la forma. En la época en que asesinaron a Alicia Tremaine se produjeron una serie de agresiones sexuales. Usted tenía su misma edad y estudiaba en la misma escuela que ella.

Daniel captó un atisbo de miedo en los ojos de Gretchen.

– No sé de qué me habla.

Talia bajó la cabeza y luego la levantó para volver a mirarla.

– Hemos encontrado fotos de chicas violadas. En una de ellas aparece usted, señorita French. Lo siento.

A Daniel se le encogió el corazón de lástima e impotencia al observar que el semblante de Gretchen se demudaba. Su rostro fue perdiendo el color hasta quedar ceniciento. Separó los labios y empezó a moverlos, como si estuviera intentando hablar. Entonces apartó la mirada y la bajó al suelo; estaba avergonzada. Daniel vio que también la expresión de Talia cambiaba. En ella observó una profunda compasión, pero también mucha energía, y comprendió por qué Chase la había elegido para llevar a cabo el interrogatorio.

Talia posó una mano sobre la de Gretchen.

– Ojalá no tuviera que pedirle que recordara aquel momento, pero tengo que hacerlo. ¿Podría explicarnos qué ocurrió?

– No me acuerdo. -Se humedeció los labios, nerviosa. Llamaba la atención el hecho de que no hubiera lágrimas en sus ojos-. Si pudiera se lo explicaría. Quise explicarlo cuando ocurrió, pero no recordaba nada.

– Creemos que quien lo hizo la drogó -musitó Daniel.

Gretchen alzó la barbilla; su mirada expresaba desolación pero en sus ojos no se veía una lágrima.

– ¿No saben quién es?

Daniel negó con la cabeza.

– Esperábamos que nos lo dijera usted.

Gretchen se incorporó, apenas podía respirar.

– Yo… yo solo tenía dieciséis años. Recuerdo que me desperté en mi coche. Estaba oscuro y… tenía mucho miedo. Supe… Quiero decir que noté… -Los sollozos le atoraban la garganta-. Me dolió mucho.

Talia seguía asiéndole la mano.

– ¿Había estado con alguien antes?

Gretchen negó con la cabeza.

– No. Algunos chicos lo intentaron, pero yo nunca accedí.

Daniel se tragó la furia que explotó dentro de sí y no dijo nada.

– Después de eso… nunca más salí con nadie. Tenía mucho miedo. No sabía quién… -Cerró los ojos-. Ni por qué, o si podía haberlo evitado. Tendría que haber tenido más cuidado.

La ira lo encendía y a Daniel le costaba dominarse. Pero se dominó.

– Señorita French -empezó cuando fue capaz de controlar el tono-, ¿recuerda de dónde venía, adónde iba o si la acompañaba alguien?

Ella abrió los ojos y recobró un mínimo de serenidad.

– Volvía a casa en coche del trabajo. Lavaba platos en Western Sizzlin', quería ahorrar para ir a la universidad. Estaba sola. Era tarde, sobre las diez y media. Recuerdo que estaba cansada, pero en aquella época estudiaba, trabajaba y ayudaba en la granja; siempre estaba cansada. Recuerdo que pensé en parar para salir a tomar el aire, no fuera a ser que me quedara dormida al volante.

Talia sonrió para animarla.

– Lo está haciendo muy bien -dijo-. ¿Recuerda haber tomado algo antes de salir del trabajo o haberlo hecho por el camino?

– Trabajaba en la cocina. Nos dejaban tomar tanta Coca-Cola como quisiéramos. Y yo lavaba los platos y no estaba dispuesta a ensuciar un vaso cada vez que tuviera sed, así que siempre utilizaba el mismo.

– O sea que alguien pudo haberle echado algo en la bebida -insinuó Talia con calma.

Gretchen se mordió la parte interior de la mejilla.

– Supongo que sí. Qué estúpida fui.

– Se creía segura en el trabajo -dijo Daniel, y ante la mirada de gratitud que ella le dirigió le entraron ganas de pregonar a los cuatro vientos lo impotente que se sentía. A aquella mujer la habían violado y, sin embargo, ella era capaz de agradecer algo tan sencillo como que alguien le dijera que no era estúpida.

– El agente Vartanian tiene razón. Usted no hizo nada malo ni cometió ninguna estupidez. ¿Qué recuerda de cuando se despertó?

– Tenía mucho dolor de cabeza y náuseas. Y noté el escozor. Me di cuenta de que… sangraba. -Tragó saliva y los labios le temblaron-. Llevaba unos pantalones nuevos de color blanco, había ahorrado para poder comprármelos y estaban hechos un asco. -Bajó la cabeza-. Toda yo estaba hecha un asco.

– Se despertó en su coche -la presionó Talia con delicadeza, y Gretchen asintió-. Dice que llevaba los pantalones manchados, o sea que estaba vestida. ¿Del todo?

Gretchen volvió a asentir con diligencia.

– Esas fotos… ¿Puedo…? -Sus ojos se anegaron y Daniel notó el escozor de las lágrimas en los propios-. Dios mío.

– Nadie verá estas fotos -aseguró Daniel-. No saldrán en ningún periódico.

Ella pestañeó y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

– Gracias -susurró-. También había una botella.

– ¿Una botella? -preguntó Talia mientras deslizaba un pañuelo de papel en la mano de Gretchen.

– Una botella de whisky. Estaba vacía. Tenía las prendas y el pelo empapados de whisky y sabía que si iba a contárselo al sheriff creerían que me había emborrachado. Que me lo había buscado.

Talia apretó la mandíbula.

– Usted no hizo nada.

– Ya lo sé. Si volviera a ocurrirme ahora, llamaría enseguida a la policía. Pero entonces solo tenía dieciséis años y estaba asustada. -Alzó la barbilla y Daniel pensó que esa mujer le recordaba a Alex en más de un aspecto-. ¿Quieren decir que no fui la única?

Daniel asintió.

– No podemos precisar a cuántas chicas les ocurrió lo mismo, pero sabemos que usted no fue la única. Ella esbozó una sonrisa muy triste.

– Y seguro que aunque los encuentren no podrán hacerles nada, ¿verdad?

– ¿Por qué? -preguntó Talia.

– Han pasado trece años, ¿no hace ya tiempo que ha prescrito el caso?

Daniel negó con la cabeza.

– El tiempo empieza a contar en el momento en que se presentan los cargos.

La mirada de Gretchen se endureció.

– O sea que si los encuentran, los procesarán.

– Con todas las de la ley -dijo Talia con orgullo-. Le damos nuestra palabra.

– Entonces inclúyanme en la lista de testigos. Quiero declarar en el juicio.

En el rostro de Talia se dibujó una amplia sonrisa.

– Haremos lo imposible por que así sea.

– Señorita French -terció Daniel-. Ha mencionado que algunos chicos intentaron mantener relaciones con usted pero que usted se negó. ¿Recuerda quiénes eran?

– No tuve muchos novios. Mi madre no me dejó salir con chicos hasta que cumplí los dieciséis años, y de eso solo hacía unos meses. El que más recuerdo se llamaba Rhett Porter. Pensé tal vez hubiera sido él pero…

«Por fin.» Pero la información llegaba un día tarde.

– Pero ¿qué? -preguntó él con delicadeza.

– Iba con gente poco recomendable. Tenía miedo de que si lo contaba…

– ¿Cree que la habrían agredido? -insistió Daniel.

– No. -Rió con amargura-. Él le habría dicho a todo el mundo que yo me lo había buscado y posiblemente la gente lo habría creído. Por eso decidí cerrar la boca. Al menos no estaba embarazada.

– Una pregunta más -dijo Daniel-. ¿Cuándo ocurrió?

– En mayo. Un año antes de que mataran a Alicia Tremaine.

Daniel y Talia se pusieron en pie.

– Gracias por su tiempo, señorita French -se despidió Talia-. Y por su franqueza. Sé que no ha sido fácil.

– Por lo menos ahora sé que no fueron imaginaciones mías. Y puede que encuentren a quien lo hizo. -Frunció el entrecejo-. ¿Hablarán con Rhett Porter?

Daniel se aclaró la garganta.

– No creo.

Talia abrió los ojos con gesto interrogativo. Gretchen se puso rígida.

– Ya entiendo.

– No, señorita French -repuso Daniel-, no creo que lo entienda. Porter sufrió un accidente de coche ayer y al parecer murió.

– Sí que lo entiendo. Está metido en un buen embrollo, agente Vartanian.

Daniel estuvo a punto de echarse a reír al darse cuenta de que la había subestimado.

– Sí, señorita. En eso tiene razón.

– Tendrías que haberme contado lo de Porter -le reprochó Talia cuando llegaron al coche.

– Lo siento, creía habértelo contado todo.

– Bueno, tal como ha dicho Gretchen French, estás metido en un buen embrollo. Supongo que es normal que te pase por alto un detalle.

Se abrocharon los cinturones de seguridad y Daniel puso en marcha el motor. Luego la miró a los ojos.

– Lo has hecho muy bien. Detesto tener que interrogar a víctimas de violación, nunca sé qué decirles. Tú, en cambio, has sabido en todo momento cómo tratarla.

– Tú te encargas de los homicidios. Seguro que eso tampoco es fácil.

Daniel puso mala cara mientras se incorporaba a la circulación.

– Eso de que yo me encargo de los homicidios suena fatal.

Ella hizo una mueca.

– Lo siento, no he elegido bien las palabras.

– Sobre todo dadas las circunstancias.

– Daniel, ¿crees que fue tu hermano quien mató a Alicia Tremaine hace trece años?

– No he dejado de preguntármelo. Pero detuvieron a otra persona, un indigente drogadicto. Tenía el anillo de Alicia en el bolsillo y la ropa manchada con su sangre, y llevaba en la mano una llanta, también manchada de sangre.

– Y tú, ¿qué crees? ¿La asesinaron cuando la violaron o fue en otro momento?

Daniel tamborileó sobre el volante con ritmo regular mientras meditaba.

– No lo sé.

Sin embargo, ahora le preocupaba otra cosa. Algo que tendría que haber tenido en cuenta antes, pero no lo había hecho. Había apartado de sí la idea hasta que el dolor y el miedo que observó en los ojos de Gretchen French la habían situado en el centro de sus pensamientos.

– ¿Daniel? Piensa en voz alta, por favor. Y deja de tamborilear, me estoy poniendo frenética.

Daniel suspiró.

– Alicia Tremaine tiene una hermana gemela, Alex. -Se concentró en la carretera para evitar que el miedo invadiera su mente-. Alex tiene pesadillas y ataques de pánico, y han empeorado desde que llegó a Dutton hace unos días.

– Ah. -Talia se volvió para mirarlo de frente-. Te preguntas a cuál de las hermanas violaron.

– Alex niega que le sucediera nada.

– Eso no es raro. ¿Tienes algo más aparte de esa foto? ¿Algún informe forense?

– No. Tal como te he explicado, el sheriff de Dutton y su equipo no se han mostrado muy dispuestos a ayudar.

– Y eso te hace sospechar del arresto del indigente.

Él asintió.

– Sí.

– Creo que tendrás que ir a la cárcel del estado, Daniel.

– Yo también lo creo. Tengo que separar el asesinato de Alicia de la violación.

Talia se mordió el labio, pensativa.

– Una vez tuve un caso de dos gemelas idénticas. Una había sido víctima de una violación y más tarde murió a causa de las heridas producidas durante la agresión. Encontramos pelo suyo en casa del violador, pero el imbécil del abogado defensor no hacía más que alegar que no podíamos demostrar de cuál de las dos hermanas era el pelo. La cuestión creó muchas dudas, y con razón.

– Porque el ADN de los gemelos idénticos es idéntico.

– En ese caso la genética no nos ayudó. La cosa pintaba bastante mal hasta que el fiscal hizo subir al estrado a la hermana viva. El acusado se comportó como si hubiera visto un fantasma, se quedó blanco como el papel y empezó a temblar tan violentamente que los grilletes sonaron igual que Jacob Marley apareciéndose ante Scrooge. Causó un gran impacto en el jurado y lo declararon culpable.

– Desde que Alex llegó a Dutton no paran de confundirla con su hermana. A mí también me pasó la primera vez que la vi, y eso no va a ayudarme nada a descubrir cuál de las dos fue agredida.

– No -dijo ella en tono paciente-. Pero puede que si el tipo que está en prisión por el asesinato de su hermana la ve, suelte algo interesante. Es solo una idea.

Era una idea fantástica. Daniel entró en una carretera secundaria para cambiar de sentido.

– Sospecho que todas las mujeres a las que interroguemos nos contarán historias parecidas a la de Gretchen.

– Es probable que tengas razón. ¿Quieres que me encargue yo de hablar con ellas? Mientras, podrías ir a buscar a tu Alex y hacerle una visita al indigente, como se llame.

– Gary Fulmore. ¿No te importa hablar tú sola con las víctimas?

– Daniel, es mi trabajo. Pediré que me acompañe otro agente por motivos de seguridad. Tú tienes que invertir todos tus esfuerzos en lo que verdaderamente importa para resolver el caso y, a menos que alguna de esas mujeres recuerde un nombre o un rostro, por esa parte no obtendrás nada nuevo.

– Pero ellas siguen siendo igual de importantes -protestó Daniel.

– Claro que sí. Y todas se merecen que les expliquen que no están solas, igual que hemos hecho con Gretchen. Pero yo puedo encargarme de eso tan bien como tú.

– Probablemente mejor. -La miró-. ¿«Mi Alex»?

Talia sonrió.

– Lo llevas escrito en la cara, cielo.

Él notó que una cálida sensación se abría paso entre sus lúgubres pensamientos.

– Me alegro.


Atlanta, miércoles, 31 de enero, 12.45 horas.


Alex se apoyó en una farola mientras el agente Hatton hablaba con Daniel por teléfono. Solo llevaban dos horas buscando al padre de Bailey y Alex ya estaba cansada, física pero sobre todo anímicamente. Había visto muchas caras con mucho dolor y muy poca esperanza. En su mente había mucho ruido. Ya había desistido de intentar silenciarlo y en vez de eso había optado por centrar sus pensamientos en el rostro de Craig. Trató de imaginárselo trece años mayor, con una suave barba como la de Hatton.

De momento nadie había visto a Craig Crighton, o al menos nadie lo admitía. Pero todavía les quedaban manzanas enteras por recorrer, si sus rodillas no se lo impedían. Aún le dolían debido a la caída del día anterior y el hecho de pasarse tantas horas de pie no ayudaba.

Al final Hatton colgó y dijo:

– Vamos.

Ella se apartó de la farola.

– ¿Adónde?

– A mi coche. Vartanian pasará a recogerla, van a Macon.

Ella frunció el entrecejo.

– ¿A la universidad?

– Mmm, no. A la prisión del estado. Van a ver a Gary Fulmore.

– ¿Por qué? -Pero en cuanto las palabras salieron de su boca negó con la cabeza-. Qué pregunta tan tonta. Está claro que tarde o temprano tenemos que ir a verlo. Pero ¿por qué precisamente esta tarde?

– Eso tendrá que preguntárselo a Daniel. No se preocupe, yo seguiré buscando y la avisaré si lo encuentro.

Ella hizo una mueca de dolor al crujirle las rodillas.

– Primero tengo que pasar por el centro de acogida donde trabaja la hermana Anne, tengo que dejar un paquete. -Hatton la tomó por el brazo y la ayudó a guardar el equilibrio-. Seguro que se alegrará de librarse de mí, no hago más que entretenerlo.

– No pensaba recorrer las calles de Dutton a la carrera, señorita Fallon. A su ritmo vamos bien.

– Ya sabe que puede llamarme Alex.

– No lo sabía. Pero lo de «señorita Fallon» es muy práctico, así no tengo que recordar dos nombres.

Él estaba bromeando y ella sonrió.

– ¿Usted tiene nombre de pila, agente Hatton?

– Sí.

Ella lo miró.

– ¿Me dirá cuál es?

Él suspiro.

– George.

– ¿George? Es un nombre bonito. ¿Por qué suspira?

Él alzó los ojos con aire tolerante.

– Mi segundo nombre es Patton.

A ella estuvo a punto de escapársele la risa.

– George Patton Hatton. Qué interesante.

– No se lo cuente a nadie.

– No diré una palabra -prometió, y se sintió un poco más animada.

Hasta que llegaron al centro de acogida donde trabajaba la hermana Anne y su ánimo decayó. La mujer estaba en estado crítico. Las enfermeras del servicio de urgencias del hospital provincial de Atlanta habían comunicado a Alex el pronóstico, y no era bueno.

Otra monja salió a recibirlos a la puerta con una sonrisa.

– ¿En qué puedo ayudarles?

– Me llamo Alex Fallon. Vine hace dos días y estuve hablando con la hermana Anne de mi hermanastra, Bailey Crighton.

La sonrisa de la monja se desvaneció.

– Anne dijo que vendría anoche.

– Ayer no pudimos venir, tuvimos que llevar a Hope al médico. ¿Dijo algo la hermana Anne que le dé una pista de quién ha podido hacerle una cosa así?

La monja vaciló y acabó por sacudir la cabeza.

– Ayer no estuvo aquí. Salió a buscar al padre de Bailey porque ustedes le habían dicho que vendrían.

A Alex le dio un vuelco el corazón.

– ¿Lo encontró?

– No lo sé. Esperaba que esta mañana volviera y me lo explicara, pero no ha aparecido. -A la monja empezaron a temblarle los labios y los apretó.

– Acabo de pasar por el hospital -dijo Alex-. Lo siento.

La monja asintió con brusquedad.

– Gracias. Ahora, si no desean nada más, tengo que seguir preparando la cena.

– Espere. -Alex sostuvo la puerta abierta-. ¿Verá a Sarah Jenkins esta noche?

– ¿Por qué? -preguntó la monja con recelo.

Alex le tendió la bolsa llena de muestras de pomada antibiótica que las enfermeras del servicio de urgencias le habían dado.

– Su hijita tiene un exantema y esto la aliviará. Hay para unas cuantas veces más.

La expresión de la monja se suavizó.

– Gracias.

Se dispuso de nuevo a cerrar la puerta.

– Espere, tengo otra pregunta. ¿Conoce esta canción? -Alex tarareó las seis notas que Hope había repetido hasta la saciedad el día anterior.

La monja frunció el entrecejo.

– No, pero últimamente casi no salgo de aquí. Espere un momento, enseguida vuelvo.

Cerró la puerta y Alex y Hatton aguardaron un buen rato. Hatton miró el reloj.

– Tenemos que irnos. Vartanian está a punto de llegar.

– Un minuto más, por favor. -El minuto pasó y Alex exhaló un suspiro-. Creo que no volverá, vámonos.

Estaban a punto de salir a la calle cuando la puerta se abrió y la monja se asomó con mala cara.

– Les he dicho que esperaran un momento.

– Hemos estado esperando, pero ya creíamos que no iba a volver -se excusó Alex.

– Tengo ochenta y seis años -le espetó la monja-. Voy más lenta que una tortuga. Vengan, hablen con ella. -Abrió la puerta un poco más y vieron a otra monja un poco más joven que parecía muy preocupada-. Díselo, Mary Catherine.

Mary Catherine miró hacia la calle; luego susurró:

– Vayan a Woodruff Park.

Alex miró a Hatton.

– ¿Qué es eso?

– Es una de las zonas donde suelen reunirse músicos -explicó él-. ¿Tenemos que hablar con alguien en particular, hermana?

Mary Catherine frunció los labios y la monja más mayor le dio un codazo.

– Díselo.

– ¿Ha oído antes esa melodía? -preguntó Alex, y Mary Catherine asintió.

– Bailey la tarareaba el último domingo que estuvo aquí, mientras preparaba las crepés. Se la veía muy triste, y la melodía también es triste. Cuando le pregunté qué era, me miró muy asustada y me dijo que no era más que una canción que había oído por la radio. Pero Hope dijo que no, que no la había oído en la radio, que su mamá no se acordaba de que el yayo la tocaba con la flauta.

Alex se puso alerta.

«La varita mágica.»

– ¿Qué hizo Bailey entonces? -preguntó Hatton, y Alex se dio cuenta de que estaba pensando lo mismo que ella.

– Se puso muy nerviosa y envió a Hope a preparar las mesas mientras explicaba que la niña veía a su abuelo en todos los hombres con barba. Dijo que quien tocaba la flauta no era más que un pobre borracho.

Alex frunció el entrecejo.

– Pero la hermana Anne nos dijo que creía que Bailey no había encontrado a su padre.

La monja más mayor dio otro codazo a Mary Catherine.

– Sigue.

Mary Catherine suspiró.

– Anne no estaba en la cocina en ese momento. Se lo conté el lunes por la noche, después de que ustedes se marcharan. Por eso ayer decidió salir a buscarlo.

Alex dejó caer los hombros.

– Tendría que haberme llamado y habría ido a buscarlo yo. ¿Por qué fue sola?

La primera monja se irguió.

– Anne lleva años paseándose por estas calles, no tiene miedo de salir sola. -Luego suspiró-. Supongo que tendría que tenerlo. En cualquier caso, no quería darle falsas esperanzas. Dijo que comprobaría si era él y que se lo diría cuando viniera anoche. Pero usted no vino y ella tampoco. -La monja más mayor volvió a adoptar su aire adusto-. Gracias por la pomada, me aseguraré de que se haga buen uso de ella. -Y cerró la puerta en las narices de Alex.

Alex miró a ambos lados de la calle.

– ¿Hacia dónde cae Woodruff Park?

Pero Hatton la tomó por el brazo.

– No tiene tiempo de ir allí. Yo buscaré al flautista y lo llevaré a la comisaría aunque no sea Crighton. Ahora, vamos. La están esperando.


Atlanta, miércoles, 31 de enero, 15.30 horas.


Daniel estacionó el coche en el aparcamiento de la prisión pero no se movió del asiento del conductor. Le había contado a Alex la conversación con Gretchen French, lo de la agresión y lo de la botella de whisky vacía. Le había explicado su plan de sorprender a Gary Fulmore cuando la viera, y que ni Fulmore ni su abogado sabían que ella estaba allí. La explicación había durado veinte minutos y el resto del viaje él se había mostrado reservado, había permanecido sumido en sus pensamientos. Ella le había dado margen creyendo que tarde o temprano hablaría, pero no había dicho nada de nada.

Al final ella rompió el silencio.

– Creía que íbamos a entrar en la prisión.

Él asintió.

– Entraremos, pero antes tenemos que hablar.

A ella el miedo le atenazó el estómago.

– ¿Sobre qué?

Daniel cerró los ojos.

– No sé cómo preguntártelo.

– Pregúntamelo y punto, Daniel -dijo ella con voz trémula.

– ¿En la foto que encontré sale Alicia o… eres tú?

Alex se encogió.

– No, no soy yo. ¿Cómo…? ¿Por qué me preguntas una cosa así?

– Porque tienes pesadillas y oyes gritos, y hay cosas que no recuerdas. Al principio creí que habían violado a Alicia la misma noche en que la mataron, pero el modus operandi es muy distinto. Luego me pregunté si la habrían agredido en momentos diferentes, personas diferentes. Y entonces empecé a preguntarme… -Abrió los ojos, sabía que expresaban dolor y culpabilidad-. Si también las víctimas eran diferentes. Si Simon y los demás te habían agredido a ti.

Alex se presionó los labios con los dedos y durante unos instantes se concentró solo en respirar.

– Lo siento -susurró él-. Lo siento mucho.

Alex posó las manos sobre su regazo y se esforzó por pensar. «¿Es posible?» No. Se acordaría de una cosa así. «Puede que no.» Esa había sido la respuesta de Meredith ante la misma frase pronunciada ese mismo día unas horas antes.

– Eres la segunda persona que hoy me pregunta si han abusado de mí. No sé qué responder excepto que no recuerdo que me haya sucedido nada parecido, pero tampoco recuerdo la noche en que ella murió. Empecé a encontrarme mal cuando volvía de la escuela y en cuanto llegué a casa me metí en la cama. Lo siguiente que recuerdo es que por la mañana mi madre me despertó y me preguntó dónde estaba Alicia, pero no sangraba ni había ninguna botella de whisky. Creo que debe de resultar difícil olvidar detalles como esos.

Durante un momento los dos guardaron silencio. Luego Alex alzó la barbilla.

– No me has enseñado la foto de Alicia -dijo.

Él la miró horrorizado.

– ¿Quieres verla?

Ella se apresuró a negar con la cabeza.

– No. Pero había un rasgo que nos diferenciaba. -Se levantó la pernera izquierda de los pantalones-. ¿Puedes verlo a través del calcetín?

Daniel se inclinó sobre el cambio de marchas.

– Es un tatuaje, una oveja. Dijiste que Bailey llevaba uno. No, espera, dijiste que lo llevabais las tres; lo dijiste el lunes por la mañana, cuando viste el cadáver de Janet.

– Es un corderito, nos parecía más tierno que una oveja. Mi madre siempre decía que éramos sus tres ovejitas: Bailey y las dos hermanas Alicia y Alex. B-he-he. ¡Bee! El día en que cumplíamos dieciséis años a Alicia se le ocurrió lo de los tatuajes. Mirándolo en retrospectiva, creo que se pasó de la raya. Pero Bailey estaba dispuesta, y era nuestro cumpleaños, el de Alicia y el mío, y yo no quería quedarme atrás.

– ¿Está permitido hacerse un tatuaje con dieciséis años?

– No, pero Bailey conocía a un tipo y le dijo que teníamos diecisiete. A última hora estuve a punto de rajarme, pero Alicia me advirtió que no se me ocurriera.

Daniel esbozó una sonrisa ladeada.

– Las temidas amenazas de Alicia.

– Yo nunca hacía nada emocionante ni divertido, eso siempre era cosa de Alicia. Por eso me uní a ellas. ¿Se ve el tatuaje en la foto?

– No lo sé, no me he fijado en el tobillo.

– Pues míralo. Tiene que estar en el derecho.

Él arqueó las cejas.

– ¿No lo llevabais en el mismo lado?

Alex esbozó una tímida sonrisa de satisfacción.

– No. La primera en hacérselo fue Bailey. Luego fue Alicia. Ese era el orden habitual. Ellas estaban contemplando sus tatuajes cuando el hombre empezó a hacerme el mío, y le di expresamente el pie izquierdo. Estaba cansada de tener problemas por culpa de Alicia.

– Querías que la gente os distinguiera. ¿Qué dijo Alicia?

– Cuando se dio cuenta ya llevaba hecho medio tatuaje y era demasiado tarde, pero se puso histérica. Y a mi madre estuvo a punto de darle un ataque. Nos castigó a las tres, y por primera vez en mucho tiempo Alicia tuvo que asumir la responsabilidad de sus propios actos en lugar de culparme a mí. Por primera vez sentí que había ganado. -Pero luego mataron a Alicia y sus vidas se vinieron abajo. Su tímida sonrisa se desvaneció-. Vuelve a mirar la foto, Daniel, y dime qué ves.

– Muy bien. -Extrajo la foto del maletín y la sostuvo de modo que ella no pudiera verla. Luego se sacó del bolsillo una lupa.

Cuando suspiró aliviado Alex hizo lo mismo; hasta ese momento no fue consciente de que había estado conteniendo la respiración. Él dejó la foto y la miró a los ojos.

– Está en el tobillo derecho.

Alex se humedeció los labios y luego los frunció hasta estar segura de que la voz no le temblaría.

– Por lo menos ha quedado clara una cosa. -Eso no respondía a la pregunta de Meredith, pero ya se ocuparía de ello cuando llegara el momento-. Vamos.

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