Dutton, martes, 30 de enero, 23.55 horas.
Meredith tenía la cabeza metida en la nevera cuando Alex cerró la puerta de la habitación en la que dormían Hope y Riley.
– Me muero de hambre -se quejó Meredith-. Solo le he dado dos bocados a la pizza.
– No creo que ninguno hayamos comido mucho más -dijo Daniel, frotándose con la palma de la mano su barriga igual de vacía-. Gracias por recordármelo -añadió en tono irónico.
Alex apartó la vista del esbelto torso de Daniel Vartanian, sorprendida ante el repentino deseo que la abrasaba. Después de todo lo ocurrido, lo último que le convenía era pensar en acariciar el vientre liso de Daniel. O cualquier otra parte de su cuerpo.
Meredith colocó un tarro de mayonesa y unas lonchas de jamón sobre la barra que separaba la cocina de la sala de estar. Su mirada se cruzó con la de Alex y sus labios esbozaron una sonrisa de complicidad. Alex le clavó los ojos, como retándola a decir algo.
Meredith se aclaró la garganta.
– Daniel, ¿te preparo un sándwich?
Daniel asintió.
– Por favor. -Se inclinó sobre el mostrador y apoyó los brazos, doblados por los codos, en el granito. Al oírlo suspirar, Meredith soltó una risita.
– Te pareces a tu perro cuando haces eso -soltó mientras colocaba las lonchas de jamón sobre rebanadas de pan.
Daniel rió con cansancio.
– Dicen que el dueño de un perro siempre se parece a él. Yo espero parecerme a Riley solo en eso; tiene cara de bobo.
– Ah, no lo sabía. A mí me parece monísimo -opinó Meredith, y dirigió otra sonrisa burlona a Alex mientras deslizaba el plato de Daniel sobre la barra-. ¿A ti no, Alex?
Alex alzó los ojos en señal de exasperación. Se sentía demasiado cansada para reírse.
– Come y calla, Mer. -Se acercó a la ventana y retiró la cortina para mirar el coche de policía camuflado.
– ¿Les llevamos café o algo?
– Seguro que lo agradecerán -opinó Daniel-. Si lo preparas, se lo llevaré. No quiero que salgas a menos que sea estrictamente necesario.
Meredith llevó el plato a la mesa. Retiró la cabeza de la princesa Fiona y al sentarse ella también suspiró.
– ¿Estamos bajo arresto domiciliario, Daniel?
– Ya sabes que no. Pero sería una negligencia por nuestra parte no asegurarnos de que estáis a salvo.
Alex ocupó la mente en preparar el café para los agentes.
– O esto o nos mudamos a una casa de incógnito.
Meredith frunció el entrecejo.
– A mí me parece que Hope y tú deberíais hacerlo.
Alex levantó la cabeza.
– Yo había pensado que lo hicierais Hope y tú.
– Claro, cómo no -dijo Meredith-. Mierda, Alex, mira que eres cabezota. A mí no han intentado matarme. Eres tú quien está en peligro.
– De momento -repuso Alex-. El capellán ha desaparecido, Mer. Y tengo la impresión de que han amenazado a la amiga de Bailey. Tú eres amiga mía, no creas que no se habrán fijado en ti.
Meredith abrió la boca, pero volvió a cerrarla y apretó los labios.
– Mierda.
– Bien dicho -terció Daniel-. Pensad en ello durante la noche. Podéis decidir mudaros mañana si queréis. Ese coche no se moverá de ahí al menos durante un día entero. -Se frotó la frente-. ¿Tenéis una aspirina, señoritas?
Alex extendió el brazo hasta el otro lado de la barra y alzó la barbilla. Podía ver el dolor en la mirada de Daniel.
– ¿Qué te duele?
– La cabeza -dijo él con irritación.
Ella sonrió.
– Acércate.
Él entornó los ojos con aire suspicaz y obedeció.
– Y cierra los ojos -musitó ella.
Tras dirigirle una última mirada, él hizo lo que le pedía. Entonces ella le presionó las sienes con los pulgares hasta que la sorpresa lo obligó a abrir los ojos.
– Estoy mucho mejor -dijo, perplejo.
– Estupendo. Fui a clases de digitopuntura con intención de aplicarme el remedio, pero nunca he conseguido hacer desaparecer mi propio dolor de cabeza.
Él rodeó la barra y deslizó la mano por debajo de su pelo.
– ¿Todavía te duele aquí?
Ella asintió y dejó caer la cabeza hacia delante mientras él presionaba con el pulgar el lugar exacto de la nuca donde sentía el dolor. Un escalofrío le recorrió la espalda.
– Es justo ahí. -Pero su voz sonó ahogada y de pronto notó que le faltaba el aire.
Se hizo el silencio en la habitación mientras él desplazaba las manos hasta sus hombros y los masajeaba a través del grueso paño de su chaqueta. Todo cuanto Alex podía oír era el goteo de la cafetera y el tamborileo de su propio pulso en la cabeza.
Meredith se aclaró la garganta.
– Creo que me voy a dormir -dijo.
La puerta del dormitorio de Meredith se cerró y se quedaron solos. Alex volvió a estremecerse cuando él retiró la chaqueta de sus hombros, pero la calidez de sus manos venció el escalofrío.
– Mmm. -Ella emitió un débil sonido gutural al apoyar los brazos en la barra tal como había hecho él.
– No te vayas a dormir -musitó él, y ella exhaló un suspiro.
– De eso nada.
Él le dio la vuelta de modo que quedaron frente a frente. Sus ojos parecían más azules, más intensos, y le produjeron un hormigueo por todo el cuerpo. Los latidos que antes notaba en la cabeza se habían desplazado y ahora sentía un golpeteo rítmico entre las piernas que le provocó ganas de apretarse contra él.
Entonces el mágico pulgar que le había masajeado la nuca le acarició el labio con suavidad, y ella se preguntó cómo debía de sentar eso… en otro sitio. Se preguntó cómo hacía una mujer para pedir una cosa así.
Pero dejó de pensar en cuanto él le cubrió los labios con los suyos. Le rodeó el cuello con los brazos y provocó en ella el derroche de sensaciones que no había vuelto a sentir desde… desde la última vez que él la besó. Su boca era suave y firme a la vez, y sus manos… Le presionó con fuerza la espalda y las deslizó hasta rodearle el torso. Hasta dejar reposar los pulgares bajo sus senos y hundir los dedos en sus costados.
«Tócame, por favor.» Pero las palabras no sonaron en voz alta y ella deseó que al mirarla a los ojos él comprendiera lo que quería decirle. Deslizó los pulgares hasta sus pezones y ella cerró los ojos.
– Sí -se oyó susurrar-. Justo ahí.
– ¿Qué deseas, Alex? -preguntó él con voz baja y grave. Formuló la pregunta mientras jugueteaba con sus senos, acariciándolos, tentándolos, hasta que a Alex le flaquearon las rodillas.
– Yo…
– Yo te deseo a ti -musitó él contra su boca-. Te lo digo para advertirte, si tú no deseas lo mismo…
Ella estaba temblando.
– Yo…
Lo notó sonreír contra sus labios.
– Limítate a asentir -susurró él, y ella lo hizo y tomó aire de golpe cuando él la empujó contra el armario y empezó a balancearse sobre ella.
– Sí, sí, justo ahí -dijo, y dejó de hablar cuando él se apropió de su boca con el beso más fuerte y apasionado de todos. Desplazó las manos a sus caderas y la alzó para acoplarse mejor.
De pronto, unos golpes en la puerta de entrada interrumpieron aquel momento.
– ¡Vartanian!
Daniel se echó atrás, se pasó la mano por la cara y se centró de inmediato. Con la mano derecha aferró la pistola guardada en la funda de la cadera.
– Quédate aquí -ordenó a Alex, y abrió la puerta de tal modo que no pudieran verla-. ¿Qué ocurre? -preguntó.
– Han llamado a todas las unidades -anunció una voz masculina, y Alex se desplazó hasta que vio quién había en la puerta. Era uno de los agentes del coche aparcado fuera-. Se han oído disparos en el 256 de Main Street, en una pizzería. Ha muerto un agente y dos personas más. Una de ellas era la camarera encargada de cerrar el local.
– Sheila -dijo Alex, y se le cayó el alma a los pies.
Daniel apretó la mandíbula.
– Ya voy yo. Quédate tú aquí. ¿Sigue Koenig en el coche?
– Sí. -El agente entró y saludó a Alex con una inclinación de cabeza-. Señora, soy el agente Hatton.
– Puedes confiar en el agente Hatton, Alex -aseguró Daniel-. Yo tengo que marcharme.
Dutton, miércoles, 31 de enero, 00.15 horas.
«Joder.» El silencio resultaba surrealista cuando Daniel se asomó por la puerta de Presto's Pizza, el restaurante donde tan solo unas horas antes había estado con Alex y Hope. Aferró su Sig y aguzó todos los sentidos, pero enseguida se dio cuenta de que era demasiado tarde.
Sobre la barra, junto a la caja registradora abierta, había un hombre negro desplomado. Sus brazos caían inertes por el borde, con las manos abiertas, y en el suelo había un arma del calibre 38. La sangre encharcaba la barra y goteaba por uno de los lados. Daniel no pudo evitar recordar el pequeño rostro de Hope cubierto con la salsa de la pizza.
Apartó de sí el escalofrío cuando vio a Sheila en un rincón, sentada en el suelo junto al aparato de radio. Tenía las piernas muy abiertas, sus ojos aparecían desorbitados y desprovistos de vida, y el pintalabios rojo resultaba esperpéntico en contraste con su rostro céreo. Todavía aferraba una pistola con ambas manos, ahora lacias sobre su regazo. Su uniforme había adoptado el tono vivo de la sangre que aún manaba de los agujeros del abdomen y el pecho y que también cubría la pared de detrás. Cuando un arma del calibre 38 atravesaba un cuerpo dejaba un buen agujero.
Con el rabillo del ojo Daniel detectó un movimiento y alzó la Sig, dispuesto a disparar.
– Policía. Levántese y ponga las manos donde yo pueda verlas.
Por detrás de una mesa volcada apareció un hombre, y al reconocerlo Daniel bajó el arma, sorprendido.
– ¿Randy?
El agente Randy Mansfield asintió en silencio. La camisa blanca de su uniforme aparecía cubierta de sangre. El hombre, pasmado, dio un paso adelante. Daniel corrió hasta él y lo ayudó a sentarse en una silla mientras respiraba hondo.
– Mierda -susurró. Detrás de la mesa vio a un joven agente vestido con el uniforme del Departamento de Policía de Dutton, desplomado en el suelo sobre la espalda, con un brazo extendido y el dedo rodeando el gatillo de su revólver. Su camisa blanca mostraba una mancha de quince centímetros de diámetro a la altura del abdomen y de su espalda salía un reguero de sangre.
– Están todos muertos -musitó Randy en estado de shock-. Todos muertos.
– ¿Estás herido? -preguntó Daniel.
Randy negó con la cabeza.
– Hemos disparado los dos a la vez, el agente Cowell y yo. A él lo han herido. Está muerto.
– Randy, escúchame. ¿Estás herido?
Randy volvió a negar con la cabeza.
– No. La sangre es suya.
– ¿Cuántos hombres armados había?
Poco a poco las mejillas de Randy fueron recuperando el color.
– Uno.
Daniel presionó con los dedos la garganta del joven agente. No tenía pulso. Con la mano en que llevaba la pistola pegada al cuerpo, entró en la cocina por la puerta de vaivén.
– ¡Policía! -anunció a voz en grito, pero no obtuvo respuesta. No se oía ni un solo ruido. Penetró en la cámara frigorífica pero allí tampoco había nadie. Abrió la puerta trasera del restaurante, que daba a un callejón. Un Ford Taurus oscuro estaba parado con el motor en marcha. Si el agresor había acudido acompañado, la persona en cuestión hacía rato que se había dado a la fuga.
Enfundó la pistola y regresó al rincón donde yacía Sheila con el aspecto de una muñeca a la que hubieran dejado abandonada. Vio que de su bolsillo asomaba una cosa blanca. Se enfundó un par de guantes de látex que siempre llevaba en el bolsillo y se agachó a su lado, seguro de lo que iba a encontrar.
La cosa blanca era una tarjeta de visita. La suya.
Daniel se tragó la bilis que le había subido a la garganta y escrutó el rostro de Sheila. De haberla visto antes de ese modo la habría reconocido de inmediato, pensó con amargura. Con los ojos inertes y los músculos de la cara lacios, el parecido con una de las mujeres de las fotos de Simon resultaba mucho más claro.
– Pero ¿qué te crees que estás haciendo?
La voz lo sobresaltó. Daniel se levantó despacio y vio a Frank Loomis apostado en mitad del restaurante; sendas manchas de color destacaban en sus pálidas mejillas.
– Era mi testigo -explicó.
– Pero esta es mi ciudad, mi jurisdicción, mi escenario del crimen. No estás invitado, Daniel.
– Eres tonto, Frank. -Daniel miró a Sheila y tuvo claro lo que debía hacer-. Yo también lo fui, pero se acabó.
Salió de la pizzería y pasó junto al pequeño grupo de vecinos que, horrorizados, se habían congregado en la puerta. Cuando estuvo solo llamó a Luke.
– Papadopoulos.
Oía la televisión de fondo.
– Luke, soy Daniel. Necesito que me ayudes.
El ruido de fondo del televisor cesó de golpe.
– Habla.
– Estoy en Dutton, necesito las fotos. Luke guardó silencio un momento.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Creo que he identificado a otra chica.
– ¿Está viva?
– Hasta hace veinte minutos lo estaba. Ahora ya no.
– Dios mío. -Luke exhaló un suspiro-. ¿Cuál es la combinación de tu caja fuerte?
– La fecha de cumpleaños de tu madre.
– Llegaré en cuanto pueda.
– Gracias. Tráemelas al 1448 de Main Street. Es una casa de una sola planta, está junto a un parque.
Daniel colgó y antes de darse tiempo a cambiar de idea llamó a Chase.
– Te necesito en Dutton. Ven, por favor.
Dutton, miércoles, 31 de enero, 00.55 horas.
– ¿Está seguro de que no quiere que le traiga nada, agente Hatton?
– Estoy bien, señora.
– Pues yo no -masculló Alex mientras iba y venía por la pequeña sala de estar.
– Siéntate, Alex -le ordenó Meredith con calma-. Así no ayudas nada.
– Tampoco hago ningún daño a nadie. -Se disponía a acercarse a la ventana cuando captó la mirada de advertencia del agente Hatton.
– Lo siento.
– Su prima tiene razón, señorita Fallon. Tendría que intentar relajarse.
– No ha dormido ni ha comido nada -explicó Meredith al agente.
Hatton sacudió la cabeza.
– Y eso que es enfermera. Tendría que saber cuidarse mejor. Alex les lanzó sendas miradas y se dejó caer en el sofá. Un segundo más tarde, se levantó al oír que llamaban a la puerta.
– Soy Vartanian -gritó Daniel, y Hatton abrió la puerta.
– ¿Qué hay?
– Tres muertos -respondió Daniel-. Uno de ellos era mi testigo. Hatton, necesito hablar con la señorita Fallon -dijo, y el agente Hatton se llevó la mano a la sien a modo de saludo.
– Señoritas -se despidió-. Estaré fuera -dijo a Daniel.
– ¿Salgo yo también? -preguntó Meredith, y Daniel negó con la cabeza. Luego cerró la puerta y se la quedó mirando durante un buen rato, y a cada segundo que pasaba Alex tenía más miedo.
Al final no pudo soportar más el silencio.
– ¿Qué tienes que decirme?
Él se dio la vuelta.
– No es nada agradable.
– ¿Para quién? -preguntó ella.
– Para ninguno de nosotros -dijo de modo críptico. Se dirigió al lugar de la barra donde antes la había besado y se inclinó sobre ella, cabizbajo.
– La primera vez que te vi me impresioné mucho -empezó.
Alex asintió.
– Acababas de ver la foto de Alicia en un periódico viejo.
– Ya la había visto antes de eso. Leíste los artículos que hablan de mi hermano Simon, ¿verdad?
– Algunos. -Alex se sentó en el sofá-. «Te veré en el infierno, Simon» -musitó-. Así, cuando te lo dije tú ya sabías lo que significaba.
– No, no lo he sabido hasta esta noche. ¿Has leído el artículo que cuenta que mis padres viajaron a Filadelfia en busca de un chantajista?
Alex negó con la cabeza pero Meredith dijo:
– Ese lo he leído yo. -Se encogió de hombros-. No podía pasarme el día entero coloreando, me habría vuelto loca. El artículo cuenta que una mujer estaba haciendo chantaje a los padres de Daniel. Cuando fueron a Filadelfia para enfrentarse con ella, se enteraron de que Simon seguía vivo y él los mató.
– Te has perdido lo mejor de todo -soltó Daniel con sarcasmo-. Mi padre siempre supo que Simon estaba vivo. Lo echó de casa a los dieciocho años y se aseguró de que no volviera jamás. Contó a todo el mundo que Simon había muerto para que mi madre no lo buscara, y simuló el funeral, el entierro… Todo. Yo creí que había muerto, todos lo creímos.
– Debió de ser una impresión tremenda descubrir que vivía -dijo Meredith en tono quedo.
– Por no decir algo peor. Simon siempre fue mala persona. Cuando tenía dieciocho años mi padre descubrió una cosa de él que fue la gota que colmó el vaso. Por eso lo echó de casa y se quedó la prueba para asegurarse de que no volviera a dejarse ver jamás.
– ¿Qué es, Daniel? -preguntó Alex-. Dímelo ya.
A él le tembló un músculo de la mandíbula.
– Son fotos de mujeres; de adolescentes. Se las hicieron mientras las violaban.
Oyó el breve grito ahogado de Meredith. Alex, en cambio, se había quedado muda.
– ¿Alicia estaba entre ellas? -preguntó Meredith.
– Sí.
Meredith se pasó la lengua por los labios.
– ¿Cómo dio la chantajista con las fotos?
– En realidad no las tenía ella, las tenía mi madre, y cuando descubrió que Simon llevaba todo ese tiempo vivo, me las hizo llegar a mí por si no conseguía… sobrevivir. La chantajista conocía a Simon desde que eran niños, lo vio en Filadelfia y se enteró de que lo habían dado por muerto.
– Así, amenazó a tu padre con contar lo del entierro falso -dedujo Meredith.
– Más o menos. Hace dos semanas encontré las fotos que mi madre me dejó. Fue el mismo día en que me enteré de que mis padres habían muerto. Unos días más tarde Simon también murió.
– ¿Y qué hiciste? -quiso saber Meredith-. Con las fotos, quiero decir.
– Se las entregué a los detectives de Filadelfia el mismo día en que las encontré -explicó Daniel-. En ese momento aún creía que eran el motivo del chantaje.
– ¿O sea que las tienen ellos? -preguntó Alex-. ¿Las fotos de Alicia están… en manos de extraños? -Captó la histeria en su propia voz y se esforzó por desterrarla.
– Ellos tienen una copia. Los originales los tengo yo. Me prometí a mí mismo que encontraría a esas mujeres. No sabía quiénes eran ni qué parte había tomado Simon en todo eso. No sabía por dónde empezar. Y de repente, el mismo día en que me incorporo al trabajo, encontramos a la mujer de Arcadia.
Meredith exhaló un suspiro al comprenderlo todo.
– Un cadáver envuelto en una manta y tirado en la cuneta. Igual que la otra vez.
– Uno de los agentes de Arcadia recordaba el asesinato de Alicia. Cuando vi su foto en el viejo artículo de periódico, supe enseguida que era una de las chicas que aparecían en las fotos de Simon. Pensaba ir a hablar con su familia al día siguiente. -Miró a Alex-. Y entonces apareciste tú.
Alex se lo quedó mirando anonadada.
– ¿Simon violó a Alicia? Pero si detuvieron al hombre que la mató, Gary Fulmore. Era un indigente, un drogadicto.
Daniel echó hacia atrás la cabeza con aire cansino.
– En las fotos aparecían quince chicas. Que yo supiera, solo una había muerto; Alicia. Hasta esta noche.
– Dios mío -musitó Meredith-. Sheila.
Daniel irguió la cabeza. Su mirada era sombría.
– Eso creo.
Alex se puso en pie, una rabia brutal hervía en lo más profundo de su ser.
– Tú lo sabías, cabrón. Lo sabías y no me lo dijiste.
– Alex -la advirtió Meredith.
La expresión de Daniel se tornó muy seria.
– No quería herirte.
Alex sacudió la cabeza.
– ¿Que no querías herirme? -repitió, atónita-. ¿Sabías que tu hermano violó a mi hermana y no me lo dijiste porque no querías herirme?
– Puede que tu hermanastro también tuviera algo que ver -dijo Daniel en voz baja. Alex se detuvo en seco.
– Santo Dios. La carta.
Daniel asintió sin decir nada.
– Y la carta que le envió a Bailey -añadió Alex. Aturdida, se sentó-. Santo Dios. Y el capellán. -Miró a Daniel a los ojos-. Wade se confesó con él.
– Y ahora él ha desaparecido -concluyó Daniel.
– Espera. -Meredith se puso en pie y sacudió la cabeza-. Si Simon y Wade fueron quienes violaron a esas chicas y los dos han muerto, ¿quién está detrás de todo esto? ¿Quién ha raptado a Bailey? ¿Y quién ha matado a esas mujeres?
– No lo sé. Pero no creo que Simon las violara.
Alex empezó a sulfurarse de nuevo.
– Encima de…
Daniel levantó la mano con aire cansino.
– Alex, por favor. A Simon le faltaba una pierna y ninguno de los hombres que aparecen en las fotos es cojo. Creo que Simon debió de tomar las fotos, me parece algo muy propio de él.
– Espera -volvió a decir Meredith-. ¿Has dicho «hombres»? ¿Aparece más de uno en las fotos?
– Puede que sean cinco, o incluso más. Es difícil saberlo.
– O sea que hay más gente implicada -concluyó Alex.
– Y no quieren que se sepa. -Meredith suspiró-. Quince chicas. Menudo fregado para tener que mantenerlo en secreto.
Alex cerró los ojos para evitar que la habitación empezara a darle vueltas.
– ¿Dónde están las fotos?
– En mi casa, en la caja fuerte. Mientras hablamos, Luke está de camino con ellas.
Alex lo oyó apartarse de la barra y cruzar la sala. Se sentó junto a ella, pero no la tocó.
– También he avisado a mi jefe. Tengo que contárselo.
Ella abrió los ojos. Lo vio sentado en el borde del sofá, con la espalda encorvada y cabizbajo.
– ¿Tendrás problemas por no habérselo dicho antes?
– Es probable, pero no se lo dije porque estaba hecho un lío. -Volvió la cabeza hacia un lado para mirarla y Alex vio el dolor en sus ojos-. Si él me lo permite, me gustaría que dieras un vistazo a las otras fotografías. Esta noche has reconocido a Sheila; puede que conozcas a alguna de las otras chicas.
Ella le acarició suavemente la espalda con las puntas de los dedos. El dolor que percibió en su mirada había apaciguado sus ánimos.
– Y puede que reconozcamos a alguno de los hombres.
Él tragó saliva.
– Eso también.
– Los dos sois de Dutton -observó Meredith-. ¿Por qué tendría Alex que conocer a gente que tú no conoces?
– Yo soy cinco años mayor -explicó Daniel-. Cuando todo eso sucedió, me había marchado a estudiar a la universidad.
– Además él era rico -añadió Alex-. Los ricos iban a la escuela privada. Alicia, Sheila, Bailey y yo, en cambio, fuimos a la escuela pública. Entre los dos mundos había una barrera infranqueable.
– Pero Simon y Wade eran amigos.
– Por lo menos, cómplices -puntualizó Daniel-. A Simon lo echaron de la escuela privada y terminó los estudios en la pública. Tenemos que conseguir algún anuario.
– ¿Qué tienen que ver Janet y Claudia en todo esto? -preguntó Alex-. Solo tenían nueve años cuando Alicia murió.
– No lo sé -confesó Daniel. Se recostó en el sofá y cerró los ojos-. Lo que sé es que Sheila quería decirme algo, tenía mi tarjeta de visita en el bolsillo.
– ¿Quién la ha matado? -preguntó Meredith.
– Un ladrón que se ha llevado el dinero de la caja registradora. -Daniel se encogió de hombros-. O eso es lo que quieren hacernos creer. -De repente, se puso en pie con cara de haber reparado en algo-. No puedo creer que me haya pasado por alto. -Abrió la puerta-. ¡Hatton! ¿Puedes venir? -Se volvió hacia Alex-. Me reuniré con Luke y Chase en el restaurante. No te muevas de aquí.
Dutton, miércoles, 31 de enero, 1.35 horas.
Daniel volvió a entrar en Presto's Pizza. Corey Presto se encontraba de pie junto a la puerta, neurótico perdido. Había estado llorando, tenía la cara surcada de churretes ya secos.
El doctor Toby Granville examinaba el cadáver tendido sobre la barra y uno de los ayudantes de Frank tomaba fotos con una cámara digital. Frank estaba agachado junto al lugar en que había muerto el joven agente, escrutando el suelo. Debían de haberse llevado al joven al depósito de cadáveres en primer lugar. Sheila seguía sentada en el rincón, con el mismo aspecto de muñeca grotesca.
Daniel no vio a Randy Mansfield por ninguna parte y supuso que se lo habrían llevado al hospital o bien le habrían dado permiso para marcharse a casa.
– Frank -lo llamó Daniel.
Frank levantó la cabeza, y durante, unos instantes la desesperación tiñó la mirada del viejo amigo de Daniel. Pero al momento su expresión cambió y se tornó de nuevo hierática.
– ¿Por qué has vuelto, Daniel?
– El escenario es mío. Toby, si no te importa, apártate de ese cadáver. Llamaré al forense del estado y a los criminólogos.
Toby Granville desplazó la mirada hasta Frank, quien poco a poco se puso en pie con los brazos en jarras y los puños apretados.
– No, no es tuyo -protestó.
– El coche que hay en el callejón de atrás está implicado en un atropello en el que el conductor se ha dado a la fuga. El atropello ha tenido lugar esta tarde y la víctima es una testigo que está bajo mi protección. En este restaurante ha muerto otra testigo. El GBI se encargará de examinar el escenario del crimen. Por favor, Frank, márchate, o tendré que hacerte salir yo.
Frank se había quedado boquiabierto y se volvió a mirar al hombre tendido sobre la barra.
– ¿Un atropello? -preguntó con vacilación- ¿Dónde? ¿A quién han atropellado?
– Ha sido en Atlanta, delante del Underground -respondió Daniel-. La víctima es Alex Fallon. -Miró al doctor-. Lo siento, Toby. Tenemos que realizar el examen nosotros. No te ofendas.
Granville retrocedió y se quitó los guantes.
– No me ofendo, no te preocupes.
– Espere. -Corey Presto sacudía la cabeza como si quisiera aclararse las ideas-. ¿Insinúa que no ha sido un robo? ¿Que ese hombre quería matar a Sheila?
– Lo único que digo es que ese coche está implicado en un intento de asesinato que ha tenido lugar hoy mismo. -Daniel se volvió a mirar a Frank; se le veía destrozado-. Y Sheila ha muerto.
– ¿Ella también era una testigo? -preguntó Frank con un hilo de voz, y Daniel echó un vistazo al hombre a quien conocía, o creía conocer, tan bien.
– Eso es información confidencial. Lo siento, Frank.
Frank bajó la mirada al suelo teñido de sangre.
– Sam tenía solo veintiún años.
– Lo siento, Frank -repitió Daniel-. Si quieres, puedes quedarte aquí mientras registramos el escenario. -Se volvió hacia Presto-. Señor Presto, necesitamos saber si falta dinero de la caja.
Presto se enjugó la boca con el dorso de la mano.
– Ya lo he retirado.
– Esta noche, cuando he venido con Alex Fallon, usted estaba aquí -dijo Daniel.
– Sí, estaba aquí. -El hombre levantó la barbilla-. ¿Y qué?
– Sheila estaba hablando conmigo y la ha llamado para que volviera a la cocina. Y no ha sido precisamente agradable.
– Se le estaba acumulando el trabajo, no le pagaba para cotorrear.
– Ella opinaba que había hablado demasiado, no quería que los jefes se enfadaran. ¿A quién cree que se refería?
– No lo sé.
Pero el hombre estaba mintiendo, los dos lo sabían.
– ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para usted?
– Cuatro años. Desde que salió del centro de rehabilitación. Le ofrecí una oportunidad de cambiar de vida.
– ¿Por qué? ¿Por qué le ofreció una oportunidad?
A Presto se le encendieron las mejillas.
– Porque me daba lástima.
Daniel suavizó su expresión.
– ¿Por qué?
Presto tragó saliva.
– Lo había pasado mal y me daba lástima, eso es todo. -Pero cuando se volvió a mirar el cuerpo sin vida de Sheila, empezó a temblarle la garganta y sus ojos se llenaron de un gran dolor a la vez que las lágrimas volvían a inundarlos, y Daniel lo comprendió todo.
– La amaba -dijo con suavidad.
El pecho de Presto se contrajo una vez y el hombre agachó la cabeza mientras cerraba con fuerza los puños. No hizo falta más respuesta.
– Daniel. -Toby Granville apareció tras él con aire compasivo-. Deja que se marche. Ya responderá a tus preguntas mañana. -Toby rodeó a Presto por los hombros y lo acompañó fuera del restaurante. Al entrar Ed Randall se cruzó con ellos.
Ed echó un vistazo al restaurante y dio un quedo silbido.
– Dios mío.
– Uno de los cadáveres ya se lo han llevado -explicó Daniel-. Te proporcionaré una descripción detallada de cómo estaba el escenario cuando he llegado. ¿Agente?
El joven agente que había estado tomando fotos se sobresaltó.
– ¿S… sí?
– Si puede darnos la cámara, haré una copia de la tarjeta y se la devolveré.
El agente miró a Frank, y este asintió.
– De acuerdo. Puedes irte, Alvin.
El agente pareció infinitamente aliviado y se marchó sin entretenerse.
– Justo había terminado de precintar la casa de Bailey Crighton cuando he recibido tu llamada -explicó Ed-. No llevaba ni veinte minutos de camino cuando he dado media vuelta. Supongo que en veinte minutos más llegarán los forenses. Mientras, cuéntame lo que has visto.
Luke llegó en el momento en el que Malcolm y su compañero Trey colocaban al agresor en una camilla dentro de una bolsa cerrada. Sheila yacía sobre otra camilla y su bolsa estaba cerrada solo hasta el pecho. Luke fue directo hacia el cadáver de la chica y permaneció de pie junto a ella un momento, examinando su rostro con expresión severa.
– Tenías razón -masculló-. Esperaba que estuvieras equivocado.
– ¿Dónde están? -preguntó Daniel en tono quedo.
– Guardadas en el maletero de mi coche. Por cierto, el cumpleaños de mi madre es el 1 de enero, no el 4.
– No se lo digas, ¿vale?
– Conmigo tu secreto está a salvo -dijo, pero no sonrió-. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
Daniel miró el rostro céreo de Sheila y supo que nunca antes había estado tan seguro de algo.
– Sí. Si lo hubiera contado hace una semana, tal vez ella seguiría viva.
– Eso no lo sabes.
– Y nunca lo sabré. Ni ella tampoco.
Luke suspiró.
– Iré a buscar el sobre.
Daniel se hizo a un lado cuando Malcolm y Trey regresaron a por la otra camilla. Chase entró justo cuando cerraban la bolsa que contenía el cadáver de Sheila. El jefe de Daniel se quedó plantado en mitad del restaurante observándolo todo antes de lanzarle una mirada directa.
– Vamos a mi coche -dijo.
– De acuerdo. -Daniel pasó junto a Luke y este deslizó el sobre bajo su brazo.
– Esperaré aquí -dijo, y Daniel se limitó a asentir.
Con la impresión de ser hombre muerto, Daniel entró en el coche de Chase y cerró la puerta. Chase se sentó ante el volante.
– ¿Qué hay en ese sobre, Daniel?
Él se aclaró la garganta.
– Mis fantasmas.
– No sé por qué me lo imaginaba.
Vio a Malcolm y a Trey colocar la camilla en la parte trasera del vehículo y cerrar las puertas.
«Tengo las manos manchadas con la sangre de Sheila. Se acabaron los secretos. Se acabaron las mentiras.»
– Esto es el final.
– ¿El final de qué, Daniel?
– Espero que no de mi carrera; aunque llegado el caso, no me opondré.
– ¿Por qué no permites que eso lo juzgue yo?
Daniel pensó que era un buen punto de partida.
– Mi padre era juez -dijo.
– Eso ya lo sé, Daniel. Suéltalo de una vez. Haremos lo que tengamos que hacer.
– Lo estoy soltando. Todo empezó a causa de mi padre, el juez.
Y Daniel le contó toda la historia, incluido el punto que no había compartido con Alex: que once años atrás, cuando vio las fotos por primera vez, su padre las quemó para evitar que fuera con el cuento a la policía. Cuando terminó, Chase permaneció con la vista fija hacia el frente mientras se apoyaba en el volante con los codos y descansaba la barbilla sobre los puños cerrados.
– O sea que, estrictamente hablando, solo hace una semana que tienes las fotografías.
– Le entregué una copia a Vito Ciccotelli en Filadelfia el mismo día en que las descubrí.
– Y precisamente por eso y solo por eso vas a salvar el pellejo. ¿Por qué no me lo dijiste?
Daniel se presionó las cejas con el pulpejo de las manos.
– Santo Dios, Chase. ¿Has hecho alguna vez algo tan horrible que te avergüence que los demás lo sepan?
Chase guardó silencio durante tanto rato que Daniel ya creía que no iba a responder. Pero al fin asintió.
– Sí. -Y eso fue todo cuanto Chase pareció estar dispuesto a decir sobre el tema.
– Entonces ya sabes por qué. Durante once años he vivido con la responsabilidad de saber que esas chicas fueron agredidas, y con la culpabilidad por saberlo y no haber dicho nada. Me prometí a mí mismo que las encontraría y arreglaría las cosas. Y justo entonces descubrí la identidad de Alicia y me pareció tener motivos para no contarlo. No quería arriesgarme a que me dejaras fuera del caso. Quería descargarme de la culpabilidad. Y no quería herir a Alex.
– ¿Se lo has dicho?
Daniel asintió.
– Sí. No se ha puesto tan frenética como yo creía. ¿Y tú?
– Yo ¿qué? ¿Si estoy tan frenético como creías? -Chase suspiró-. Estoy disgustado. Creía que confiabas en mí. Pero he estado en tu lugar y sé que en lo que respecta al bien y al mal las cosas no siempre son blancas o negras. -Miró el sobre-. ¿Son las fotos?
– Sí. He pensado que tal vez Alex pueda identificar a alguna de las otras chicas. Recordaba a Sheila de la escuela.
Chase extendió la mano y Daniel le entregó el sobre, y al hacerlo sintió que acababa de quitarse un peso de encima.
Chase miró las fotos y su rostro se crispó con repugnancia.
– Joder.
Las guardó en el sobre y lo dejó a su lado en el asiento.
– De acuerdo. Así es como vamos a actuar de ahora en adelante: harás una petición formal a la policía de Filadelfia para que Ciccotelli te devuelva las fotos lo antes posible. Le dirás que creías que Alicia era una de las chicas pero que no habías reconocido a ninguna otra hasta que esta noche has visto a Sheila, y que por eso le pedimos que nos devuelva las fotos.
– De hecho, no es ninguna mentira -dijo Daniel despacio, y Chase lo miró con pesadumbre.
– Por eso me pagan lo que me pagan. No mencionarás que hiciste copias y te quedaste con los originales. ¿Quién más lo sabe, aparte de Luke?
– Alex y su prima Meredith.
– ¿Son de confianza?
– Sí. Oye, Chase, quiero utilizar las fotos esta noche. Necesito averiguar quiénes son las otras chicas, puede que alguna sepa quién les hizo aquello. Es evidente que hay alguien que no quiere que se conozca su identidad.
Chase sacudió la cabeza, pensativo.
– El hecho de que hayan matado a Sheila está en línea con esa teoría, pero las muertes de Janet y Claudia no tienen nada que ver. ¿Por qué querría el culpable llamar la atención?
– Puede que alguien lo haya descubierto -dijo Daniel en tono quedo-. Además, no podemos olvidarnos de las llaves. Son importantes, solo que no sé por qué.
– Ni del pelo. ¿Has enviado el pelo de Alex al laboratorio para que puedan compararlo con la muestra?
– Sí. Wallin hará horas extras para efectuar el examen. Dice que podría tener una comparativa del ADN para mañana por la tarde. -Daniel miró el reloj-. Quiero decir para esta tarde.
Chase se dio una leve palmada en el rostro.
– Necesitamos dormir, Daniel; sobre todo tú. Llevas tres semanas trabajando día y noche.
– Quiero enseñarle las fotos a Alex esta noche.
– Muy bien. Sube a tu coche, yo te seguiré.
Daniel arqueó las cejas.
– ¿Tú también vienes?
Chase esbozó una sonrisa tensa y no especialmente cordial.
– Amigo, desde ahora trabajamos en equipo. No vayas a ningún sitio ni hagas nada sin decírmelo.
Daniel lo miró perplejo.
– ¿Eso es para siempre o solo para este caso?
– Solo para este caso, a menos que te dediques a hacer alguna otra proeza semejante. No creas que tendrás muchas oportunidades de irte de rositas.
– De librarme de la cárcel -lo corrigió Daniel con una sonrisa.
– Si las cosas hubieran ido de otro modo, es posible que hubieras acabado allí -lo amonestó Chase sin sonreír-. Se acabaron los secretos. A partir de ahora me lo contarás todo.
– Muy bien. Esta noche dormiré en el sofá de Alex.
Chase se lo quedó mirando.
– Muy bien. Pero quédate en el sofá.
Daniel alzó la barbilla.
– Y, si no, ¿qué?
Chase alzó los ojos en señal de exasperación.
– Si no miénteme y dime que has dormido allí. Vamos, si tenemos que enseñarle las fotos a Alex, será mejor que lo hagamos antes de que salga el sol.