Dutton, miércoles, 31 de enero, 2.30 horas.
Eran asquerosas. Obscenas. No obstante, Alex se obligó a mirarlas una por una a pesar de que el sándwich que Meredith le había hecho comerse amenazaba con salir por el mismo camino que había entrado.
– Lo siento -dijo por séptima vez mientras sacudía la cabeza ante la fotografía de una chica a quien agredían con brutalidad. «Y yo que creía que mis sueños eran espantosos…»-. No la conozco.
Daniel colocó otra frente a ella sobre la mesa mientras Chase lo presenciaba todo sumido en un silencio sepulcral. Meredith estaba sentada al otro lado de la mesa y Luke, el amigo de Daniel, se encontraba en el sofá de la sala con un portátil sobre el regazo mirando a Alex con la misma expresión pensativa con que la había observado en el Underground.
«Parece que hayan pasado años.» Sin embargo, habían transcurrido menos de veinticuatro horas desde que estuvieran a punto de matarla.
– ¿Alex? -musitó Daniel, y ella se obligó a mirar la octava fotografía.
– Lo s… -Frunció el entrecejo y se olvidó de lo que iba a decir. Alzó la fotografía de la mesa y la sostuvo cerca de sus ojos; tenía la impresión de habérselos frotado con papel de lija. Observó el rostro de la chica, su nariz-. A esta sí que la conozco. Es Rita Danner.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Daniel.
– Por la nariz. La tenía rota. Rita se relacionaba con gente de clase media pero tenía tendencia a comportarse con vileza, sobre todo si te tenía celos. Le gustaba meterse con los más débiles.
– ¿Se metía contigo? -preguntó Meredith.
– Solo lo hizo una vez. En la escuela organizaron una salida de un par de días y por la noche me desperté y descubrí a Rita untándome el pelo con manteca de cacahuete. Yo metí la mano en la manteca y se la embutí en la nariz.
Daniel pestañeó.
– ¿Tú le rompiste la nariz?
– El golpe fue demasiado fuerte. -Alex suspiró-. La detestaba. Pero esto… Dios mío.
– ¿Luke? -lo llamó Daniel.
– He encontrado un anuncio de la boda. Rita se casó con un tal Josh Runyan, de Columbia, Georgia. -Tecleó un poco más-. Y aquí está el divorcio con fecha de hace dos años. Sin embargo, parece que Rita sigue viviendo en Columbia.
– No está lejos -observó Daniel-. Podemos ir a visitarla y ver si nos aclara algo. ¿Qué hay de esta? -Deslizó otra fotografía sobre la mesa-. ¿Y bien?
– A esta también la conozco, es Cindy… Bouse. Era muy agradable. A ella no le rompí la nariz.
– Entonces será mejor que primero intentemos hablar con esta última -soltó Daniel con ironía-. ¿Luke?
Luke lo miró con expresión afligida.
– Se suicidó hace ocho años.
Alex ahogó un grito.
– Santo Dios.
Daniel le acarició la espalda.
– Lo siento.
Ella asintió con vacilación.
– Veamos la siguiente.
No consiguió identificar a la chica de la décima foto, ni a la de la undécima. Había quince víctimas y Daniel le había asegurado desde el principio que no le enseñaría la foto de Alicia, por lo cual Alex le estaba agradecida. Él ya había identificado a Sheila, así que solo le quedaban dos fotografías.
Daniel deslizó la duodécima imagen sobre la mesa.
– Gretchen French -reconoció Alex de inmediato-. Éramos amigas del instituto.
– Estoy buscando -anunció Luke antes de que Daniel pudiera preguntarle nada-. Aquí está. Vive en Peachtree Boulevard, en Atlanta. Es nutricionista y tiene su propia página web. -Colocó el portátil en la mesa-. Mirad su foto actual.
Daniel las comparó.
– Es ella.
– Pues empezaremos por ahí -anunció Chase. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que iniciaran el reconocimiento-. Enséñale la última y acabad.
Alex se concentró.
– Carla Solomon. Tocaba en la orquesta de la escuela con Bailey.
– He encontrado a una tal C. Solomon en la Ter cera Avenida, aquí mismo en Dutton -dijo Luke-. Es todo cuanto tengo.
– ¿Y qué hay de las nueve a quienes no conoces? -preguntó Meredith.
– Puede que fueran a otra escuela -repuso Alex-. El instituto de Dutton era bastante pequeño. Todo el mundo se conocía.
– Solicitaremos anuarios de todas las escuelas de secundaria de la ciudad -ordenó Chase con brusquedad-. Daniel, de momento ya tienes unas cuantas pistas. Todo el mundo a dormir. Quedamos en mi despacho a las ocho en punto. -Miró a Alex-. Gracias, nos ha ayudado mucho.
Ella tenía los nervios a flor de piel a causa del cansancio.
– Ojalá sirva para encontrar a Bailey.
Daniel le presionó la rodilla con suavidad.
– No te rindas -musitó.
Ella alzó la barbilla.
– No pienso hacerlo.
Miércoles, 31 de enero, 2.30 horas.
Mack no pudo evitar estallar en carcajadas mientras asentía ante la pantalla del ordenador. Las cosas iban de maravilla. Gemma estaba muerta y a punto para que se deshiciera de ella y él… «Tengo cien mil dólares más.» Claro que en el punto en el que estaba no era el dinero lo que más le preocupaba; la cuestión era que ellos pagaran. Eso significaba que estaban asustados. El que acababa de pagar los cien mil dólares tenía tanto miedo que en esos momentos se encontraba haciendo guardia frente a la casa de su hermana Kate, por si las moscas.
Había conseguido su objetivo.
«He vuelto. Ya no estáis seguros, y vuestras familias tampoco.»
Y le había salido bien. El hermano mayor de Kate había pagado cien mil dólares. El quejica de su amigo no había pagado ni un centavo pero también había pasado miedo.
Sonrió. Él que no había pagado en dinero había acabado pagando de otra forma, mucho más satisfactoria. Había elegido bien a los dos destinatarios del primer asalto, eran los más débiles. Le habían servido las cosas en bandeja. Claro que los otros dos también estaban afectados. Cada vez estaban más nerviosos, más asustados.
Empezaban a suceder cosas que no dependían directamente de él. «Janet, Claudia y Gemma han sido mías.» No eran más que leña menuda para mantener el fuego encendido. Sin embargo las llamas se habían avivado.
Habían declarado a Bailey Crighton desaparecida. Mack, por supuesto, sabía muy bien dónde se encontraba y con quién. Y por qué se la habían llevado. De hecho, sentía un poco de lástima por ella. La chica estaba allí por casualidad y ahora se veía atrapada en todo aquello. Sabía cómo se sentía. Cuando todo terminara, si seguía con vida, era posible que la dejara en libertad.
Sabía que alguien había tratado de matar a Alex Fallon. Qué torpe había sido, qué poco delicado. Ahora ella tenía protección; dos agentes del GBI con vista de lince vigilaban su pequeña casa desde el exterior. Mientras, otro agente, también con vista de lince, montaba la guardia dentro. Sabía que esa noche habría cierta concurrencia en casa de Fallon. Vartanian se estaba acercando.
«Ha tardado lo suyo.»
También sabía que esa noche se armaría la gorda en la pizzería. Tres muertos, y Sheila entre ellos. Sí. Vartanian se estaba acercando.
Los tres que quedaban estaban asustados. Uno de los cuatro ya había muerto, víctima de su propia culpabilidad y su propio miedo. El hecho de que se hubiera salido de la carretera y hubiera muerto a causa de la tremenda explosión resultaba de gran ayuda. Eso demostraba que lo que él creía era cierto: los sólidos pilares de la ciudad eran capaces de hacer caer a uno de los suyos sin pestañear.
Esa noche lo habían hecho con Rhett Porter. Abrió el cajón de su escritorio y sacó el último diario de su hermano. Estaba sin terminar porque cinco años atrás con su hermano Jared habían hecho lo mismo. Sí, él ya sabía que uno de los cuatro había muerto, y al amanecer lo sabría todo Dutton.
Miércoles, 31 de enero, 2.30 horas.
– Bailey.
Bailey había oído a Beardsley susurrar su nombre cinco veces. «Estoy aquí. Por favor, ayúdeme.» Pronunció las palabras mentalmente pero no consiguió que salieran de su boca. Tenía todos los músculos del cuerpo agarrotados y doloridos. «Más.» Necesitaba más. Mierda. Él había hecho que volviera a necesitarlo. Podía irse a la mierda.
– Bailey.
Vio cuatro dedos curvarse por debajo de la pared. Beardsley había abierto un poco más el suelo. Una risa histérica brotó de lo más profundo de su ser. Estaban atrapados y morirían allí, pero por lo menos ahora Beardsley podía agitar la mano para despedirse.
Los dedos desaparecieron.
– Chis. Silencio, Bailey. Si te oye, vendrá.
«Vendrá de todos modos.» Cerró los ojos y suplicó morir.
Miércoles, 31 de enero, 3.15 horas.
Mack subió la escalera en silencio. Creía que allanar la casa de un policía iba a costarle más. Al llegar a la primera planta pasó junto a la imponente vitrina en la que guardaba las armas y le entraron ganas de llevarse lo que tanto anhelaba. Pero esa noche su objetivo era explorar el terreno con sigilo, no llevarse las armas. Si dejaba la vitrina vacía, tal como tenía tentaciones de hacer, no podría mantener en secreto el hecho de que había entrado en la casa. Y por encima de todo quería mantenerlo en secreto.
Había acudido preparado para dejar al hombre fuera de combate con un pañuelo humedecido con cloroformo, pero tuvo suerte. Su presa yacía inconsciente a causa del alcohol, todavía con los zapatos puestos. Con cuidado, le palpó los bolsillos y sonrió al encontrar su móvil. Enseguida anotó el número y todos los de las llamadas emitidas y recibidas.
El hecho de averiguar cómo acceder a ese hombre y poder ponerse en contacto con él de un modo que no le hiciera sospechar nada era una parte importante del plan de Mack. Devolvió el móvil a su bolsillo con tanto cuidado como lo había extraído de él. Miró el reloj. Tenía que darse prisa si quería deshacerse del cadáver de Gemma y empezar el reparto matutino con puntualidad.
Dutton, miércoles, 31 de enero, 5.05 horas.
«Relámpagos y truenos. Te odio. Te odio. Ojalá te mueras.»
Alex se despertó sobresaltada. Le temblaba todo el cuerpo y estaba helada. Se sentó en la cama y se tapó la boca con el dorso de la mano. Hope dormía profundamente. Se aguantó las repentinas ganas de acariciar sus rizos rubios; Hope necesitaba dormir. «Espero que no tenga sueños como los míos.»
Riley, acostado entre ambas, levantó la cabeza y la miró con sus ojos tristones. Alex le acarició el alargado lomo con mano trémula.
– Quédate quieto -susurró, y se levantó de la cama. Se colocó la bata sobre la camisa de dormir, salió del dormitorio y cerró la puerta con cuidado. No quería despertar a Daniel, que dormía en el sofá.
No había querido marcharse a pesar de que los agentes Hatton y Koenig seguían vigilando la casa desde fuera. Se quedó quieta unos instantes mientras se frotaba los brazos para entrar en calor y, al mirarlo, miles de pensamientos le invadieron la mente.
«Es guapo.» De verdad lo era, con su pelo rubio, su mentón resuelto y aquellos ojos azules que podían resultar tan amables como implacables cuando lograban franquear sus mecanismos de defensa.
«Me ha mentido.» No; no en sentido estricto. Sabía cuán difícil debía de haberle resultado saber lo que le había ocurrido a Alicia y no poder decírselo. Saber que de algún modo su sangre era responsable de lo ocurrido.
«Te veré en el infierno, Simon.» Al menos Wade no era de su sangre. Recordó la forma en que la forzó a abrirse de piernas en aquella fiesta, hacía tanto tiempo. Creía que ella era Alicia. Alex recordaba la cara de auténtica incredulidad que había puesto cuando le dijo que no.
«¿Significa eso que Alicia en mi misma situación habría accedido?» La idea resultaba demasiado perturbadora unida a todas las demás que bombardeaban su mente. Alex sabía que Alicia mantenía relaciones sexuales, y creía saber con quién, pero… «¿Con Wade?» El mero hecho de imaginarlo le ponía la carne de gallina. ¿Qué tipo de chica era Alicia en realidad?
«¿Qué especie de monstruo era Wade?» Pensó en las fotografías que había visto, morbosas y horripilantes. Wade había violado a aquellas chicas. Había vivido bajo el mismo techo que él durante años y nunca sospechó que fuera capaz de algo tan… perverso. Tan cruel.
Alicia. Sheila y Rita. Gretchen y Carla. Y Cindy. Todas habían sido violadas. Y la pobre Cindy había acabado suicidándose. Qué tremenda depresión debía de haber sufrido. Alex lo sabía muy bien. «Pobre Cindy. Pobre Sheila.»
Y pobres de las otras nueve chicas a quienes no conocía…
Daniel llevaba una semana entera sin poder apartar aquellos rostros de su mente. «Pobre Daniel.»
Incluso dormido, su atractivo rostro mostraba una expresión severa. Se había despojado de la americana; era el único gesto de comodidad que parecía haberse permitido. Su torso musculado subía y bajaba cubierto por la camisa que se había desabotonado lo justo y necesario para que el cuello no le apretara. Se había aflojado la corbata y ahora la llevaba suelta y ladeada. Aún llevaba encima la pistola, enfundada a la altura de la cadera. También llevaba puestos los zapatos. Incluso dormido lo tenía todo a punto para entrar en acción.
Las fotografías volvieron a asaltar su mente. Después de haber visto a trece víctimas no costaba mucho formarse una idea de qué aspecto debía de tener Alicia en las mismas circunstancias. Pensó en la primera vez que Daniel la había visto en las oficinas del GBI, en su cara de estupefacción.
Recordó la forma en que la había mirado justo antes de besarla, esa noche y también por la tarde, en el coche, después de que intentaran matarla. «¿Qué quieres de mí?», le había preguntado ella. «Nada que tú no quieras y estés… deseosa de ofrecer», había respondido él.
En ese momento lo había creído, pero ahora ya no estaba tan segura de creerlo.
Él se sentía culpable. Profunda y tremendamente culpable. Lo que Daniel Vartanian quería era reparar los daños.
Alex no quería que ningún hombre la utilizara para reparar los daños causados, no quería que se acercaran a ella con fines benéficos. Ya le había ocurrido una vez, con Richard, y había resultado un enorme fracaso. No quería volver a fracasar.
Supo que Daniel acababa de despertarse en el mismo instante en que lo hizo. Abrió los ojos con igual lentitud que efectuó el resto de los movimientos. Y cuando clavó aquellos intensos ojos azules en su rostro, Alex se echó a temblar. Él se la quedó mirando un momento antes de darse media vuelta y extender el brazo para atraerla hacia sí.
Entonces Alex supo que no importaba lo que quisiera o dejara de querer; solo importaba lo que necesitaba, y en esos momentos lo necesitaba a él. Daniel apoyó la espalda en un rincón del sofá y le indicó que se sentara sobre su regazo. Ella le hizo caso y absorbió con avidez su calor.
– Tienes las manos heladas -musitó él, y las tomó con delicadeza entre las suyas.
Ella enterró la mejilla en sus firmes pectorales.
– Riley tiene acaparada la colcha.
– Por eso en casa no dejo que duerma conmigo.
Ella levantó la cabeza para mirarlo, necesitaba saberlo.
– Y ¿quién duerme contigo?
Él no intentó disimular.
– Nadie. Hace mucho tiempo que no duermo con nadie. ¿Por qué lo preguntas?
Alex pensó en la nueva esposa de Richard.
– Necesitaba saber si tenías dos cuerdas en el arco.
Pensaba que lo vería esbozar su sonrisa ladeada pero conservó la expresión completamente seria.
– Tú eres la única cuerda. -Le acarició el labio con el pulgar y un cosquilleo recorrió el cuerpo de Alex-. Has estado casada.
– Y ahora estoy divorciada.
– ¿Has sentido que tenían dos cuerdas en el arco? -le preguntó, en tono muy quedo.
– Más bien me he sentido como la cuerda de repuesto -respondió ella, medio sonriente.
Él siguió sin sonreír.
– ¿Lo amabas?
– Eso creía. Pero me parece que en realidad solo quería no estar sola por la noche.
– Así que cuando llegabas a casa por la noche -dijo, mirándola con intensidad creciente-… él estaba allí.
– No. Al principio era residente en el hospital donde yo trabajaba. Salimos unas cuantas veces. Mi compañera de piso se mudó y antes de que me diera cuenta lo tenía metido en casa. Nos veíamos en el hospital, pero en las horas libres coincidíamos poco. Él no paraba mucho en casa.
– Con todo te casaste con él.
– Sí.
No sabía muy bien cómo Richard y ella habían acabado casándose. En realidad no recordaba el momento en que él se lo había pedido.
– ¿Lo amabas?
Era la segunda vez que formulaba la pregunta.
– No. Quise amarlo, pero no lo conseguí.
– ¿Te trataba bien?
Ante la pregunta ella sonrió.
– Sí. Richard es… un buen hombre. Le gustan los niños y los perros… -Se interrumpió al darse cuenta de adónde la estaban conduciendo sus palabras-. Pero creo que a mí me veía como un trofeo. Era su pequeña Eliza Doolittle.
El frunció el entrecejo.
– ¿Por qué quiso cambiarte por otra?
Ella se lo quedó mirando unos instantes. Sus palabras le sentaban como un bálsamo y aligeraban la carga que suponía no haber llegado a ser lo que Richard necesitaba, o no haber conseguido lo que ella quería para ambos.
– Más bien fue cosa mía, creo. Quería ser… interesante, dinámica. Desenfrenada.
Él arqueó las cejas.
– ¿Desenfrenada?
Ella rió con timidez.
– Ya sabes. -Movió las cejas y él asintió, pero siguió sin sonreír.
– Querías que tuviera ganas de volver a casa contigo.
– Imagino que sí. Pero no podía ser lo que él quería que fuera. Lo que yo misma quería obligarme a ser.
– ¿Por eso se marchó?
– No, me marché yo. Los hospitales son como los pueblos pequeños, bajo las apariencias se esconden muchas cosas. Richard tuvo varias aventuras, todas muy discretas. -Siguió mirándolo a los ojos-. Tendría que haberme dejado, pero no quería hacerme daño.
Daniel se estremeció.
– He captado la indirecta. Así que lo dejaste tú.
– Conoció a otra persona, que por suerte no es una de las enfermeras. Si no, no habría soportado quedarme.
Él la miraba con el entrecejo fruncido.
– Creía que te habías marchado.
– Me marché de casa. Para entonces teníamos una de propiedad y permití que él se quedara a vivir allí. Pero no me marché del hospital, yo había llegado primero.
Él la miró con perplejidad.
– Le dejaste la casa pero no el trabajo.
– Exacto. -Alex respondió con total naturalidad porque, de hecho, a ella eso le parecía lo más natural-. Acabó la residencia y firmó un contrato a tiempo completo en urgencias. Creo que todo el mundo esperaba que yo me marchara, que pidiera un traslado a pediatría o a cirugía o a algún otro sitio. Pero a mí me gusta el trabajo en urgencias, y por eso no me marché.
Él pareció desconcertado.
– Supongo que se dan situaciones incómodas.
– Por no decir algo peor. -Se encogió de hombros-. En fin. Hace un año que me marché de casa, y su nueva compañera se mudó allí enseguida. Hacen buena pareja.
– Eso denota mucha generosidad por tu parte -dijo él en tono cauteloso, y ella rió con tristeza.
– Supongo que me gustaba demasiado para desearle mal. En cambio Meredith habría querido atarlo entre dos hormigueros cubierto de miel.
Al final la comisura del labio de Daniel se elevó y con ella también se elevó el ánimo de Alex.
– Tomo nota -musitó-: «No encabronarás a Meredith».
Ella hizo un gesto afirmativo, contenta de haber conseguido que sonriera.
– Exacto.
Sin embargo, la sonrisa de Daniel se desvaneció enseguida.
– ¿Has vuelto a soñar esta noche?
Tan solo recordar los sueños volvió a provocarle escalofríos.
– Sí.
Se frotó los brazos para entrar en calor y él le tomó el relevo abrazándola y frotándole la espalda con brío. El hombre parecía un horno; era cálido, fuerte y varonil, y ella se acurrucó en él con ganas de más.
Y obtuvo lo que deseaba al notar en la cadera el pulso de su firme erección.
Respiró hondo; su temperatura había subido de repente. Él la deseaba, y ella lo deseaba a él. Pero antes de que pudiera decidir qué hacer o qué decir, él se apartó y la bajó de su regazo, y todo aquel calor maravilloso y sensual se desvaneció. Él la rodeó con sus fuertes brazos y posó la barbilla sobre su cabeza.
– Lo siento -masculló contra su pelo.
Ella se retiró para mirarlo. Su expresión denotaba culpabilidad.
– ¿Por qué?
Él se volvió hacia la puerta del dormitorio de Meredith.
– Te prometí que no ocurriría nada que tú no quisieras.
– Ayer, en el coche. Ya me acuerdo. ¿Y qué? No ha ocurrido nada. -Levantó la barbilla-. De momento. Claro que eso puede cambiar.
Él hinchió el pecho y sus ojos azules adquirieron profundidad. Aun así, se resistió.
– Si anoche Hatton no hubiera llamado a la puerta… Yo estaba intentando… -Cerró los ojos y sus mejillas se encendieron-. Te deseaba. Si no nos hubieran interrumpido, habría intentado que hicieras algo para lo que no estabas preparada.
Alex buscó la respuesta más apropiada. Él la estaba protegiendo y eso, a pesar de que le resultaba agradable, estaba empezando a molestarle mucho.
– Daniel. -Aguardó a que él abriera los ojos-. Ya no tengo dieciséis años y no quiero que ni tú ni nadie me siga considerando una especie de víctima. Pronto cumpliré los treinta. Tengo un buen trabajo y me gusta mi vida. Y también tengo capacidad para tomar mis propias decisiones.
Él asintió; su mirada, a pesar de ser adusta, mostraba respeto.
– Lo comprendo.
– Pero, Daniel… -Introdujo el dedo por el flojo nudo de su corbata y le habló en un tono que pretendía ser sensual pero que resultó nostálgico-. Aún tengo ganas de… desenfreno.
La mirada de Daniel se encendió. Entonces la besó y ella sintió el calor y el poder de su boca. Luego la deslizó debajo de él y ella también sintió el calor y el poder de su cuerpo al ejercer presión contra ella con movimientos firmes y lentos. Él le rodeó el rostro con las manos y entrelazó los dedos en su pelo para moverle la cabeza primero hacia un lado y luego hacia el otro, hasta que encontró la posición perfecta.
Y el festín empezó con un gemido profundamente gutural en el que a Alex le pareció oír su nombre. Ella aguardó, dispuesta a disfrutar de cada minuto que durara aquella locura. Lo acompañó empujón a empujón, y cuando él ejerció presión sobre su boca para que la abriera, la abrió y se entregó a las diferentes texturas de aquellos labios y de aquella lengua que buscaba la suya.
Él tardó poco en retirar la cabeza para tomar aire. La miró; su mirada era profunda, ardiente y un poco peligrosa.
– Ha sido…
– Fantástico -susurró ella, sorprendiéndolo y haciendo que riera por lo bajo.
– ¿Fantástico? Esperaba más de una mujer que quiere… desenfreno.
Ella arqueó las cejas.
– Es que todavía no hemos llegado a eso, al desenfreno.
Él tuvo que aguantarse la risa pero su mirada seguía siendo intensa.
– La próxima vez llegaremos -musitó-. Ahora vuelve a la cama.
Se dispuso a moverse para dejarla salir pero en un instante revelador ella supo muy bien qué era lo que quería. Aferró su cinturón con ambas manos y tiró de él hasta situarlo de nuevo encima de ella; entonces apoyó los talones con fuerza en el sofá para elevarse y ejercer presión contra él, hasta que volvió a notar su pulso, firme y ardiente.
– No quiero.
Él abrió mucho los ojos y luego los entrecerró.
– No, no puede ser. Aquí no.
Sintiéndose llena de energía, ella tiró de su cinturón cuando él intentó de nuevo levantarse, consciente de que si de verdad quisiera marcharse, lo habría hecho. Él deseaba lo mismo que ella. Meneó las caderas en un gesto que pretendía ser una descarada invitación.
– ¿Por qué no?
Él la miró con incredulidad y… con un deseo carnal que triplicó sus propias ansias.
– ¿Quieres que enumere las razones una a una?
– No, quiero que te calles y que vuelvas a besarme.
Él dejó caer los hombros de puro alivio.
– Eso sí que me siento capaz de hacerlo.
Y le dio un beso que empezó siendo dulce pero que enseguida adquirió fuerza y pasión, y la arrastró al torbellino de necesidades y deseos que no pensaba dejar escapar. Tiró de su camisa hasta sacarla de los pantalones y obtener vía libre para explorar la suave piel que antes solo había conseguido atisbar. Él gimió dentro de su boca.
– Alex, para.
Ella dejó de acariciarlo y se retiró lo suficiente para verle el rostro.
– ¿De verdad quieres que lo haga? -susurró, y contuvo la respiración mientras observaba cómo su mirada se debatía entre el deseo y la responsabilidad. Tras lo que le pareció una eternidad, él negó con la cabeza.
– No.
Ella exhaló de golpe el aire que había estado conteniendo.
– Bien. -Le desabotonó la camisa con habilidad y luego le pasó la corbata por la cabeza y la arrojó al suelo. Por fin tenía acceso libre a su cálido y firme pecho. Extendió sobre él las manos y al acariciarlo notó todos los músculos y las ondulaciones. Estaba cubierto de vello rubio; entrelazó en él los dedos y fue bajando hasta que notó contraerse su abdomen.
– Daniel, mírate -susurró.
Él volvió a besarla, esta vez con más suavidad. Cuando respondió lo hizo con voz baja y grave. Delicada.
– Prefiero mirarte a ti.
Tiró del cinturón de su bata y con una mano la aferró por el camisón.
– Ponte de pie.
Ella lo hizo y él le levantó el camisón hasta las caderas y luego siguió hasta que ella sintió el frescor del aire en sus senos. Se estremeció.
Cerró los ojos al percibir que él se deslizaba contra ella y la recorría con la boca. Se estremeció de nuevo, pero ahora debido al calor. Él succionó y la acarició hasta que ella empezó a ejercer presión contra él y entrelazó las manos en su pelo para acercarlo más.
Luego él cambió de seno y ella se retorció intentando acercársele más, aunque sabía que no era posible.
Daniel extendió la mano sobre su vientre y ella tomó aire y lo contuvo mientras aguardaba. Pero él no desplazó la mano arriba ni abajo, la dejó reposar allí, y Alex reparó en que estaba esperando a que le diera permiso. A que lo animara, incluso. En vez de eso, le suplicó.
– Por favor.
Sus únicas dos palabras lo lanzaron de nuevo a la acción y deslizó los dedos bajo la única prenda de algodón que la cubría. En ese momento ella supo que estaba en lo cierto con respecto a lo agradable que podía llegar a resultar aquel pulgar. La hizo temblar y contraerse, y cuando con pequeños gemidos le pidió que siguiera él le cubrió la boca con la suya y los ahogó.
Estaba a punto. Hundió los talones en el sofá y ejerció presión contra su mano hasta que sintió el bombeo de la sangre y todas las terminaciones nerviosas que llegaban a cada centímetro de su piel se erizaron. Hasta que al fin el resplandor estalló bajo sus párpados y se dejó caer sobre el sofá, jadeando y sintiéndose mejor que… probablemente nunca.
Él posó la frente en su hombro. Tenía el cuerpo rígido y la respiración fatigosa.
– Muy bien -musitó con voz entrecortada-. Ahora vete a la cama. Por favor.
Pero su mano seguía en contacto íntimo con ella y Alex supo que en esas condiciones le resultaría imposible dormir. Aún tenía el pulso agitado y… sentía deseo. Y Daniel, a juzgar por la forma en que palpitaba contra su muslo, se sentía igual.
Alex deslizó las manos hasta su cinturón y él se irguió de golpe; tenía las cejas fruncidas en un gesto crucial. La mano que tanta magia había logrado le aferró la muñeca, pero Alex tenía los dedos muy ágiles y ya le había desabrochado el cinturón.
– ¿Qué estás haciendo? -susurró, y ella lo miró con aire inocente.
– ¿Tú qué crees?-contestó.
A Daniel le tembló un músculo de la mandíbula.
– Creía haberte dicho que te fueras a la cama.
Ella le acarició la cintura con los dedos y los abdominales de Daniel se contrajeron y todo su cuerpo se puso tenso.
– ¿De verdad quieres que lo haga? -volvió a susurrar. Observó su rostro, su lucha interior resultaba evidente.
Entonces él se estiró por encima del sofá para mirar la puerta del dormitorio de Meredith, y Alex se aguantó la risa y lo atrajo hacia ella tirando de los faldones de su camisa. Él se dejó caer de golpe y entonces ella lo rodeó por el cuello y lo besó igual que él la había besado antes. Con un gemido él le correspondió con avidez, una avidez salvaje. Y el movimiento de sus caderas era brusco e igual de salvaje.
Apartó la boca.
– Esto es una locura -musitó contra sus labios-. Parecemos adolescentes, haciendo el amor en el sofá.
– De eso nada. Yo tengo casi treinta años y quiero hacer el amor en el sofá. -Lo miró a los ojos con expresión desafiante-. Contigo. Dime: ¿quieres que pare?
– No -respondió él con voz grave y entrecortada-. Pero ¿estás segura?
– Segurísima. -Le bajó la bragueta. Su primer tanteo fue tímido, pero él dio un respingo y susurró unas palabras de reniego. Ella retiró la mano de inmediato.
– Si no lo tienes claro… No quiero que hagas nada que te incomode.
Él la acalló estampándole un beso. Luego desabrochó el cierre de la funda de la pistola y depositó el arma en el suelo. Sacó la cartera del bolsillo trasero de sus pantalones, extrajo un preservativo y lanzó la cartera al suelo, junto a la pistola. La miró con sus ojos azules más brillantes que el centro de una llama y el doble de ardientes.
– Piénsalo bien, Alex.
Sin dejar de mirarlo, ella se bajó las braguitas de algodón deslizándolas por las piernas y las apartó de una patada.
– Por favor, Daniel.
Él bajó la mirada a la parte de su cuerpo que acababa de descubrir. Alex lo vio esforzarse por tragar saliva y de pronto comprendió que ese momento era más que la unión de mutuo acuerdo entre dos adultos que se atraían en extremo. Era el momento en que él dejaría de verla como una víctima.
Y tal vez el momento en que también ella dejaría de verse así.
– Por favor, Daniel -volvió a susurrar.
Él se la quedó mirando el tiempo que duraron tres fuertes latidos del corazón de Alex. Luego, con las manos trémulas, rompió el envoltorio del preservativo y se cubrió con él. Deslizó los brazos bajo la espalda de ella y le rodeó la cabeza con las manos mientras se acomodaba entre sus piernas. Se apropió de su boca con una silenciosa autoridad que resultó mucho más intensa que sus besos más ardientes. Y entonces la penetró con un gesto lento y reverente que dejó a Alex sin respiración.
Todos sus movimientos de caderas eran lentos, y la observó responderle acoplándose a él. Entonces se movió y ella dio un grito ahogado ante el inesperado placer que recorrió su cuerpo.
Él le acarició la oreja con los labios y la hizo estremecerse.
– ¿Ahí está bien? -susurró.
– Ahí está perfecto.
Ella le rodeó las nalgas con las manos, excitada por el movimiento de tensión y flexión de sus músculos. Era un hombre de bella figura, fuerte, y estaba en buena forma física.
Poco a poco, él la elevó de nuevo y se balanceó con más fuerza contra ella hasta que a Alex el corazón comenzó a latirle a mayor velocidad que antes. Él se movió cada vez más rápido hasta que empezó a perder el control. Alex quería verlo perder el control, quería ser quien rompiera su comedimiento y le hiciera olvidar quién era y dónde estaba; quería que… la tomara.
Ella desplazó la mano hasta su cadera y le acarició con las puntas de los dedos la sensible piel de la ingle, y su cuerpo sufrió una sacudida. Dio un grave gemido y se quedó inmóvil, temblando contra su cuerpo.
– Daniel, por favor -le susurró al oído-. Hazlo. Ahora.
Él se estremeció al perder el control. Empezó a agitar las caderas con movimientos frenéticos, como si no pudiera entrar lo suficiente, apresurarse lo suficiente. Eso, eso era lo que ella quería. Lo quería a él, sin reservas. Lo acompañó hasta lo alto de cada cumbre, aferrada a sus hombros, clavándole las uñas en la espalda para acercarse más, atrayéndolo más dentro de sí hasta que de nuevo se sintió al límite. Entonces él, con un último y firme movimiento ascendente en su interior, la hizo desmoronarse. Ella estaba a punto de gritar, pero él le cubrió la boca con la mano y amortiguó el sonido.
Cuando la sacudida de su cuerpo se rindió a los espasmos, él se puso rígido y su espalda se arqueó como si fuera a aullarle a la luna, pero no emitió sonido alguno. Tensó la mandíbula y empezó a mover rápidamente las caderas, empujando con firmeza y hasta el fondo. Durante un prolongado instante se quedó inmóvil sobre ella, mostrando su espléndida virilidad. Entonces soltó el aire de golpe, se desplomó y enterró el rostro en la curva de su hombro. Resollaba y todo su cuerpo se convulsionaba. Alex le acarició la espalda por debajo de la camisa que aún llevaba puesta.
Cuando los espasmos cesaron, él alzó la cabeza y la apoyó sobre el brazo doblado por el codo para poder mirarla a los ojos. Tenía las mejillas rojas, los labios húmedos y la respiración todavía agitada. Pero sus ojos… Siempre acababa fijándose en sus ojos.
Parecía impresionado, y Alex se sintió como si acabara de conquistar el Everest. Él exhaló un hondo suspiro.
– ¿Te he hecho daño?
Ella negó con la cabeza, le encantaba poder mirarlo.
– No. Ha sido perfecto.
Otro temblor recorrió el cuerpo de Daniel; una réplica, esa vez más leve.
– Estabas muy tensa. Tendrías que haber estado más cómoda, en la cama. Tendría que…
– Daniel. -Le presionó los labios con los dedos-. Ha sido perfecto. Perfecto. -Repitió la palabra en un susurro, y lo vio sonreír.
– Eso parece un desafío total. La próxima vez…
– ¡Policía! ¡Quieto ahí!
Los gritos procedían del exterior y de inmediato Daniel se puso de rodillas, en guardia. Se abrochó los pantalones, se levantó y recogió la pistola.
– Quédate ahí -dijo a Alex.
Él se situó junto a la ventana y echó un vistazo entre las cortinas de encaje.
Alex se quedó tumbada hasta que lo vio relajar los hombros.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– ¿Qué pasa? -preguntó a su vez Meredith, asomando la cabeza por una rendija de la puerta.
– Es el repartidor de periódicos -respondió Daniel-. Hatton ha recogido el periódico y viene hacia aquí. No parece muy contento -añadió, y por su voz él tampoco lo parecía-. ¿Qué debe de pasar?
Alex recogió su ropa interior del suelo y la guardó en el bolsillo de la bata antes de ajustársela a la cintura. Haciendo caso omiso de la cara de sorpresa de Meredith, corrió a la cocina y se distrajo preparando café mientras Daniel le abría la puerta al agente Hatton.
– Lo siento, Daniel -dijo Hatton-. Señorita Fallon. -Saludó con la cabeza, primero a Alex y luego a Meredith. Al parecer no era el tipo de hombre dispuesto a perder el tiempo repitiendo un nombre que servía para las dos. Se volvió hacia Daniel-. Hemos visto su furgoneta y al principio no sabíamos que era el repartidor de periódicos. Echa un vistazo a la portada. Tu amigo Woolf está muy ocupado últimamente.
Daniel aferró el periódico y lo miró con expresión sombría.
Alex se olvidó del café y corrió a arrancarle el periódico de las manos a Daniel. Al principio puso cara de extrañeza pero enseguida abrió los ojos como platos.
– ¿Rhett Porter está muerto?
– ¿Quién es Rhett Porter? -quiso saber Meredith, que leía la portada por encima del hombro de Alex.
– Rhett era uno de los amigos de Wade -explicó Alex-. Su padre era el propietario de todos los concesionarios de coches de la zona. Wade trabajaba para él vendiendo coches.
– Rhett también era hermano de los dos chicos que descubrieron el cadáver de Alicia -añadió Daniel.
Hatton arqueó las cejas.
– ¿Será casualidad?
Daniel negó con la cabeza.
– En esta ciudad nada sucede por casualidad.
– Me pregunto cómo habrá conseguido Woolf la exclusiva esta vez -dijo Meredith-. En las noticias no lo han dicho, y tampoco sale nada en internet. Justo estaba conectada, consultando el correo.
Al decir eso último dirigió a Alex una mirada penetrante, y esta comprendió que no solo estaba despierta sino que se había enterado de todo el episodio del sofá.
Con las mejillas encendidas, Daniel se abrochó la camisa.
– Tengo que ir a hablar con el señor Woolf.
– Yo me quedaré dentro de la casa con las señoritas Fallon -se ofreció Hatton.
– Y yo iré a preparar café -dijo Alex-. Lo necesito.
Meredith la siguió hasta la cocina con una sonrisita.
– Yo necesito un cigarrillo -musitó.
Alex se la quedó mirando. Ninguna de las dos fumaba.
– No se te ocurra abrir la boca.
Meredith se rió entre dientes.
– Cuando decides permitirte un desliz, no te andas con chiquitas.
Dutton, miércoles, 31 de enero, 5.55 horas.
Daniel enfilaba Main Street cuando vio encenderse una luz en la ventana de las oficinas del Dutton Review. Su intuición le decía que se contuviera, así que estacionó el coche detrás de un seto, apagó los faros y aguardó. Al cabo de unos minutos Jim Woolf salió en su coche de detrás del edificio y pasó junto a Daniel. También tenía los faros apagados.
Daniel sacó el móvil y llamó a Chase.
– ¿Qué pasa? -preguntó Chase de mal humor.
– A Woolf le han ido otra vez con el soplo. Un hombre de Dutton ha muerto al salirse de la carretera. He venido a verlo a la oficina para interrogarlo pero al parecer vuelve a tocarle paseo matutino.
– Mierda -masculló Chase-. ¿Hacia dónde va?
– Hacia el este.
Miércoles, 31 de enero, 6.00 horas.
«No, no, no, no, no…» Bailey se mecía; el dolor provocado por los cabezazos contra la pared aliviaba el odio y la repugnancia que le hacían desear morir.
– Bailey, para -le ordenó Beardsley con un susurro, pero Bailey no lo escuchaba.
«Pum, pum, pum.» La cabeza iba a estallarle de dolor, y le estaba bien merecido. Merecía el dolor. Merecía la muerte.
– Bailey. -Beardsley introdujo la mano por debajo de la pared, le aferró la muñeca y se la estrechó con fuerza-. Te he dicho que pares.
Bailey bajó la cabeza y enterró el mentón entre las rodillas.
– Váyase.
– Bailey. -No pensaba marcharse-. ¿Qué ha ocurrido?
Ella miró la sucia mano que la sujetaba con gesto férreo por la muñeca.
– Se lo he dicho -escupió-. ¿De acuerdo? Se lo he dicho.
– No puedes culparte por eso. Has resistido más que muchos soldados.
Era la heroína, pensó ella con pesadumbre en un torbellino de náuseas y confusión. Él había sostenido la jeringa fuera de su alcance y ella la quería… la necesitaba. La ansiaba hasta un punto en el que no le importaba nada más.
– Qué he hecho -susurró.
– ¿Qué le has dicho, Bailey?
– He intentado mentir, pero se ha dado cuenta. Sabe que no la tengo en casa. -Y cada vez que mentía él se liaba a darle golpes y patadas, y a escupirle. Aun así lo había resistido. Hasta que le pinchó.
Ahora todo daba igual. Ya nada importaba.
– ¿Dónde la tienes? Estaba muy cansada.
– Se la di a Alex. -Trató de tragar saliva, pero tenía la garganta demasiado seca. Trató de llorar, pero no le quedaba agua en el cuerpo-. Ahora irá por ella, y ella tiene a Hope. Me matará, y probablemente a usted también. Ya no nos necesita.
– A mí no me matará. Cree que escribí la confesión de Wade y que luego la escondí.
– ¿Y lo hizo?
– No, pero así gano tiempo. A ti también te mantendrá con vida hasta que compruebe que lo que le has contado es cierto.
– Da igual. Ojalá me hubiera matado antes.
– No digas eso. Saldremos de aquí.
Ella echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en la pared.
– No, no saldremos.
– Sí, sí que saldremos. Pero tienes que ayudarme, Bailey. -Le clavó los dedos en la muñeca-. Ayúdame. Hazlo por tu hija y por todas las chicas que oyes llorar por la noche.
Bailey vaciló.
– ¿Usted también las oye? Creía que estaba perdiendo la chaveta.
– No. Vi a una de las chicas cuando me sacó para llevarme a su sala.
«Su sala», el lugar donde la había torturado durante días enteros.
– ¿Quién es? La chica.
– No lo sé, pero es joven. Debe de tener unos quince años.
– ¿Para qué las tiene aquí?
– ¿A ti qué te parece, Bailey? -repuso él en tono grave.
– Dios mío. ¿Cuántas chicas hay?
– En ese pasillo hay doce puertas, las he contado. Ahora ayúdame. Hazlo por esas chicas y por Hope.
Bailey exhaló un suspiro que le desgarró el cuerpo y el alma.
– ¿Qué quiere que haga?
Él le soltó la muñeca y entrelazó los dedos con los suyos.
– Buena chica.