Capítulo 4

Atlanta, lunes, 29 de enero, 12.15 horas.


La doctora Felicity Berg levantó la cabeza para mirar a Daniel a través de sus gafas. Se encontraba de pie al otro lado de la mesa de autopsias, inclinada sobre los restos de la víctima desconocida.

– ¿Quieres primero la buena noticia o la mala?

Daniel había observado a Felicity en silencio mientras abría en canal a la víctima con sumo cuidado. La había visto practicar más de una docena de autopsias, pero nunca dejaba de preguntarse cómo se las arreglaba para mantener el pulso tan firme.

– Supongo que la mala.

La mascarilla que cubría el rostro de la doctora se desplazó y Daniel imaginó su sonrisa irónica. A él siempre le había caído bien, a pesar de que la mayoría de los hombres la llamaban el Iceberg. Nunca le había parecido tan fría, simplemente era… prudente. Las dos cosas eran bastante distintas, y Daniel lo sabía muy bien.

– Decididamente, no puedo identificarla. Tenía unos veinte años. No hay restos de alcohol en la sangre y tampoco evidencia de enfermedad o defecto alguno. La muerte se produjo por asfixia.

– ¿Y los golpes de la cara? ¿Son anteriores o posteriores a su muerte?

– Posteriores, igual que las marcas de alrededor de la boca. -Señaló cuatro cardenales del tamaño de la yema de un dedo. Daniel puso mala cara.

– ¿No se los produjo la mano que la mató?

Ella arqueó las cejas.

– Eso es lo que el asesino quiere haceros creer. ¿Recuerdas los restos de tejido que observé en los pulmones y en la parte interior de las mejillas?

– Es algodón -dijo Daniel-, del pañuelo que le metió en la boca.

– Exacto. Imagino que no quería que le mordiera, para no dejar restos de ADN en sus dientes. Tiene marcas de golpes en la nariz, producidos antes de la muerte. No los habéis visto a causa de la paliza. Sin embargo, después de morir alguien le presionó la zona cercana a la boca con los dedos. La distancia entre las marcas indica que la mano es de un hombre, más bien pequeña. El asesino se tomó muchas molestias para cometer el crimen, Daniel. Al golpearle la cara tuvo cuidado de dejar intacta la zona de alrededor de la boca. Da la impresión de que quería que se vieran las marcas de los dedos.

– Me pregunto si Alicia Tremaine también presentaba marcas alrededor de la boca.

– Eso te toca averiguarlo a ti. Por mi parte puedo decirte que lo último que comió esta mujer fue comida italiana, con salchicha, pasta y algún queso fuerte.

– Solo hay un millón de restaurantes italianos en la ciudad -repuso él con aire sombrío.

Ella tomó la mano izquierda de la mujer.

– Tiene callos importantes en las yemas de los dedos.

Daniel se inclinó más para verlos.

– Debía de tocar algún instrumento. ¿El violín, tal vez?

– Algún instrumento de cuerda, supongo que con arco. La piel de la otra mano es suave, no tiene callos, por lo que probablemente no se trate del arpa ni de la guitarra.

– ¿Esa es la buena noticia?

Los ojos de ella centellearon con cierto regocijo.

– No. La buena noticia es que, aunque no puedo decirte quién es, creo que sí puedo decirte dónde estuvo veinticuatro horas antes de que la mataran. Ven, acércate a este lado de la mesa.

Felicity pasó un lector óptico por la mano de la víctima y reveló los restos de un sello fluorescente.

Él levantó la cabeza y sus ojos se cruzaron con la mirada de satisfacción de Felicity.

– Estuvo en Fun-N-Sun -dijo él. El parque acuático usaba un tampón para marcar la mano de todo aquel que quisiera salir y regresar el mismo día-. Miles de personas acuden allí todos los días, pero puede que tengamos suerte.

Felicity depositó el brazo de la mujer junto a su cuerpo con delicadeza y respeto, lo cual aumentó la estima que Daniel le tenía.

– O puede que por fin alguien la eche de menos -repuso ella en tono quedo.

– ¿Doctora Berg? -Uno de sus ayudantes entró en la sala con una hoja de papel-. En el análisis de orina ha dado positivo el flunitrazepam, cien microgramos.

Daniel frunció el entrecejo.

– ¿Rohipnol? ¿Utilizó un fármaco para violarla? Esa dosis no es letal, ¿verdad?

– Ni siquiera basta para dejarla inconsciente, apenas puede detectarse en el análisis. Jackie, ¿podrías repetir la prueba? Si me citan ante un jurado de acusación necesitaré la verificación de los resultados. No te lo tomes a mal.

Jackie asintió sin inmutarse.

– Para nada. Lo haré de inmediato.

– Quería que encontráramos el fármaco, pero no quería dejarla completamente incapacitada -musitó Daniel-. La quería consciente y bien despierta.

– Y tiene conocimientos de farmacología. No debe de resultar sencillo obtener ese nivel mínimo de flunitrazepam. De nuevo indica que se tomó unas cuantas molestias.

– Así que también tengo que comprobar si en el asesinato de Alicia Tremaine utilizaron Rohipnol. Necesito ese expediente policial. -Y el sheriff Frank Loomis de Dutton seguía sin responder a su llamada. Aquello sobrepasaba la cortesía profesional. Daniel decidió ir a Dutton a buscar el expediente en persona-. Gracias, Felicity. Como siempre, ha sido un placer.

– Daniel. -Felicity se había apartado del cadáver y se estaba retirando la mascarilla-. Quería decirte que siento lo de tus padres.

Daniel exhaló un suspiro.

– Gracias.

– Me habría gustado asistir al funeral, pero… -Una mueca de autodesaprobación asomó a sus labios-. Fui a la iglesia pero me sentí incapaz de entrar. Lo creas o no, los funerales me ponen enferma.

Él le sonrió.

– Te creo, Felicity. Gracias por intentarlo.

Ella asintió con gesto enérgico.

– Cuando la señorita Fallon se ha marchado, le he pedido a Malcom que solicitara el informe de la autopsia de Alicia Tremaine. En cuanto lo tengamos te lo haré saber.

– De nuevo te estoy agradecido.

Al alejarse notó que ella lo seguía con la mirada.


Atlanta, lunes, 29 de enero, 13.15 horas.


Cuando Daniel regresó al despacho encontró a Luke sentado en una de las sillas con un portátil en el regazo y los pies sobre su escritorio. El chico levantó la cabeza, escrutó el semblante de Daniel y se encogió de hombros.

– No sé si conseguiré engañar a mi madre; me lo estás poniendo muy difícil, Daniel. Puedo repetirle tantas veces como quiera que estás bien, pero las marcas oscuras que tienes debajo de los ojos indican algo muy distinto.

Daniel colgó la chaqueta detrás de la puerta.

– ¿No tienes trabajo?

– Oye, estoy trabajando. -Luke levantó el portátil-. Estoy efectuando un diagnóstico del ordenador del jefe. Últimamente parece que tenga algún tornillo flojo. -Dibujó un tirabuzón en el aire con los dedos, sonriente, pero Daniel notó la tensión en la voz de su amigo.

Se sentó tras su escritorio y lo observó. Bajo los ojos de Luke no aparecían marcas oscuras, pero en su mirada había una desolación que pocos conseguían ver.

– ¿Un mal día?

La sonrisa de Luke se desvaneció. Cerró los ojos y se le oyó tragar saliva.

– Sí.

La única palabra que pronunció sonó áspera y teñida de un sufrimiento que pocos comprendían de verdad. Luke formaba parte del equipo operativo contra el crimen cibernético y durante el último año se había ocupado de los delitos que afectaban a niños. Daniel prefería presenciar mil autopsias antes que ver las obscenidades a las que Luke tenía que enfrentarse a diario. El chico dio un suspiro y abrió los ojos. Había recobrado el control, que no la serenidad.

Daniel se preguntó si algún policía hallaba alguna vez la serenidad.

– Necesitaba un respiro -se limitó a decir Luke, y Daniel asintió.

– Vengo del depósito de cadáveres, mi víctima estuvo el jueves en Fun-N-Sun y toca el violín.

– Bueno, lo del violín reduce las posibilidades. Tengo una cosa para ti. -Luke extrajo una gruesa pila de hojas del maletín de su ordenador-. He buscado más a fondo sobre Alicia Tremaine y he encontrado todos estos artículos. Tenía una hermana gemela.

– Ya lo sé -repuso Daniel con ironía-. Lástima que no me lo dijeras antes de que se personara aquí esta mañana y me diera un susto de muerte.

Las morenas cejas de Luke se dispararon hacia arriba.

– ¿Ha estado aquí? ¿Alexandra Tremaine?

– Ahora se hace llamar Fallon. Alex Fallon. Es enfermera en una unidad de urgencias de Cincinnati.

– Así que sobrevivió -dijo Luke pensativo, y Daniel frunció el entrecejo.

– ¿Qué quieres decir?

Luke depositó la pila de papeles sobre la mesa.

– Bueno, la historia no termina con el asesinato de Alicia. El día que encontraron su cadáver, Kathy Tremaine, la madre, se pegó un tiro en la cabeza. Parece que fue su hija Alexandra quien la encontró, y que luego se tomó todas las pastillas que el médico había recetado a su madre para el ataque de histeria que sufrió al tener que identificar el cadáver de su hija.

Daniel pensó en la víctima desconocida, tendida en la mesa del depósito de cadáveres, y en la madre que tuviera que identificar a una hija con aquel aspecto. De todos modos, el suicidio era una solución de cobardes… y para Alex la forma de olvidar que había encontrado a su madre de aquel modo.

– Dios mío -musitó.

– La hermana de Kathy Tremaine, que vivía en Ohio, fue a buscar a Alicia y las encontró a las dos. Su nombre es Kim Fallon.

– Alex me ha dicho que la habían adoptado sus tíos, o sea que cuadra.

– Aún hay más cosas; necrológicas y artículos sobre el juicio de Gary Fulmore, el hombre a quien culparon del asesinato. Sin embargo, no aparece mención alguna de Alexandra después del artículo sobre la detención de Fulmore. Imagino que fue cuando Kim Fallon se la llevó a Ohio.

Daniel hojeó las páginas.

– ¿Has visto si hablan de Bailey Crighton?

– De Craig Crighton sí, pero de Bailey no. Craig era el hombre con quien Kathy Tremaine convivía en el momento de su muerte. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque por eso ha venido a verme hoy Alex Fallon. Su hermanastra Bailey desapareció el jueves por la noche y ella creía que se trataba de la mujer de Arcadia.

Luke dio un silbido quedo.

– Vaya, menuda impresión.

Daniel pensó en los puños casi exangües de tanto como Alex los apretaba, y en la sensación que le produjo el tacto de su mano en la propia.

– Imagino que sí, pero se ha controlado muy bien.

– No, si me refería a ti. -Luke bajó los pies del escritorio y se levantó-. Tengo que volver al trabajo. Se acabó el descanso.

Daniel entrecerró los ojos.

– ¿Estás bien?

Luke asintió.

– Claro. -Pero su voz traslucía poca convicción-. Te veré luego.

Daniel alzó los papeles.

– Gracias, Luke.

– No hay de qué.

«La reacción en cadena», pensó Daniel al observarlo marcharse. Cambiaba la vida de las víctimas y de sus familias. «A veces también nos cambia la vida a nosotros. Casi siempre.» Con un suspiro, se volvió hacia su ordenador para buscar el teléfono de Fun-N-Sun. Tenía una víctima por identificar.


Dutton, lunes, 29 de enero, 13.00 horas.


– Aquí está todo. -Alex lo depositó en el sofá de su habitación del hotel-. Play-Doh, bloques Lego, un Mr. Potato, más colores, papel y más cuadernos para pintar.

Meredith se encontraba sentada junto a Hope, en la pequeña mesa que hacía las veces de comedor.

– ¿Y la Bar bie Peinados?

– Hay una muñeca en la bolsa, pero no les quedaban Barbies. He traído a la princesa Fiona de Shrek.

– ¿Se le pueden hacer peinados? Supongo que como Bailey era peluquera debían de jugar a eso juntas.

– Sí, lo he preguntado. Y también he comprado algo de ropa para Hope. Dios, qué cara es la ropa de niños.

– Vete acostumbrando, tiíta.

– La has traído aquí en lugar de dejarla pintando en el escritorio de la habitación.

– No he tenido más remedio. Allí no había espacio para que pintáramos las dos a la vez; además, necesitaba cambiar de ambiente. -Meredith tomó un color azul de una pila de lápices-. Hope, esta vez he elegido el añil. Lo encuentro divertido, me suena a guiño.

Meredith siguió charlando mientras pintaba y Alex se percató de que habían pasado así un buen rato mientras ella estaba fuera. Había un montón de hojas con el borde irregular que Meredith había arrancado del cuaderno de colorear de Hope. Todos los dibujos estaban pintados de azul.

– ¿Podemos hablar mientras pintáis?

Meredith sonrió.

– Claro. También puedes sentarte y pintar con nosotras. A Hope y a mí no nos importa, ¿verdad, Hope?

Hope no pareció siquiera haberla oído. Alex trasladó la silla del escritorio a la mesa y se sentó. Luego se volvió y miró a Meredith a los ojos por encima de Hope.

– ¿Alguna novedad?

– No -respondió Meredith en tono alegre-. No tengo una varita mágica, Alex.

Hope se detuvo en seco, sin dejar de aferrar el color rojo con su pequeño puño. Mantuvo la mirada fija en el cuaderno de colorear pero se quedó completamente quieta. Alex abrió la boca, pero Meredith le lanzó una mirada de advertencia y guardó silencio.

– Por lo menos en la bolsa de la tienda de juguetes no hay ninguna -prosiguió Meredith-. A mí me encantan las varitas mágicas. -Hope no movió un músculo-. Cuando era pequeña, jugaba con ramas de apio como si fueran varitas mágicas. Mi madre se ponía hecha una furia cada vez que quería preparar una ensalada y no tenía apio. -Meredith soltó una risita y siguió pintando con el añil-. Hacía muchos aspavientos pero luego jugaba conmigo. Siempre decía que el apio era barato y que, en cambio, las horas de juego no tenían precio.

Alex tragó saliva.

– Mi madre decía lo mismo. «Las horas de juego no tienen precio.»

– Eso debe de ser porque eran hermanas. ¿Tu madre también lo decía, Hope?

Poco a poco, Hope empezó a mover de nuevo el lápiz, cada vez más rápido, hasta que siguió pintando con la misma concentración de antes. Alex sintió ganas de respirar hondo; sin embargo, Meredith sonreía.

– Pasito a pasito -musitó-. A veces el mejor remedio consiste en permanecer a su lado, Alex. -Arrancó una página del cuaderno de colorear-. Pruébalo. Es muy relajante, en serio.

Alex exhaló un gran suspiro para tranquilizarse.

– Tú hiciste eso conmigo. Cuando fui a vivir con vosotros pasabas muchos ratos sentada a mi lado. Lo hacías todos los días después del colegio, y durante el verano. Entrabas en mi habitación y te ponías a leer. Nunca decías nada.

– No sabía qué decir -repuso Meredith-. Estabas triste y parecías más contenta cuando yo estaba allí. Un día me dijiste «hola». Pasaron días enteros antes de que volvieras a decir nada más, y semanas antes de que mantuviéramos una conversación.

– Creo que me salvasteis la vida -musitó Alex-. Kim, Steve y tú. -Los Fallon habían sido su salvación-. Los echo de menos. -Sus tíos habían muerto el año anterior cuando la pequeña avioneta de Steve se estrelló contra un maizal en Ohio.

A Meredith le flaqueó la mano y le costó tragar saliva.

– Yo también los echo de menos. -Posó un instante la mejilla en los bellos rizos de Hope-. Qué oruga tan bonita, Hope. Voy a pintar de añil la mariposa. -Siguió charlando unos minutos más y, de repente, cambió de tema-. Me encantaría ver mariposas. ¿Sabes si hay algún parque adónde podamos llevar a Hope, Alex?

– Sí, hay uno bastante cerca de la escuela primaria. Al salir he tomado una revista de una inmobiliaria. Cerca del parque hay una casa amueblada que podríamos alquilar durante un tiempo.

«Hasta que encuentre a Bailey.»

Meredith asintió.

– Entendido. Ah, ¿sabes qué? De camino al parque podemos jugar al «Simon dice». -Arqueó las cejas rojizas con intención-. He encontrado las reglas en internet, seguro que te parecerá fascinante. He dejado la página abierta en el portátil, está en el dormitorio.

Alex se puso en pie, empezaba a acelerársele el corazón.

– Voy a mirarlo. -Había telefoneado a Meredith en cuanto el capitán y reverendo Beardsley se hubo alejado en su coche. Le contó la conversación y puso especial énfasis en la frase «Te veré en el infierno, Simon». Al parecer, Meredith había efectuado una búsqueda mientras Alex vaciaba la sección de juguetes de los almacenes Wal-Mart para que su prima pudiera compartir con Hope juegos terapéuticos.

Alex maximizó la página que Meredith había estado leyendo y ahogó un grito de espanto al empezar a atar cabos. «Simon Vartanian.»

Vartanian. El apellido de Daniel le sonaba muchísimo, pero estaba demasiado preocupada por Bailey para pensar en ello. Luego, mientras aguardaba para ver el cadáver de aquella mujer… él la había tomado de la mano, y Alex notó una sensación familiar cuya calidez la invadió desde lo más profundo. Claro que aún había más cosas. Una cercanía, una complicidad, una… comodidad; era como si lo conociera de antes. Tal vez fuera así.

Vartanian. Ahora recordaba a la familia, con vaguedad. Eran ricos. El padre era un hombre importante; era juez. Recordaba a Simon, también con vaguedad. Era un chico alto y grandote, una bestia. Iba a la misma clase que Wade.

Se sentó a leer el artículo y enseguida se enfrascó en una historia de lo más horripilante. Simon Vartanian había muerto hacía una semana, después de asesinar a sus padres y a muchas otras personas. Simon murió en Filadelfia a manos de un detective llamado Vito Ciccotelli.

La hermana de Simon, Susannah Vartanian, seguía viva. «Ya me acuerdo de ella.» Era una chica cultivada que vestía ropa cara. Susannah era de la misma edad que Alex, pero había estudiado en una cara escuela privada. Ahora ejercía de ayudante del fiscal en Nueva York.

Alex exhaló poco a poco el aire que había estado conteniendo. Simon también tenía un hermano con vida, Daniel Vartanian, que era agente especial del GBI. Alex repasó mentalmente el momento de su encuentro, la completa estupefacción que traslucía el semblante de Daniel. Sabía lo de Alicia y ella pensó que la sorpresa se debía a eso. Sin embargo… «Te veré en el infierno, Simon.»

Se presionó los labios con los nudillos mientras observaba la fotografía de Simon Vartanian en la pantalla del ordenador de Meredith. Los dos hermanos guardaban un ligero parecido. Los dos tenían la misma figura, alta y corpulenta, y ambos poseían la misma mirada penetrante. Sin embargo, la de Simon era cruel, mientras que la de Daniel era… triste. Cansada y muy triste. Sus padres habían muerto asesinados; eso explicaba la tristeza. Pero ¿qué explicaba tal estupefacción al ver su rostro? ¿Qué sabía Daniel Vartanian?

«Te veré en el infierno, Simon.» ¿Qué habría hecho Simon? Alex podía leer lo que había hecho últimamente, y era de lo más inhumano. Pero ¿qué habría hecho en el pasado?

Y ¿qué habría hecho Wade? «Sé lo que me hizo a mí… pero ¿qué hizo junto con Simon?» ¿Qué relación había entre Wade y Simon Vartanian? Y ¿qué tenía que ver eso con Bailey? ¿Y con Alicia? ¿Qué había de la pobre mujer a quien habían encontrado abandonada en una zanja la tarde anterior, asesinada igual que Alicia? ¿Era posible que Wade…?

A Alex el pulso empezó a aporrearle los oídos y de pronto le pareció que la habitación se quedaba sin aire. «Tranquila. Concéntrate en el silencio.» Poco a poco volvió a respirar y a pensar con lógica. El asesino de Alicia se estaba pudriendo en la cárcel, donde tenía que estar. Y Wade… No. No se trataba de un asesinato. No. Fuera lo que fuese, sabía que no se trataba de eso.

También sabía que esa noche iba a ver al agente especial Daniel Vartanian, y que lo obligaría a decirle todo cuanto sabía. Hasta entonces, tenía cosas que hacer.


Atlanta, lunes, 29 de enero, 14.15 horas.


Daniel levantó la cabeza del ordenador cuando Ed Randall entró en su despacho con un aire de descontento.

– Hola, Ed. ¿Qué has averiguado?

– Ese tipo es muy cauteloso. De momento solo hemos encontrado un pelo. Hemos tomado barro de la entrada del desagüe y ahora lo están analizando en el laboratorio. Si bajó de la carretera a la cuneta a esa altura es posible que se le cayera algo.

– ¿Qué hay de la manta marrón? -preguntó Daniel.

– Le han cortado las dos etiquetas -respondió Ed-. Vamos a tratar de encontrar al fabricante del tejido. Es posible que tengamos suerte y logremos averiguar el punto de venta. ¿Algún progreso con la identidad de la víctima?

– Sí. De hecho Felicity ha encontrado en su mano un sello de Fun-N-Sun.

– Así que tú te vas al parque acuático y a mí me toca conformarme y jugar con barro. No es justo.

Daniel sonrió.

– No creo que me haga falta ir al parque acuático. He pasado casi toda la tarde hablando por teléfono con los vigilantes. Han podido darme acceso a su red para que compruebe las grabaciones de las cámaras de seguridad desde mi ordenador.

Ed pareció impresionado.

– Qué grande es la tecnología. ¿Y?

– Hemos visto a una mujer en la cola del quiosco de comida italiana. Lo último que la víctima comió fue pasta. Llevaba una camiseta en la que ponía los violoncelistas no aflojamos la cuerda. La víctima tiene callos en los dedos. En el parque van a revisar los tíquets para comprobar si pagó la comida con alguna tarjeta de crédito. Estoy esperando a que vuelvan a telefonearme. Cruza los dedos.

Daniel echó un vistazo al titular que Corchran había enviado por fax esa mañana.

– ¿El periodista?

– Eso creemos. Si localizas a ese tal Jim Woolf, es posible que estuviera en el escenario antes de que nosotros llegáramos.

– ¿Cómo consiguió marcharse sin ser visto?

– Mi equipo estuvo allí ayer hasta pasadas las once de la noche y esta mañana ha vuelto. Entre las once y las seis ha habido un coche patrulla. Hemos encontrado huellas de zapatos en la carretera, a unos cuatrocientos metros de aquí. Supongo que el periodista aguardó a que todos nos hubiéramos marchado, bajó del árbol y se agazapó hasta que nos hubimos alejado esa distancia, y luego echó a correr.

– Junto a la carretera no hay nada que pudiera ocultarlo. Tuvo que reptar para conseguir escabullirse.

Ed apretó la mandíbula.

– Lo de reptar es muy propio de él. El tipo es una víbora. En ese artículo ha mencionado todo cuanto sabemos. Me han dicho que fuisteis juntos a la escuela.

El tono de Ed sonaba un poco acusatorio, como si Daniel fuera responsable de los actos de Jim Woolf.

– Mi apellido empieza por V y el suyo por W, así que siempre se sentaba detrás de mí. Entonces parecía agradable. Claro que, tal como ha observado Chase con gran perspicacia, debe de haber cambiado. Creo que estoy a punto de averiguar cuánto. -Señaló la pantalla de su ordenador-. Justo estaba buscando información sobre él. Trabajó como contable hasta que su padre murió hace un año y le dejó el Review. Jim es bastante nuevo en el mundo periodístico. A lo mejor podemos conseguir que hable.

– ¿Tienes una flauta? -preguntó Ed con acritud.

– ¿Por qué?

– ¿No es eso lo que usan los encantadores de serpientes?

Daniel hizo una mueca al imaginar la escena.

– Aborrezco las serpientes casi tanto como a los periodistas.

En el rostro de Ed se dibujó una amplia y afable sonrisa.

– Entonces esta tarde vas a pasarlo muy bien.


Dutton, lunes, 29 de enero, 14.15 horas.


– Son mil al mes -anunció la agente inmobiliaria con cierto brillo en la mirada, como si intuyera que acababa de cerrar un trato. Delia Anderson llevaba el pelo tan crespo que no habría podido despeinarla ni una explosión de dinamita-. El primer mes y el último tienen que abonarse al firmar el contrato.

Alex dio un vistazo a la casa de una planta. Resultaba acogedora, tenía dos dormitorios y una cocina en condiciones. Además, estaba a menos de una manzana de un parque muy agradable donde Hope podría jugar… si conseguían que soltara los colores.

– ¿Con todos los muebles?

Delia asintió.

– Incluido el órgano. -Era uno antiguo, de los que reproducían todos los instrumentos de la orquesta-. Puede mudarse mañana.

– Esta noche. -Alex miró los ojos de rapaz de la mujer-. Necesito mudarme esta noche.

Delia sonrió con cautela.

– Supongo que podremos arreglarlo.

– ¿Hay alguna alarma?

– Imagino que no. -Delia pareció inquietarse-. No, no hay ninguna alarma.

Alex frunció el entrecejo al acordarse de la advertencia de Vartanian justo antes de salir de la sala de reconocimiento del depósito de cadáveres. No le gustaban mucho las pistolas, pero el miedo motivaba lo suyo. Había intentado comprar una pistola en la sección de deportes de los almacenes en los que había adquirido los juguetes para las sesiones terapéuticas de Hope, pero el dependiente le había explicado que en Georgia no podía comprarse una pistola si no se era residente. Podía demostrar que lo era con un permiso de conducir expedido en Georgia. Y podía conseguir un permiso de conducir con un contrato de alquiler. «Solucionemos esto de una vez.»

Seguía siendo práctica.

– Ya que no hay alarma, ¿me permitirán tener un perro? -Los perros eran una maravilla a la hora de disuadir a un agresor. Arqueó una ceja-. La alarma costaría dinero al propietario. Si me permiten tener un perro, abonaré una derrama extraordinaria de seguridad.

Delia se mordió el labio.

– Uno pequeño, tal vez. Lo preguntaré a los propietarios.

Alex omitió la sonrisa.

– Hágalo. Si me permiten tener un perro, firmaré ahora mismo.

Delia salió con su móvil y al cabo de dos minutos regresó, de nuevo con su cautelosa sonrisa.

– Trato hecho, guapa. Ya tiene casa.


Dutton, lunes, 29 de enero, 16.15 horas.


Daniel se sentía como si fuera Clint Eastwood al avanzar por Main Street. A su paso las conversaciones se interrumpían y la gente se volvía a mirarlo. Solo le faltaban el poncho y la música inquietante. La semana anterior había estado en pompas fúnebres, en el cementerio y en la casa que sus padres poseían a las afueras de la ciudad. A excepción del funeral y del entierro, se las había arreglado para mantenerse alejado de las miradas ajenas.

Ahora en cambio miraba directamente a los ojos a todo aquel que lo observaba. La mayoría eran personas a quienes conocía, todas habían envejecido. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí. Hacía once años que se había peleado con su padre a causa de las fotografías y se había marchado de Dutton con intención de no volver; claro que emocionalmente había dejado la ciudad el día en que se marchó para estudiar en la universidad, siete años antes de aquello. En todos esos años había cambiado mucho.

Al contrario que Main Street. Pasó ante los curiosos ojos de quienes lo observaban a través de los cristales de la panadería, de la floristería y de la barbería. En el banco de la puerta de la barbería había sentados tres ancianos. Siempre había habido tres ancianos sentados en ese banco, que Daniel recordara. Cuando uno partía al más allá otro ocupaba su lugar. Daniel siempre se había preguntado si existiría una especie de lista de espera oficial para ocupar el banco, como la de las localidades para presenciar los partidos de los Bravos.

Le sorprendió que uno de los tres ancianos se levantara. No recordaba haber visto antes a ninguno que lo hiciera. Sin embargo, el hombre se puso en pie y se encorvó sobre su bastón mientras aguardaba a que Daniel se acercara.

– Daniel Vartanian.

Daniel reconoció la voz al instante y le pareció gracioso sorprenderse a sí mismo irguiendo la espalda al detenerse ante su antiguo profesor de lengua y literatura del instituto.

– Señor Grant.

Uno de los extremos del poblado bigote blanco del hombre se curvó hacia arriba.

– Así que te acuerdas de mí.

Daniel lo miró a los ojos.

– «No te envanezcas, Muerte; algunos te han llamado poderosa y temible, pero no eres así.»

Qué raro que esa fuera la primera cita que acudió a su mente. Daniel pensó en la mujer tendida en el depósito de cadáveres; seguía sin identificar y nadie había denunciado todavía su desaparición.

Tal vez no fuera tan raro.

El otro extremo del bigote de Grant se curvó hacia arriba y el hombre inclinó la cana cabeza a modo de saludo.

– John Donne. Creo recordar que era uno de tus favoritos.

– Ya no tanto. Supongo que he visto demasiados muertos.

– Imagino que sí, Daniel. Todos sentimos mucho lo de tus padres.

– Gracias. Para nosotros han sido momentos difíciles.

– Estuve en el funeral y en el entierro. A Susannah se la veía muy pálida.

Daniel tragó saliva. Ciertamente, su hermana estaba pálida, y tenía buenos motivos.

– Lo superará.

– Claro que sí. Tus padres se encargaron de criar buena descendencia. -Grant hizo una mueca al percatarse de lo que acababa de afirmar-. Joder. Ya sabes a qué me refiero.

Para su propia sorpresa, Daniel esbozó una sonrisa.

– Sé a qué se refiere, señor.

– Simon siempre fue problemático. -Grant se inclinó hacia delante y bajó la voz, aunque Daniel estaba seguro de que todos los ojos de la ciudad estaban posados en ellos-. Leí lo que hiciste, Daniel. Tuviste mucho valor. Te felicito, hijo. Me siento orgulloso de ti.

La sonrisa de Daniel se desvaneció y este volvió a tragar saliva, y esa vez sus ojos se empañaron.

– Gracias. -Se aclaró la garganta-. Veo que ha conseguido ocupar un lugar en el banco de la barbería.

Grant asintió.

– Solo he tenido que esperar a que Jeff Orwell muriera. -Frunció el entrecejo-. El viejo Jeff; aguantó dos años enteros solo porque sabía que yo estaba esperando.

Daniel sacudió la cabeza.

– Hay que ver la cara que tienen algunos.

Grant sonrió.

– Me alegro de verte, Daniel. Fuiste uno de mis mejores alumnos.

– Usted siempre fue uno de mis profesores favoritos, junto con la señorita Agreen. -Arqueó las cejas-. ¿Siguen juntos?

Grant sufrió un arranque de tos y Daniel creyó que tendría que acabar practicándole un masaje cardíaco.

– ¿Lo sabías?

– Todo el mundo lo sabía, señor Grant. Siempre creímos que usted era consciente de ello, y que le daba igual.

Grant exhaló un hondo suspiro.

– La gente tiende a pensar que sus secretos están a salvo -musitó en voz tan baja que a Daniel le costó trabajo oírlo-. La gente es tonta. -Y prosiguió sin apenas voz-. Tú no seas tonto, hijo. -Luego alzó la cabeza, de nuevo sonriente, y retrocedió tambaleándose sobre su bastón-. Me alegro de verte. No te comportes como un extraño, Daniel Vartanian.

Daniel escrutó los ojos de su antiguo profesor; sin embargo, no vio en ellos rastro de lo que segundos antes le había parecido una seria advertencia.

– Lo intentaré. Cuídese, señor Grant. Y haga esperar muchos años al siguiente candidato a ocupar el banco.

– Claro que sí.

Daniel entró en las oficinas del Dutton Review, el verdadero motivo de su visita. Se encontraban justo enfrente de la comisaría, que sería su siguiente destino. En el interior de las oficinas del periódico olía a cerrado y se veían cajas apiladas hasta el techo. Habían despejado una pequeña zona para colocar un escritorio, un ordenador y un teléfono. Detrás del escritorio se sentaba un hombre regordete cuyas gafas reposaban sobre su calva.

Cuatro largas tiras de esparadrapo le cubrían el antebrazo izquierdo como si fueran los galones de un sargento y por encima del cuello de la camisa se entreveía un verdugón de un rojo vivo. Daba la impresión de que el hombre se había enredado con algún objeto y no había salido precisamente airoso. A lo mejor se trataba de un árbol. «Qué casualidad», pensó Daniel.

El hombre levantó la cabeza y Daniel reconoció al chico que se había sentado detrás de él desde el parvulario hasta el último año de instituto. La boca de Jim Woolf esbozó algo muy parecido a una sonrisa de desdén.

– Bueno, bueno. El mismísimo agente especial Daniel Vartanian, en persona.

– ¿Qué tal, Jim?

– Ahora mismo mejor que tú, imagino. Claro que tengo que confesarte que me siento halagado, creía que enviarías a uno de tus esbirros a hacer el trabajo sucio. Sin embargo, aquí estás, de vuelta en el viejo Dutton.

Daniel se sentó en una esquina del escritorio de Woolf.

– No me has devuelto las llamadas, Jim.

Jim posó con cuidado los dedos sobre su abultada barriga.

– No tenía nada que decir.

– Un periodista que no tiene nada que decir. Debe de ser un caso sin precedentes.

– No voy a decirte lo que quieres saber, Daniel.

Daniel abandonó las buenas maneras.

– Entonces te detendré por poner trabas a una investigación.

Jim hizo una mueca.

– Uau. Has lanzado el guante muy deprisa.

– Me he pasado la mañana en el depósito de cadáveres presenciando la autopsia de esa mujer. Eso le arruina el día a cualquiera. ¿Has presenciado alguna vez una autopsia, Jim?

Jim apretó la mandíbula.

– No. Pero no voy a decirte lo que quieres saber.

– Muy bien. Ponte el abrigo.

Jim se irguió en el asiento.

– Estás bromeando.

– En absoluto. Alguien te coló en el escenario del crimen antes de que llegara la policía. Por no hablar del tiempo que estuviste merodeando cerca del cadáver. Y por no hablar de lo que pudiste tocar. O llevarte. -Daniel miró a Jim a los ojos-. Tal vez fuiste tú quien la dejó allí tirada.

Jim se sonrojó.

– No tengo nada que ver con eso y tú lo sabes.

– Yo no sé nada, no estaba allí. En cambio tú sí.

– Tú no sabes dónde he estado. Puede que las fotografías me las diera otra persona.

Daniel se inclinó sobre el escritorio y señaló las tiras de esparadrapo del antebrazo del hombre.

– Perdiste algo por el camino, Jim. La policía científica ha encontrado restos de tu piel en la corteza del árbol. -Jim palideció un poco-. Ahora, o bien me acompañas a la comisaría y pido una orden para realizar una prueba de ADN, o bien me dices cómo supiste que debías trepar a ese árbol ayer por la tarde.

– No puedo decírtelo. Aparte de violar el secreto profesional, si te lo dijera no volverían a soplarme información.

– Así que fue un soplo.

Jim suspiró.

– Daniel… Si supiera quién fue, te lo diría, pero no lo sé.

– Una llamada anónima; qué casualidad.

– Es la pura verdad. Me telefonearon a casa, fue una llamada con identidad oculta. No sabía qué me encontraría cuando llegara allí.

– ¿Quien te llamó era un hombre o una mujer?

Jim negó con la cabeza.

– No, no voy a decírtelo.

Daniel reflexionó. Ya había obtenido más información de la que esperaba.

– Entonces dime cuándo llegaste y qué viste.

Jim ladeó la cabeza.

– ¿Y yo qué gano con eso?

– Una entrevista, en exclusiva. Puedes incluso vendérsela a algún pez gordo de Atlanta.

A Jim se le iluminó la mirada y Daniel supo que había dado en el clavo.

– Muy bien, no es muy complicado. Recibí la llamada ayer, al mediodía. Llegué allí sobre la una, me subí al árbol y esperé. Hacia las dos llegaron los ciclistas y media hora más tarde apareció el agente Larkin. Bajó a la cuneta para dar un vistazo al cadáver, regresó a la carretera y vomitó. Vosotros llegasteis enseguida. Cuando todos os hubisteis marchado, bajé del árbol y volví a casa.

– Después de bajar, ¿cómo volviste a casa?

Jim apretó los labios.

– Con mi mujer, Marianne.

Daniel pestañeó.

– ¿Marianne? ¿Marianne Murphy? ¿Te casaste con Marianne Murphy?

Jim se mostró petulante.

– Sí.

Marianne Murphy era la chica a quien la mayoría consideraban más dispuesta… a hacérselo con cualquiera.

– Muy bien. -Daniel se aclaró la garganta, no tenía ganas de imaginarse a Jim Woolf con la exuberante y pechugona Marianne Murphy-. ¿Cómo llegaste hasta allí?

– También me acompañó ella.

– Quiero verla para confirmar las horas. Y quiero las fotografías que tomaste desde el árbol. Todas.

Con una mirada feroz, Jim extrajo la tarjeta de memoria de su cámara y se la lanzó a Daniel.

Éste la cazó con una mano y se la guardó en el bolsillo a la vez que se ponía en pie.

– Estaremos en contacto.

Jim lo siguió hasta la puerta.

– ¿Cuándo?

– Cuando sepa más cosas. -Daniel abrió la puerta y se detuvo en seco con la mano en el tirador. No daba crédito a lo que veía. Oyó el grito ahogado de Jim tras de sí.

– Santo Dios, si es…

Alex Fallon. Se encontraba al pie de la escalera que conducía a la comisaría con un bolso en la mano. Aún llevaba puesto el traje chaqueta negro. De inmediato irguió la espalda y se volvió despacio hasta que sus miradas se cruzaron. Durante un buen rato se limitaron a mirarse desde ambos lados de Main Street. Alex no sonreía. De hecho, incluso desde la distancia Daniel percibió cómo apretaba los carnosos labios. Estaba furiosa.

Daniel cruzó la calle sin dejar de mirarla a los ojos. Cuando se le plantó delante, ella alzó la barbilla, igual que había hecho por la mañana.

– Agente Vartanian.

A él se le secó la boca.

– No esperaba verla aquí.

– He venido a entregar al sheriff una solicitud para que investiguen la desaparición de Bailey. -Se volvió a mirar a Jim-. ¿Quién es usted?

Jim Woolf avanzó un paso y se colocó junto a Daniel.

– Soy Jim Woolf, del Dutton Review. ¿He oído que va a entregar una solicitud para que investiguen una desaparición? A lo mejor puedo ayudarla. Podríamos imprimir una fotografía de… ¿Ha dicho Bailey? ¿Bailey Crighton ha desaparecido?

Daniel miró a Jim y frunció el entrecejo.

– Márchate.

Pero Alex ladeó la cabeza.

– Déme una tarjeta. Puede que quiera hablar con usted.

De nuevo con petulancia, Jim le entregó una tarjeta.

– Cuando guste, señorita Tremaine.

Alex se estremeció como si acabara de darle un puñetazo en el estómago.

– Fallon. Me llamo Alex Fallon.

– Pues cuando guste, señorita Fallon.

Jim dedicó un saludo a Daniel y se marchó.

Algo había cambiado y a Daniel no le gustó.

– Yo también voy a la estación. ¿Le llevo el bolso?

La forma en que Alex le escrutó el rostro incomodó a Daniel.

– No, gracias.

Empezó a subir la escalera y él no tuvo más remedio que seguirla. Tenía la espalda torcida de tanto como pesaba el bolso, pero ello no le impedía cimbrar las delgadas caderas mientras apresuraba el paso. A Daniel le pareció más sensato centrar sus pensamientos en el bolso. No le costó alcanzarla.

– Va a caerse. ¿Qué lleva ahí? ¿Ladrillos?

– Una pistola y muchas balas, si quiere saberlo.

Se dispuso a seguir subiendo, pero Daniel la aferró por el brazo y la obligó a darse la vuelta.

– ¿Cómo dice?

La mirada de sus ojos color whisky era fría.

– Me ha dicho que corría peligro y lo he tomado en serio. Hay una niña a quien debo proteger.

La hija de su hermanastra. Hope.

– ¿Cómo ha conseguido comprar una pistola? No es residente.

– Ahora sí. ¿Quiere ver mi nuevo permiso de conducir?

– ¿Tiene un permiso de conducir? ¿De dónde lo ha sacado? No vive aquí.

– Ahora sí. ¿Quiere ver mi contrato de alquiler?

Daniel pestañeó, desconcertado.

– ¿Ha alquilado un piso?

– Una casa.

Pensaba quedarse allí bastante tiempo.

– ¿En Dutton?

Ella asintió.

– No me iré hasta que encuentren a Bailey, y Hope no puede vivir en un hotel.

– Ya. ¿Nos vemos a las siete?

– Eso es lo que tenía pensado. Ahora, si no le importa, tengo muchas cosas que hacer hasta entonces.

Subió unos cuantos escalones más antes de que él pronunciara su nombre:

– Alex.

Aguardó hasta que ella se detuvo y se volvió de nuevo.

– ¿Sí, agente Vartanian? ¿Qué desea?

Él hizo caso omiso del tono glacial.

– Alex, no puede entrar en la comisaría con una pistola. Ni siquiera en Dutton. Es un organismo oficial.

Los hombros de Alex se hundieron y su gélida expresión desapareció y dio paso a otra que denotaba agotamiento y vulnerabilidad. Tenía miedo y hacía lo imposible por ocultarlo.

– Lo había olvidado. Tendría que haber venido aquí primero pero quería conseguir el permiso de conducir antes de que cerraran el Departamento de Vehículos Motorizados. No puedo dejar la pistola en el coche y arriesgarme a que me la roben. -Un amago de sonrisa asomó a sus labios sin maquillar y llegó al corazón de Daniel-. Ni siquiera en Dutton.

– Parece cansada. Yo hablaré con el sheriff sobre Bailey. Vuelva a casa y duerma un poco. Nos encontraremos a las siete frente al edificio del GBI. -Bajó la vista al bolso-. Y, por el amor de Dios, asegúrese de que eso lleva puesto el dispositivo de seguridad y guárdelo bajo llave en una caja, donde Hope no pueda encontrarlo.

– He comprado una caja con llave. -Alzó la barbilla, gesto que Daniel empezaba a anticipar-. En urgencias he tenido que tratar a bastantes niños que habían jugado con pistolas, no pienso consentir que mi sobrina corra ningún peligro más. Por favor, llámeme si Loomis se niega a incluir a Bailey en la lista de personas desaparecidas.

– No se negará -aseguró Daniel-. De todos modos, deme su número de móvil.

Alex lo hizo y Daniel se lo aprendió de memoria mientras ella empezaba a bajar la escalera con paso cansino. Cuando llegó a la calle, se volvió a mirarlo.

– A las siete, agente Vartanian.

Algo en su forma de decirlo hizo que, más que confirmar una cita, pareciera que lo estaba amenazando.

– A las siete. Y no se olvide de cambiarse de ropa.


Dutton, lunes, 29 de enero, 16.55 horas.


Mack se retiró el auricular del oído. «La cosa se complica», pensó al ver que Daniel Vartanian seguía con la mirada a Alexandra Tremaine cuando se marchaba en su coche. Un momento; Alex… Fallon. Se había cambiado el nombre.

Le sorprendió oír que había regresado. Esa era una de las ventajas de que Dutton fuera una población pequeña. En cuanto puso un pie en la inmobiliaria de Delia Anderson empezó a correr la voz. «Alexandra Tremaine ha vuelto. La gemela que sobrevivió.»

Su hermanastra, Bailey Crighton, había desaparecido. Él creía estar bastante seguro de adónde se habrían llevado a Bailey, y por qué, pero de momento eso no era asunto suyo. Si era necesario, entraría en acción. Hasta entonces se limitaría a observar y escuchar.

Alex Tremaine había vuelto. Y Daniel Vartanian se interesaba por ella. También tenía que estar atento a eso. Más tarde podría servirle. Menudo comienzo habría supuesto asesinar a la gemela y dejarla exactamente en el mismo lugar. «Ojalá se me hubiera ocurrido antes.» Sin embargo, había empezado por la víctima que él mismo había elegido. Se merecía todo lo que le había ocurrido. Claro que Alex Tremaine habría supuesto una apertura más solemne, pero ya era demasiado tarde para pensarlo.

La primera víctima ya había caído. Arqueó las cejas mientras reflexionaba. «Y ¿qué tal la última?» Sería el broche de oro y el círculo quedaría cerrado. Se lo plantearía.

Por el momento tenía otras cosas que hacer, tenía que ocuparse de otra preciosidad. Ya la había elegido. Muy pronto la policía encontraría otra víctima en una zanja y los «pilares de la ciudad» se encontrarían con más mierda en el portal. Sabía de buena tinta que llevaban todo el día cagados. ¿Quién se vendría abajo primero? ¿Quién confesaría? ¿Quién se cargaría aquel mundo de ensueño en el que vivían?

Se echó a reír al imaginarlo. Pronto sus dos primeros destinatarios recibirían las cartas. Empezaba a divertirse.


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