Capítulo 5

Dutton, lunes, 29 de enero, 17.35 horas.


– ¡Es preciosa! -Meredith se paseó entusiasmada por la casa.

Hope se encontraba sentada a la mesa. Alex consideró una buena señal que llevara plastilina roja pegada en las uñas.

– Es muy bonita -convino Alex-. Y a menos de una manzana hay un parque con un tiovivo.

Meredith pareció impresionada.

– ¿Un tiovivo de los auténticos? ¿Con caballitos?

– Con caballitos. Lleva allí desde que yo era pequeña. -Alex se sentó en el brazo del sofá-. Esta casa también estaba. Siempre pasaba por delante cuando volvía de la escuela.

Meredith se sentó junto a Hope sin dejar de mirar a Alex.

– Lo dices en tono triste.

– Entonces estaba triste. Siempre pensaba que esto era como una casa de muñecas y que quienes vivían aquí eran muy afortunados, podían montarse en el tiovivo siempre que querían.

– ¿Y tú no?

– No. Cuando mi padre murió dejamos de tener dinero para esas cosas. A mi madre le costaba trabajo reunir lo suficiente para comer.

– Hasta que se fue a vivir con Craig.

Alex hizo una mueca y cerró la puerta de sus recuerdos antes de empezar a oír el primer grito.

– Voy a cambiarme y saldré a comprar comida. Después tengo que marcharme.

Meredith frunció el entrecejo.

– ¿Adónde?

– Voy a investigar. Tengo que intentarlo, Mer; nadie más lo hará.

No era del todo cierto. Daniel Vartanian se había ofrecido a ayudarla. «Veremos lo útil que resulta.»

– Mañana por la noche vuelvo a Cincinnati, Alex.

– Ya lo sé. Por eso trato de resolver todo esto ahora. Cuando vuelva me contarás todas las maravillas a las que Hope y tú habéis jugado para que mañana pueda tomarte el relevo.

Alex entró en el dormitorio, cerró la puerta y extrajo la pistola del bolso. Seguía dentro de la caja. Deseando que dejaran de temblarle las manos, Alex la sacó y volvió mirarla. Había llenado el cargador tal como le enseñó el propietario del establecimiento y había colocado con cuidado el dispositivo de seguridad. Necesitaba un bolso más grande, porque pensaba llevarla siempre encima. No le serviría de nada que estuviera guardada bajo llave en su caja si se encontraba fuera. De momento, tendría que arreglárselas con el bolso.

– ¡Santo Dios, Alex! -Alex se volvió a tiempo de ver a la furiosa Meredith cerrar de un violento portazo la puerta del dormitorio-. ¿Se puede saber qué es eso? -susurró.

Alex se llevó la mano al corazón, que latía acelerado.

– No vuelvas a hacer eso.

– ¿Que no vuelva a hacer eso? -soltó Meredith en voz baja pero aguda-. ¿Me estás diciendo que no vuelva a hacer eso mientras sigues ahí plantada con una puta pistola en la mano? ¿En qué demonios estás pensando?

– En que Bailey ha desaparecido y hay una mujer muerta. -Alex se sentó en el borde de la cama, volvía a respirar-. No quiero acabar igual que ella.

– Joder, tía, no tienes ni idea de cómo manejar una pistola.

– Tampoco tengo ni idea de cómo buscar a personas desaparecidas, ni de cómo cuidar de niñas traumatizadas. Pienso aprenderlo sobre la marcha, Mer. Y no me grites.

– No estoy gritando. -Meredith respiró hondo-. Susurro en voz alta, que es muy distinto. -Se apoyó en la puerta cerrada-. Lo siento, no tendría que haber reaccionado así, pero me he llevado un buen susto al verte con eso. Dime por qué has comprado la pistola.

– He ido al depósito de cadáveres para ver a esa mujer.

– Ya lo sé. Te ha acompañado el agente Vartanian.

Él no le había contado toda la verdad, de eso Alex estaba segura. Sin embargo, sus ojos albergaban una ternura y su tacto le producía una sensación de confort que no podía pasar por alto.

– Él no cree que la desaparición de Bailey sea pura coincidencia. Si quienquiera que haya matado a esa mujer piensa emular el asesinato de Alicia, yo soy la otra actriz que ha regresado al escenario original.

Meredith palideció.

– ¿Adónde irás esta noche, Alex?

– El sheriff de Dutton me envió a buscar a Bailey al centro para personas sin hogar de Atlanta. A Vartanian le parece arriesgado que vaya sola y se ha ofrecido a acompañarme.

Meredith entornó los ojos.

– ¿Por qué? ¿Qué saca él con acompañarte?

– Eso es lo que quiero averiguar.

– ¿Vas a contarle lo que Wade le dijo al capellán del ejército? «Te veré el infierno, Simon.»

– Todavía no lo he decidido. Lo improvisaré sobre la marcha.

– Llámame mientras estés fuera -le ordenó Meredith-. Cada media hora.

Alex deslizó la pistola dentro del bolso.

– He visto la plastilina en las uñas de Hope.

Alex alzó y bajó rápidamente las cejas, como si con el gesto se encogiera de hombros.

– Yo misma le he metido los dedos en la bola para animarla, pero qué va. Podrías comprar más lápices rojos, ya que vas por comida.

Alex suspiró.

– ¿Qué le ha pasado a esa niña, Meredith?

– No lo sé. Alguien tendrá que ir a casa de Bailey a inspeccionar. Si la policía no lo hace, puede ser que Vartanian esté dispuesto.

– No lo creo. Dijo que no podía implicarse si no se lo pedía el sheriff, y de momento Frank Loomis no está resultando de mucha ayuda.

– Puede que la muerte de esa chica cambie las cosas.

Alex se encogió de hombros bajo la chaqueta de su traje.

– Puede. Pero yo no esperaría gran cosa.


Atlanta, lunes, 29 de enero, 18.15 horas.


Daniel seguía con el entrecejo fruncido al salir del ascensor y dirigirse a la sala de reuniones. Frank Loomis estaba demasiado ocupado para recibirlo y al final había tenido que marcharse.

Se sentó a la mesa junto a la que aguardaban Chase y Ed.

– Siento llegar tarde.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Chase.

– He tratado de avisarte por el camino, Chase, pero Leigh me ha dicho que estabas en una reunión. Te lo explicaré, lo prometo. -Sacó su cuaderno de anotaciones-. Antes vamos con la reunión. ¿Ed?

Con expresión triunfal, Ed alzó la bolsa de plástico que contenía una prueba. -Una llave.

Daniel aguzó la vista. Medía unos dos centímetros y medio, era plateada y presentaba una capa de barro alrededor del orificio.

– ¿Dónde la has encontrado?

– En el barro que recogimos junto al desagüe. Es nueva, aún se ven las imperfecciones del cerrajero. No creo siquiera que la hayan usado.

– ¿Hay huellas? -quiso saber Chase.

Ed soltó un resoplido.

– Ojalá. No hay ni una.

– Podría haberla perdido cualquiera antes de que dejaran allí el cadáver -observó Chase.

Ed no se inmutó.

– También podría haberla perdido él.

– ¿Qué hay de la manta? -preguntó Daniel-. ¿Sabéis de dónde procede?

– Todavía no. Es una manta de camping, la venden en tiendas de deportes. Es resistente al agua, mantuvo a la víctima bastante seca a pesar de la fuerte lluvia que cayó el sábado.

– ¿Y qué hay del crimen de hace trece años, el de la chica de Dutton? -preguntó Chase-. ¿También estaba envuelta en una manta de camping?

Daniel se frotó la frente.

– No lo sé. Todavía no he conseguido siquiera el expediente policial. Estoy topando contra un muro y no entiendo por qué. -Resultaba preocupante-. Tenemos una pista sobre la víctima, puede que incluso sepamos qué aspecto tenía. -Daniel le contó a Chase en lo que había estado trabajando junto con los vigilantes de Fun-N-Sun-. El vigilante me ha enviado esta fotografía, está un poco granulosa pero se ve bien el rostro. Tiene la altura y tipo apropiados.

– Impresionante -musitó Chase-. ¿Procede de la grabación de seguridad del parque?

– Sí. Me llamó la atención el eslogan de la sudadera. Los vigilantes de seguridad del parque me han telefoneado mientras venía hacia aquí. No han encontrado ningún pago hecho con tarjeta de crédito, así que creen que pagó la comida en efectivo. Van a comprobar las grabaciones de las cámaras de la puerta principal y también nos enviarán copias. Puede que pagara la entrada con tarjeta de crédito. Si mañana por la mañana no hemos conseguido saber quién es, enviaré la foto a los servicios informativos.

– Parece un buen plan -opinó Chase-. Así ¿has perdido el tiempo yendo a Dutton?

– No del todo.

Daniel colocó la tarjeta de la cámara de Jim Woolf sobre la mesa.

– El periodista recibió una llamada anónima en la que le dijeron adónde debía ir y cuándo.

– ¿No le crees? -preguntó Chase.

– No del todo. Me ha mentido sobre unas cuantas cosas y ha omitido otras. Woolf dice que recibió la llamada al mediodía, que llegó allí a la una y que los ciclistas pasaron a las dos.

– De Dutton a Arcadia solo se tarda media hora -observó Ed-. Tuvo tiempo de sobra.

– Normalmente solo se tarda media hora -convino Daniel-. Pero ayer por la mañana cortaron un tramo de ocho kilómetros de la carretera. Solo permitían el paso a los vecinos y para ello comprobaban su identidad y anotaban las matrículas. Woolf me contó que lo había acompañado su mujer, pero por el camino he llamado al sheriff Corchran y su coche no se encuentra entre los que pasaron por el control.

Chase asintió.

– O sea que o bien Woolf llegó antes de las nueve de la mañana o su mujer lo dejó a tres o cuatro kilómetros del escenario del crimen y llegó caminando. Aún pudo subir al árbol antes de las dos, pero para eso tuvo que ir corriendo todo el rato y debió de llegar con el tiempo justo.

– Jim no parece estar muy en forma. Joder, ni siquiera me lo imagino subiéndose al árbol. A eso hay que añadir que llamaron al 911 a las dos y tres minutos -dijo Daniel-. El ciclista que telefoneó ocupaba el puesto sesenta y tres, o sea que era de los últimos. Lo he comprobado con los comisarios de la carrera. El primer ciclista pasó a las dos menos cuarto.

Ed frunció el entrecejo.

– ¿Por qué iba a mentirte el periodista sobre un dato comprobable?

– Creo que no quiere admitir que llegó allí mucho antes y que le dio tiempo de contaminar el escenario. Y si me dijera lo que quiero saber, yo desaparecería. De camino también he llamado a Chloe Hathaway, de la fiscalía. Intentará conseguir una orden para rastrear las llamadas que Jim recibió tanto en el teléfono del Review como en el de su casa y en el móvil. Me apuesto cualquier cosa a que recibió una llamada el domingo temprano. -Daniel suspiró-. Cuando he terminado con Jim Woolf, he ido a la comisaría. Alex Fallon estaba a punto de entrar.

Chase arqueó las cejas.

– Qué interesante.

– Me ha dicho que trataba de que incluyeran a su hermanastra en el archivo de personas desaparecidas. Ha telefoneado varias veces durante el fin de semana pero le dijeron que era probable que la chica se hubiera largado por ahí. Ella está convencida de que la desaparición de su hermanastra y el crimen de Arcadia están relacionados, y yo tiendo a pensar lo mismo.

– Yo no tiendo a pensar lo contrario -repuso Chase-. ¿Y?

– Le he dicho que yo me encargaría de hablar con el sheriff. -Daniel quiso que se lo tragara la tierra cuando Chase arqueó aún más las cejas-. De todos modos iba a entrar, Chase. He pensado que podía hablar con Frank Loomis y averiguar si han obviado contarle algo a Alex, si hay algún motivo para que estén tan seguros de que Bailey se ha marchado de casa por voluntad propia.

– ¿Pero? -preguntó Chase.

– Pero la secretaria no paraba de decirme que me atendería en unos minutos. Al final me he marchado. O Frank no estaba o se ha negado a recibirme y la secretaria no ha querido decírmelo abiertamente. De cualquier forma me estaban dando largas, y no me gusta que me hagan eso.

– ¿Has solicitado el expediente policial del caso Tremaine? -preguntó Ed.

– Al final sí. Wanda, la secretaria de Frank, me ha dicho que estaba archivado y que le llevaría bastante tiempo encontrarlo. Ha dicho que me llamaría dentro de unos días.

– Hombre, el expediente es de hace trece años -observó Chase, pero Daniel sacudió la cabeza.

– Estamos hablando de Dutton, los expedientes no ocupan naves enteras. Todo cuanto Wanda tenía que hacer era bajar al sótano y encontrar la caja en la que está guardado. Se me ha quitado de encima.

– ¿Qué piensas hacer, Daniel? -quiso saber Chase.

– Cuando he hablado con Chloe sobre la orden para rastrear las llamadas de Jim Woolf le he pedido si había alguna forma rápida de conseguir ese expediente. Me ha dicho que si el miércoles no había recibido respuesta se encargaría del tema. Sé que a Frank Loomis no le gusta que nadie se entrometa en sus asuntos, pero no es propio de él darme largas de esta forma. Estoy empezando a preocuparme de verdad, a ver si el que ha desaparecido es él.

– ¿Y la hermanastra de Fallon? -preguntó Ed-. ¿La han incluido en el archivo?

– Sí, aunque Wanda me ha dicho que no van a dedicar recursos a buscarla. Dice que Bailey Crighton está fichada por posesión de drogas y consumo en vía pública. Ha estado varias veces en programas de rehabilitación. Es una drogadicta.

– Entonces es posible que se haya largado de casa -apuntó Chase en tono amable-. De momento, centrémonos en la víctima.

– Ya. -Daniel no pensaba mencionar que tenía previsto acompañar a Alex Fallon a Peachtree-Pine-. Según Felicity las contusiones junto a la boca fueron producidas tras la muerte, por lo que creo que se las hicieron expresamente para que las viéramos. Se han encontrado pruebas de agresión sexual pero nada de fluidos. Murió en algún momento comprendido entre las diez de la noche del jueves y las dos de la madrugada del viernes, y tenía bastante Rohipnol en el cuerpo para dar positivo en el análisis. En los viejos artículos sobre el asesinato de Alicia Tremaine pone que dio positivo de GHB, o sea que a las dos víctimas les administraron fármacos para violarlas.

Chase soltó un resoplido.

– Mierda. Lo copia en todo.

– Sí, ya lo sé. -Daniel miró el reloj. Alex llegaría de un momento a otro. No podía quitarse de encima la sensación de que la habían hecho viajar hasta allí por algún motivo. Por lo menos podía encargarse de protegerla mientras buscaba a Bailey en un antro como Peachtree-Pine-. Es todo cuanto tengo por el momento. Nos reuniremos mañana a la misma hora.


Atlanta, lunes, 29 de enero, 19.25 horas.


Alex no había llegado a aparcar frente al pequeño edificio de dos plantas en un tranquilo barrio de Atlanta cuando Daniel Vartanian se asomó a la ventanilla de su coche. Bajó el cristal y él se agachó para situarse a su altura.

– No tardaré -dijo-. Gracias por seguirme hasta mi casa. Puede dejar el coche aquí, así luego la vuelta no será tan larga.

Tenía los ojos de un azul intenso y la mirada centrada en el rostro de Alex, y esta se descubrió mirándolo demasiado de cerca. Tenía la nariz afilada y una boca de gesto firme; con todo, en conjunto sus marcados rasgos le conferían un aspecto atractivo. Recordó cómo la había tomado de la mano, y luego recordó que era probable que supiera más cosas de las que le había contado.

– Le agradezco que se haya ofrecido a acompañarme.

Una de las comisuras de los labios de él se arqueó y suavizó la dureza de sus facciones.

– Tengo que cambiarme de ropa y sacar al perro. Puede entrar o bien esperarme sentada fuera, pero está refrescando.

Era cierto. El sol se había ocultado y el ambiente era bastante frío. Aun así, pudo más la prudencia.

– No se preocupe, le esperaré aquí.

Él arqueó una de sus cejas rubias.

– Alex, si se fía de mí para que la acompañe a Peachtree-Pine, le garantizo que mi sala de estar es bastante más segura. De todos modos, haga lo que guste.

– Mirándolo así… -Cerró la ventanilla, cogió el bolso y cerró el coche. Cuando levantó la cabeza vio que Vartanian miraba el bolso con recelo.

– No quiero saber si ahí dentro hay algo peligroso porque, a menos que tenga permiso para llevar un arma oculta, estaría infringiendo la ley.

– No sería muy acertado por mi parte -respondió Alex con un parpadeo, y a él estuvo a punto de escapársele la risa.

– Claro que si quiere dejar el bolso en mi residencia privada… estoy de acuerdo.

– ¿En su casa no hay niños?

Él la tomó por el codo y la guió hacia la acera.

– Conmigo solo vive Riley, pero como no tiene pulgares, no hay peligro. -Abrió la puerta de entrada y desconectó la alarma-. Aquí está.

Alex se echó a reír al ver al basset de aspecto alicaído sentado, bostezando.

– ¡Qué monada!

– Sí, bueno, tiene momentos de todo. No le dé nada de comer.

Y, con esa extraña advertencia, Vartanian echó a correr escalera arriba y dejó a Alex sola en la sala de estar. Era una estancia bastante agradable, más confortable que la que había dejado en Cincinnati; claro que para eso no hacía falta gran cosa. El enorme televisor de pantalla plana ocupaba la posición central. En el comedor predominaba la mesa de billar, y en una esquina había un brillante mueble bar de caoba con sus taburetes y un cuadro de la serie Perros jugando al póquer colgado en la pared.

Alex se echó a reír de nuevo, y se asustó al notar que algo le rozaba la pantorrilla. No lo había oído acercarse; Riley se encontraba junto a ella y la miraba de forma conmovedora. Acababa de agacharse para rascarle las orejas cuando apareció Vartanian con un aspecto completamente distinto: vestía unos tejanos desteñidos y una sudadera de los Bravos de Atlanta. En la mano llevaba una correa.

– Le cae bien -dijo-. No cruza de un lado a otro de la habitación por cualquiera.

Alex se puso en pie cuando Vartanian se inclinó para insertar la correa en el collar del perro.

– Voy a comprarme un perro -anunció-. Está en la lista de cosas que tengo que hacer mañana.

– Eso me tranquiliza mucho más que pensar que su seguridad depende de una pistola.

Ella alzó la barbilla.

– No soy estúpida, agente Vartanian. Sé muy bien que un perro ladrador es más disuasivo que una pistola mal empuñada. Con todo, la protección nunca está de más.

Él sonrió. Luego se levantó y tiró de la correa para conducir a Riley hacia la puerta.

– En eso tiene razón, Alex. ¿Quiere venir con nosotros? Me parece que a Riley le apetece.

Riley se había tumbado boca abajo en el suelo, arrastraba las orejas y señalaba a Alex con la nariz. La miró con ojos soñolientos Alex no pudo evitar echarse a reír de nuevo.

– Menudo comediante. Claro que yo estaba pensando en un perro más activo. Un perro guardián.

– Lo crea o no, el tío se mueve cuando le da la gana.

Riley se deslizó entre los dos cuando Vartanian los guió hacia la puerta y por el camino de entrada a la casa.

– Ahora se mueve -convino Alex-. Aun así, no es precisamente un perro guardián.

– No, es cazador. Ha ganado varios premios. -Caminaron en agradable silencio durante un rato. Luego Vartanian le hizo una pregunta-: ¿Le gustan los perros a su sobrina?

– No lo sé. Tan solo hace dos días que la conozco y de momento no se ha mostrado muy… sociable. -Alex frunció el entrecejo-. No sé si le dan miedo los perros; ni siquiera sé si es alérgica a algo. No tengo su historial médico. Mierda, también tengo que añadir eso a la lista.

– Antes de comprarse un perro observe cómo reacciona con Riley. Si se asusta de este perro, cualquier otro la asustará aún más.

– Espero que le gusten los perros. Tengo ganas de lograr que se interese por algo. -Alex suspiró-. Maldita sea; quiero ver que hace algo más que pasarse el día pintando.

– ¿Pinta?

– Está obsesionada. -Antes de que se diera cuenta, Alex le había contado toda la historia y se encontraban de nuevo en la sala de estar-. Ojalá supiera al menos qué vio esa niña. Me horroriza pensarlo.

Riley se dejó caer en el suelo con un exagerado suspiro y los dos se agacharon a rascarle las orejas a la vez.

– No suena demasiado bien -opinó él-. ¿Qué va a hacer cuando su prima vuelva a casa mañana?

– No lo sé. -Alex miró los amables ojos de Daniel Vartanian y de nuevo sintió que estaban en contacto a pesar de que esta vez él no la tocó-. No tengo ni idea.

– Y eso le asusta -añadió él con suavidad.

Ella asintió con tirantez.

– Parece que últimamente hay muchas cosas que me asustan.

– Estoy seguro de que el psicólogo del departamento podrá recomendarle un especialista para la niña.

– Gracias -musitó ella, y al mirarlo notó que algo había cambiado en la relación; algo se había asentado. Y Alex respiró tranquila por primera vez en todo el día.

Vartanian tragó saliva. Luego se levantó y puso fin al mágico instante.

– Sigue llevando una chaqueta demasiado elegante para ir a donde vamos. -Daniel se dirigió al ropero y empezó a mover perchas con más fuerza de la que probablemente era necesaria. Al final sacó una cazadora de piel de cuando iba al instituto-. Entonces estaba más delgado. Puede que no la tape del todo.

La sostuvo en alto y Alex se despojó de su chaqueta para colocarse aquella. Olía igual que él, y ella sintió el impulso de husmear la manga con tanta delicadeza como Riley.

– Gracias.

Él asintió pero no dijo nada. Conectó la alarma y cuando hubieron salido cerró la puerta con llave. Al llegar al coche volvió a mirarla y ella contuvo la respiración. Su mirada era tan penetrante como de costumbre; no obstante, en ella se veía ahora algo más, un anhelo que debería asustarla pero que en lugar de eso la fascinaba.

– Ha sido muy amable conmigo, agente Vartanian, mucho más de lo que tiene obligación de ser. ¿Por qué?

– No lo sé -respondió él, en voz tan baja que ella se estremeció-. No tengo ni idea.

– Y… ¿eso le asusta? -preguntó ella, repitiendo intencionadamente sus palabras.

Una de las comisuras de los labios de él se curvó en una extraña mueca que ella empezaba a comprender.

– Digamos qué… piso un terreno poco conocido. -Le abrió la puerta del coche-. Vamos a Peachtree-Pine. Todavía hace bastante frío por las noches y muchos vagabundos de la ciudad se resguardan en los centros de acogida. Hacia las seis ya suelen estar llenos; a la hora que nosotros lleguemos habrán terminado de servir la cena. Así será más fácil buscar a Bailey.

Ella aguardó a que él se hubiera sentado ante el volante.

– Ojalá tuviera una foto reciente. Sé que en la peluquería donde trabaja hay una, la del título de esteticista. He estado tan ocupada que se me ha olvidado llamar, y ahora ya está cerrada.

Él se sacó un papel doblado del bolsillo de la camisa.

– He buscado su permiso de conducir antes de salir del despacho. No tiene mucho glamour pero al menos es reciente.

A Alex se le formó un nudo en la garganta. En la foto se veía a Bailey, con sus ojos claros, sonriente.

– Oh, Bailey.

Vartanian le lanzó una perpleja mirada de soslayo.

– No pensaba que se la viera tan mal.

– No, se la ve bien. Me siento al mismo tiempo tan aliviada y tan… triste. La última vez que la vi estaba muy fuera de sí. No he dejado de desear poder volver a verla tal como está ahí. -Alex frunció los labios-. Puede que ahora esté muerta.

Vartanian le oprimió ligeramente el hombro.

– No piense eso. Sea positiva.

Alex exhaló un hondo suspiro, notaba un hormigueo en el hombro debido al contacto con él. Eso era algo positivo en lo que podía pensar.

– De acuerdo. Lo intentaré.


Atlanta, lunes, 29 de enero, 19.30 horas.


Ahora estaba casada con un corrector de bolsa a quien había conocido en la universidad. Ella había estudiado en la universidad mientras él… «Mientras yo me pudría en la cárcel.» La lista negra se había hecho un poco más extensa durante su injusta condena. Ella ocupaba una de las primeras posiciones.

Oyó su taconeo en el suelo de hormigón al salir del ascensor y penetrar en el aparcamiento. Esa noche iba de punta en blanco. Llevaba un abrigo de visón y un perfume de los que probablemente treinta mililitros costaban cuatrocientos dólares. Las perlas que adornaban su cuello brillaban bajo la luz de la claraboya mientras se situaba ante el volante.

Aguardó con paciencia a que hubiera cerrado la puerta y el motor estuviera en marcha. Entonces, como una exhalación, le colocó el cuchillo en la garganta y le introdujo un pañuelo en la boca.

– Conduce -le ordenó en voz baja, y se echó a reír cuando ella, con los ojos como platos, lo obedeció. Le dijo adónde debía ir, dónde debía torcer, regocijándose al observar el terror en su mirada cada vez que la dirigía al retrovisor. No lo había reconocido y, aunque en la vida cotidiana eso le resultaba muy útil, quería que supiera con exactitud quién decidía sobre su vida. Y sobre su muerte.

– No me digas que no me conoces, Claudia. Piensa en la noche de tu fiesta de graduación. No hace tanto tiempo. -Su mirada se desbocó y él supo que había comprendido lo que le aguardaba. Se rió en silencio-. Ya sabes que no puedo dejarte con vida. De todos modos, si te sirve de consuelo, no lo habría hecho.


Lunes, 29 de enero, 19.45 horas.


Bailey pestañeó; se estaba despertando. Notaba el frío suelo contra la mejilla. Oyó los pasos en el vestíbulo. Se estaba acercando. «Otra vez no.»

Se cubrió con los brazos anticipando la luz. Y el dolor. Sin embargo la puerta no se abrió. En vez de eso, oyó abrirse otra puerta y el ruido sordo de un peso muerto cuando otra persona fue arrojada dentro de la celda contigua. Oyó un gemido de dolor. Parecía la voz de un hombre.

Entonces él habló desde el vestíbulo, la voz le temblaba de ira.

– Volveré dentro de unas horas. Piensa en lo que te he dicho. En lo que te he hecho. En lo mal que te sientes ahora. Y piensa en la forma correcta de contestar a mis preguntas la próxima vez.

Bailey apretó la mandíbula, temerosa de echarse a gritar, de atraer de algún modo su atención. Sin embargo, la puerta de la celda de al lado se cerró y todo quedó en silencio.

Esa vez se había librado. De momento no la golpearía ni la castigaría por negarse con insolencia a decirle lo que quería saber. La persona de la celda contigua volvió a gemir, su voz era muy lastimera. Al parecer otra presa había caído en sus redes.

Nadie iba a acudir en su busca. Nadie la echaba de menos. «Nunca volveré a ver a mi hija.» Las lágrimas le arrasaron los ojos y empezaron a rodarle por las mejillas. No le serviría de nada gritar. La única persona que podía oírla también estaba encerrada.


Atlanta, lunes, 29 de enero, 21.15 horas.


– ¿Bailey Crighton? -La mujer que se había presentado como la hermana Anne depositó una bandeja llena de platos sucios sobre la encimera de la cocina-. ¿Qué quiere de ella?

Frente a ella se encontraba Alex Fallon, aferrando la fotografía del permiso de conducir de Bailey que ya había mostrado en otros cuatro centros de acogida.

– La estoy buscando. ¿La ha visto?

– Depende. ¿Es usted policía?

Alex sacudió la cabeza.

– No -respondió, y Daniel reparó en que había obviado referirse a él.

Ver a Alex Fallon en acción resultaba una experiencia de lo más instructiva. No había mentido en ninguno de los lugares donde habían estado; sin embargo, tendía a decir solo lo estrictamente necesario y dejaba que la gente creyera lo que quisiera. No obstante, ahora se sentía cansada y desanimada, y Daniel percibió un temblor en su voz que le hizo desear que las cosas fueran mejor. Quería arreglarlo de algún modo.

– Soy enfermera. Bailey es mi hermanastra y ha desaparecido. ¿La ha visto?

La hermana Anne dirigió una recelosa mirada a Daniel.

– Por favor -articuló él en silencio, y la mirada de la hermana se suavizó.

– Viene todos los domingos. Ayer faltó por primera vez en años enteros. Estaba preocupada.

Era la primera vez que alguien afirmaba haber visto a Bailey, aunque Daniel creía que varias personas la habían visto y tenían demasiado miedo para admitirlo.

– ¿Viene aquí los domingos? -se extrañó Alex-. ¿Por qué?

La hermana Anne sonrió.

– Hace las mejores tortitas de toda la ciudad.

– Suele hacer tortitas con forma de cara sonriente para los niños -terció una mujer al entrar con otra bandeja llena de platos sucios-. ¿Qué le pasa a Bailey?

– Ha desaparecido -explicó la hermana Anne.

– Así, ¿trabaja aquí como voluntaria? -preguntó Daniel, y la hermana Anne meneó la cabeza.

– Lleva haciéndolo cinco años, desde que dejó las drogas. ¿Cuántos días hace que desapareció?

– Desde el jueves por la noche. -Alex irguió la espalda-. ¿Conocen a Hope?

– Claro. Esa muñeca habla de maravilla, me encanta escucharla. -De repente, frunció el entrecejo y los miró con los ojos entornados-. ¿Hope también ha desaparecido?

– No. Vive conmigo y con mi prima -se apresuró a aclarar Alex-. Pero no está bien. No ha pronunciado una sola palabra desde el sábado, que fue cuando yo llegué.

La hermana Anne la miró, perpleja.

– Es rarísimo. Explíqueme qué ha ocurrido.

Alex lo hizo y la hermana Anne empezó a sacudir la cabeza.

– Es imposible que Bailey haya abandonado a la niña. Hope era toda su vida. -Suspiró-. Hope le salvó la vida.

– Así, ¿Bailey empezó a acudir aquí con regularidad cuando dejó las drogas? -quiso saber Daniel.

– Sí. Aquí y al centro de metadona que hay más arriba, en esta misma calle. Claro que eso ya ha pasado a la historia. Llevo treinta años viendo a drogadictos que van y vienen. Sé reconocer quién es capaz de dejarlo y quién no, y Bailey era capaz. Venir aquí todas las semanas era su forma de conservar la sensatez, de hacerle recordar quién era para no volver a caer. Estaba forjando un porvenir para ella y para su hija. Por nada del mundo habría abandonado a Hope. -Se mordió el labio, indecisa-. ¿Ha hablado con el padre?

– ¿Con el padre de Hope? -preguntó Alex, vacilante.

– No. -La hermana Anne miró a Alex con perspicacia-. Con el de Bailey.

Alex se puso tensa y Daniel notó que el desánimo que sentía se había convertido en miedo.

– ¿Alex? -musitó tras ella-. ¿Se encuentra bien?

Ella hizo un brusco gesto de asentimiento.

– No, no he hablado con su padre. -Su tono era frío, cauteloso, y Daniel ya sabía que eso significaba que tenía miedo-. ¿Sabe dónde está?

La hermana Anne exhaló un profundo suspiro.

– Por ahí, en alguna parte. Bailey no tira la toalla y sigue esperando que cambie y regrese a casa. Sé que pasa horas y horas buscándolo por todos los rincones de la ciudad. -Dirigió a Alex una mirada de soslayo-. Aún vive en la antigua casa de Dutton, aguardando a que regrese.

Alex se puso aún más tensa; se sentía más asustada. Daniel dio rienda suelta a las ganas de tocarla que había estado reprimiendo desde que la mirara a los ojos en la sala de estar de su casa. Necesitaba volver a conectar con ella, hacerle saber que estaba allí, que no estaba sola y que no tenía nada que temer. Posó las manos en sus hombros y la atrajo hacia sí con suavidad hasta que ella se apoyó en él.

– Odio esa casa -susurró.

– Ya lo sé -susurró él a su vez. Y de verdad lo sabía. Sabía a lo que se refería al decir «esa casa» y lo que allí había ocurrido. Daniel había leído los artículos que Luke había impreso y sabía lo de la madre de Alex; que había puesto fin a su vida disparándose en la cabeza con un 38, que Alex había encontrado su cadáver. Todo el mismo día en que descubrieron el cuerpo de Alicia.

La hermana Anne escrutaba a Alex.

– Bailey también la odia, querida. Pero sigue esperando que su padre regrese.

Alex se había echado a temblar y Daniel la aferró con más fuerza.

– ¿Ha regresado alguna vez?

– No. Por lo menos a mí no me lo ha dicho.

Alex irguió los hombros y se apartó lo suficiente para dejar de apoyarse en él.

– Gracias, hermana. Si tiene noticias, ¿me avisará? -Rasgó una esquina de la hoja en la que aparecía impresa la fotografía de Bailey y anotó en ella su nombre y su número de móvil-. Ah, y ¿puede hablar con Hope? Nosotras no hemos sido capaces de hacerla reaccionar.

La sonrisa de la hermana Anne denotaba compasión y tristeza.

– No deseo hacer otra cosa. Claro que yo ya no conduzco, me resultará difícil llegar a Dutton.

– La traeremos aquí -se ofreció Daniel, y Alex se volvió a mirarlo con una sorprendida expresión de gratitud-. Si no era recomendable que usted viniera sola, menos lo es que venga sola con Hope.

– Bailey venía sola con Hope -protestó ella.

– Bailey conocía bien la zona, usted no. ¿Cuándo le iría bien, hermana?

– Cuando quieran. Yo estoy siempre aquí.

– Entonces vendremos mañana por la noche. -Daniel oprimió ligeramente los hombros de Alex-. Vamos.

Se dirigieron a la puerta, donde una joven los detuvo. No debía de tener más de veinte años pero sus ojos, como los de todas las demás mujeres del lugar, aparentaban mucha más edad.

– Disculpe -dijo-. Le han oído decir en la cocina que es usted enfermera.

Daniel observó en ella un cambio. Dejó de lado el miedo y al instante se centró en la mujer que tenía enfrente. Asintió mientras la examinaba con la mirada.

– Sí. ¿Se encuentra mal?

– Yo no, mi hija pequeña. -La mujer señaló una cuna entre una miríada de ellas, en la que había una niña ovillada-. Tiene una especie de erupción en el pie y le duele mucho. Me he pasado todo el día en el hospital pero hay que estar aquí antes de las seis, si no las camas se llenan.

Alex posó una mano en su espalda.

– Voy a echarle un vistazo. -Daniel la siguió, sentía curiosidad por verla en acción-. ¿Cómo se llama usted? -preguntó a la madre.

– Sarah. Sarah Jenkins. Esta es Tamara.

Alex sonrió a la niña, que aparentaba unos cuatro o cinco años.

– Hola, Tamara. ¿Me dejas ver el pie? -Actuó con eficacia y dulzura al examinar a la niña-. No es importante -diagnosticó, y la madre se quedó tranquila-. Es un exantema. De todos modos, parece originado por un corte. ¿Le han puesto la antitetánica hace poco?

Tamara la miró con horror.

– ¿Tienen que ponerme una inyección?

Alex pestañeó.

– Eres muy lista, Tamara. ¿Qué dice mamá? ¿Se la han puesto hace poco?

Sarah asintió.

– Justo antes de Navidad.

– Entonces no hace falta -dijo a Tamara, que pareció aliviada. Alex miró a la hermana Anne-. ¿Tienen alguna pomada?

– Solo Neosporín.

– Tiene el pie bastante inflamado, el Neosporín no le hará gran cosa. Cuando vuelva traeré algo más fuerte; mientras, lávenle la herida con regularidad y manténganla tapada. ¿Tienen gasas?

La monja asintió.

– Unas pocas.

– Úselas, le traeré más. Y nada de rascarte, Tamara.

Tamara se mordió el labio con un mohín.

– Me pica.

– Ya lo sé -respondió Alex con amabilidad-. Es cuestión de que te convenzas de que no te pica.

– ¿Tengo que mentir? -preguntó Tamara, y Alex puso mala cara.

– Bueno… Más bien es un truco. ¿Has visto alguna vez a un mago meter a alguien en un armario y hacerlo desaparecer?

Tamara asintió.

– En los dibujos.

– Pues eso mismo es lo que tienes que hacer tú. Tienes que imaginarte que metes todo el picor en un armario y… cieeerras la pueeerta. -Imitó el gesto con las manos-. Así quedará atrapado dentro y ya no lo tendrás tú. Una chica lo bastante lista para pronunciar «inyección» tiene que ser capaz de encerrar el picor en un armario.

– Lo intentaré.

– Puede que tengas que intentarlo varias veces. Al picor no le gusta nada que lo encierren en un armario. Tendrás que concentrarte. -Daba la impresión de hablar por propia experiencia-. Y no te frotes los ojos con los dedos. Eso también es importante.

– Gracias -dijo la madre cuando Alex se puso en pie.

– No tiene importancia. Es una niña muy lista.

Sin embargo, Alex había conseguido tranquilizar a la madre y a Daniel le pareció que eso sí era importante. Además, al ayudar a la mujer había apartado de sí el miedo.

– Hasta mañana, hermana.

La hermana Anne asintió.

– Aquí estaré. Yo siempre estoy aquí.


Dutton, lunes, 29 de enero, 22.00 horas.


Los caballitos se veían preciosos bajo la luz de la luna. De niño le gustaba mucho ir a ese parque. Claro que ya no era ningún niño, y sentado en aquel banco sintió que la idea de inocencia asociada al parque se burlaba de él, de la errada dirección que había tomado su vida.

El banco se tambaleó un instante y volvió a recuperar la estabilidad bajo el peso de la otra persona que se había sentado en él.

– Tú eres tonto -musitó, con los ojos fijos en el tiovivo-. Una cosa es que esta mañana me hayas llamado por teléfono, pero lo de presentarte aquí… Si alguien nos ve…

– Mierda. -El susurro denotaba miedo-. Me han mandado una llave.

Él dio un respingo.

– ¿Una llave de verdad?

– No, es un dibujo. Pero da la impresión de encajar.

Era cierto. Posó la vista en el dibujo. Encajaba a la perfección.

– Así que alguien lo sabe.

– Estamos acabados. -Esta vez fue un susurro estridente-. Iremos a la cárcel. Yo no puedo ir a la cárcel.

Ni él ni los demás. «Antes la muerte.» No obstante, infundió a sus palabras un tono seguro y tranquilizador.

– Nadie va a ir a la cárcel. Todo saldrá bien. Es probable que solo quieran dinero.

– Tenemos que decírselo a los demás, necesitamos un plan.

– No, no vamos a decir nada a nadie. No levantes la cabeza ni abras la boca, saldremos de esta. -Hablar no era bueno. Uno de ellos había hablado y él lo había obligado a callar; para siempre. Podía volver a hacerlo, y lo haría-. De momento que no cunda el pánico. Y mantente alejado de mí. Si te cagas, nos matarán a todos.


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