Capítulo 18

Dutton, miércoles, 31 de enero, 22.00 horas.


Era surrealista, pensó Alex. Ahora que todo había terminado y lo sabía…

Claro que en cierto grado siempre lo había sabido.

Miró a Daniel, que conducía de regreso de casa de Bailey hacia Main Street con los nudillos de ambas manos blancos de la fuerza con que aferraba el volante. Había estado dirigiendo a Alex lo que probablemente creía que eran miradas furtivas desde que la sentó en el coche y le abrochó el cinturón con tal delicadeza que hizo que a ella le entraran ganas de llorar.

Él lo había hecho. Había llorado. Lo había notado en sus ojos en el mismo instante en que saliera de la casa junto con Mary McCrady y se arrojara directa en sus brazos. La había abrazado tan fuerte… Y ella se había dejado abrazar porque necesitaba estar con él. Meredith también había llorado mientras esperaba para estrechar a Alex en sus brazos. Le había pedido que la perdonara, pero no había nada que perdonar.

Así eran las cosas. Así habían sido siempre, solo que ella no quería recordarlas.

Ahora lo recordaba todo, segundo a segundo, hasta que Crighton la agarró por el cuello y el mundo había quedado sumido en la negrura. Lo siguiente que recordaba era que estaba en el hospital con el estómago a punto de reventar de los tranquilizantes que la policía decía que se había tomado.

Sin embargo ella no recordaba haberlo hecho. En aquel momento ni se planteó que las cosas pudieran haber sucedido de otra manera, pero ahora…

«¿Cómo podría no hacerlo?»

Era posible que nunca llegara a saber la verdad al respecto. Lo único que sabía era que su madre no se había quitado la vida, y también que en esos momentos tenía en sus manos el arma que podría haberla salvado.

Esa era la imagen que más la angustiaba.

– Se quedó quieta -musitó-. Tenía el arma en la mano y se quedó quieta hasta que fue demasiado tarde. Si ella hubiera disparado primero, ahora estaría viva.

A Daniel le costó tragar saliva.

– A veces la gente es incapaz de reaccionar. Resulta muy difícil saber qué habrías hecho tú en la misma situación, pero también resulta extremadamente difícil no culpar a los demás por los mismos actos.

– Me siento un poco… distante, ¿sabes?

– Mary nos ha avisado de que te pasaría.

Ella lo observó de perfil. Se le veía rendido.

– ¿Estás bien?

Él ahogó una risita.

– ¿Me lo preguntas a mí?

– Sí, te lo pregunto a ti.

– Yo… No lo sé, Alex. Estoy enfadado y… triste. Me siento muy impotente. Querría hacer desaparecer todo eso de tu vida, pero no puedo.

Ella posó una mano en su brazo.

– No, no puedes. Pero es muy amable de tu parte desearlo.

– Muy amable. -Exhaló un suspiro-. No me encuentro precisamente en condiciones de ser amable.

Ella le apartó la mano del volante y se la llevó a la mejilla. Le resultaba muy agradable; era firme, cálida y protectora.

– Al principio tenía mucho miedo. No se me ocurría ningún lugar donde me sintiera segura para transportarme allí. He pensado: «¿Qué pasa si después de tantas molestias Mary no consigue hipnotizarme?».

– Ya lo sé. Me preguntaba adónde te habrías transportado por fin. Esperaba que fuera algún lugar agradable.

Ella se frotó la mejilla con su mano.

– Ha habido un momento esta mañana, después de que… ya sabes… de que termináramos. Te he visto allí, encima de mí, mirándome y he pensado que era el momento más maravilloso de toda mi vida. Ahí es a donde me he transportado.

Él estrechó sus dedos entre los suyos.

– Gracias.

Ella le besó el dorso de la mano.

– De nada.

Llegaron a la casa y pasaron junto al coche de incógnito del GBI aparcado en la calle. Meredith había salido de casa de Bailey acompañada por los dos agentes que iban a llevarlas a Hope y a ella a la casa de incógnito después de que recogieran el equipaje. Uno de los agentes viajaba en el asiento de atrás y vigilaba a Hope mientras dormía.

Daniel rodeó el coche para abrir la puerta a Alex. Luego la ayudó a salir y le dio un abrazo tan grande y tan fuerte que Alex habría querido quedarse allí con él para siempre. Deslizó los brazos por debajo de su abrigo, le rodeó la cintura y se quedó quieta. Oyó su corazón aporrearle el pecho y comprendió que su relación había afectado a aquel hombre hasta un punto que le resultaba nuevo por completo. «Un terreno poco conocido» era tal como él lo había llamado… ¿Era posible que tan solo hiciera dos días?

Alex tuvo la impresión de haber vivido una vida entera en esos dos días.

Daniel le apartó el pelo de la cara y le acarició la mejilla con los labios de tal modo que la hizo estremecerse. Luego le susurró al oído, con voz grave y ardiente:

– Lo de esta mañana, Alex, no se llama «ya sabes». Se llama «hacer el amor». Y no hemos terminado ni por asomo. -Le alzó la barbilla y le estampó un beso rápido y enérgico en la boca-. Si te parece bien.

Esa era la luz al final del túnel. Tenían la oportunidad de sacar algo bueno de tanta oscuridad.

– Sí.

– Entonces vamos dentro. -Se apartó de ella con una mueca-. No me he acordado de Riley en todo el día. Nunca lo había dejado tanto tiempo solo, igual ha provocado algún percance en tu casa.

Ella le sonrió.

– No te preocupes. He contratado un seguro.

Él la rodeó con el brazo con gesto posesivo y juntos avanzaron hasta el porche de la entrada. Entonces, como si ambos fueran uno solo, aminoraron la marcha. Meredith se encontraba en medio de la sala de estar con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando alrededor con una cansina expresión de impotencia. Todo estaba hecho un desastre: los cajones, volcados; los lápices de colores, desparramados por el suelo, y el sofá en el que habían hecho el amor, rasgado y con trozos de guata por todas partes.

– No creo que el seguro cubra tantas cosas -musitó Alex.

Meredith levantó la cabeza y los miró con los ojos entornados.

– Alguien ha estado buscando algo.

Daniel se irguió de golpe.

– ¿Dónde está Riley? ¡Riley! -Corrió al dormitorio de Hope y Alex lo siguió. El otro agente se encontraba allí, observando un desastre similar-. ¿Dónde está mi…?

El agente señaló el suelo. De debajo de la cama sobresalía una cola que oscilaba como un metrónomo de movimiento lento. Daniel exhaló un suspiro de alivio mientras tiraba de él con suavidad para hacerlo salir. Riley lo miró con sus ojos tristones y Daniel le rodeó la cabeza con las manos y le rascó detrás de las orejas.

– ¿Qué te ha pasado, chico?

– He encontrado un bol en el suelo del baño, por debajo de la ventana -explicó el agente-. La ventana estaba abierta y en el bol todavía había un poco de comida de lata.

– Yo le he dejado un bol con comida desecada en la cocina; la de lata le sienta mal. Además, es imposible que Riley haya abierto una lata él solo. -Daniel apretó la mandíbula-. Lo han drogado.

Alex observó los ojos de Riley.

– Parece mareado. Si hubiera entrado un intruso, ¿le habría ladrado?

– Tan fuerte que despertaría a un muerto -respondió Daniel-. Tenemos que hacer que analicen la comida del bol del lavabo.

– Bueno, está todo un poco revuelto -advirtió el agente-. No parece que haya podido aprovechar mucha comida.

Alex miró a Daniel a los ojos.

– Puede que eso le haya salvado la vida.

Daniel frunció el entrecejo.

– ¿Qué deben de andar buscando?

Alex se puso de pie y contempló la habitación revuelta con un suspiro.

– No tengo ni idea.

– En mi dormitorio han hecho lo mismo -anunció Meredith-. Gracias a Dios que llevaba el portátil encima. ¿Dónde está el tuyo?

– En el armario. Daniel, ¿puedes abrirlo?

Él ya se había sacado un par de guantes del bolsillo y había abierto la puerta del armario con una mano. Estaba vacío.

– ¿Qué tenías en el ordenador, Alex?

– Nada importante. Como mucho, viejas declaraciones de renta, o sea que podrían saber mi razón social y mi dirección.

– Mañana podemos informar a las oficinas de crédito -propuso Daniel.

Meredith se aclaró la garganta.

– Alex, ¿dónde está tu juguetito?

Alex miró a Daniel.

– ¿Sigue la pistola guardada en tu maletero?

Él asintió con decisión.

– Sí. Pero seguro que ellos también iban armados, por si acaso.

Alex dirigió a Meredith una mirada llena de consternación.

– Si hubiéramos estado aquí…

Meredith asintió con vacilación.

– Pero no estábamos aquí, y Hope está a salvo. Puede que tenga que llevar la misma ropa unos cuantos días, pero está a salvo.

– Podemos comprar lo que haga falta de camino a la casa -dijo el agente-. Todo lo que hay aquí tendrá que permanecer tal cual hasta que examinemos el escenario. ¿Quieres llamar tú a la científica, Vartanian, o lo hago yo?

Daniel se frotó la cabeza y en sus ojos Alex observó el dolor de cabeza incipiente.

– Si puedes hacerlo tú, te lo agradeceré, Shannon. Tengo que llevar a Riley al veterinario. Cerca de mi casa hay una clínica que abre toda la noche.

– Ya llamo yo -confirmó Shannon-. ¿Necesitas ayuda para meter al chucho en el coche?

– No. -Daniel tomó a Riley en brazos y dejó que reposara la cabeza en su hombro como un bebé-. Le pesa mucho el trasero pero puedo con él. Llámame cuando lleguéis a la casa, Meredith.

– Lo haré. -Meredith atrajo a Alex hacia sí y la abrazó con fuerza-. ¿Cuándo volveré a verte?

– Mañana por la mañana. Llevarás a Hope a la sesión de hipnosis, ¿verdad?

Meredith asintió con gesto trémulo.

– Espero ser capaz de resistirlo otra vez.

– Sí que lo serás. Gracias por acompañarme esta noche.

Meredith titubeó.

– Alex…

– Chis. Calla. Tú no lo sabías. Déjalo estar.

– Llámame cuando llegues a casa de Vartanian. Supongo que pasarás allí la noche, ¿no?

– Sí. Allí estaré.


Athens, Georgia, miércoles, 31 de enero, 23.35 horas.


Mack dio un respingo. El sonido de su móvil lo sobresaltó. Con cuidado de no poner en evidencia su escondite, miró la pantalla y frunció el entrecejo. Era un mensaje de texto de Woolf. Se preguntaba si el hombre lo habría seguido hasta allí. Pero había tenido cuidado de que nadie lo siguiera. Además, Woolf debía de estar ocupado en esos momentos.

Leyó el mensaje de texto. «Gracias por el soplo. Estoy en el escenario. ¿Quién es? Demasiada sangre para verle la cara. Necesito la identidad para la edición de las doce.»

Él vaciló, luego se encogió de hombros. Hasta el momento los Woolf habían dado por sentado que el soplón era una persona distinta del asesino. Sabía por experiencia que la gente era capaz de convencerse de todo tipo de cosas para sentirse mejor, y los Woolf no eran ninguna excepción. «Romney, Sean», respondió, y dejó el teléfono.

Era posible que los Woolf no salieran disparados la próxima vez que recibieran su aviso. De todos modos, casi había terminado con ellos. Oyó pasos. Luego una voz masculina. Y una risa femenina.

– Tendrías que dejar que te acompañara a casa -dijo el hombre.

– Estoy bien. Te veré en clase, ¿de acuerdo?

Se oyó un beso y luego un gemido masculino.

– Tengo ganas de estar contigo. Ya hace tres días…

Ella soltó una risita frívola.

– Mañana tengo que entregar un trabajo, así que esta noche nada de nada, hombretón.

Mack no había previsto que la chica acudiera acompañada, lo cual denotaba una gran estupidez por su parte. Retiró el seguro del Colt, dispuesto a hacer lo necesario para salir airoso. Pero el hombre solo gimió una vez más y, después de otro beso, se marchó.

Lisa entró en el coche, tarareando. Orientó el retrovisor y puso el coche en marcha. La dejó recorrer unas cuantas manzanas antes de asaltarla por detrás como un ladrón en la noche. Le embutió el pañuelo en la boca y le puso el cuchillo contra la garganta. «Me estoy volviendo todo un experto.»

– Conduce -le ordenó. Había llegado la hora de pasarlo bien.


Atlanta, miércoles, 31 de enero, 23.55 horas.


– ¿Por qué estamos aquí? -preguntó Alex-. Pensaba que íbamos a ir a tu casa.

«Aquí» era el establecimiento de tiro al blanco que regentaba Leo Papadopoulos.

– El negocio lo lleva el hermano de Luke y hace descuento a todos sus buenos compañeros de trabajo.

– Qué amable -dijo ella-. Pero ¿para qué hemos venido?

– Porque… Mierda, Alex, Sheila Cunningham tenía una pistola en la mano cuando murió. -Y él no podía apartar aquella imagen de su mente-. No llegó a dispararla.

– Igual que mi madre -musitó ella-. ¿Es cosa de mujeres?

– No, a los hombres también les pasa. Es cuestión de práctica. Cuando uno se asusta pierde la capacidad de reacción. Es necesario tener interiorizados todos esos comportamientos, esos hábitos. A ti en urgencias también te pasa. Cuando alguien sufre una crisis, seguro que haces muchas cosas de forma automática, ¿verdad?

– Algunas, sí. Así, ¿vas a enseñarme a disparar, Daniel?

– En un día es imposible. Pero podemos venir a diario hasta que hayas adquirido reflejos o bien todo esto haya terminado y ya no necesites aprender.

– ¿Siempre tienen abierto toda la noche?

– No. Leo ha abierto expresamente para nosotros; le debe un favor a Luke. He llamado a Luke para preguntarle si podíamos venir mientras esperaba para que el veterinario visitara a Riley.

El hecho de que el veterinario creyera que su perro había sido envenenado era una cosa más de las que lo hacían hervir por dentro. A él también le vendría bien practicar un poco.

– Venga, vamos. -Rodeó el coche y la ayudó a bajar. Luego sacó su bolso del maletero-. Sigues sin tener permiso para andar con esto por ahí, ya lo sabes.

Ella asintió.

– Ya lo sé.

– Pero no has dicho que te portarás bien.

Ella sonrió, aunque el gesto no llegó a alegrarle la mirada.

– Ya lo sé.

Él sacudió la cabeza y abrió la puerta del establecimiento.

– Entra.

Leo Papadopoulos se apostaba tras la barra.

– ¡Danny! ¿Y quién es ella?

Leo era unos años más joven que Luke y tenía el mismo éxito que él con las mujeres.

– Alex. Aparta las manos, Leo. -Pretendía decirlo en tono de broma, pero sonó amenazador.

Leo se limitó a sonreír.

– Joder, ya lo sabía. Mi madre me lo ha contado todo sobre Alex.

Alex se lo quedó mirando.

– ¿Y qué sabe tu madre? No me conoce.

– Ah, ya te conocerá, por eso no te preocupes. -Leo le lanzó una mirada deslumbrante-. Ya lo creo que te conocerá. Podéis pasar dentro, Luke ya ha llegado. -La sonrisa de Leo se desvaneció-. Me parece que ha tenido un mal día.

– Sí, últimamente es lo normal -musitó Daniel-. Gracias, Leo. Te debo una.

Vieron a Luke en uno de los puestos de la zona de tiro. Se cubría los ojos y tenía el rostro crispado en una mueca feroz. Alex frunció el entrecejo.

– ¿Qué le pasa?

– Luke se dedica a investigar delitos sexuales en internet. Últimamente forma parte del equipo operativo para la protección de menores. Lleva dos meses investigando a fondo un caso, y no pinta bien.

– Vaya. -Suspiró-. Lo siento.

– El trabajo es el trabajo -dijo Daniel encogiéndose de hombros-. El tuyo, el mío… Tenemos que seguir adelante, y Luke también lo hará. Ponte esto. -Le tendió las gafas y las orejeras. Luego abrió el bolso y examinó la pistola. Era un H &K de nueve milímetros, lo bastante pequeño para que ella pudiera sostenerlo con comodidad-. Es una buena arma. ¿Sabes cargarla? -Cuando ella asintió, él rectificó-. ¿Sabes cargarla rápido?

Ella alzó la barbilla.

– Todavía no.

– Nos ocuparemos de eso después. De momento, dispara. -Le tendió la pistola y retrocedió para observarla. Ella se situó en el puesto contiguo al de Luke, apuntó y disparó de modo sistemático. Y no dio en el blanco ni una vez. Él se sintió preocupado; era lógico. Preocupado… y sin lugar a dudas excitado. Menudo espectáculo ofrecía toda una belleza empuñando una buena pistola, sobre todo si la chica en cuestión acababa de afirmar que hacer el amor con uno era lo mejor que le había pasado en la vida. Sobre todo, si uno pensaba lo mismo. Frunció el entrecejo, más preocupado que excitado al comprobar que su puntería era pésima.

Luke se detuvo a observarla.

– No cierres los ojos -le aconsejó.

Ella bajó la pistola y pestañeó.

– ¿He cerrado los ojos? Bueno, es que da un poco de miedo. -Exhaló un suspiro y se dispuso a volver a intentarlo.

Luke se acercó a Daniel con expresión claramente interrogativa.

– ¿Cómo está? -preguntó en voz baja para que Alex no lo oyera. La pregunta hizo que Daniel se sintiera molesto. No es que se hubiera molestado con Luke por preguntárselo; se sentía molesto y punto.

– Teniendo en cuenta que en los últimos días ha descubierto que su hermana fue violada por una cuadrilla entera y que a su madre la asesinaron, no está mal del todo.

Luke abrió los ojos como platos y Daniel lo puso al corriente de lo sucedido.

– Mierda. ¿Cómo está Riley?

– El veterinario dice que se pondrá bien. -Observó los ojos de Luke-. ¿Qué ha ocurrido?

El semblante de Luke se suavizó hasta que, con esmero, consiguió tornarlo inexpresivo.

– Hoy se ha venido todo abajo. Habíamos conseguido averiguar el paradero de tres de los niños a quienes hemos seguido a través de la página porno. -Fijó los ojos en Alex, que había conseguido dar dos veces en el blanco-. No hemos llegado a tiempo.

– Lo siento, Luke.

Luke volvió a asentir.

– Eran dos niñas y un niño -dijo con voz serena pero desprovista por completo de emoción-. Eran hermanos. Tenían quince, trece y diez años respectivamente. A los tres les han pegado un tiro en la cabeza.

Daniel tragó saliva, se imaginaba la escena a la perfección.

– Dios mío.

– Los asesinos nos llevan como mínimo un día de ventaja. Hemos clausurado la página pero seguro que abren otra. -Tenía la mirada perdida y Daniel no quería imaginar siquiera lo que debía de estar visualizando-. Necesito tomarme un respiro. Chase me ha dicho que tienes una lista larguísima de nombres entre los que se encuentran los miembros de la banda.

– Tú nos ayudarás. -Dio una palmada en el hombro a Luke-. ¿Necesitas algo?

Luke frunció los labios.

– La llave del infierno. No hay ningún otro sitio lo bastante horrible adónde mandar a esos tíos. -Un músculo de la mandíbula le tembló-. Veo demasiados rostros en mis sueños.

La furia que hervía dentro de Daniel se agitó con más fuerza.

– Ya lo sé.

Luke se volvió; las lágrimas le perlaban los ojos.

– Tengo que irme. Leo dice que podéis quedaros todo el tiempo que queráis. ¿A qué hora te encuentras con el equipo mañana por la mañana?

– A las ocho -respondió Daniel-. En la sala de reuniones.

– Entonces hasta mañana.

Luke guardó la pistola y las balas, y se marchó.

Alex bajó su pistola y se retiró las orejeras.

– No está bien, ¿verdad?

– No. Pero, igual que tú, lo estará. Vuelve a ponerte eso. -Se situó detrás de ella y le colocó bien los brazos-. Apunta así. -Le mostró cómo hacerlo rodeándola con fuerza-. Ahora aprieta el gatillo y mantén los ojos abiertos.

Ella le obedeció y asintió con decisión cuando la bala atravesó el pecho de la figura de papel.

– Apunta al pecho -dijo ella-. Cuanto mayor es el área, mayor es el margen de error. Recuerdo que una vez un policía me dijo eso cuando trajo a urgencias a una mujer a quien habían apuñalado. Su marido le había clavado un cuchillo. Ella tenía una pistola, pero apuntó a la cabeza y falló.

– ¿Qué le pasó?

– Murió -dijo ella en tono cansino-. Muéstramelo otra vez.

Él lo hizo y le sujetó los brazos en su sitio con firmeza. Ella estaba completamente concentrada en el objetivo de papel mientras vaciaba el cargador en su pecho. Pero con cada disparo su cuerpo presionaba el de él y la concentración de Daniel se estaba yendo al traste. Se acordó de Sheila Cunningham, muerta en aquel rincón. «Concéntrate, Vartanian.»

– Carga -gritó entre dientes, y retrocedió un paso cuando ella se dispuso a obedecer su orden. Tenía las manos ágiles y realizó la acción con más rapidez de la que él esperaba-. Muy bien.

Ella levantó la pistola, pero como él no le sujetaba los brazos fue perdiendo puntería y al tercer disparo había vuelto a apartarse del objetivo.

– Vuelves a cerrar los ojos. Mantenlos abiertos, Alex.

De nuevo, él le rodeó los brazos con los suyos y corrigió la trayectoria. Se resignó a sufrir la tortura que suponía que el cuerpo de ella rozara el suyo cada vez que se afianzaba en él hasta que hubo vaciado otra vez el cargador. Cuando se hizo el silencio, exhaló el aire que había estado conteniendo.

– Carga, joder.

Ella se volvió a mirarlo por encima del hombro con los ojos de color whisky muy abiertos, sorprendida ante la dureza de la orden. Entonces su mirada se oscureció, revelando comprensión pero también una necesidad. Se volvió y cargó el arma con el pulso tan firme como antes. Él sabía que esa firmeza se debía a los años de trabajo en situaciones de estrés. Sintió ganas de observarla en acción en su propio terreno, y se estremeció al darse cuenta de que eso era imposible. Porque cuando todo eso terminara ella regresaría. Regresaría a Ohio. Retomaría el trabajo al que no estuvo dispuesta a renunciar y volvería a encontrarse con el «buen hombre» a quien veía todos los putos días.

Otro brote de furia hirvió dentro de sí. Sabía que sus celos eran por completo irracionales, pero lo demás… Cuando todo terminara ella se marcharía. «No, no lo hará. No dejaré que se marche.»

«No puedes impedírselo.» Pero también sabía que no podía permitir que se le escapara. Se ocuparía del asunto cuando llegara el momento. Mientras, tenía que encargarse de que siguiera con vida.

– Pruébalo sola.

Había mejorado, pero empezó a perder puntería y de nuevo la rodeó con los brazos. Ella cambió de posición y sus nalgas rozaron con fuerza la ingle de Daniel una vez, dos, antes de afianzarse en él y empezar a apretar de nuevo el gatillo. El movimiento había sido intencionado y la poca sangre que a Daniel le quedaba en la cabeza empezó a palpitar con ritmo rápido y constante. Hasta que ella hubo terminado.

Alex depositó la pistola en el mostrador, que le llegaba a la cintura, y se despojó de las gafas y las orejeras, y Daniel hizo lo propio. Durante unos instantes se quedó mirando el objetivo con aire glacial. Quedaba muy poco de él en pie. Tres líneas de disparos de su H &K lo habían dejado hecho jirones.

– Creo que lo he matado -dijo en tono uniforme, sin un atisbo de regocijo en la voz.

– Creo que sí -respondió él, con voz grave y áfona.

Ella se volvió en sus brazos, alzó la barbilla y lo miró a los ojos, fría y desafiante. Entonces le bajó la cabeza y le dio el beso más ardiente que él había experimentado jamás. En cuestión de segundos el arrebato estalló y ambos lucharon por hacerse con el control, boquiabiertos y presos de frenesí. Él rodeó con las manos las nalgas que lo habían tentado, la elevó y la atrajo hacia sí, y luego la frotó arriba y abajo contra toda su longitud, tratando de obtener algo de alivio. Ella lo aferró por el cuello y se esforzó por acercarse más apoyando una rodilla en su cadera. Él le pasó las manos por debajo de los muslos y la elevó, y gimió dentro de su boca cuando ella lo rodeó con las piernas.

– Para. -Él apartó la boca, jadeante. Ella también jadeaba y al oír su respiración a él le entraron ganas de arrancarle la ropa y perderse dentro de ella allí mismo, en ese mismo momento. Pero estaban en el local de Leo Papadopoulos y Daniel sospechaba que incluso a alguien como él le parecería mal. Dejó que deslizara las piernas por su cuerpo hasta bajarlas al suelo y trató de que su corazón recuperara el ritmo normal.

– Tengo que recoger los casquillos antes de que nos marchemos.

– ¡Ya lo haré yo! -gritó Leo desde la parte anterior del establecimiento con voz cantarina-. Vosotros marchaos a casa y haced… lo que queráis.

Daniel soltó una risita.

– Gracias, Leo -respondió en tono burlón.

– A disponer, Daniel.

Daniel guardó la pistola de Alex en el bolso y le tomó la mano. Ella no había apartado la vista de él desde que interrumpiera el momento y la mirada que este observó en sus ojos disparó de nuevo su corazón. Se la veía decidida; peligrosamente decidida. Iban a pasarlo muy bien.


Atlanta, jueves, 1 de febrero, 00.50 horas.


Por suerte el local de Leo no estaba lejos de su casa. Por suerte era más de medianoche y muy pocos coches circulaban por la carretera, si no Daniel se habría sentido tentado de utilizar las luces de su coche en beneficio propio por primera vez en todos esos años.

Ella no había pronunciado palabra en todo el camino y cada minuto de silencio acrecentaba más y más la pasión de Daniel hasta que creyó que iba a perder el control como un adolescente antes incluso de desnudarla. Para cuando enfiló el camino de entrada a su casa, la emoción lo sacudía por dentro; y, si en el mundo existía la justicia, a ella debía de estarle ocurriendo lo mismo. Aferró el bolso y se la llevó hasta la puerta de entrada, y la mano le tembló cuando trató de introducir la llave en la cerradura. Falló dos veces antes de que ella susurrara:

– Por el amor de Dios, date prisa, Daniel.

Por fin abrió la puerta y la arrastró dentro, y antes de que la cerrara ella le había rodeado el cuello con los brazos y lo estaba besando en la boca. La cerró a tientas, dio la vuelta a la llave y corrió el pestillo.

– Espera. La alarma. Tengo que conectarla.

Ella se apartó y él se volvió hacia el panel de control de la alarma. Cuando de nuevo la miró, la boca se le secó de golpe. Con sus dedos ágiles, Alex se había desabrochado la blusa y tiraba con impaciencia para sacarla de los pantalones. Él entornó los ojos.

– Corre -fue todo cuanto ella dijo.

La única palabra que pronunció restalló como un látigo. Con torpeza, él la hizo retroceder hasta la puerta y se apoderó de su boca con una fiereza desesperada mientras le quitaba la chaqueta y la blusa, y dejaba al descubierto sus hombros. Ella tenía los dedos más ágiles y le hubo desabrochado la camisa antes de que él consiguiera hacer lo propio con los corchetes del sujetador. Después de tirar y retorcer, ella sintió sus pechos libres y él se llenó las manos con ellos y le tiró de los pezones, duros como piedras.

– Alex. -Él trató de retroceder pero ella ya se había bajado los pantalones y las braguitas, y se deshizo de las prendas de una patada mientras le devoraba los labios-. Ven a la cama.

– No, hagámoslo aquí. -Se plantó delante de él, desnuda y perfecta-. Hagámoslo tal como lo deseábamos hace un rato. -Y no le dejó elección. Le pasó los brazos por el cuello y se encaramó hasta rodearle la cintura con las piernas-. Hagámoslo ahora.

A él el pulso se le disparó de tal modo que creyó que iba a atravesarle la coronilla. Tiró del cinturón. Acarició con los nudillos su ardiente e increíblemente húmeda calidez mientras estiraba por aquí y se retorcía por allá, haciéndola gemir. Se bajó los pantalones, la acorraló contra la puerta y empujó lo más fuerte que pudo. Al fin toda aquella calidez húmeda lo rodeaba y lo atraía más adentro hasta hacerlo enloquecer.

Ella gritó, pero sus ojos no expresaban dolor, solo pasión, necesidad y deseo, y él se supo ávido de ver aquellos ojos nublarse de pura satisfacción.

– Mantén los ojos abiertos -musitó él, y ella hizo un firme gesto afirmativo. Hundió los dedos en sus hombros y él los hundió en sus caderas y los mantuvo allí mientras se clavaba en ella y daba rienda suelta a la bestia que rugía en su interior. Se hundió una y otra vez hasta que fue incapaz de recordar nada de lo sucedido durante el día, hasta que el miedo hubo desaparecido por completo de los ojos de ella y solo quedó el azoramiento de la pasión. Entonces el cuerpo de ella se arqueó y gritó de nuevo mientras se corría, aferrándose a él, arrastrándolo consigo.

Él se hundió una última vez y el placer lo azotó como un golpe en la cabeza. Se desplomó contra ella y la empujó contra la puerta.

Sus pulmones se inflaban y se desinflaban con rapidez mientras jadeaba en un esfuerzo por tomar aire, convencido de que le era indiferente morir en ese mismo instante porque no podría haber experimentado algo mejor. Luego se retiró para observar el rostro de ella y supo que tenía que volver a hacerla suya. Una vez y otra. Ella resollaba, pero sus labios se curvaron. Se la veía… orgullosa. Increíblemente satisfecha y orgullosa al mismo tiempo.

– Eso ha estado muy, muy bien -dijo.

Él se echó a reír, y volvió a esforzarse por tomar aire.

– Creo que al tercer «muy» me moriré. Claro que estoy dispuesto a correr ese riesgo si tú también lo estás.

– Últimamente mi vida pende de un hilo. No vendrá de ahí.


Jueves, 1 de febrero, 1.30 horas.


Alguien volvía a llorar. Bailey oyó el lamento a través de las paredes. Una de las puertas del pasillo se abrió y se cerró con un ruido sordo. Luego se hizo el silencio. Todas las noches pasaba dos o tres veces.

Luego su puerta se abrió de golpe y rebotó contra la pared de hormigón. El entró y la aferró por la blusa, ya maloliente y hecha jirones.

– Me has mentido, Bailey.

– ¿Qu…? -gritó al recibir un revés en la mejilla.

– Me has mentido. Alex no tiene la llave en su casa. -La sacudió con fuerza-. ¿Dónde está?

Bailey se lo quedó mirando, incapaz de hablar. Le había dicho a Alex que escondiera la llave, no tenía ni idea de dónde podía estar.

– No… No lo sé.

– Pues a ver si podemos hacer que el cerebro te funcione un poco mejor. -Tiró de ella y la arrastró fuera de la celda, y ella trató de desconectar la mente. Trató de evitar decir nada más, de evitar suplicarle la muerte.


Atlanta, jueves, 1 de febrero, 2.10 horas.


Alex tenía el cuerpo dolorido en todos los lugares que correspondía. Volvió la cabeza en la almohada para mirarlo; ese era el único movimiento que podía permitirse. Daniel se encontraba tendido en el suelo con la boca abierta, tratando de llenar los pulmones de aire.

– Espero que no te haga falta un masaje cardíaco -musitó ella-. Soy incapaz de moverme.

La risa de él sonó más bien a gemido.

– Creo que saldré de esta. -Se colocó de lado y la atrajo hacia él hasta que sus cuerpos encajaron como un rompecabezas-. La verdad es que lo necesitaba -añadió en tono quedo.

– Yo también -susurró ella-. Gracias, Daniel.

Él le besó en el hombro, extendió el brazo para apagar la luz y tiró de la manta para taparse y taparla a ella. Alex se estaba quedando dormida cuando lo oyó suspirar.

– Alex. Tengo que hablar contigo.

Ella se figuraba una cosa así.

– Muy bien.

– Esta noche has dicho que tu madre le dijo a Crighton que tú lo habías visto con la manta de Tom.

Alex tragó saliva.

– Tom era mi padre. Murió cuando yo tenía cinco años.

– Meredith me lo ha explicado. ¿Qué tenía la manta de particular?

– Era la manta de camping de mi padre. No teníamos mucho dinero pero ir de camping salía barato y a él le gustaba el aire libre. A veces nos subíamos todos al coche y nos acercábamos hasta el lago para pescar y nadar… Por la noche él hacía una hoguera y nos arropaba a Alicia y a mí con su vieja manta, y nos sentaba sobre su regazo para contarnos historias. Mi madre guardaba todos sus trastos en el garaje de Craig por si algún día a Alicia o a mí nos apetecía recuperarlos. Recuerdo que a Craig no le hacía mucha gracia. Era muy posesivo con mi madre.

– ¿Y qué viste tú, cielo?

– No lo sé, pero sé que era algo importante. Recuerdo los relámpagos y los truenos. Mary me ha dicho que se ha sorprendido un poco cuando yo he insistido en empezar el día después de la muerte de Alicia. Solo hace falta retroceder un día más; eso es todo.

– No, eso no es todo. -Él la estrechó con más fuerza por la cintura-. Sé que vas a ponerte como loca, y no te culpo por ello. Solo te pido que recuerdes que en ese momento hice lo que creía que era lo mejor.

Alex, extrañada, se dio la vuelta para mirarlo.

– ¿Qué pasa?

Él se quedó tumbado de lado con expresión sombría.

– Esto no ha salido a relucir en ninguna de las ruedas de prensa y hemos conseguido mantenerlo en secreto. Dos de los tres cadáveres que hemos encontrado tirados en una zanja tenían un pelo atado a un dedo del pie, y todos son por lo menos de hace diez años. -Hinchió el pecho y soltó el aire de golpe-. El ADN es exactamente igual que el tuyo.

Alex se quedó anonadada.

– ¿Mi ADN? ¿Cómo lo sabes? No te he dado ninguna muestra.

Él cerró los ojos.

– Sí. ¿Te acuerdas de que el martes ibas a marcharte con Ed a casa de Bailey y cuando yo te besé tu pelo se enredó en mi manga?

Alex apretó la mandíbula.

– Lo hiciste a propósito. ¿Por qué? ¿Por qué no me lo pediste?

– Porque no quería preocuparte. Estaba intentando…

– No herirme -concluyó ella-. Daniel… -Sacudió la cabeza; quería enfadarse pero se le veía tan abatido que se sintió incapaz-. No pasa nada.

Él abrió los ojos.

– ¿Ya está?

– Sí. Querías hacer lo correcto, pero no vuelvas a intentarlo, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. -Él la atrajo hacia sí-. Vamos a dormir.

Ella se le arrimó. Pero entonces se percató de la importancia de las palabras que él acababa de pronunciar y, a pesar del calor que su cuerpo irradiaba, se quedó helada.

– Tiene su pelo -musitó.

– Ya lo sé, cariño.

El miedo se abrió paso dentro de ella y se instaló en su vientre.

– ¿De dónde lo habrá sacado, Daniel?

Él tensó el brazo a su alrededor con gesto protector.

– Todavía no lo sé. Pero pienso averiguarlo.


Jueves, 1 de febrero, 2.30 horas.


– Bailey -susurró Beardsley-. ¿Estás viva? Bailey inspiró con debilidad para comprobarlo.

– Sí.

– ¿Le has dicho algo más?

– No sé nada más -respondió ella, y su voz se quebró con un sollozo.

– Chis, no llores. Puede que Alex la haya escondido.

Bailey trató de que su cerebro pensara.

– Eso le dije en la carta.

– ¿La carta? ¿Quieres decir que le escribiste? -musitó él-. ¿A Ohio? ¿Cuándo?

– El día en que me raptaron. El jueves.

– Entonces puede que no llegara a recibirla. Llegó aquí el sábado.

Bailey volvió a inspirar con más rapidez.

– Entonces puede que no sepa nada de la llave.

– Tenemos que ganar tiempo. Si te ves obligada a hablar, dile que se la mandaste a Ohio. Aunque vayan a buscarla, ella no estará allí, o sea que Hope y ella estarán a salvo. ¿Lo entiendes?

– Sí.


Dutton, jueves, 1 de febrero, 5.30 horas.


Él se acercó en la furgoneta hasta la pequeña casa de una planta que habitaba Alex Fallon y entornó los ojos. Habían tendido cinta policial de lado a lado de la puerta de entrada. Se preguntaba si los cabrones que habían tratado de atropellarla dos días antes habrían por fin conseguido quitarla de en medio. Más les valía no haberlo hecho. La necesitaba viva para poder matarla con sus propias manos. De no ser así, no completaría del todo el círculo y eso sería una auténtica lástima.

Siguió acercándose a velocidad de tortuga e hizo aquello por lo que le pagaban. Unas cuantas casas más abajo, la anciana Violet Drummond salió cojeando a la puerta de la calle y él le tendió el periódico a través de la ventana.

– Buenos días, señorita Drummond.

– Buenos días -le deseó ella a su vez.

– ¿Qué ha pasado en esa casa? -preguntó con aire despreocupado.

Ella frunció los labios como si acabara de chupar un limón.

– Alguien ha entrado y le ha revuelto todas las cosas a esa Tremaine, y además ha envenenado a su perro. Le han dejado la casa hecha un desastre. Me olí que habría problemas en el momento en que puso los pies en la ciudad. Tendría que haberse quedado bien lejos.

Él miró la casa a través del retrovisor exterior. Habían sido muy descuidados. Se estaban asustando. Sonrió por dentro mientras fruncía el entrecejo.

– Sí. Que tenga un buen día, señorita Drummond.

Se alejó, contento de que Alex Fallon siguiera viva pero enfadado porque ahora estaría más en guardia que nunca y porque ya no vivía en un sitio tan conveniente como Main Street. No obstante, sabía dónde encontrarla; Vartanian y ella andaban siempre pegados de la cadera. Claro que Vartanian y él pronto se enfrentarían, y entonces se llevaría a Alex.

De momento tenía que ocuparse de acabar el trabajo y dormir un poco. Había sido una noche muy agitada.


Atlanta, jueves, 1 de febrero, 5.55 horas.


El teléfono sonó y Alex respondió medio atontada.

– Alex Fallon al habla. ¿Qué sucede, Letta?

– Mmm… No soy Letta y quiero hablar con Daniel. ¿Está en casa?

Alex se sentó, por fin despierta.

– Lo siento. Espere. -Dio un codazo a Daniel-. Me parece que es Chase. Tenía tanto sueño que creía que estaba en casa y que quien llamaba era la enfermera jefe.

Daniel levantó la cabeza, los ojos aún le pesaban.

– Joder. Dámelo.

Ella le pasó el teléfono y se preguntó si tendrían problemas por… sus apaños nocturnos. Miró el reloj con mala cara. No habían dormido mucho.

– Lo siento. Te he llamado por lo de su madre. -Daniel se sentó y encorvó la espalda mientras con la mano libre se masajeaba las sienes. Tan pronto y ya le dolía la cabeza-. Tendría que haberte avisado de que habían entrado en la casa pero tuve que llevar a Riley al veterinario. -Miró a Alex con gesto optimista y luego alzó los ojos, exasperado-. Sí, bueno, eso también.

Alex se incorporó de golpe, se colocó de rodillas rozando su cadera y le alzó la barbilla. Él tenía la mirada ensombrecida por el dolor. Le presionó las sienes con los pulgares y la frente con los labios hasta que lo notó relajarse. Luego se recostó hacia atrás y él asintió, pero a sus labios no asomó sonrisa alguna.

– ¿Cuándo? -dijo-. ¿Quién…? No he oído nunca ese nombre. ¿Por qué no nos ha avisado la policía de Atlanta? Creía que la foto del chico estaba colgada en todos los coches patrulla de la ciudad. -Suspiró-. Supongo que debía de costar verle la cara. Muy bien. -Se incorporó más y miró el reloj-. ¿Otra vez? O sea que hay otra. ¿Quién lo está siguiendo? Muy bien. Dile que me llame cuando Woolf se detenga. Me desplazaré hasta allí lo más rápido posible. -Se dispuso a colgar, pero hizo una pausa y miró a Alex-. Se lo diré. Gracias, Chase.

Le tendió el teléfono a Alex y ella colgó. Empezaba a tener el estómago revuelto.

– ¿De quién lleva una foto la policía de Atlanta?

– De un chico al que estábamos buscando. Lo han encontrado muerto en un callejón, a pocas manzanas de su coche. -Se pasó las manos por el rostro-. Le han disparado en la cabeza y tenía la cara cubierta de sangre. Nadie lo ha reconocido hasta que lo han llevado al depósito de cadáveres y lo han limpiado. Han encontrado su coche y están comprobando la matrícula. Pero nunca había oído su nombre.

– ¿Cómo se llamaba?

– Sean Romney.

– Yo tampoco lo he oído nunca. -Se esforzó por formular la pregunta más difícil-. ¿Woolf vuelve a la carga? -preguntó, y él asintió.

– Tengo que salir y tú no puedes quedarte aquí sola.

– Estaré lista en diez minutos -aseguró ella, y él la miró impresionado-. Cuando consigues superar un trauma, eres capaz de estar a punto en cualquier momento de crisis. Nos han tocado todos los casos más sanguinarios en un radio de más de cien kilómetros. Sé moverme rápido cuando hace falta. -Saltó de la cama, pero él se quedó allí unos instantes, observándola-. ¿Qué ocurre?

Él tenía los ojos del azul intenso que le ponía la piel de gallina.

– Eres preciosa.

– Tú también. Espero no haberte metido en ningún lío por contestar al teléfono como si tal cosa.

Él salió de la cama y estiró los hombros hacia uno y otro lado mientras ella lo contemplaba por el simple placer de hacerlo.

– No -respondió en tono cansino-. Chase ya sabía lo nuestro.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Se lo has dicho? ¡Daniel!

– No -repitió, con el mismo tono cansino-. Soy un tío, Alex. Cuando practicamos sexo de infarto en el sofá se nos nota en la cara. Todo el mundo lo sabe.

– Muy bien, de acuerdo. -Notó que le ardían las mejillas-. ¿Qué te ha dicho Chase que me digas?

Daniel se puso serio de golpe.

– Que siente lo de tu madre. Corre, tenemos que marcharnos.

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