Capítulo 1

Arcadia, Georgia, en la actualidad, viernes, 26 de enero, 1.25 horas


La había elegido con esmero y había disfrutado poseyéndola. La había hecho gritar, unos gritos fuertes y prolongados.

Mack O'Brien se estremeció. Aún se le ponía la carne de gallina al pensarlo. Aún le hervía la sangre y se le ensanchaban las ventanas de la nariz al recordar su aspecto, su voz, su sabor. El sabor del terror puro no tenía parangón. Lo sabía muy bien. Ella había sido su primera víctima mortal, pero no sería la última.

Había elegido su última morada con igual esmero. Había dejado que su cuerpo cayera rodando a la cuneta húmeda con un ruido sordo. Se agachó a su lado y arregló la basta manta de color marrón con que la había amortajado, mientras disfrutaba de la expectativa. El domingo se celebraría la vuelta ciclista anual a la provincia. Un centenar de ciclistas pasarían por ese lugar. La había colocado de forma que resultara bien visible desde la carretera.

Pronto la encontrarían. Ellos pronto sabrían que había muerto.

«Se harán preguntas, y sospecharán del resto. Los invadirá el miedo.»

Se puso en pie, satisfecho de sus actos. Quería atemorizarlos. Quería que se echaran a temblar como criaturas. Quería que descubrieran lo que era el auténtico miedo.

Él lo sabía muy bien, como sabía lo que eran el hambre y la cólera. Y si conocía tan bien todas esas sensaciones, era gracias a ellos.

Bajó la cabeza y retiró la manta marrón con la punta del pie.

Ella ya lo había pagado. Pronto todos ellos sufrirían y lo pagarían. Pronto sabrían que había regresado.

«Hola, Dutton. Mack ha vuelto.» Y no pensaba descansar hasta arruinarles la vida.


Cincinnati, Ohio, viernes, 26 de enero, 14.55 horas


– ¡Ay! Eso duele.

Alex Fallon miró a la hosca y pálida adolescente.

– Me lo imagino. -Rápidamente, Alex colocó el esparadrapo sobre la aguja intravenosa-. Puede que lo pienses mejor la próxima vez que sientas tentaciones de hacer novillos, comerte una enorme copa de helado con nata y chocolate, y acabar en urgencias. Vonnie, eres diabética y el hecho de comportarte como si no lo fueras no cambiará las cosas. Tienes que seguir…

– Una dieta -soltó Vonnie-. Ya lo sé. ¿Por qué no me dejáis todos en paz?

Las palabras resonaron en la mente de Alex, tal como siempre le ocurría. La gratitud hacia su familia se mezclaba con la compasión que sentía por su paciente, tal como siempre le ocurría.

– Un día de estos comerás lo que no debes y acabarás… ahí abajo.

Vonnie le lanzó su mirada más desafiante.

– ¿Y qué hay ahí abajo?

– El depósito de cadáveres. -Alex no apartó la vista de la asustada expresión de la chica-. A lo mejor es eso lo que quieres.

De repente, a Vonnie se le humedecieron los ojos.

– A veces sí.

– Te comprendo muy bien, cariño. -Y, de hecho, la comprendía mucho mejor de lo que cualquier persona ajena a su familia podía imaginar-. Pero tendrás que decidir qué es lo que verdaderamente quieres, si vivir o morir.

– ¿Alex? -Letta, la enfermera jefe, asomó la cabeza por la puerta de la consulta-. Tienes una llamada urgente por la línea dos. Ya sigo yo con esto.

Alex apretó con afecto el hombro de Vonnie.

– De momento, ya está. -Dirigió a la chica una mirada de advertencia-. No quiero volver a verte por aquí. -Le entregó el expediente médico a Letta-. ¿Quién es?

– Nancy Barker, del Departamento de Servicios Sociales de Fulton, en Georgia.

El corazón de Alex dio un vuelco.

– Es donde vive mi hermanastra.

Letta arqueó las cejas.

– No sabía que tuvieras una hermanastra.

En sentido estricto Alex no tenía ninguna hermanastra, pero la historia era muy larga y su relación con Bailey, demasiado enrevesada.

– Hace mucho tiempo que no la veo.

Cinco años, para ser exactos, desde que Bailey se presentara completamente colocada en la puerta de su casa de Cincinnati. Alex había tratado de que Bailey siguiera un programa de rehabilitación, pero ella había desaparecido llevándose las tarjetas de crédito de Alex.

Letta frunció el entrecejo, preocupada.

– Espero que todo vaya bien.

Alex se había pasado años enteros esperando, y a la vez temiendo, esa llamada.

– Yo también.

Era una de las tristes ironías del destino, pensó Alex mientras se apresuraba a ponerse al teléfono. Ella había intentado suicidarse hacía años, y en cambio quien había acabado cayendo en la adicción era Bailey. La gran diferencia la marcaba la familia. Alex había tenido a Kim, Steve y Meredith para ayudarla a sobreponerse. En cambio, Bailey… no tenía a nadie.

Respondió a la llamada de la línea dos.

– Alex Fallon al aparato.

– Soy Nancy Barker. Trabajo en el Departamento de Servicios Sociales de Fulton.

Alex suspiró.

– Dígame, ¿está viva?

Hubo una larga pausa.

– ¿Quién, señorita Fallon?

A Alex le chocó lo de «señorita». Aún no se había acostumbrado a no ser más la señora Preville. Su prima Meredith decía que era cuestión de tiempo, pero ya llevaba un año divorciada y Alex no sentía que la herida se estuviera cerrando. Tal vez fuera porque su ex marido y ella se cruzaban varias veces todas las semanas. En ese preciso instante, por ejemplo. Alex observó al doctor Richard Preville acercarse al teléfono para comprobar sus mensajes. Evitando su mirada, la saludó con un torpe movimiento de cabeza. No; trabajar en el mismo turno que su ex marido no iba a ayudarla a superar el fracaso de la relación.

– ¿Señorita Fallon? -la instó la mujer.

Alex se esforzó por concentrarse.

– Bailey. Llama por ella, ¿no?

– Llamo por Hope.

– Hope -repitió Alex sin comprender nada-. No lo entiendo. ¿Hope qué más?

– Hope Crighton, la hija de Bailey. Su sobrina.

Alex se sentó con aturdimiento.

– No sabía que Bailey tuviera una hija.

«Pobre niña.»

– Ah, así no sabe que en la ficha del parvulario consta usted como persona de contacto en caso de urgencia.

– No. -Alex suspiró para reponerse-. ¿Ha muerto Bailey, señorita Barker?

– Espero que no, pero no sabemos dónde está. Hoy no se ha presentado a trabajar y una de sus compañeras ha ido a su casa para comprobar que estuviera bien. Ha encontrado a la niña dentro de un armario, hecha un ovillo.

El miedo atenazó el vientre de Alex, pero conservó la voz serena.

– Y Bailey ha desaparecido.

– La última vez que la vieron fue ayer por la tarde, cuando fue a recoger a Hope al parvulario.

Al parvulario. La niña ya iba al colegio y Alex no tenía ni idea de su existencia. «Bailey, Bailey, ¿qué has hecho?»

– ¿Y Hope? ¿Está herida?

– Físicamente no, pero está asustada, muy asustada. No quiere hablar con nadie.

– ¿Dónde está?

– Ahora mismo está con una familia de acogida provisional. -Nancy Barker suspiró-. Si no quiere quedársela, tramitaré la acogida definitiva.

– Se quedará conmigo. -Las palabras brotaron de la boca de Alex antes de que pensara en pronunciarlas. Sin embargo, una vez dichas, tuvo la certeza de que eso era lo que debía hacer.

– Hace cinco minutos ni siquiera sabía que la niña existía -repuso Barker.

– No importa. Soy su tía. Se quedará conmigo. -«Kim también me acogió a mí, y me salvó la vida»-. Iré a buscarla en cuanto pida permiso en el trabajo y compre un billete de avión.

Alex colgó el teléfono y al volverse tropezó con Letta, que la miraba con expresión interrogante. Alex sabía que había estado escuchando la conversación.

– ¿Qué dices? ¿Me concedes el permiso?

Los ojos de Letta estaban cargados de preocupación.

– ¿Te quedan vacaciones?

– Seis semanas. No he pedido ni un solo día desde hace más de tres años. -No había habido motivos para hacerlo. Richard nunca tenía tiempo de ir a ninguna parte, siempre estaba trabajando.

– Pues empieza por ahí -dijo Letta-. Buscaré a alguien que te sustituya. Pero escucha, Alex, no sabes nada de esa niña. Puede que tenga alguna discapacidad o necesidades especiales.

– Lo afrontaré -respondió Alex-. No tiene a nadie, y es de la familia. No pienso abandonarla.

– Como ha hecho su madre. -Letta ladeó la cabeza-. Y como tu madre hizo contigo.

Alex evitó la mueca de dolor y conservó el semblante impasible. Pulsando unas cuantas veces el ratón cualquiera podía encontrar su historia en Google. Pero Letta se lo decía con buena intención, así que Alex se esforzó por sonreír.

– Te llamaré en cuanto llegue allí y averigüe más cosas. Gracias, Letta.


Arcadia, Georgia, domingo, 28 de enero, 16.05 horas.


– Bienvenido a casa, chico -se dijo el agente especial Daniel Vartanian al apearse del coche e inspeccionar el escenario. Solo había estado fuera dos semanas, pero en ellas habían ocurrido muchas cosas. Era hora de volver al trabajo y de reanudar su vida, lo cual en el caso de Daniel eran una sola cosa. Su trabajo era su vida, y la muerte su trabajo.

Vengarla, claro, no causarla. Pensó en las últimas dos semanas, en todos los muertos, en todas las vidas destrozadas. Era suficiente para volver loco a un hombre, si este lo permitía. Pero Daniel no pensaba permitirlo. Reanudaría su vida y lograría que se hiciera justicia a cada víctima a su debido tiempo. Él cambiaría las cosas. Era la única forma que conocía de… reparar los daños.

Ese día la víctima era una mujer. La habían encontrado en una zanja, al borde de la carretera donde ahora se alineaban vehículos de las fuerzas públicas, de todas las formas y los tipos posibles.

Los técnicos del laboratorio criminológico también se encontraban allí, además de la forense. Daniel se detuvo junto a la cuneta, donde habían tendido la cinta amarilla que delimitaba el escenario del crimen, y echó un vistazo. Allí yacía el cadáver, y un técnico del equipo forense se encontraba en cuclillas a su lado. La chica estaba envuelta con una manta marrón que los técnicos habían retirado un poco para poder examinarla. Daniel se fijó que tenía el pelo moreno; debía de medir poco menos de un metro setenta. Estaba desnuda y su rostro aparecía… destrozado. Ya había levantado una pierna para cruzar la cinta cuando una voz lo hizo detenerse.

– Alto, señor. La zona es de acceso restringido.

Con un pie a cada lado de la cinta, Daniel se volvió a mirar al joven agente de aspecto formal que se disponía a desenfundar el arma.

– Soy el agente especial Daniel Vartanian, de la Agen cia de Investigación de Georgia.

El joven abrió los ojos como platos.

– ¿Vartanian? ¿Quiere decir…? Quiero decir… -Respiró hondo y se irguió de inmediato-. Lo siento, señor. Me he sorprendido, eso es todo.

Daniel asintió y dirigió al joven una amable sonrisa.

– Lo comprendo.

No le hacía gracia, pero lo comprendía. El apellido Vartanian se había hecho bastante famoso en la semana transcurrida desde la muerte de su hermano Simon. Nada de lo que se decía era bueno, y con razón. Simon Vartanian había asesinado a diecisiete personas en Filadelfia, y dos de las víctimas eran sus propios padres. La historia había aparecido en todos los periódicos del país. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera nombrarse el apellido Vartanian sin que el interlocutor respondiera con un gesto de estupefacción.

– ¿Dónde puedo encontrar al sheriff?

El agente señaló a unos cien metros de distancia hacia la carretera.

– Ese es el sheriff Corchran.

– Gracias, agente. -Daniel volvió a saltar la cinta y echó a andar, consciente de que el agente lo seguía con la mirada. Al cabo de un par de minutos, todo el mundo sabría que en el escenario había un Vartanian. Daniel esperaba que el barullo fuera mínimo, ya no por él o por nadie de la familia sino por la mujer que yacía en la cuneta envuelta en una manta marrón. Esa chica también tenía familiares, personas que la echarían de menos. Personas que necesitarían que se hiciera justicia y se cerrara el caso antes de poder seguir adelante con sus vidas.

Antes Daniel creía que hacer justicia y cerrar un caso eran la misma cosa, que el hecho de saber que el autor de un crimen había sido detenido y castigado por sus actos bastaba para que las víctimas y sus familiares pasaran la página de aquel doloroso episodio de sus vidas. Ahora, después de haber visto cientos de asesinatos, víctimas y familias, comprendía que cada crimen provocaba una reacción en cadena y alteraba varias vidas de un modo inmensurable. No por el mero hecho de saber que el daño causado había recibido castigo se era siempre capaz de seguir adelante. Ahora Daniel lo comprendía muy bien.

– ¡Daniel! -Ed Randall, el jefe del equipo criminológico, lo saludó sorprendido-. No sabía que habías vuelto.

– Hoy mismo. -Tendría que haber sido al día siguiente pero, tras dos semanas de permiso, Daniel era el siguiente candidato en la lista de asignación de casos. Tendió la mano al sheriff-. Sheriff Corchran, soy el agente especial Vartanian, del GBI. Le prestaremos toda la ayuda que solicite.

El sheriff observó a Daniel con los ojos muy abiertos mientras le estrechaba la mano.

– ¿Tiene algún parentesco con…?

«Sálveme Dios, pues claro.» Se esforzó por sonreír.

– Me temo que sí.

Corchran lo escrutó con perspicacia.

– ¿Se encuentra en condiciones de volver al trabajo?

«No.» Sin embargo, Daniel no alteró el tono cuando respondió:

– Sí. Aunque si eso le supone un problema, puedo pedir que envíen a otra persona.

Corchran pareció pensárselo y Daniel aguardó mientras se esforzaba por mantener el temperamento a raya. No era correcto ni justo, pero la realidad era que lo juzgaban por los actos cometidos por su familia. Al fin Corchran negó con la cabeza.

– No, no será necesario. Nos va bien así.

Daniel se tranquilizó y de nuevo se esforzó por sonreír.

– Muy bien. ¿Puede explicarme qué ha ocurrido? ¿Quién ha descubierto el cadáver y cuándo?

– Hoy se ha celebrado la vuelta ciclista anual y esta carretera forma parte del recorrido. Uno de los ciclistas ha reparado en la manta. Como no quería perder la carrera, ha llamado al 911 mientras seguía pedaleando. Si quiere hablar con él, está esperando en la línea de meta.

– Sí que quiero hablar con él. ¿Se ha detenido alguien más?

– No, hemos tenido suerte -intervino Ed Randall-. Cuando hemos llegado el escenario estaba intacto y no había mirones. Todos estaban en la línea de meta.

– No es frecuente que eso suceda. ¿Quién ha sido la primera persona de su departamento en llegar al escenario, sheriff? -preguntó Daniel.

– Larkin. Solo ha levantado una esquina de la manta para ver el rostro de la víctima. -El hierático semblante de Corchran se demudó, lo cual resultaba revelador-. Enseguida les hemos avisado a ustedes. Nosotros no disponemos de recursos para investigar un crimen así.

Daniel respondió a la última declaración con un gesto de asentimiento. Apreciaba a los sheriffs que, como Corchran, estaban dispuestos a contar con la Agen cia de Investigación de Georgia. Muchos defendían con uñas y dientes su territorio y consideraban cualquier intervención del GBI… una plaga que infestaba su territorio. Sí, así mismo lo había descrito el sheriff de la ciudad natal de Daniel hacía tan solo dos semanas.

– Colaboraremos con ustedes en lo que decidan, sheriff.

– Por el momento, colaboren en todo -dijo Corchran-. Pongo mi departamento a su disposición. -Apretó la mandíbula-. No se había cometido ningún asesinato en Arcadia durante los diez años que llevo en este cargo. Nos gustaría quitar de en medio durante una buena temporada a quienquiera que haya hecho una cosa así.

– A nosotros también. -Daniel se volvió hacia Ed-. ¿Qué sabéis?

– La mataron en otro lugar y luego la dejaron aquí tirada. Hemos encontrado su cadáver envuelto en una manta marrón.

– Como si fuera una mortaja -masculló Daniel, y Ed asintió.

– Igual. La manta parece nueva, es de lana. La chica ha recibido muchos golpes en el rostro y tiene contusiones alrededor de la boca. La forense te proporcionará más información sobre eso. Ahí abajo no hay señales de ningún forcejeo y en la pendiente de tierra no se observan huellas.

Daniel frunció el entrecejo y miró la zanja. Era un canal de drenaje que conducía el agua de lluvia hasta el desagüe situado a unos cien metros. En los laterales el barro estaba intacto.

– Eso quiere decir que debe de haber caminado por el agua hasta el desagüe, y desde allí habrá vuelto a salir a la carretera. -Se quedó pensativo unos instantes-. ¿Se ha hecho mucha publicidad de la carrera?

Corchran asintió.

– Para los jóvenes de los clubs locales es una buena ocasión de recaudar fondos, así que los socios colocan carteles en las ciudades de ochenta kilómetros a la redonda. Además, hace más de diez años que el último domingo de enero se celebra la carrera. Hay ciclistas del norte que tienen ganas de correr en un lugar más cálido. Es una celebración bastante importante.

– Eso significa que quería que la encontráramos -concluyó Daniel.

– Daniel. -Los técnicos forenses se acercaron a la cinta que delimitaba el escenario del crimen. Uno de ellos fue directo a la camioneta y el otro se detuvo junto a Ed-. Me alegro de volver a verte.

– Yo también me alegro de haber vuelto, Malcolm. ¿Qué habéis averiguado?

Malcolm Zuckerman se irguió.

– No resultará fácil sacar el cadáver de la zanja. La pendiente es pronunciada y el barro resbala. Trey va a improvisar una especie de grúa.

– Malcolm -dijo Daniel, exagerando el tono paciente; Malcolm siempre se quejaba de dolor de espalda, de las condiciones atmosféricas o de cualquier otra cosa-, ¿qué sabéis de la víctima?

– Mujer, blanca, probablemente de unos veinticinco años. Lleva muerta un par de días, al parecer murió asfixiada. Los cardenales en las nalgas y en la parte interior de los muslos indican que sufrió agresiones sexuales. Le golpearon el rostro con un objeto contundente. Aún no sabemos cuál, pero le ha causado daños importantes en la estructura facial. Tiene rotos la nariz, los pómulos y la mandíbula. -Frunció el entrecejo-. Es posible que los golpes se los produjeran después de muerta.

Daniel arqueó una ceja.

– Así que quería que la encontráramos, pero no que la identificáramos.

– Eso mismo pienso yo. Seguro que no encontramos sus huellas en el sistema. Tiene una serie de marcas junto a la boca, podrían ser de los dedos del agresor.

– Le tapó la boca con la mano hasta que se asfixió -musitó Corchran entre dientes-. Luego le puso la cara como un mapa. Menudo cabrón.

– Eso es lo que parece -observó Malcolm con la voz llena de compasión, aunque sus ojos expresaban un hastío que Daniel comprendía muy bien. Demasiadas víctimas y demasiados cabrones-. Obtendremos más información cuando el doctor haya completado el examen. ¿Has terminado por lo que a mí respecta, Daniel?

– Sí. Avísame cuando practiquéis la autopsia. Quiero estar presente.

Malcolm se encogió de hombros.

– Tú mismo. Seguramente la doctora Berg empezará después de la RMM.

– ¿Qué es la RMM? -preguntó Corchran mientras Malcolm se dirigía a la camioneta para esperarlo.

– La reunión matutina en la morgue -explicó Daniel-. La doctora Berg empezará la autopsia sobre las nueve y media o las diez. Si quiere asistir, está invitado.

Corchran tragó saliva.

– Gracias. Si puedo, allí estaré.

A Corchran se le veía un poco pálido y Daniel no podía culparlo por ello. No resultaba fácil presenciar el trabajo de los forenses. A Daniel, el sonido de los huesos al serrarlos aún le producía náuseas tras años presenciando autopsias.

– De acuerdo. ¿Qué más, Ed?

– Hemos tomado imágenes de toda el área que rodea al cadáver y de ambos lados de la zanja -respondió Ed-. En vídeo y en foto. Primero exploraremos este lado de la cuneta, antes de que Malcolm destruya las posibles pistas al sacar a la chica. Luego colocaremos los focos y examinaremos el resto.

Agitó la mano para avisar a los miembros de su equipo y estos se dirigieron hacia la cinta. Ed se dispuso a seguirlos; entonces vaciló unos instantes antes de apartar a Daniel hacia un lado.

– Siento lo de tus padres, Daniel -musitó-. Sé que lo que yo pueda decir no sirve de nada, pero quería que lo supieras.

Daniel bajó los ojos. Ed lo había pillado desprevenido. El chico se sentía apenado de que Arthur y Carol Vartanian hubieran muerto, en cambio Daniel no estaba seguro de poder decir lo mismo. Había momentos en que no estaba seguro de que sus padres no se hubieran condenado a sí mismos en gran medida. Simon era malvado, pero ellos, a su manera, se lo habían consentido.

Por quienes Daniel sí que se sentía verdaderamente apenado era por las otras víctimas de Simon. Con todo… Arthur y Carol eran sus padres. Aún podía verlos tendidos en aquel depósito de cadáveres de Filadelfia, muertos a manos de su propio hijo. La espantosa imagen se mezclaba con todas las otras que lo perseguían tanto despierto como dormido. Cuántas muertes. Cuántas vidas destrozadas. «La reacción en cadena.»

Daniel se aclaró la garganta.

– Te vi en el funeral. Gracias, Ed. Para mí significa mucho.

– Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme. -Ed dio una fuerte palmada en el hombro a Daniel y luego se marchó detrás de su equipo.

Daniel se volvió hacia Corchran, que los había estado observando.

– Sheriff, me gustaría hablar con el agente Larkin y pedirle que me acompañe a examinar el cadáver del mismo modo que lo hizo antes. Sé que redactará un informe minucioso, pero me gustaría conocer de primera mano sus recuerdos e impresiones.

– Claro. Ha aparcado su coche un poco más abajo, para disuadir a los mirones. -Corchran llamó por radio a Larkin y en menos de cinco minutos el agente se personó allí. Aún se le veía algo pálido, pero sus ojos aparecían nítidos. Llevaba una hoja de papel en la mano.

– Este es el informe, agente Vartanian. Pero me gustaría comentarle una cosa que acabo de recordar mientras venía hacia aquí. No muy lejos de este lugar se cometió un crimen parecido.

Las cejas de Corchran se dispararon hacia arriba.

– ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Antes de que usted llegara -respondió Larkin-. En abril hará trece años. Encontramos a una chica tirada en una cuneta igual que esta vez. Estaba envuelta en una manta marrón y la habían violado y asfixiado. -Tragó saliva-. Y también le habían destrozado la cara, como esta vez.

Daniel sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– Sí que se acuerda bien, agente.

Larkin parecía afectado.

– La chica tenía dieciséis años, la misma edad que tenía entonces mi hija. No recuerdo su nombre, pero el crimen ocurrió a las afueras de Dutton, a unos cuarenta kilómetros hacia el este de aquí.

El escalofrío se intensificó y Daniel tensó el cuerpo para no echarse a temblar.

– Sé dónde está Dutton -dijo.

Lo sabía bien. Había paseado por sus calles, comprado en sus establecimientos y jugado la liga infantil con su equipo de béisbol. También sabía que en Dutton había vivido el mal personificado, y que llevaba el apellido Vartanian. Dutton, en el estado de Georgia, era la ciudad natal de Daniel Vartanian.

Larkin asintió mientras anotaba el nombre de Daniel junto a los recientes sucesos.

– Lo suponía.

– Gracias, agente -dijo Daniel, consiguiendo mantener serena la voz-. Me encargaré de investigarlo lo antes posible. De momento, vamos a echar un vistazo a la víctima.


Dutton, Georgia, domingo, 28 de enero, 21.05 horas.


Alex cerró la puerta del dormitorio y luego se apoyó en ella, exhausta.

– Por fin se ha dormido -susurró a su prima Meredith, sentada en un sofá de la sala de la suite del hotel donde se alojaba Alex.

Meredith levantó la cabeza de las páginas y páginas de cuadernos para colorear que la niña de cuatro años llamada Hope Crighton había llenado desde que Alex la tomara en custodia de manos de la asistente social hacía treinta y seis horas.

– Pues es momento de que hablemos -dijo en voz baja.

Los ojos de Meredith expresaban preocupación. Al tratarse de una psicóloga infantil especializada en niños con traumas emocionales, el temor de Alex se intensificó.

Tomó asiento.

– Te agradezco que hayas venido. Sé que andas muy ocupada con tus pacientes.

– Puedo arreglármelas para que otra persona se encargue de mis pacientes un día o dos. Si me hubieras avisado de que pensabas venir, ayer mismo habría estado aquí; habría ocupado un asiento a tu lado en el avión. -La voz de Meredith denotaba que se sentía frustrada y dolida-. ¿En qué estabas pensando, Alex? ¿Cómo se te ocurrió venir sola? Y precisamente aquí.

«Aquí.» A Dutton, en Georgia. Con solo pensar en el nombre de la población a Alex le entraban náuseas. Era el último lugar al que habría querido volver. Pero las náuseas no eran nada comparadas con el miedo que la había invadido al mirar por primera vez los inexpresivos ojos grises de Hope.

– No lo sé -admitió Alex-. Tendría que haberlo pensado mejor, Mer. Claro que no tenía ni idea de que fuera a ser tan horrible. Pero, tal como me temo, lo es, ¿verdad?

– ¿A juzgar por lo que he visto en las últimas tres horas? Sí. Lo que no puedo decirte es si la niña está traumatizada por el hecho de que el viernes al despertar su madre hubiera desaparecido o por lo sucedido durante los años precedentes. No sé cómo era Hope antes de que Bailey desapareciera. -Meredith frunció el entrecejo-. Sin embargo, no tiene nada que ver con lo que me esperaba.

– Ya. Yo esperaba encontrarme con una niña sucia y desnutrida. La última vez que vi a Bailey estaba fatal, Meredith. Se la veía embotada y descuidada. Tenía marcas en los dos brazos. Siempre me pregunto si podría haber hecho algo más.

Meredith enarcó una de sus cejas rojizas.

– ¿Por eso estás aquí?

– No. Bueno, puede que eso fuera lo que me hiciera venir, pero en cuanto vi a Hope la cosa cambió. -Pensó en la niña de rizos rubios y rostro de ángel de Botticelli. Y en sus ojos grises de mirada vacía-. Por un momento pensé que se habían equivocado de niña. Se la ve limpia y bien alimentada. La ropa y los zapatos parecen nuevos.

– Se los habrá dado la asistente social.

– No, los tenía en el parvulario cuando ella fue a recogerla. La maestra de Hope dice que Bailey siempre guardaba una muda limpia en la taquilla de la niña. Dicen que era una buena madre, Mer. Se extrañaron mucho cuando la asistente social les explicó que había desaparecido. La directora no cree que Bailey haya sido capaz de abandonar así a Hope.

Meredith volvió a arquear las cejas.

– ¿Creen que puede haberle ocurrido algo malo?

– Sí, al menos la directora del parvulario. Es lo que le ha dicho a la policía.

– ¿Y la policía qué dice?

Alex apretó los dientes.

– Que están investigando las pistas posibles, pero que todos los días hay yonquis que abandonan sus casas. Más o menos me han dicho que les deje en paz. No he llegado a ninguna conclusión hablando con ellos por teléfono, se han limitado a ignorarme. Bailey lleva ausente tres días y aún no la consideran una persona desaparecida.

– Es cierto que todos los días hay yonquis que se marchan de casa, Alex.

– Ya lo sé, pero ¿por qué iba a mentir la directora del parvulario?

– A lo mejor no miente. Puede que Bailey finja muy bien, o puede que tras una temporada de abstinencia haya vuelto a caer. De momento, centrémonos en Hope. ¿Dices que la asistente social te ha comentado que se había pasado toda la noche pintando?

– Sí. Nancy Barker, la asistente, dice que es la única cosa que la niña ha hecho desde que la sacaron del armario. -El armario de casa de Bailey. El pánico empezó a invadirla, tal como le ocurría siempre que recordaba aquella casa-. Bailey sigue viviendo en la misma casa.

Meredith abrió los ojos como platos.

– ¿De verdad? Creía que la habían vendido hace años.

– No. He consultado por internet el registro de la propiedad. La escritura sigue estando a nombre de Craig.

La opresión que Alex sentía en el pecho se intensificó. Cerró los ojos y se concentró en relajar la mente. Meredith posó una mano sobre la suya y se la estrechó.

– ¿Estás bien, cielo?

– Sí. -Alex se sacudió para espabilarse-. Qué ataques de pánico más tontos. Tendría que tenerlo superado.

– Claro, como tienes poderes sobrehumanos… -dijo Meredith en tono inexpresivo-. En ese lugar ocurrió la peor desgracia de tu vida; deja ya de fustigarte por sentir lo mismo que sentiría cualquier ser humano, Alex.

Alex se encogió de hombros; luego frunció el entrecejo.

– Según Nancy Barker, la casa estaba hecha un desastre, había montones de basura por el suelo. Los colchones estaban viejos y rotos y en la nevera encontró comida en mal estado.

– Así es como me imagino yo la casa de un yonqui.

– Sí. Pero no encontraron ropa de Hope ni de Bailey. Ni una prenda, ni limpia ni sucia.

Meredith frunció el entrecejo.

– A juzgar por lo que dice la directora del parvulario, resulta extraño. -Vaciló-. ¿Tú has estado en la casa?

– No. -La palabra brotó de los labios de Alex con tanta brusquedad como un estallido de bala-. No -repitió más serena-. Aún no.

– Cuando lo hagas, te acompañaré, y no me lo discutas. ¿Sigue viviendo allí Craig?

«Concéntrate en el silencio.»

– No. Nancy Barker dice que han tratado de localizarlo, pero nadie sabe nada de él desde hace mucho tiempo. En los papeles del parvulario aparezco yo como persona de contacto en caso de urgencia.

– ¿Cómo sabía la asistente social a qué parvulario iba Hope?

– Se lo dijo la compañera de Bailey. Así fue como encontraron a la niña. Bailey no se había presentado en el trabajo y su compañera, preocupada por ella, aprovechó el descanso para ir a verla y comprobar si estaba bien.

– ¿Dónde trabaja Bailey?

– Es peluquera y, según parece, trabaja en un salón de los buenos.

Meredith se quedó perpleja.

– ¿En Dutton hay un salón de categoría?

– No. En Dutton está Angie's. -Su madre solía ir a Angie's los lunes cada dos semanas-. Bailey trabajaba en Atlanta. Tengo el teléfono de su compañera, pero ninguna de las veces que la he llamado estaba en casa. Le he dejado algunos mensajes en el contestador.

Meredith tomó uno de los cuadernos para colorear.

– ¿De dónde han salido todos esos cuadernos?

Alex ojeó la pila.

– Nancy Barker encontró uno en la mochila de Hope. Dijo que Hope tenía la mirada vacía, pero que cuando le acercó el cuaderno y los lápices de colores la niña empezó a pintar. Nancy intentó que Hope dibujara en una hoja en blanco con la esperanza de que expresara algo por medio de sus dibujos, pero Hope siguió aferrada al cuaderno. Ayer a última hora de la tarde se quedó sin cuadernos para pintar y tuve que pagar al botones para que fuera a la tienda a comprar más. Y también más colores.

Alex observó la caja que originalmente contenía sesenta y cuatro lápices. Ahora quedaban cincuenta y siete; estaban todos los colores excepto el rojo. Todos los lápices de esa gama habían quedado reducidos por el uso a poco más de un centímetro.

– Le gusta el rojo -apuntó Meredith.

Alex tragó saliva.

– No quiero ni pensar lo que eso supone.

Meredith se encogió de hombros.

– Puede que solo signifique que le gusta el rojo.

– Pero tú no lo crees.

– No.

– Aún tiene un lápiz rojo en la mano. Al final he desistido y he dejado que se fuera a la cama con él.

– ¿Qué pasó anoche cuando se le acabaron los lápices rojos?

– Se echó a llorar, pero en ningún momento dijo nada.

Alex se estremeció.

– He visto miles de niños llorar en las salas de urgencias, de dolor, de miedo… pero nunca de ese modo. Era como… el llanto frío de un robot, inexpresivo. No emitió ni un sonido, ni una palabra. Luego entró en lo que parecía un estado catatónico. Me asusté tanto que decidí llevarla al ambulatorio de la ciudad. El doctor Granville la examinó y dijo que no era más que un shock.

– ¿Le hizo alguna prueba?

– No. La asistente social me dijo que había llevado a la niña a urgencias el viernes al encontrarla escondida en el armario. Le hicieron análisis de tóxicos y anticuerpos para comprobar los niveles inmunológicos. Tenía puestas las vacunas correspondientes y todo lo demás estaba en regla.

– ¿Quién es su médico de cabecera?

– No lo sé. Granville, el médico del centro sanitario de la localidad, dijo que nunca había visitado a Bailey ni a Hope por motivos de salud. Parecía sorprendido de que Hope estuviera tan limpia y bien cuidada, como si alguna otra vez la hubiera visto sucia. Quería medicarla, sedarla.

Meredith arqueó las cejas sorprendida.

– ¿Se lo permitiste?

– No. Se molestó un poco y me preguntó por qué había llevado a la niña si no quería que la tratara. Pero a mí no me hizo gracia la idea de medicar a una niña pequeña si no era absolutamente necesario. Hope no se mostraba violenta y no parecía que hubiera peligro de autolesión, así que no acepté que la medicara.

– Estoy de acuerdo. ¿Así que en todo este tiempo Hope no ha pronunciado palabra? ¿Seguro que puede hablar?

– La directora del parvulario dice que es muy parlanchina, que tiene mucho vocabulario. De hecho ya sabe leer.

Meredith se sorprendió.

– Ahí va, ¿cuántos años tiene? ¿Cuatro?

– Recién cumplidos. La directora me explicó que Bailey le leía todas las noches. Meredith, nada de todo eso es propio de una drogadicta dispuesta a abandonar a su hija.

– Tú también piensas lo peor.

Algo en la voz de Meredith chocó a Alex.

– ¿Tú no? -preguntó.

Meredith se quedó impasible.

– No lo sé. Solo sé que tú siempre has disculpado a Bailey. Pero ahora no se trata solo de Bailey, sino de Hope y de qué es lo mejor para ella. ¿Vas a llevártela a casa? A tu casa, me refiero.

Alex pensó en el pequeño piso donde vivía sola. Richard se había quedado con la casa, Alex no la quería. Sin embargo, su piso era lo bastante grande para ella y una niña.

– Sí, esa es mi intención. Pero Meredith, si a Bailey le ha ocurrido algo malo… Quiero decir que si ha cambiado y resulta que está en peligro…

– ¿Qué harás entonces?

– Aún no lo sé. No llegué a ninguna conclusión hablando por teléfono con la policía y no podía dejar sola a Hope para acudir en persona. ¿Puedes quedarte conmigo unos días y ayudarme a cuidar de Hope mientras lo averiguo?

– Todas las visitas de los pacientes más graves me las han trasladado al miércoles, me lo dijeron justo antes de venir. Tengo que volver el martes por la noche. Es todo cuanto puedo hacer por ti de momento.

– Es mucho. Gracias.

Meredith le estrechó la mano.

– Ahora acuéstate un rato, yo dormiré en el sofá. Si me necesitas, despiértame.

– Yo dormiré con Hope. Rezo para que descanse toda la noche. Hasta ahora ha conseguido dormir muy pocas horas de un tirón, enseguida se despierta y se pone a colorear. Si te necesita, te avisaré.

– No me refería a Hope, me refería a ti. Ahora vete a dormir.


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