Capítulo 10

Martes, 30 de enero, 15.45 horas.


– Bailey. -La voz de Beardsley sonaba amortiguada-. Bailey, ¿estás ahí?

Bailey abrió un ojo y volvió a cerrarlo cuando la habitación empezó a darle vueltas y más vueltas.

– Estoy aquí.

– ¿Te encuentras bien?

Un sollozo se abrió paso a través de su garganta.

– No.

– ¿Qué te ha hecho?

– Me ha pinchado -respondió, tratando de que no le castañetearan los dientes. Temblaba con tanta fuerza que creyó que los huesos iban a partírsele y a atravesarle la piel-. Heroína.

Se hizo un silencio y luego se oyó una exclamación ahogada.

– Santo Dios.

O sea que lo sabía, pensó.

– Me esforcé tanto para superarlo… la primera vez.

– Lo sé. Wade me lo contó. Saldrás de aquí y volverás a superarlo.

«No -pensó Bailey-, estoy demasiado cansada para pasar por eso otra vez.»

– ¿Bailey? -El susurro de Beardsley denotaba apremio-. ¿Sigues conmigo? Necesito que conserves la claridad mental. Es posible que haya encontrado una forma de salir de aquí. ¿Me entiendes?

– Sí. -Pero sabía que era inútil. «Yo no saldré.» Había luchado contra los fantasmas todos los días durante cinco años. «Danos de comer, danos de comer. Solo un poco, para poder seguir adelante.» Sin embargo, se había resistido. Por Hope, y por ella. Y, con simplemente empujar el émbolo, él lo había echado todo por tierra.


Martes, 30 de enero, 15.45 horas.


El teléfono de su escritorio estaba sonando. No hizo caso y se quedó mirando la última carta. «Cómo no, tiene que llamarme a mí.» Aquello era peor de lo que nunca había imaginado.

El teléfono de su escritorio dejó de sonar y de inmediato empezó a vibrar el móvil. Lo aferró con furia.

– ¿Qué pasa? -espetó-. ¿Qué demonios quieres?

– He recibido otra. -Estaba sin aliento, aterrado.

– Ya lo sé.

– Quieren cien mil. Yo no tengo tanto dinero. Tienes que hacerme un préstamo.

Junto con las instrucciones sobre cómo debía entregarse el dinero había una hoja fotocopiada. Él la había arrugado con sus propias manos, había sido su reacción instintiva ante lo que parecía una inocente hoja con fotos, pero en realidad eran fotos obscenas.

– ¿Qué más has recibido?

– Una hoja con fotos del anuario. Son de Janet y de Claudia. ¿Tú también la has recibido?

– Sí. -Una hoja con fotos extraídas de su anuario y pegadas en orden alfabético. Diez chicas en total. Y sobre los rostros de Janet y Claudia había sendas cruces-. También aparece la foto de Kate -dijo con voz quebrada. «Mi hermanita.»

– Ya lo sé. ¿Qué voy a hacer?

«¿Qué voy a hacer?» Esa frase describía bien a Rhett Porter. Por el amor de Dios, la foto de Kate aparecía en esa hoja y Rhett solo se preocupaba por sí mismo. Qué egoísta era el llorón gilipollas.

– ¿Has recibido algo más? -preguntó.

– No. ¿Por qué? -El pánico agudizó media octava la voz de Rhett Porter-. ¿Qué más has recibido tú?

«Como si la foto de Kate no fuera suficiente.»

– Nada. -Pero no pudo disimular el tono de desprecio.

– Mierda, dímelo. -Ahora Rhett sollozaba.

– No vuelvas a llamarme. -Cerró el móvil que, de inmediato, empezó a vibrar de nuevo. Lo apagó y lo lanzó con tanta fuerza como pudo contra la pared.

Sacó un viejo cenicero del cajón de su escritorio. Nadie estaba autorizado a fumar en aquel despacho; ya no. Pero el cenicero había sido el regalo de su hijo con motivo del día del padre, un cenicero hecho por las inexpertas manitas de un niño de cinco años. Era un tesoro del que nunca se desharía. Su familia lo era todo para él. Tenía que protegerlos, costara lo que costase. No debían enterarse nunca.

«Eres un cobarde. Tienes que decir algo. Tienes que advertir a esas mujeres.»

Pero no lo haría, porque, si las advertía, tendría que explicar por qué lo sabía, y no estaba dispuesto a hacer eso. Encendió el mechero y rozó con la llama una esquina de la fotocopia, que poco a poco fue ardiendo y enroscándose hasta que dejó de ver la fotografía de su hermana, señalada con un círculo. Kate había terminado el bachillerato el mismo año que Janet Bowie y Claudia Silva Barnes. La amenaza estaba clara: paga o Kate será la próxima.

La última fotografía en arder fue la número once, la única que al parecer solo estaba en su fotocopia. Observó cómo el rostro de Rhett Porter se desfiguraba y se consumía hasta quedar reducido a cenizas.

«Rhett, imbécil de mierda. Eres hombre muerto, y todo por no saber mantener la puta boca cerrada.» Cuando la fotocopia hubo ardido por completo, vertió las cenizas en el café que llevaba sin probar desde la mañana. Se puso en pie y se arregló la corbata.

«Yo, en cambio, aprendo rápido.» Se esmeró en doblar la hoja con las instrucciones sobre el depósito bancario y la guardó en la cartera. Conocía a un tipo que podía hacer una transferencia y era capaz de mantener la boca cerrada. Limpió el cenicero con un pañuelo de papel y volvió a guardarlo con cuidado en el cajón. Tenía que ir al banco.


Dutton, martes, 30 de enero, 15.45 horas.


Santo Dios. Alex. El corazón de Daniel se disparó al enfilar la calle de casa de Bailey Crighton. Junto a la acera había estacionada una ambulancia cuyas luces parpadeaban.

Se acercó corriendo hasta allí. Alex se encontraba en el asiento trasero, con la cabeza entre las rodillas.

Se esforzó por serenar la voz a pesar de que el corazón le atoraba la garganta.

– Hola.

Ella levantó la cabeza; estaba pálida.

– No es más que una casa -susurró-. ¿Por qué no puedo superarlo?

– ¿Qué ha ocurrido?

El médico apareció por el lado opuesto del vehículo.

– Ha sufrido un simple ataque de pánico -dijo en tono condescendiente. Alex alzó de golpe la barbilla y quiso fulminarlo con la mirada, pero no dijo nada y el médico no se disculpó.

Daniel la rodeó con el brazo.

– ¿Qué ha ocurrido con exactitud, cariño? -musitó mientras se fijaba en el maletín del médico. P. Bledsoe. Recordaba a la familia con vaguedad.

Alex se apoyó en él.

– He intentado entrar, y al llegar al porche de la entrada he empezado a encontrarme mal.

Bledsoe se encogió de hombros.

– La hemos examinado. Tiene la tensión un poco alta, pero nada fuera de lo común. Lo más seguro es que con unos tranquilizantes baste -dijo lo último en un tono irónico que Daniel no comprendió hasta que Alex dio un respingo.

«Qué hijo de puta.» Daniel se puso en pie, la ira nublaba su visión.

– ¿Qué ha dicho?

Alex le tiró con suavidad de la chaqueta.

– Daniel, por favor.

Pero su voz expresaba vergüenza y Daniel explotó.

– No, eso es imperdonable.

Bledsoe pestañeó con aire inocente.

– Solo he sugerido que a la señorita Tremaine le conviene tranquilizarse.

Daniel entornó los ojos.

– Sí, y una mierda. Vaya mentalizándose para rellenar unos cincuenta formularios, amigo, porque le aseguro que su responsable va a enterarse de esto.

Bledsoe se sonrojó.

– No pretendía ser desagradable.

– Cuéntele eso a su responsable. -Daniel tomó a Alex por la barbilla y le alzó la cabeza-. ¿Puedes caminar?

Ella apartó la mirada.

– Sí.

– Pues vámonos. Puedes sentarte en mi coche.

Ella guardó silencio hasta que llegaron. Él le abrió la puerta del acompañante pero ella se apartó cuando trató de ayudarla a entrar.

– No tendrías que haberle dicho nada. Solo me falta tener más enemigos en esta ciudad.

– Nadie tiene derecho a hablarte así, Alex.

Los labios de Alex dibujaron una mueca.

– Eso ya lo sé yo, ¿no crees? ¿No te parece que ya resulta bastante humillante no poder entrar ahí? -Su tono era frío-. Lo que ha insinuado es cierto. Me tomé un bote entero de tranquilizantes y estuve a punto de acabar con mi vida.

– Eso ahora no importa.

– Claro que no importa. Lo que importa es tener a la gente de esta ciudad de mi parte hasta que descubra qué le ha ocurrido a Bailey. Después me dará igual. No pienso quedarme a vivir aquí.

Daniel pestañeó. Por primera vez cayó en la cuenta de que ella había retomado en cierto modo la vida que en su día abandonó de forma tan abrupta.

Los hombros de Alex se hundieron y la apariencia de frialdad se desvaneció.

– Lo siento, sé que tratabas de ayudarme. Olvidémoslo y ya está. -Se agachó para entrar en el coche y entonces su expresión se relajó-. Riley.

Riley estaba sentado ante el volante, muy atento y husmeando.

– Le gusta el coche -dijo Daniel.

– Ya lo veo. Hola, Riley. -Mientras le rascaba las orejas se volvió para mirar la casa de Bailey a través de la ventanilla del conductor-. Una mujer adulta no debería tener miedo de una casa.

– ¿Quieres volver a intentarlo? -la animó Daniel.

– Sí. -Salió del coche y Riley pisó el cambio de marchas para saltar al asiento del acompañante, dispuesto a seguirla. Alex mostraba una expresión severa-. No permitas que huya, hazme entrar.

– A Ed no le gustaría que vomitaras en el escenario del crimen -dijo él con ligereza. La tomó del brazo y estampó la puerta del coche en las narices de Riley.

Ella ahogó una risita.

– Si me pongo verde, sal corriendo.

No obstante, el tono risueño desapareció en cuanto se aproximaron a la casa. Alex aminoró el paso y todo su cuerpo empezó a temblar. Daniel constató que se trataba de una reacción física.

– TEPT. Estrés postraumático -musitó. Tenía todos los síntomas.

– Ya me lo imaginaba -masculló ella-. No permitas que huya, prométemelo.

– Te lo prometo. Pero estaré todo el rato pegado a ti. -La empujó ligeramente hacia la escalera del porche de entrada.

– Antes he llegado hasta aquí -dijo ella entre dientes. Tenía el rostro muy pálido.

– Antes yo no estaba contigo -dijo él.

Al llegar ante la puerta abierta ella se echó atrás y Daniel la empujó hacia delante con gesto suave pero firme. Ella se tambaleó y él la sujetó y la ayudó a sostenerse en pie. Ahora temblaba con violencia y la oyó hablar para sí.

– Silencio, silencio.

– ¿Oyes los gritos? -preguntó, y ella asintió. Daniel estiró la cabeza por encima del hombro de ella. Tenía los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho, el rostro crispado y los ojos cerrados, también con fuerza. Sus labios se movían como si repitiera «silencio, silencio.» Daniel la rodeó por la cintura y la atrajo hacia sí-. Lo estás haciendo muy bien. Ya estás en el salón, Alex.

Ella se limitó a asentir; mantenía los ojos cerrados con fuerza.

– Dime qué hay.

Daniel resopló.

– Bueno, está todo revuelto. Hay basura tirada por el suelo.

– Noto la peste.

– También hay un viejo colchón, sin sábanas. Está manchado.

– ¿De sangre? -preguntó ella entre dientes.

– No, lo más probable es que sea de sudor. -Ella seguía temblando, pero no con tanta violencia. La resguardó bajo su barbilla, encajaba en el hueco a la perfección-. Hay un antiguo cuadro colgado en la pared, está torcido. Es un paisaje de playa, con dunas. Se ve viejo y descolorido.

La notó relajarse contra sí, un poco más a cada minuto que pasaba.

– Antes ese cuadro no estaba. -Abrió los ojos y ahogó una exclamación-. Las paredes están pintadas. -Su voz expresaba alivio y Daniel se preguntó cómo debía de aparecer la casa en sus sueños.

En esa estancia fue donde encontró a su madre muerta. A lo largo de su carrera Daniel había descubierto a más de un suicida que se había pegado un tiro en la cabeza. Al menos una de las paredes debía de haber quedado cubierta de sangre, sesos y esquirlas de hueso. Qué horrible recuerdo debía de haber soportado durante todos esos años.

– La alfombra es azul -dijo él.

– Antes era marrón. -Miró alrededor, lo observó todo-. Todo está diferente.

– Han pasado trece años, Alex. Es normal que hayan limpiado y pintado. Nadie podría vivir en esta casa tal como tú la recuerdas.

Ella rió denotando reprobación hacia sí misma.

– Ya lo sé. Bueno, se supone que debería saberlo.

– Chis. -La besó en la coronilla-. Lo estás haciendo muy bien.

Ella asintió y se la oyó tragar saliva.

– Gracias. Uau, la policía tenía razón, esto parece una pocilga. -Apartó el colchón con la punta del pie-. ¿En qué estabas pensando, Bailey?

– ¿Quieres venir conmigo a buscar a Ed?

Ella asintió con apremio.

– Sí -dijo enseguida-. No…

«No me dejes sola.»

– No te dejaré, Alex. ¿Sabes cómo caminaban en los viejos vodeviles? Nosotros haremos igual.

Ella se echó a reír, pero su risa traslucía dolor.

– Todo esto es ridículo, Daniel.

Él empezó a andar sin apartarse de ella.

– ¿Ed? -llamó.

La puerta trasera se cerró y Ed entró en la casa a través de la cocina. Su seriedad se transformó en sorpresa cuando vio a Alex.

– ¿Qué ha dicho el médico? ¿Está bien?

– ¿Lo has avisado tú? -preguntó Daniel.

– Sí. Estaba blanca como la pared y tenía el pulso por las nubes.

– Gracias, agente Randall -dijo Alex, y Daniel notó su voz teñida de vergüenza-. Ya estoy bien.

– Me alegro. -Miró a Daniel con expresión ligeramente divertida-. Me he ofrecido a abrazarla, pero se ha negado en redondo.

Daniel le lanzó una mirada que parecía decir «ni se te ocurra», y Ed tuvo que aguantarse la risa. Luego se puso serio y, con los brazos en jarras, observó la habitación.

– Esto está preparado -afirmó Ed, y Daniel notó cómo Alex erguía la cabeza bajo su barbilla.

– ¿Qué?-exclamó.

– Sí, señorita. Alguien tiene interés en que la casa parezca hecha un desastre. La alfombra está sucia, pero las manchas no han traspasado al suelo. La base está limpia, lo que quiere decir que la han aspirado a menudo y hasta hace poco. Es cierto que está todo cubierto de polvo. Hemos tomado muestras y las examinaremos en el laboratorio, pero me temo que la composición será la misma en todas. Parece una mezcla de ceniza y suciedad. Los lavabos están tan limpios que podría beberse en la taza del váter. -Sus labios se curvaron-. No es que le esté sugiriendo que lo haga, ¿eh?

– La asistente social dice que encontraron a Hope dentro de un armario. -Lo señaló con el dedo-. De ese.

– Lo examinaremos.

Daniel conocía a Ed lo suficiente para saber que la cosa no quedaba ahí.

– ¿Qué más has encontrado?

Alex se tensó contra él.

– Dígamelo, por favor.

– En el terreno de detrás de la casa tuvo lugar una pelea. Hemos encontrado sangre.

– ¿Cuánta? -preguntó Alex, en voz muy baja.

– Mucha. Cubrieron la zona con hojas, pero anoche el viento las arrastró. Hemos visto muchas hojas manchadas de sangre. Lo siento.

Ella asintió con vacilación. De nuevo estaba temblando.

– Lo comprendo.

Daniel la abrazó con más fuerza.

– ¿Habéis encontrado sangre dentro de la casa, Ed?

– Todavía no, pero acabamos de empezar. ¿Por qué?

– Porque Hope no para de pintar con lápices de color rojo -respondió Alex por Daniel-. Si estuvo todo el tiempo escondida en el armario, no pudo ver la sangre.

– O sea que o bien lo vio a través de la ventana o bien estaba fuera -concluyó Daniel.

– Lo comprobaremos -prometió Ed.

Daniel tiró de Alex.

– Venga, Alex. Vamos fuera. Ya has visto bastante.

Ella alzó la barbilla.

– Todavía no. ¿Puedo subir a la planta superior, agente Randall?

– Si no toca nada, sí.

Sin embargo, Alex no se movió. Daniel se inclinó y le susurró al oído.

– ¿Qué prefieres? ¿Caminamos tipo vodevil o te cargo sobre mi hombro, tipo troglodita?

Ella cerró los ojos y apretó los puños vendados.

– Tengo que hacerlo, Daniel. -Pero la voz le temblaba. Aquella situación superaba su capacidad de serenarse, incluso de sentir miedo.

Daniel no tenía muy claro que fuera una buena idea. Vio cómo cambiaba de semblante. Estaba pálida y tenía la frente cubierta de sudor frío. Aun así, la estrechó para alentarla.

– Si eso es lo que quieres, te acompañaré.

Ella se dirigió a la escalera y se detuvo en seco. Temblaba de pies a cabeza y su respiración era rápida y superficial. Se aferró al pasamanos, cerrando los dedos alrededor como si fueran garras.

– No es más que una puta casa -masculló, y subió dos escalones antes de detenerse de nuevo.

Daniel le volvió la cabeza de modo que pudiera mirarlo. Tenía los ojos vidriosos y llenos de terror.

– No puedo -musitó.

– Pues no lo hagas -musitó él.

– Tengo que hacerlo.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero tengo que hacerlo. -Cerró los ojos y se estremeció de dolor-. Los gritos son muy fuertes -dijo. Parecía una niña.

– ¿Qué dicen? -preguntó él, y ella abrió los ojos de golpe. ¿Qué?

– ¿Qué dicen cuando gritan?

– «No.» Y ella dice: «Te odio. Te odio. Ojalá te mueras.» -Las lágrimas rodaban por sus mejillas cenicientas. Daniel se las enjugó con el pulgar.

– ¿Quién lo dice?

Ella sollozaba en silencio.

– Mi madre. Es mi madre.

Daniel le dio la vuelta y la abrazó, y ella se aferró a las solapas de su chaqueta mientras todo su cuerpo se agitaba con la fuerza de su llanto silencioso. Daniel bajó los pocos escalones que habían subido y la arrastró consigo.

Cuando salieron el médico estaba colocándolo todo en la ambulancia para marcharse. Bledsoe miró a Alex; estaba encorvado y se movía con paso vacilante. Se dispuso a acercarse a ellos, pero Daniel le lanzó su mirada más glacial y Bledsoe se detuvo en seco.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Bledsoe.

– No es un simple ataque de pánico -le espetó Daniel-. Quítese de en medio.

Bledsoe empezó a retroceder.

– Lo siento, no creía que…

– Me da lo mismo lo que usted creyera o dejase de creer. Le he dicho que se mueva, joder.

Bledsoe retrocedió hasta el bordillo con aire afligido.

– ¿Ya está bien?

Ella seguía sollozando entre los brazos de Daniel, y a él se le partió el corazón.

– No, pero lo estará.


Dutton, martes, 30 de enero, 18.45 horas.


Una esbelta pelirroja aguardaba sentada en la escalera de entrada a casa de Alex, con la cabeza apoyada en las manos. La puerta estaba abierta y en cuanto Daniel puso un pie fuera del coche oyó las seis notas de las que le había hablado Alex. Sonaban una vez, y otra, y otra más.

La pelirroja levantó la cabeza y en el la Da niel vio a una mujer frustrada y al límite de su capacidad de control. Entonces ella reparó en Alex y se puso en pie sin dejar de mirarla.

– Dios mío. ¿Qué ha ocurrido?

– Está bien -dijo Daniel. Rodeó el coche y ayudó a Alex a levantarse-. Vamos, Riley. -El basset saltó a la calle con aire holgazán. Alex hizo una mueca al oír la música. -¿Todavía sigue tocando?

La pelirroja asintió.

– Sí.

– ¿Y por qué no desenchufa el órgano? -preguntó Daniel, y la mujer le lanzó una mirada tan llena de ira que estuvo a punto de hacerlo retroceder-. Lo siento.

– He intentado desenchufar el órgano -soltó entre dientes-, y se ha puesto a gritar, muy fuerte. -Miró a Alex con frustración e impotencia-. Alguien ha llamado a la policía.

– Bromeas -le espetó Alex-. ¿Quién ha venido?

– Un agente llamado Cowell. Ha dicho que si no conseguíamos que la niña dejara de gritar, tendría que avisar a los Servicios Sociales, pues los vecinos se habían quejado. He vuelto a enchufar el órgano hasta que decidamos qué hacer. Alex, es posible que tengamos que sedarla.

Alex dejó caer los hombros.

– Joder. Daniel, esta es mi prima, la doctora Meredith Fallon. Meredith, este es el agente Daniel Vartanian. -Bajó la vista a sus pies-. Y este es Riley.

Meredith asintió.

– Me lo imaginaba. Entra, Alex. Tienes un aspecto horrible. Por favor, agente Vartanian, disculpe mi grosería. Tengo los nervios a flor de piel.

A él también empezaba a cargarlo la musiquita, y eso que solo llevaba oyéndola unos minutos. No podía imaginarse lo que debía de suponer oírla durante horas. Las siguió al interior de la casa, donde una pequeña de rizos rubios estaba sentada frente al órgano y tocaba todo el rato las mismas seis notas con un solo dedo. Ni siquiera pareció darse cuenta de que ellos estaban allí.

Alex apretó la mandíbula.

– Esto ya ha durado bastante. Tenemos que conseguir que Hope hable. -Se dirigió a la pared y desenchufó el órgano. De inmediato la música cesó y Hope levantó la cabeza con gesto airado. Abrió la boca y su pecho se hinchió a medida que iba llenando de aire los pulmones, pero antes de que pudiera emitir un solo ruido Alex se había plantado frente a ella-. No lo hagas. No grites. -Posó las manos en los hombros de la niña-. Mírame, Hope. Ahora.

Hope, sobresaltada, levantó la cabeza para mirar a Alex. Meredith, apostada junto a Daniel, soltó un resoplido de frustración.

– «No grites» -masculló con sarcasmo-. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

– Chis -la advirtió Daniel.

– Vengo de tu casa, Hope -dijo Alex-. Mira, cariño, sé lo que viste. Sé que alguien hizo daño a tu mamá.

Meredith se quedó mirando a Daniel.

– ¿Ha estado en la casa? -preguntó moviendo los labios en silencio, y él asintió.

Hope miraba a Alex; su pequeño rostro expresaba tormento. Sin embargo, en vez de gritar dejó que las lágrimas rodaran en silencio por sus mejillas.

– Estás asustada -dijo Alex-. Yo también. Pero escucha, Hope, tu mamá te quiere, y tú lo sabes. Nunca te abandonaría por voluntad propia.

Daniel se preguntó si Alex estaba tratando de convencer a Hope o a sí misma. «Te odio. Ojalá te mueras.» Tanto si su madre había pronunciado realmente aquellas palabras como si no, lo cierto era que en la mente de Alex lo hacía. La carga que suponía vivir con eso era tremenda, Daniel lo sabía muy bien.

Todavía con lágrimas en las mejillas, Hope empezó a mecerse en la banqueta del órgano. Alex ocupó un lugar a su lado, estrechó a la niña entre sus brazos y se meció con ella.

– Chis, yo estoy aquí, y Meredith también. No te dejaremos, no te pasará nada.

Riley se acercó con sigilo hasta donde Alex se encontraba abrazada a Hope y le tocó el muslo con el hocico.

Alex tomó el puño cerrado de Hope, le extendió los dedos y le colocó la mano sobre la cabeza de Riley. Este soltó uno de sus profundos suspiros y posó el hocico en la rodilla de Hope. La niña empezó a acariciar la cabeza del perro.

Meredith Fallon exhaló un suspiro entrecortado y se dirigió a Daniel.

– Espero que no haga con su perro como con los colores y con el órgano. Si no, para esta noche Riley se habrá quedado calvo.

– Le pondré un crecepelo en la comida -dijo Daniel.

Meredith ahogó una carcajada que más bien sonó a sollozo.

– Así que ha entrado en la casa.

Daniel suspiró.

– Sí.

– Y usted ha entrado con ella.

– Sí.

– Gracias. -Se aclaró la garganta-. Alex, tengo hambre y necesito salir de esta casa. Esta mañana, mientras hacía footing, he visto una pizzería cerca de correos.

– ¿Presto's Pizza? -preguntó Daniel, sorprendido.

– ¿La conoce? -se extrañó Meredith, y él asintió.

– De niño me alimentaba a base de sus rodajas de salchichón. No sabía que todavía existiera.

– Pues entonces iremos ahí. Alex, maquíllate un poco, hoy cenamos fuera.

Alex levantó la cabeza y la miró con mala cara.

– No puede ser. Tenemos que ir a ver a la hermana Anne.

– Iremos después, a Hope también le conviene salir. Yo me he pasado el día llevándola entre algodones y observando todas sus reacciones. Tú has conseguido un cambio cualitativo, no quiero que retroceda.

– Nosotros también tenemos que cenar, Alex -terció Daniel, y ello le valió una agradecida mirada de Meredith-. No tardaremos mucho y luego iremos al centro de acogida. Además, nunca se sabe quién puede aparecer mientras cenamos. El tipo que ha intentado atropellarte te había estado espiando. Si no es él quien se llevó a Bailey, al menos puede que sepa quién lo hizo.

Ella asintió.

– Tienes razón, y no se trata solo de Bailey. También están las otras mujeres. Lo siento, Daniel, he sido una egoísta. Supongo que no pienso con demasiada claridad.

– No te preocupes, ha sido un día muy ajetreado. -Y como le pareció que lo necesitaba, se le acercó y la estrechó entre sus brazos. Ella posó la mejilla en su pecho y entonces Daniel se dio cuenta de que también él lo necesitaba-. Ve a cambiarte de ropa. -Miró a Hope, que seguía acariciando la cabeza de Riley. El perro le dirigió una sentida mirada y Daniel soltó una risita-. Date prisa, si no tendremos que ponerle una peluca a Riley.


Martes, 30 de enero, 19.00 horas.


Aferró el volante y miró por el retrovisor. Se pasó la lengua por los labios, nervioso. Todavía lo tenía detrás. El coche lo había estado siguiendo desde que entrara en la US-19.

Rhett Porter no tenía ni idea de adónde iba. Todo cuanto sabía era que tenía que huir. «Tengo que huir.» Lo tenían fichado. Lo supo en cuanto oyó a su amigo decir «nada» en aquel tono de desprecio. Su amigo. ¡Ja! Menudo amigo, que lo dejaba tirado como a un trapo sucio en cuanto las cosas se ponían feas.

Huiría. Sabía cosas; cosas de las que a cualquier fiscal que se preciara le encantaría enterarse, y pagaría por ello. Él a cambio pediría que lo protegieran como a un testigo.

Se mudaría a un lugar apartado, cambiaría de acento. Desaparecería.

Oyó acelerar el coche tras de sí un instante antes de sentir el golpe. El volante le saltó de las manos a la vez que los neumáticos se salían de la carretera. Se esforzó por hacerse con el control, pero era demasiado tarde. Vio que dejaba atrás la carretera, vio los árboles pasar a toda velocidad junto a la ventanilla. Oyó el crujido metálico contra la madera.

Notó el tremendo golpe en la cabeza, el dolor punzante en el pecho, la sensación de mareo cuando el coche empezó a rodar. Le llegó el olor férreo de la sangre. La suya. «Estoy sangrando.»

Cuando todo dejó de dar vueltas a su alrededor levantó la cabeza, aturdido. Estaba boca abajo, todavía sujeto al asiento. Oyó pasos y vio las rodillas de quien se agachó para mirar dentro de la chatarra que antes era su coche. Sus esperanzas se desvanecieron en cuanto los ojos que conocía bien y en los que un día confió lo observaron a través del cristal resquebrajado del parabrisas.

Aun así, lo intentó.

– Ayúdame -gimió.

Los ojos alzaron la mirada en señal de exasperación.

– Tenías que llevar puesto el cinturón de seguridad. Ni siquiera eres capaz de morirte en condiciones.

La mirada desapareció. Los pasos se alejaron, luego volvieron a oírse cerca.

– Ayúdame, por favor.

– Eres un capullo, Porter. -Terminó de romper el cristal con el codo, introdujo la mano por el hueco y retiró las llaves del contacto. Instantes después devolvió las llaves a su sitio. Rhett sabía que faltaba una. Estuvo a punto de sonreír; ojalá pudiera estar allí para observar sus caras de estupefacción cuando vieran qué era lo que encerraba esa llave.

Luego percibió olor de gasolina y la emanación acre de la yesca al quemarse, y supo lo que le iba a ocurrir.

«Voy a morir.» Cerró los ojos y maldijo al hombre a quien durante tanto tiempo había encubierto. Le había guardado el secreto trece años, y ahora… «Os veré en el infierno.»


De pie en la carretera, con los brazos en jarras, contempló cómo las llamas engullían el coche que yacía allí abajo. Incluso desde donde él estaba notaba el calor. No tardaría en aparecer alguien. Guardó el bidón de gasolina en el maletero y se puso en marcha. «Adiós, Igor. Cabrón imbécil.»

Mientras se alejaba tragó saliva. Un día habían sido once. Ahora solo quedaban tres.

Él había eliminado a dos. Nunca llegaron a encontrar el cadáver de DJ. Recordó el olor sulfúreo de la marisma, el ruido del agua al arrojar el cadáver de DJ por la borda de su embarcación. Imaginó que aquella noche algún caimán se habría dado un buen festín.

DJ suponía un lastre. El juego, la bebida, las mujeres. Cuántas mujeres. No sin motivo habían apodado a Jared O'Brien «Don Juan». Cuando se emborrachaba, Jared se liaba a dar voces y en cuestión de poco tiempo los habría puesto a todos en un compromiso. O se salvaba Jared o se salvaba el resto. No resultaba difícil elegir.

Por algún motivo le había costado más matar a Igor. Cuando el fuego acabara con Rhett Porter, no quedaría gran cosa de él, así que materialmente no había una gran diferencia, excepto que esa noche algún caimán tendría que irse a dormir con el estómago vacío.

Pensó en los otros dos desaparecidos. Daniel Vartanian se había cargado a Ahab. Claro que nunca habían llamado así a Simon cuando él estaba delante. El muy cabrón daba miedo, su pierna ortopédica no era más que una de las muchas cosas que resultaban intocables. Recordaba el día del primer entierro de Simon. Todos se habían sentido aliviados, solo que ninguno se atrevió a decirlo.

¿Y el otro? Fue cuestión de relajarse y esperar. Le sorprendió de veras que El Oficial viviera tanto tiempo, que consiguiera esquivar tantos balazos en todos los confines en guerra del planeta. Al fin un rebelde iraquí había eliminado a Wade. Lo primero que sintió fue alivio al enterarse de que el héroe de guerra de Dutton regresaba a casa dentro de un ataúd. Durante años Wade Crighton había sido un cabo suelto que hacía falta cortar. Era el único que había abandonado la ciudad, el único que estaba lejos de la vista y del control de los demás.

«Excepto Simon, claro», pensó. Durante todos esos años creyeron que estaban a salvo con él muerto. Debería de estarle agradecido a Daniel Vartanian por haber acabado con el cabrón de una vez por todas, pero la simple idea de agradecer algo a Daniel le provocaba arcadas. Simon daba miedo, pero Daniel era un engreído y eso lo ponía de muy mal humor.

Ahora tanto Simon como Wade habían desaparecido, igual que Rhett y Jared.

Ahora solo quedaban tres. Tanto Simon como Wade habían muerto sin que él tuviera nada que ver, y habían dejado la incógnita del paradero de sus llaves. Una semana atrás creía que el hecho de encontrar las llaves resolvería todos sus problemas, pero ahora eso se le antojaba una nimiedad.

Janet y Claudia habían muerto; las habían encontrado en las mismas condiciones que a Alicia Tremaine. «Y no las he matado yo.» Tampoco había sido su jefe. «Fui idiota al pensar que podría haber sido él.» Harvard era morboso y retorcido pero no idiota.

De jóvenes, todos se habían comportado como idiotas, pero ahora eran hombres hechos y derechos, modelos a seguir para la sociedad. Se habían concedido aquella frágil tregua que duró varios años, ya que ninguno de ellos quería echar a perder la vida que se había labrado, el respeto que se había ganado.

Alguna otra persona había matado a Janet y a Claudia, alguien que había recreado el asesinato de Alicia hasta el último detalle. Podría tratarse de un simple imitador.

De no ser por que sabía lo de las llaves. Alguien los estaba provocando. Pensó en Rhett Porter. Alguien quería aterrorizarlos. Rhett había sucumbido al terror y ahora estaba muerto.

Quedaban solo tres. Si ninguno más sucumbía, no habría forma de que nadie descubriera nada; no podrían relacionarlos con el asesinato de Alicia Tremaine.

A fin de cuentas no la habían matado ellos. Ellos la habían violado, pero no la mataron ni la arrojaron a la cuneta envuelta en una manta. El hombre que había matado a Alicia Tremaine llevaba trece años pudriéndose en la cárcel. Nadie podía tacharlos de nada mientras conservaran la calma. Lo único que hacía falta era conservar la calma.

«Conservar la calma, y pensar.» Tenían que descubrir quién había matado a esas mujeres antes de que lo hiciera Vartanian, porque si él daba primero con ese hijo de puta… Quien había matado a Janet y Claudia sabía lo del club, y el muy cabrón lo contaría. Entonces toda la vida que se habían labrado se vendría abajo. Acabaría destrozada.

«Tengo que averiguar qué demonios sabe Daniel Vartanian.» ¿Por qué entre tantos agentes tenían que haberle asignado el caso a Vartanian? ¿Es que él sabía algo? ¿Sabía lo de Simon? «¿Sabrá lo nuestro?» ¿Habría encontrado Vartanian la llave de Simon?

Apretó los dientes y tamborileó sobre el freno de mano. El coche que precedía al suyo iba a paso de tortuga, no tenía ninguna prisa. Le hizo luces y el coche cambió inmediatamente de carril y le dejó el paso libre. «Más te vale.»

Centró la mente en la carretera despejada. Eso le ayudaría a aclarar las ideas, a pensar. Si Vartanian sospechaba algo, no había soltado prenda. Claro que Daniel siempre había sido más bien hermético. Él, a su manera y con aquellos ojos, también daba miedo.

Además, se había enredado con Alex Fallon, que en sí ya representaba un gran problema. Aunque descubrieran quién había matado a Janet y a Claudia, el daño ya estaba hecho. Todo el mundo hablaba de Alicia Tremaine, de cómo había muerto. Solo faltaba tener a Alex Fallon, la viva imagen de Alicia, merodeando por la ciudad para excitar los ánimos.

Alex Fallon seguía merodeando por la ciudad porque Bailey no había aparecido. Ya no ejercía ningún tipo de control sobre lo que pudiera ocurrirle a Bailey Crighton, pero sí sobre lo que pudiera ocurrirle a Alex Fallon. Esa tarde su hombre la había cagado bien. Se suponía que tenía que espiar a Fallon, informarlo y evitar que hablara con quien no debía. No esperaba que fuera a atropellarla en medio de la calle. Había otras formas, más discretas, de quitar a las personas de en medio.

Eso él lo sabía bien. Se libraría de Alex Fallon con discreción y luego averiguaría quién los estaba provocando con los asesinatos y las llaves. Lo haría antes de que Vartanian diera con aquel cabrón.

Si Daniel descubría qué había ocurrido en realidad, todo lo demás dejaría de tener importancia. Irían a la cárcel. «Antes la muerte.» Pisó a fondo el acelerador y regresó a la ciudad. No pensaba permitir que lo metieran en la cárcel, y no pensaba morir para evitarlo. Tenía muchas cosas que hacer.


Mack bajó la cámara mientras una lúgubre sonrisa se dibujaba en su rostro. Sabía que acabarían matándose entre ellos, solo que no esperaba que empezaran tan rápido. Durante el último mes, cada vez que alguno de los cuatro salía de la ciudad Mack lo seguía. Casi siempre lo obsequiaban con algún maravilloso secreto que ninguno de ellos querría que se supiera, y desde luego esa noche no había sido una excepción.

Ahora, de los cuatro quedaban solo tres y Mack estaba un paso más cerca de ver realizado su sueño. Revisó las fotografías que acababa de tomar. Su plan para los tres restantes era sólido, pero esas fotos le servirían como plan B por si el primero fracasaba. Siempre había que contar con un posible imprevisto, siempre había que tener una salida de emergencia, una escapatoria. Un plan B. Era otra de las cosas que había aprendido en la cárcel y nunca olvidaría.

Hablando de aprender, tenía que dar otra lección. Al cabo de pocas horas se habría convertido en el dueño de otra chica y de un precioso Corvette.

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