Capítulo 7

Dutton, martes, 30 de enero, 01.55 horas.


Alex cerró la puerta y se apoyó en ella con los ojos cerrados. Aún tenía el corazón acelerado. Se acercó las manos a la cara y se deleitó con el olor que le impregnaba las manos. Casi se le había olvidado lo bien que podía llegar a oler un hombre. Abrió los ojos con un suspiro y se tapó la boca para ahogar un grito de sorpresa.

Meredith se encontraba sentada junto a la mesa, eligiendo un sombrero para Mr. Potato. Sonrió mientras insertaba el sombrero en el orificio destinado a los pies, pues de la coronilla sobresalían unos labios.

– Creía que tendría que acabar por llevarte unos zapatos.

Alex se pasó la lengua por los dientes.

– ¿Has estado aquí sentada todo el tiempo?

– Casi todo. -Su sonrisa se acentuó-. He oído detenerse un coche, luego he oído que abrías la puerta. Temía que decidieras probar tu nuevo… juguetito. -Arqueó una ceja.

– Hope está durmiendo. Puedes llamarlo «pistola».

– Ah -exclamó Meredith, con un inocente parpadeo-. Ese también.

Alex se echó a reír.

– Eres mala.

– Ya lo sé. -Meneó las cejas-. ¿Y él? ¿Es malo? Me ha parecido que sí.

Alex le lanzó una discreta mirada de advertencia.

– Es muy agradable.

– Lo agradable no es que sea agradable. Lo agradable es que sea malo -dijo, dirigiéndose a Mr. Potato, que más bien parecía una escultura de Picasso, con todas las facciones cambiadas de sitio.

– A veces me das miedo, Mer. ¿Qué haces jugando con eso? Hope está durmiendo.

– Me gusta jugar. Tú también deberías probarlo, Alex. Te serviría para tranquilizarte un poco.

Alex se sentó junto a la mesa.

– Estoy tranquila.

– Miente. Su cabeza da más vueltas que la hélice de un sacacorchos -dijo Meredith, dirigiéndose a Mr. Potato. Entonces su expresión se tornó grave-. ¿Con qué sueñas, Alex? ¿Sigues oyendo los gritos?

– Sí. -Alex tomó el juguete y le enroscó una oreja con aire distraído-, También he soñado con el cadáver que he visto en el depósito.

– Tendría que haber ido yo en tu lugar.

– No, necesitaba comprobar personalmente que no era Bailey. Pero en mis sueños sí que es ella. Se incorpora y me dice: «Por favor, ayúdame».

– Tu subconsciente es muy poderoso. Quieres creer que está viva, y yo también, pero tienes que hacerte a la idea de que quizá no sea así, o de que quizá no la encuentres nunca. O, aún peor, de que quizá la encuentres y no puedas hacer nada por enderezarla.

Alex apretó los dientes.

– Ni que yo fuera el perfeccionismo personificado. -Alex miró la cabeza de juguete que tenía en las manos. Mr. Potato ya no parecía un Picasso; había colocado todas las facciones en el sitio correcto-. Esto no es más que un juego.

– No, no lo es -repuso Meredith con tristeza-. Pero sigue engañándote si así te sientes mejor.

– De acuerdo. Soy perfeccionista. Necesito que todo esté controlado y poder llamar a cada cosa por su nombre. Eso no es malo.

– Qué va. Además a veces te permites un desliz y vas y te compras un juguetito.

– O beso a un hombre a quien acabo de conocer, ¿no?

– Eso también. Así que aún hay esperanza. -Meredith dio un pequeño respingo al percatarse de lo que acababa de decir-. Lo siento, no pretendía hacerme la graciosa.

– Ya lo sé. Seguro que Bailey decidió llamar Hope a su hija precisamente por ese mismo motivo. Porque Hope significa «esperanza».

– Yo también lo creo. Los juguetes son importantes, Alex. No los menosprecies. El juego hace que nuestra conciencia baje la guardia. Recuérdalo cuando juegues con Hope.

– Daniel traerá mañana a su perro para ver si a la niña le gustan los animales.

– Qué agradable.

Alex arqueó una ceja.

– Pensaba que no era agradable que fuera agradable.

– Eso es solo en lo referente al sexo, pequeña. Me voy a dormir, y tú deberías intentar hacer lo mismo.


Martes, 30 de enero, 4.00 horas.


Alguien estaba llorando. Bailey escuchó con atención. No se trataba del hombre de la celda contigua, ni siquiera podía asegurar que conservara la conciencia. No; el llanto procedía de más lejos. Miró al techo, pensando encontrar altavoces, pero no vio ninguno. Claro que eso no significaba que no los hubiera. Tal vez tratara de lavarle el cerebro.

Todo porque no le había dicho lo que quería saber. No se lo diría nunca.

Cerró los ojos. «Puede que me esté volviendo loca.» El llanto cesó de repente y Bailey volvió a mirar al techo. Pensó en Hope. «No te estás volviendo loca, Bailey. No puedes permitírtelo. Hope te necesita.»

Esa era la cancioncilla que no dejaba de repetirse cuando Hope era un bebé, cuando tenía el mono y se sentía tan mal que creía que iba a morir. «Hope te necesita.» Eso le había permitido salir adelante, y lo seguiría haciendo. «Si él no me mata antes.» Lo cual era bastante probable.

Entonces oyó un ruido; eso sí que procedía de la celda contigua. Contuvo la respiración y escuchó hasta reconocer de qué ruido se trataba. Alguien estaba escarbando en la pared que separaba las dos celdas.

Se colocó a cuatro patas e hizo una mueca cuando la celda empezó a dar vueltas a su alrededor. Gateó hasta la pared, avanzando pocos centímetros con cada movimiento; luego respiró hondo. Y aguardó.

El ruido cesó, pero en su lugar empezó a oírse un golpeteo, el mismo ritmo una y otra vez. ¿Sería una contraseña? Mierda, no conocía ninguna contraseña, no se había formado como girlscout.

Podía tratarse de una trampa. Podía tratarse de él, intentando engañarla.

También podía tratarse de otro ser humano. Extendió el brazo a tientas en la oscuridad y respondió con otro golpeteo. El sonido procedente del otro lado cesó y volvió a oír que escarbaban en la pared. Se equivocaba. No escarbaban en la pared, escarbaban en el suelo. Con una mueca al notar el dolor en los dedos, Bailey empujó el viejo pavimento de hormigón y notó que cedía.

Contuvo unos instantes la respiración; luego exhaló un suspiro. Se sentía mareada de pura decepción. No importaba. Quien fuera estaba excavando un túnel hacia otra celda, hacia ninguna parte.

El ruido volvió a cesar y Bailey oyó pasos en el vestíbulo. Era él. Rogó para que Dios la ayudara, para que hubiera ido en busca de la persona de la otra celda, la que escarbaba. «Que no venga por mí, por favor. Que no venga por mí.» Pero Dios no escuchó sus plegarias y la puerta de su celda se abrió de par en par.

Entrecerró los ojos ante la deslumbrante luz y con gesto débil alzó una mano para cubrirse el rostro.

Él se echó a reír.

– Es hora de jugar, Bailey.


Martes, 30 de enero, 4.00 horas.


Tenía suerte de vivir en una provincia con una buena red de canalización de lluvia. Se venció hacia un lado y dejó que el cadáver envuelto en la manta cayera al suelo. Su muerte había sido preciosa; imploraba clemencia mientras él le hacía las peores cosas. Se había mostrado muy remilgada y desdeñosa cuando tenía la sartén por el mango. Ahora quien dominaba la situación era él, y le había hecho pagar todos sus pecados.

A los cuatro «pilares de la ciudad» que quedaban en pie les ocurriría lo mismo. Había atraído la atención de sus dos primeras víctimas con el primer mensaje, con el dibujo de la llave que casaba exactamente con las que ellos poseían. Con el segundo, obtendría parte de su dinero; el mensaje iba dirigido a las mismas dos personas y llegaría a su destino en algún momento del día. Había llegado la hora de empezar a dividir para vencer. Ya habían caído dos, y para cuando hubiera terminado con todas y cada una de sus víctimas estas estarían en la ruina. «¿Y yo? -Sonrió-. Yo observaré cómo todo se desmorona.»

Retiró un poco la manta para descubrir los pies de la víctima e hizo un último gesto de asentimiento. Allí estaba la llave. En la fotografía de Janet que había aparecido en el Review, la chica no llevaba la llave, así que debía de haberse caído por ahí. Era una lástima. Se aseguró de que esa vez hubiera quedado bien atada. La amenaza estaba servida. «Chúpate esa, Vartanian.»


Dutton, martes, 30 de enero, 5.30 horas.


Un fuerte crujido despertó a Alex, quien levantó de golpe la cabeza para prestar atención. Se había quedado dormida en el sofá después de que Meredith se acostara. Volvió a oír el crujido y supo que no se trataba de un sueño. Había alguien, o algo, en el porche de entrada. Se acordó de la pistola guardada en la caja y en su lugar aferró en silencio el teléfono móvil de la mesita auxiliar.

¡Menudo servicio le reportaba una pistola guardada bajo llave! Suerte que por lo menos podía llamar al 911. Claro que eso tampoco iba a servirle de gran ayuda si la respuesta del sheriff Loomis con respecto a la desaparición de Bailey era la tónica habitual. Entró con sigilo en la cocina y cogió el cuchillo de mayor tamaño del cajón; luego se dirigió a la ventana y echó un vistazo al exterior.

Y de un bufido soltó el aire que había estado conteniendo. Se trataba tan solo del repartidor de periódicos, un chico que más bien daba la impresión de encontrarse en edad escolar. En esos instantes rellenaba un formulario sujeto en una tablilla y, su rostro, a la luz de la linterna que sujetaba entre los dientes, tenía cierto aspecto sobrenatural. Entonces levantó la cabeza y la vio. De puro estupor, dejó caer la linterna al suelo con estrépito. Se la quedó mirando con los ojos como platos y Alex se percató de que había visto el cuchillo.

Ella bajó la mano con que lo sostenía y abrió un poco la ventana.

– Me has asustado.

En el silencio de la noche pudo oírse cómo el chico tragaba saliva.

– Más me ha asustado usted a mí, señora.

Los labios de Alex dibujaron una especie de sonrisa y el chico trató de devolverle el gesto.

– No estoy suscrita al periódico -dijo ella.

– Ya lo sé, pero la señorita Delia nos ha explicado que había alquilado la casa, y el Review ofrece una semana de suscripción gratuita a los nuevos habitantes del barrio.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Suele haber mucha gente nueva en este barrio?

El chico sonrió con timidez.

– No, señora. -Le tendió el periódico y el formulario que había estado rellenando, y Alex tuvo que abrir un poco más la ventana para recogerlos.

– Gracias -susurró-. No te olvides la linterna.

Él la recogió.

– Bienvenida a Dutton, señorita Fallon. Que tenga un buen día.

Alex cerró la ventana en cuanto el chico subió a su furgoneta para dirigirse a la siguiente vivienda de la ruta. Con el pulso casi normalizado, desdobló la publicación y echó un vistazo a la portada.

Y el corazón volvió a desbocársele.

– Jane Bowie -musitó. Alex tenía un vago recuerdo del congresista Bowie pero se acordaba bien de su esposa. Rose Bowie, con su desaprobación pública de la conducta de la madre de Alex, había sido la causante de que dejaran de asistir a misa los domingos. La mayoría de las mujeres de Dutton dieron la espalda a Kathy Tremaine por haberse ido a vivir con Craig Crighton.

Alex se frotó las sienes al notar un dolor repentino y apartó a Craig de sus pensamientos. El recuerdo de su madre no era tan fácil de ignorar. Habían pasado años dichosos, cuando su padre aún estaba vivo y su madre era feliz. Luego vinieron los años duros, cuando en casa vivían las tres solas. «Mamá, Alicia y yo.» Andaban justas de dinero y su madre siempre estaba preocupada; no obstante, sus ojos todavía albergaban cierta felicidad. Sin embargo, después de irse a vivir con Craig, la felicidad se extinguió por completo.

Los últimos recuerdos que guardaba de su madre no eran precisamente buenos. Se había mudado a casa de Craig con la intención de darles un hogar y comida que llevarse a la boca. Pero las mujeres como Rose Bowie la rechazaron por ello y la hicieron llorar. Costaba mucho perdonar una cosa así. Durante años Alex había odiado a todas aquellas viejas chismosas. Ahora, mientras leía el titular, se preguntó quién podía detestar tanto a Janet Bowie para asesinarla de un modo semejante.

Y por qué el asesino había desenterrado el fantasma de Alicia después de tantos años.


Dutton, martes, 30 de enero, 5.35 horas.


Mack subió a la furgoneta y se dirigió a la siguiente casa. La anciana Violet Drummond salió a la puerta tambaleándose para recoger el periódico, tal como hacía todos los días. La primera vez que Mack la vio estuvo a punto de darle un ataque, pero la mujer no lo reconoció. Había cambiado mucho desde que se marchara de Dutton, en más de un sentido. La anciana Violet no representaba ninguna amenaza; sin embargo la mujer era un pozo de información y la compartió con gusto. Además era amiga de Wanda, la secretaria del sheriff, por lo que la información procedía de buena fuente.

Le entregó el periódico a través de la ventana.

– Buenos días, señorita Drummond.

La mujer asintió con gesto enérgico.

– Buenos días, Jack.

Mack se volvió hacia la casa donde vivía Alex.

– Parece que tiene vecinos nuevos.

Violet entornó sus ojos surcados de arrugas.

– La chica Tremaine ha vuelto.

– No la conozco -mintió.

– Esa chica no puede traer nada bueno. Acaba de llegar a la ciudad y ya ha vuelto a suceder lo mismo. -Violet señaló con el pulgar la portada del periódico, donde Jim Woolf había escrito con profusión sobre la muerte de Janet Bowie-. Ni siquiera es capaz de comportarse como es debido.

Él arqueó las cejas.

– ¿Qué ha hecho? -Sus espías le habían contado que Alex Fallon estaba decidida a encontrar a su hermanastra, pero no le habían dicho que hubiera hecho nada indecoroso.

– Ha besado a Daniel Vartanian, en el porche de entrada, ¡para que lo viera todo el mundo!

– Qué vergüenza. -«Qué interesante»-. Hay gente que no tiene decencia.

Violet soltó un resoplido.

– No, verdaderamente. Bueno, Jack, no quiero entretenerte.

Mack sonrió.

– Siempre es un placer hablar con usted, señorita Drummond. Hasta mañana.


Atlanta, martes, 30 de enero, 8.00 horas.


Daniel se sentó junto a Chase y Ed ante la mesa de reuniones y reprimió un bostezo.

– La identidad está confirmada. Según Felicity, el registro dental de Janet coincide con el de la víctima. Es increíble lo rápido que se solucionan las cosas cuando el afectado es un congresista -añadió en tono irónico-. El odontólogo ha venido a verme con las radiografías a las cinco de la madrugada.

– Buen trabajo -aprobó Chase-. ¿Qué hay del novio? El cantante de jazz.

– Lamar tiene una coartada, diez testigos y las grabaciones de las cámaras de seguridad del club de jazz que lo confirman.

– ¿Estaba actuando cuando mataron a Janet? -preguntó Ed.

– Con la sala llena. El chico está apenado de veras. Cuando le he dicho que Janet estaba muerta, se ha dejado caer en una silla y ha empezado a sollozar. Dice que había oído lo del crimen pero que no tenía ni idea de que la víctima fuera Janet.

Ed frunció el entrecejo.

– ¿Qué pensó al ver que no aparecía a la hora de su cita?

– Le había dejado un mensaje en el contestador, le decía que su padre tenía un acto político y que esperaba que ella asistiera. La llamada se produjo el jueves a las ocho de la tarde.

– O sea que a esa hora aún estaba viva, y probablemente murió hacia la medianoche -observó Chase-. Pasó el día en Fun-N-Sun, pero ¿cuándo se marchó?

– Todavía no lo sé. Lamar dice que fue con un grupo de adolescentes de la escuela Lee.

– ¿Era profesora? -se extrañó Chase.

– No, era voluntaria. Parece que a Janet le impusieron una pena de servicio comunitario el año pasado, a causa de una pelea con otra violoncelista de la orquesta.

Chase soltó una risotada.

– ¿Una pelea de violoncelistas? ¿Qué hicieron? ¿Cruzar los arcos?

Daniel alzó los ojos en señal de exasperación ante el chiste fácil.

– No he dormido lo suficiente para que me parezca gracioso. La otra violoncelista acusó a Janet de estropearle el instrumento para ocupar ella el puesto de solista. Las dos mujeres se enzarzaron en una vergonzosa pelea, se tiraron del pelo y se clavaron las uñas. La otra violoncelista acusó a Janet de agresión y daños a la propiedad ajena. Parece que la chica aparecía en una grabación con el instrumento entre manos, así que tuvo que prestar declaración. Su hermano Michael dice que el trabajo como voluntaria caló en ella, que consideraba muy importante a ese grupo de adolescentes.

– ¿Fueron a un parque acuático un día de escuela? -preguntó Ed en tono escéptico.

– Lamar dice que quiso premiar a los alumnos con una media de sobresaliente, y que al director le pareció bien.

– Del parque acuático a Atlanta hay cuatro horas de camino en coche -observó Chase-. Si telefoneó a Lamar a las ocho bajo coacción quiere decir que a esa hora el asesino ya la había atrapado. Tenemos que averiguar a qué hora se marchó del parque con los chicos. Es posible que eso nos ofrezca una pista valiosísima.

– He llamado a la escuela pero todavía no había llegado nadie. Cuando acabemos iré para allá.

– Con un poco de suerte obtendrás más información de la que nosotros hemos conseguido en su piso -dijo Ed con desánimo-. Hemos tomado las huellas y hemos examinado el contestador automático y el ordenador. De momento no hay nada destacable.

– Estamos dando por supuesto que llamó a Lamar bajo coacción -dijo Chase-. ¿Y si tuviera dos citas a la vez? ¿Y si hubiera quedado con otro tío para pasar el fin de semana?

– Hemos pedido que comprueben sus llamadas -explicó Daniel-. Si telefoneó a otra persona, lo sabremos. Por cierto, hablando de llamadas, hemos obtenido la orden para registrar las de Jim Woolf. Recibiremos la información de un momento a otro.

– Woolf estuvo allí anoche, en casa de los Bowie -musitó Ed-. ¿Cómo se enteró?

– Dijo que había seguido los coches que desfilaban colina arriba -respondió Daniel, y Ed se irguió en la silla.

– Hablando de coches, Janet Bowie tenía un BMW Z4 que no está en el aparcamiento de su casa ni en casa de los Bowie, en Dutton.

– No pudo llevar a todos los chicos al parque en su coche -observó Chase-. El modelo es de dos plazas.

– Le preguntaré al director. Puede que los acompañara algún padre; los chicos son demasiado jóvenes para conducir.

– ¿Chase? -Leigh abrió la puerta-. Tienes una llamada del sheriff Thomas, de Volusia.

– Dile que ya lo llamaré yo. La chica frunció el entrecejo.

– Dice que es urgente. Danny, aquí tienes el fax, las llamadas de Woolf.

Daniel le echó un vistazo mientras Chase respondía al teléfono.

– Jim Woolf recibió una llamada el domingo a las seis de la mañana en el teléfono de su casa. -Hojeó el informe-. Dos minutos antes había recibido una llamada del mismo número en el teléfono del despacho. Y… también hay otra llamada del mismo número… Joder. -Levantó la cabeza con mala cara-. Es de esta mañana, a las seis.

– Mierda -masculló Ed.

– Bien dicho; mierda -terció Chase, colgando el teléfono.

Daniel suspiró.

– ¿Dónde ha sido?

– En Tylersville. Es una chica envuelta en una manta marrón, tiene una llave atada a un dedo del pie.

– Has acertado, Ed -musitó Daniel. Se preguntaba si podía tratarse de Bailey. La mera idea de tener que darle la noticia a Alex lo hacía sentirse fatal. Claro que la crudeza de la situación lo hacía sentirse peor-. Caballeros, nos enfrentamos a un asesino en serie.


Martes, 30 de enero, 8.00 horas.


Volvió a oír que alguien escarbaba. Bailey pestañeó; aquel dolor de cabeza era casi insufrible. La noche anterior, cuando la sacó de la celda, se había comportado como un bárbaro, pero ella había resistido. No le dijo nada. Claro que a esas alturas no estaba segura de que importara mucho si lo hacía. Él disfrutaba torturándola, se reía de su dolor. Era un animal, un monstruo.

Trató de concentrarse en el ruido. Era rítmico, como el tictac de un reloj. El tiempo iba pasando. ¿Cuántos días debía de llevar allí? ¿Con quién estaría Hope? «Por favor, me da igual que me mate, pero haz que mi niña esté bien.»

Cerró los ojos y el ruido se desvaneció. Todo se desvaneció.


Volusia, Georgia, martes, 30 de enero, 9.30 horas.


– ¿Quién la ha encontrado? -preguntó Daniel al sheriff Thomas.

Thomas apretó la mandíbula.

– Dos hermanos, de catorce y dieciséis años. El mayor nos llamó desde su móvil. Todos los chicos suelen tomar este atajo para llegar a la escuela.

– O sea que esta vez también quería que la encontráramos. -Daniel echó un vistazo a la zona poblada de árboles-. La última vez un periodista se subió a un árbol para esconderse y fotografiar la escena. ¿Puede pedir a sus hombres que registren la zona?

– Cuando el chico nos ha llamado hemos venido de inmediato, ningún periodista ha podido tener acceso.

– Si es el mismo, habrá llegado antes de que los chicos encontraran a la víctima.

Thomas entornó los ojos.

– ¿Quiere decir que ese psicópata le pasa información?

– Eso creemos -respondió Daniel, y Thomas hizo una mueca de repugnancia.

– Iré con ellos, así me aseguraré de que no toquen nada que pueda servirles.

Daniel observó a Thomas dirigir a un par de sus hombres hacia los árboles y se volvió hacia Felicity Berg en el momento en que esta salía de la zanja.

– Lo mismo, Daniel -anunció, quitándose los guantes-. La muerte se produjo entre las nueve y las once de anoche, y la han dejado aquí antes de las cuatro de la madrugada.

– El rocío -observó Daniel-. La manta está húmeda. ¿Hubo agresión sexual?

– Sí. Y tiene los huesos de la cara rotos, igual que Janet Bowie. También presenta contusiones alrededor de la boca. Supongo que cuando practique la autopsia descubriré que fueron producidas después de la muerte. Ah, en cuanto a la llave, está atada y bien atada. De haber estado viva se le habría gangrenado todo el pie. El asesino quería que la encontrarais.

– ¿Has visto marcas en los brazos, Felicity?

– No, y en el tobillo no tiene ningún cordero tatuado. Puedes decirle a la señorita Fallon que esta víctima tampoco es su hermanastra.

Daniel exhaló un suspiro de alivio.

– Gracias.

Felicity se irguió un poco más cuando los técnicos forenses sacaron el cadáver de la zanja.

– Me la llevaré directamente al depósito y trataré de averiguar quién es.

En el momento en que los vehículos del equipo forense se alejaban, Daniel oyó un disparo y cuando se giró vio que el sheriff Thomas y uno de sus ayudantes obligaban a Jim Woolf a bajarse de un árbol, y no con buenos modos.

– Woolf -lo llamó Daniel cuando Thomas se acercó con él-, ¿puede saberse a qué estás jugando?

– Hago mi trabajo -le espetó él.

El ayudante del sheriff llevaba consigo la cámara de fotos de Woolf.

– Estaba haciendo fotos.

Woolf le lanzó una mirada feroz.

– Estaba fuera del escenario del crimen y en territorio público. No podéis llevaros la cámara ni las fotos sin una orden judicial. Las otras te las di por cortesía.

– Las otras me las diste porque ya las habías utilizado -lo corrigió Daniel-. Jim, míralo desde mi punto de vista. Recibes una llamada el domingo a las seis de la mañana y otra hoy a la misma hora, del mismo número. Los dos días te presentas en el escenario del crimen antes que nosotros. Es lógico pensar que tienes algo que ver con todo esto.

– No tengo nada que ver -dijo Woolf entre dientes.

– Entonces demuéstranos tus buenas intenciones. Descarga la memoria de la cámara en uno de nuestros ordenadores. Tú podrás marcharte con las fotos y yo me daré por satisfecho.

Woolf sacudió la cabeza, enojado.

– Como quieras. Acabemos con esto de una vez, tengo trabajo.

– Me has quitado las palabras de la boca -repuso Daniel en tono amable-. Voy por mi ordenador.


Dutton, martes, 30 de enero, 10.00 horas.


Meredith cerró la puerta de entrada tras de sí. Iba vestida con el equipo de footing y estaba temblando de frío.

– Esta mañana la temperatura ha bajado veinte grados con respecto ayer.

Alex levantó la mano sin apartar la mirada del televisor. Había quitado el sonido y había vuelto la silla de Hope de modo que la niña no pudiera ver la pantalla.

– ¡Chis!

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Meredith con impaciencia.

Alex se esforzó mucho para que su voz no denotara un ápice de miedo.

– Noticias de última hora.

Meredith tragó saliva.

– ¿Otro asesinato?

– Sí. Aún no se sabe nada, y no han enseñado ninguna foto.

– Vartanian te habría llamado -dijo Meredith en tono tranquilizador.

Justo al terminar la frase sonó el teléfono, y a Alex le dio un brinco el corazón al ver en la pantalla de identificación de llamadas que se trataba de Daniel.

– Es él. ¿Daniel? -respondió, incapaz de controlar el temblor de su voz.

– No es Bailey -la informó él sin preámbulos.

Alex se estremeció, aliviada.

– Gracias.

– De nada. Supongo que ya te habías enterado.

– En las noticias no han dado mucha información. Solo han dicho que ha habido otro asesinato.

– Yo tampoco sé gran cosa más.

– ¿Otro igual?

– Otro igual -confirmó él en tono quedo. Alex oyó que cerraba la puerta del coche y ponía el motor en marcha-. No quiero que salgas de casa sola. Por favor.

Un desagradable e inoportuno escalofrío recorrió el cuerpo de Alex.

– Hoy pensaba salir, tengo cosas que hacer. He de hablar con unas cuantas personas. No tendré otra oportunidad para hacerlo hasta que Meredith consiga volver.

Él emitió un ruido que denotaba impaciencia.

– Muy bien. No te apartes de la gente y no aparques el coche en un lugar alejado. De hecho será mejor que le pidas a algún mozo que te aparque el coche, y no vuelvas a acercarte a casa de Bailey sola. Y… llámame de vez en cuando para que sepa que estás bien. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -musitó ella, y se aclaró la garganta cuando Meredith le dirigió una mirada de complicidad-. ¿Registrará Loomis la casa de Bailey, ahora que por fin la han dado por desaparecida?

– Voy de camino a Dutton, a ver a Frank Loomis. Se lo preguntaré.

– Gracias. Por cierto, Daniel, si esta noche no puedes venir, lo entenderé.

– Haré todo lo posible por ir. Tengo que colgar, he de llamar a unas cuantas personas más. Adiós.

Y colgó. Alex cerró el móvil con cuidado.

– Adiós -musitó.

Meredith se sentó junto a Hope y ladeó la cabeza mientras miraba el dibujo de Alex y el de la niña sucesivamente.

– Utilizáis una técnica parecida, ninguna de las dos se sale de las líneas.

Alex alzó los ojos en señal de exasperación.

– Vale, soy perfeccionista.

– Sí, pero pintas muy bien. -Meredith rodeó a la niña por los hombros-. Tu tía Alex necesita un poco de diversión. Juega con ella mientras estoy fuera.

Hope levantó de golpe la barbilla y sus ojos grises se llenaron de pánico.

Meredith se limitó a acariciarle la mejilla con el pulgar.

– Volveré, te lo prometo.

A Hope empezó a temblarle el labio inferior. A Alex le partía el corazón verla así.

– No te dejaré sola, cariño -musitó-. Mientras Meredith esté fuera, no me separaré de ti ni un minuto. Te lo prometo.

Hope tragó saliva, luego bajó la vista al dibujo.

Alex se recostó en la silla.

– Menos mal.

Meredith posó la mejilla en los rizos de Hope.

– No te pasará nada, Hope. -Miró a Alex a los ojos-. Repíteselo de vez en cuando, necesita oírlo. Necesita creérselo.

«Yo también», pensó Alex, pero asintió con convencimiento.

– Lo haré. Hoy tengo que ir a un montón de sitios, el primero es el juzgado provincial. Necesito una licencia para poder llevar encima… el juguetito.

– ¿Cuánto tardan en concederla?

– En la página web pone que unas semanas.

– Y mientras, ¿qué? -preguntó Meredith con énfasis.

Alex miró el cuaderno de colorear de Hope. «Cuánto rojo.»

– Estrictamente hablando, tengo permiso para llevarlo en el maletero del coche.

Meredith se mordió la parte interior de las mejillas.

– Ya sabes que una verdad a medias equivale a una mentira.

Alex alzó la barbilla.

– ¿Piensas llamar a la policía?

Meredith alzó los ojos en señal de exasperación.

– Ya sabes que no. Pero tú sí que lo harás, se lo has prometido a Vartanian. Y esta noche, después de llamarlo a él, me llamarás a mí.

– Te llamaré de vez en cuando. -Apartó la silla de la mesa y se dirigió al dormitorio.

– Para no perder el avión, tengo que salir de aquí a las cinco -dijo Meredith tras ella.

– Estaré de vuelta. -Solo disponía de siete horas y media para solicitar un permiso para llevar armas ocultas y hablar con algunas personas que conocieran las costumbres de Bailey, fueran sus amigos o sus enemigos. Tendría que apañárselas con eso.


Martes, 30 de enero, 11.00 horas.


– Hola.

Era un sueño, ¿verdad?

– Hola.

Bailey levantó la cabeza unos milímetros y se tambaleó al notar que la habitación daba vueltas a su alrededor. No era un sueño. El susurro era real y procedía del otro lado del muro. Con esfuerzo se puso a cuatro patas, y un repentino malestar le azotó el estómago y le produjo arcadas. Sin embargo, no vomitó, porque no le habían dado nada para comer. Ni para beber.

«¿Cuánto tiempo hace ya?» ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

– Hola. -Volvió a oír el susurro a través de la pared.

Era real. Bailey gateó hasta allí y se dejó caer de bruces mientras observaba cómo el suelo se movía, un poco. Muy poquito. Apretó los dientes y hurgó en los escombros.

Hasta que tocó algo sólido; un dedo. Ahogó un grito al notar que el dedo daba vueltas y se retraía dentro del agujero, y al hacerlo arrastraba consigo parte de los escombros de su lado del muro.

– Hola -susurró ella en respuesta.

El dedo volvió a aparecer y Bailey lo tocó mientras en su pecho sentía formarse un sollozo.

– No llores -susurró el otro recluso-. Él te oiría. ¿Quién eres?

– Bailey.

– ¿Bailey Crighton?

Bailey se quedó sin respiración.

– ¿Me conoce?

– Soy el padre Beardsley.

«La carta de Wade.» La carta que contenía la llave que él le pedía cada vez que la sacaba de la celda. Cada vez que…

– ¿Por qué está aquí?

– Por el mismo motivo que tú, supongo.

– Pero yo no se lo he dicho, no le he dicho nada, lo juro. -Su voz se quebró.

– Chis. Bien hecho, Bailey. Eres más fuerte de lo que cree. Y yo también.

– ¿Cómo se ha enterado de lo suyo?

– No lo sé. Fui a tu casa… ayer por la mañana. Tu hermanastra estaba allí.

– ¿Alex? -Bailey volvió a sentir el incipiente sollozo y lo reprimió-. ¿De verdad? ¿De verdad ha venido?

– Te está buscando, Bailey. Hope está con ella, está a salvo.

– ¿Mi niña? -El llanto afloró, silencioso pero continuo-. No se lo ha dicho, ¿verdad? -Percibía el sentimiento de culpa en su propia voz, y no pudo hacer nada por ocultarlo.

Él guardó silencio unos instantes.

– No, no se lo he dicho. No he sido capaz. Lo siento.

Ella debería haber respondido: «Lo comprendo», pero no pensaba mentirle a un sacerdote.

– ¿Y a él?

– No.

Bailey notó que la escueta respuesta estaba teñida de dolor. Vaciló.

– ¿Qué le ha hecho?

Lo oyó exhalar un hondo suspiro.

– Nada que no pueda soportar. ¿Y a ti?

Ella cerró los ojos.

– Lo mismo. Pero no estoy segura de poder soportarlo mucho tiempo más.

– Sé fuerte, Bailey. Hazlo por Hope.

«Hope me necesita.» Tendría que repetirse la cancioncilla por algún tiempo más.

– ¿Hay alguna forma de salir de aquí?

– Si se me ocurre algo, te lo diré.

Luego el dedo desapareció y Bailey oyó que él rellenaba el agujero desde su lado del muro.

Ella hizo lo propio y volvió a arrastrarse hasta el lugar que ocupaba antes en la celda.

«Hope está con Alex. Mi niña está a salvo.» Eso era todo cuanto importaba de veras. Lo demás… «Lo demás está todo en mi mente.»


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