Capítulo 11

Dutton, martes, 30 de enero, 19.30 horas.


– Bien.

Meredith dio un sorbo mientras miraba a ambos lados de reojo como si fuera una espía.

– No hay como ser el objeto de atención.

Alex le dirigió una triste mirada desde el otro lado de la mesa que ocupaban en Presto's Pizza.

– He tratado de advertirte de que podía pasar esto. Llevo unos cuantos días teniendo que soportar que la gente me mire. -Se volvió hacia Daniel, quien en cuanto se sentaron a la mesa la había rodeado por los hombros de forma exagerada-. Y tú no ayudas nada.

Él se encogió de hombros.

– Total, ya saben que anoche te besé.

– Y que ha entrado contigo en casa de Bailey -añadió Meredith.

Alex se estremeció.

– ¿Cómo es posible? De eso hace solo unas horas.

– Lo han dicho por la radio. Te has desmayado y Daniel te ha sacado de la casa en brazos.

– No me he desmayado. Y he salido de la casa por mi propio pie. -Frunció los labios-. Lo juro por Dios. Esa gente tendría que buscarse algo en que pensar.

– Ya lo han hecho -musitó Daniel-. Piensan en nosotros. No todos los días dos hijos pródigos regresan a casa a la vez.

– Y encima se acuestan juntos. -Meredith levantó la mano-. Son sus palabras, no las mías. Lo juro.

Alex entornó los ojos.

– ¿Las palabras de quién?

Daniel la abrazó más.

– Eso da igual -dijo-. La cuestión es que estamos aquí y seremos pasto de la murmuración hasta que surja algo más interesante.

Meredith miró el dibujo que Hope había hecho en el mantel.

– Qué bonito, Hope.

Alex suspiró.

– Y qué rojo -dijo en voz tan baja que solo Daniel pudo oírla. Le estrechó el hombro a modo de respuesta y ella lo miró-. ¿Ha encontrado el agente Randall algo que te sirva para los casos de esas mujeres? -susurró.

Él le colocó un dedo sobre los labios y negó con la cabeza.

– Aquí no -susurró. Miró alrededor y se fijó en los rostros que los observaban. Su mirada se tornó fría y circunspecta, y Alex supo que se estaba preguntando si la persona responsable de los dos crímenes y de la desaparición de Bailey se encontraba allí, espiándolos.

«Espiándome», pensó, tratando de dominar la desagradable sensación que notaba en la boca del estómago. Se miró los rasguños de las palmas de las manos. Había retirado el aparatoso vendaje pero con solo echar un vistazo a sus manos revivía toda la agitación de la tarde. El ruido de neumáticos, los gritos… tanto los de los transeúntes como los que oía en su cabeza.

Alguien había intentado matarla. No terminaba de hacerse a la idea.

Alguien había matado a dos mujeres. Tampoco de eso terminaba de hacerse a la idea.

Alguien había raptado a Bailey. Aunque ya lo sabía, enterarse de que se había derramado sangre hizo que el hecho le pareciera más real. Pensó en la casa. Ahora que ya no estaba allí, podía pensar en lo sucedido con un poco más de objetividad.

– Nadie me lo había preguntado nunca -masculló, y entonces se dio cuenta de que había pronunciado las palabras en voz alta.

Daniel se apartó para mirarla.

– ¿Preguntarte, el qué?

Ella lo miró a los ojos.

– Qué dicen cuando gritan.

Él entrecerró un poco sus ojos azules.

– ¿En serio? Eso me sorprende. Entonces… ¿ya sabías lo que decían o lo has recordado esta tarde?

«Te odio. Ojalá te mueras.»

Alex apartó la mirada.

– Ya lo sabía, pero al estar allí… lo he recordado con más claridad. He vuelto a oír su voz, como si hubiera sido ayer.

Él entrelazó la mano en su pelo para rodearle la parte alta de la nuca y con el dedo le presionó el lugar exacto donde notaba las punzadas.

– ¿Quién dice «no»?

Ella tragó saliva.

– Soy yo, creo. No estoy segura.

Él siguió haciéndole maravillas en el cuello con el pulgar y una pequeña parte de la tensión que notaba en los hombros desapareció. Bajó la barbilla al pecho y… se relajó.

– Esto también lo haces muy bien.

La risa de Daniel le resultó acogedora.

– Es bueno saberlo. -Se detuvo demasiado pronto y retiró la mano-. Ya está aquí la pizza.

Alex vio la plancha deslizarse sobre la mesa y miró a la camarera, una mujer de facciones duras y un exceso de carmín en los labios. Le resultaba familiar pero no conseguía ubicar su rostro. Llevaba demasiado maquillaje y tenía la mirada severa. Debía de tener entre veinticinco y treinta y cinco años. En su placa se leía Sheila. No despegaba los ojos del rostro de Daniel, y no precisamente para seducirlo. Daba la impresión de estar sopesando sus palabras.

– Usted es Daniel Vartanian -dijo al fin en tono neutral.

Él escrutó su semblante.

– El mismo -respondió-. A usted no la recuerdo, lo siento.

Ella apretó los labios.

– No, es normal que no me recuerde, nos movíamos en círculos algo distintos. Mi padre trabajaba en la fábrica de papel.

Alex tensó los hombros. La fábrica de papel había proporcionado empleo a media ciudad en un momento u otro. El padre de Bailey también había trabajado allí. Allí era donde se encontraba Craig Crighton aquella noche, la noche en que su madre lo necesitaba. «La noche en que yo necesitaba a mi madre. -Cerró los ojos-. Silencio. Silencio.» Daniel volvió a presionarle la nuca con el pulgar y de nuevo la tensión disminuyó y permitió que emergieran otros recuerdos.

– Usted es Sheila Cunningham -dijo Alex-. Nos sentábamos juntas en la clase de biología. -«El año en que no terminé los estudios. El año en que murió Alicia.»

Sheila asintió.

– No creía que me recordara.

Alex frunció el entrecejo.

– Hay muchas cosas que no recuerdo.

Sheila volvió a asentir.

– Pasa muchas veces.

– ¿Qué podemos hacer por usted, Sheila? -preguntó Daniel.

Sheila apretó la mandíbula.

– Hoy han estado en casa de Bailey.

Meredith levantó la cabeza y escuchó con atención. Las personas que ocupaban la mesa contigua se volvieron; era evidente que también estaban escuchando. Sheila no pareció darse cuenta. Sus ojos se entrecerraron y una vena del cuello empezó a palpitarle.

– La gente de esta ciudad querrá hacerles creer que Bailey era una golfa, pura chusma, pero no es cierto. -Sheila dirigió una mirada a Hope-. Era una buena madre.

– ¿Por qué dice «era»? -preguntó Daniel en tono quedo-. ¿Sabe qué le ha ocurrido?

– No, si lo supiera se lo diría. Lo que sé es que no ha abandonado a esa niña por voluntad propia. -Se mordió la parte interior de las mejillas, era obvio que se esforzaba por callar lo que verdaderamente quería decir-. Todo el mundo está ofendido porque esas ricachonas han muerto, pero nadie se preocupó de las mujeres normales. Nadie se preocupa por Bailey. -Miró a Alex-. Excepto usted.

– ¡Sheila! -El grito procedía de la ventanilla que daba a la cocina-. Haz el favor de volver aquí.

Sheila sacudió la cabeza con una sonrisa burlona en los labios.

– Vaya, parece que tengo que marcharme. He hablado demasiado. No pretendas sabotear el barco que los jefes se enfadarán.

– ¿Por qué? -preguntó Daniel-. ¿Qué pasará si sabotea el barco?

Sus labios carmín dibujaron una mueca.

– Pregúntele a Bailey. Ay, claro, no puede. -Se dio media vuelta y regresó a la cocina dando un fuerte golpe con la mano a la puerta de vaivén.

Alex se recostó en el banco.

– Vaya.

Daniel miraba la puerta de la cocina, que seguía oscilando.

– Pues sí; vaya. -Dirigió su atención a la pizza y la sirvió en los platos; sin embargo, su rostro mostraba una expresión preocupada-. Vamos a comer.

Meredith colocó un plato ante la cabizbaja Hope, pero la pequeña no hizo más que mirar la comida.

– Vamos, Hope -la animó-. Come.

– ¿Ha comido estos días? -preguntó Daniel.

– Acaba haciéndolo si tiene la comida delante bastante rato -respondió Meredith-. Pero hasta ahora solo hemos tomado bocadillos. Esta es nuestra primera comida en condiciones desde que llegué.

– Lo siento -se disculpó Alex-. No he sido muy buena anfitriona.

– Yo no pensaba quejarme. -Meredith dio un bocado a la pizza y cerró un ojo, evaluándola-. Está buena, Daniel. Tenía razón.

Daniel hizo lo propio y asintió.

– Supongo que hay cosas que no cambian con el tiempo. -Suspiró a la vez que la puerta exterior se abría-. Deliciosa.

Un hombre corpulento con un traje caro cruzó el restaurante con mala cara.

– Es el alcalde -susurró Alex a Meredith-. Garth Davis.

– Ya lo sé -susurró Meredith a su vez-. He visto su fotografía en el periódico esta mañana.

– Daniel. -El alcalde se detuvo junto a su mesa-. Me prometiste que me llamarías.

– Cuando tuviera algo que decirte. De momento, no lo tengo.

El alcalde se apoyó en la mesa con las dos manos y se inclinó hacia delante hasta situar su rostro frente al de Daniel.

– Me pediste que te diera un día, que te estabas ocupando de ello, y estás aquí sentado.

– Y estoy aquí sentado -repitió Daniel sin alterarse-. Apártate de mi vista, Garth.

El alcalde no se movió.

– Quiero que me pongas al corriente. -Hablaba en voz alta, para atraer a la audiencia, pensó Alex. Al electorado. Político tenía que ser.

Daniel se le acercó más.

– Apártate de mi vista, Garth -masculló, y le lanzó una mirada tan glacial que incluso Alex se estremeció-. Ahora mismo. -El alcalde se incorporó despacio y Daniel tomó aire-. Gracias, alcalde Davis. Comprendo que quieras conocer los últimos detalles. Pero tú también deberías comprender que, aunque tuviera algo que decirte, este no es el lugar apropiado para hablar. Esta tarde te he llamado al despacho para ponerte al corriente, pero nadie ha descolgado el teléfono.

Davis entornó los ojos.

– He ido a casa del congresista Bowie. No he recibido ningún mensaje. Lo siento, Daniel. -Sin embargo, sus ojos denotaban que no lo sentía en absoluto-. Me encargaré de hablar con mi ayudante y averiguaré por qué no ha contestado a la llamada.

– Hazlo. Y si todavía quieres que te ponga al corriente, estoy dispuesto a hacerlo siempre que no sea en un lugar público.

El alcalde se ruborizó.

– Claro. Ha sido un día horrible, con todo lo de Janet y Claudia.

– Y Bailey Crighton -soltó Alex con frialdad.

El alcalde Davis tuvo la decencia de aparentar turbación.

– Y Bailey, claro. Daniel, estaré en mi despacho hasta tarde. Llámame si te parece bien.

– Es para hacerle perder el apetito a cualquiera -comentó Alex cuando el alcalde se hubo marchado.

– Alex. -La voz de Meredith denotaba tensión, Alex enseguida comprendió por qué.

Hope había apartado el queso de la pizza y se había untado las manos y el rostro con salsa. Parecía estar cubierta de sangre. Además se mecía de una forma que hizo que a Alex se le helara la sangre en las venas.

Daniel reaccionó con rapidez. Se puso en pie y retiró la salsa de las manos y el rostro de Hope con una servilleta.

– Hope, cariño -dijo, imprimiendo a su voz un tono risueño que Alex sabía que no se correspondía con su estado de ánimo-. Mira qué desastre. Y encima te has manchado el vestido nuevo.

La pareja que ocupaba la mesa contigua se volvió y Alex reconoció a Toby Granville y a su esposa.

– ¿Podemos ayudar? -preguntó Toby con cara de preocupación.

– No, gracias -respondió Daniel en tono relajado-. Nos la llevaremos a casa y la lavaremos. Ya saben cómo son los niños. -Sacó la cartera del bolsillo en el momento en que Sheila salía de la cocina con un paño en las manos.

Era obvio que los estaba observando, igual que el resto de personas del local.

Daniel le entregó la cuenta doblada con el dinero dentro y Alex vio que una esquina blanca de su tarjeta de visita sobresalía por encima de la tinta verde.

– Quédese con el cambio.

Daniel ayudó a Alex a levantarse del banco y ella hizo una mueca de dolor al notar las rodillas entumecidas. No obstante, se obligó a mover las piernas y a seguir a Meredith hasta la puerta. Daniel tomó a Hope en brazos.

– Vamos, guapísima. Te llevaremos a casa.

Alex dirigió a Sheila una última mirada antes de seguir a Daniel hasta el coche.

Al cabo de menos de cinco minutos volvían a encontrarse en casa. Meredith se adelantó y cuando Alex, cojeando, cruzó el umbral, ya había dejado sobre la mesa la cabeza de la princesa Fiona. Tomó a Hope de los brazos de Daniel y la colocó frente a la muñeca. Luego se agachó a su lado y la miró a los ojos.

– Enséñanos lo que le ocurrió a tu mamá, Hope -dijo con apremio. Alcanzó el bote de plastilina roja y lo volcó sobre su mano-. Enséñanoslo.

Hope colocó un pegote en la cabeza de Fiona. Fue repitiendo la acción hasta que el rostro y el pelo de la princesa Fiona quedaron por completo cubiertos de plastilina roja. Cuando hubo terminado, miró a Meredith con impotencia.

Alex notó que el aire se escapaba de sus pulmones.

– Lo vio todo.

– Lo que quiere decir que también debió de ver a quien lo hizo -observó Daniel en tono tenso-. Iremos al centro de acogida mañana, Alex. Esta noche quiero llevar a Hope a ver a un retratista forense. Meredith, mi jefe me ha pedido que mañana llevara a Hope para que la psicóloga del departamento la examinara, pero me parece que será mejor hacerlo también esta noche.

A Alex se le pusieron los pelos de punta.

– Meredith es una buena psicóloga infantil, y Hope confía en ella.

Pero Meredith asentía.

– Me he implicado demasiado, Alex. Llama a la psicóloga, Daniel. La ayudaré en todo lo que pueda.


Atlanta, martes, 30 de enero, 21.00 horas.


En el bar había una docena de chicas guapas, pero Mack sabía muy bien a quién quería llevarse a casa. Había estado esperando ese momento nada menos que cinco años, desde la noche en que ella y sus dos amiguitos le gastaron la bromita que le había arruinado la vida. Se creían muy listos, muy espabilados. Claudia y Janet ya estaban muertas, y Gemma lo estaría pronto. Un suave cosquilleo anticipatorio le erizó la piel cuando se le acercó. No importaba cómo reaccionara, para ella la velada terminaría de la misma manera.

Destrozada, muerta y envuelta en una manta de lana marrón. Un caso más que haría temblar los pilares de Dutton. Se apoyó en la barra, ignorando las protestas de la mujer a quien acababa de quitar el taburete. Solo tenía ojos para su presa.

Gemma Martin. Era la primera con quien había echado un polvo. Él sería el último con quien ella lo hiciera. Entonces tenían dieciséis años y ella se ganó conducir su Corvette durante una hora. Estaba borracha y le dejó una marca en la parte izquierda del guardabarros. Esa noche también iba camino de emborracharse, pero sería él quien la marcara a ella. Mack pensaba disfrutar mucho de su venganza.

– Perdone -gritó para vencer el ruido de la música.

Ella se volvió para mirarlo de pies a cabeza, examinándolo con descaro, y entornó los ojos con aire de interés. Cinco años atrás se había reído de él. Esa noche, en cambio, mostraba interés y un total desconocimiento de quién era él.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Sí?

– No he podido evitar fijarme en su espléndido Corvette rojo. Estoy planteándome comprar uno. ¿Qué tal va?

Ella sonrió con aire de tigresa y Mack pensó que no iba a hacerle falta el bote de Rohipnol que escondía en el bolsillo para llevársela de allí. Se iría con él por voluntad propia, y eso haría el final mucho más exquisito.

– Es perfecto. Excitante, rápido y peligroso.

– Me parece que eso es exactamente lo que estoy buscando.


Atlanta, martes, 30 de enero, 21.00 horas.


– Por favor, llámeme si sabe algo más -dijo Daniel al teléfono, y colgó justo en el momento en que Chase entraba en su despacho con aspecto de sentirse igual de cansado que él. Chase acababa de salir de una reunión con los jefazos y la expresión de sus ojos denotaba que no había ido precisamente bien.

– ¿Con quién hablabas? -preguntó Chase.

– Con Fort Benning. He dejado un montón de mensajes para el capellán.

– El que fue ayer por la mañana a casa de Bailey y terminó hablando con Alex, ¿no?

– Sí. Se trasladó en avión a Benning para disfrutar de un descanso. Se suponía que iba a seguir el viaje hasta el sur de Albany para ir a casa de sus padres, pero todavía no ha aparecido por allí. Aun efectuando una parada en Dutton, podría haber llegado a Albany sin esfuerzo para la hora de cenar. Van a declararlo desaparecido.

– Joder, Daniel. Dame alguna buena noticia.

– Creo que sé dónde raptaron a Janet. He sondeado la zona cercana al lugar desde donde llamó a su novio y he encontrado a un tipo de una tienda de comida preparada que la recuerda; compró albóndigas. Tienen una grabación en la que aparece pidiendo la comida. Felicity no ha encontrado restos en su estómago, o sea que no llegó a comérsela. Imagino que el tipo se colaría en la furgoneta y la atacaría cuando salió del establecimiento.

– ¿Aparece la furgoneta en la grabación?

– No. En el aparcamiento no hay ninguna cámara, solo las hay dentro de la tienda. Y ningún otro establecimiento cercano tiene cámaras, lo he comprobado.

Chase le lanzó una mirada feroz.

– Por lo menos dime que el retratista ha hecho algún progreso con la niña.

– No habrá ninguno disponible hasta mañana por la mañana -anunció Daniel, y levantó la mano con aire cansino al ver que Chase estaba a punto de explotar-. No la tomes conmigo. Los dos retratistas están con víctimas. Nosotros somos los siguientes de la lista.

– ¿Con quién está ahora la niña? -quiso saber Chase.

– Chase. -Mary McCrady entró en el despacho de Daniel y dirigió a Chase una mirada de amonestación-. La niña se llama Hope.

A Daniel siempre le había caído bien Mary McCrady. Era un poco mayor que él y un poco más joven que Chase. Mostraba una actitud sensata ante la vida y nunca permitía que nadie la intimidara, ni a ella ni a ninguno de los pacientes de quienes se ocupaba.

Chase alzó los ojos en señal de exasperación.

– Estoy cansado, Mary. Llevo una hora aguantando que mi jefe y el jefe de mi jefe me machaquen. Dime que tú sí que has hecho algún progreso con… Hope.

Mary encogió un hombro.

– Tienes mucho aguante, Chase. Puedes permitirte que te machaquen un poquito. Hope en cambio es una niña traumatizada y no lo resistiría.

Chase empezó a despotricar pero Daniel lo interrumpió:

– ¿Qué has averiguado, Mary? -preguntó con calma, y Mary se sentó en una de sus sillas.

– No mucho. La doctora Fallon ha hecho exactamente lo que habría hecho yo. Ha utilizado el juego como terapia y ha conseguido que Hope se sintiera segura. No puedo obtener de Hope nada que ella no esté dispuesta a dejar salir.

– O sea que no sabes nada. -Chase dio un cabezazo contra la pared-. Estupendo.

Mary se volvió a mirarlo, enojada.

– No he dicho que no sepa nada, he dicho que no he averiguado mucho. -Sacó una hoja de papel de su carpeta-. Ha dibujado esto.

Daniel examinó la hoja. Era un dibujo de simples trazos infantiles en el que aparecía una figura tendida boca abajo con la cabeza teñida de garabatos rojos. La otra figura era masculina y estaba de pie; ocupaba casi toda la página.

– Es más de lo que habíamos conseguido hasta ahora. Desde que el viernes la encontraron encerrada en el armario no ha hecho más que pintar los dibujos de un cuaderno de colorear.

Mary se levantó y rodeó el escritorio para situarse a su lado.

– Por lo que nos imaginamos, esta es Bailey. -Señaló la figura tendida en el suelo.

– Sí, ya lo suponía. El rojo lo dice todo. -La miró con el rabillo del ojo-. Meredith Fallon te habrá contado lo de la salsa de tomate de la pizza y la plastilina, ¿no?

– Sí. -Mary frunció el entrecejo-. Detesto tener que presionar tanto a la pequeña, pero necesitamos averiguar qué vio exactamente. -Señaló la figura de pie-. Este es el agresor de Bailey.

– Sí, eso también lo suponía. Es enorme, mide tres veces más que Bailey.

– No es su estatura real -puntualizó Mary.

– Representa la amenaza, la fuerza -terció Chase desde la puerta, y pareció avergonzarse un poco cuando Mary levantó la cabeza, sorprendida-. No soy un monstruo, Mary. Sé que esa niña está pasando por un infierno, pero cuanto antes lo saque, antes podrás empezar a… arreglarla.

Mary exhaló un suspiro que denotaba afecto.

– A tratarla, Chase, no a arreglarla. -Volvió a mirar el dibujo-. El hombre lleva una gorra.

– ¿Una gorra de béisbol? -preguntó Daniel.

– Es difícil de decir. Los niños de la edad de Hope solo pueden dibujar un número limitado de imágenes. Todos los sombreros son iguales, y las figuras también. Pero mírale la mano.

Daniel se frotó los ojos y se acercó más el dibujo.

– Es un palo, está lleno de sangre.

– ¿Encontraron Ed y su equipo algún palo con sangre? -preguntó Mary.

– Aún están registrando el escenario -explicó Daniel-. Han colocado focos en el bosque para buscar el lugar en el que Hope pudo haberse escondido. ¿Por qué es tan pequeño el palo?

– Porque lo reprime -dijo Chase-. La aterroriza y por eso en su mente lo representa lo más pequeño posible.

Mary asintió.

– Más o menos. Pensaba que os gustaría verlo. La hemos dejado descansar por esta noche; después de esto nos ha dado miedo presionarla más. Mañana continuaremos. Descansa un poco, Daniel. -Una de las comisuras de sus labios se curvó hacia arriba-. Es una recomendación de la doctora.

– Lo intentaré. Buenas noches, Mary.

Cuando se hubo marchado, Daniel miró el dibujo de Hope y se sintió culpable y deshecho.

– Una parte de mí quiere que estén las tres a salvo: Alex, Hope y Meredith. Pero Hope y Alex son nuestro único vínculo con quienquiera que haya tramado esto. Si las escondemos…

Chase asintió.

– Ya lo sé. He aumentado la presencia policial. Veinte, cuatro y siete. Era uno de los puntos de la última reunión.

– Eso tranquilizará a Alex, y a mí también me tranquiliza. Gracias, Chase.

– Mary tiene razón. Duerme un poco, Daniel. Te veré por la mañana.

– Le he pedido a Ed que se reúna con nosotros a las ocho -dijo Daniel mientras calculaba mentalmente cuánto tardaría en desplazarse desde Dutton hasta el edificio del GBI con el tráfico matutino. Por mucha policía que hubiera, Daniel no pensaba correr riesgos. En la sala de estar de la casa había un sofá. Esa noche dormiría allí.


Martes, 30 de enero, 21.00 horas.


Oyó sonar el móvil, el que no estaba registrado a su nombre. No tuvo que mirar la pantalla. Solo él lo llamaba a aquel número.

– Diga.

Incluso él mismo notó el cansancio en su propia voz; la verdad era que estaba agotado. Tenía el cuerpo destrozado… y también el alma. Eso suponiendo que aún tuviera alma. Recordó la mirada de los ojos de Rhett Porter. «Ayúdame.»

– ¿Lo has hecho? -Su voz era fría y nunca denotaba debilidad.

Por eso irguió la espalda.

– Sí, Rhett ha sido pasto de la ardiente gloria.

Él gruñó.

– Tendrías que haberlo arrojado a los caimanes, como hiciste con DJ.

– Ya, bueno, esta vez no lo he hecho. No tenía tiempo de ir al pantano y volver. Mira, estoy cansado, me marcharé a casa y…

– No, no te marcharás.

Sintió ganas de suspirar, pero se reprimió.

– ¿Por qué no?

– Porque aún no has terminado.

– Me encargaré de Fallon, ya tengo planeado qué hacer. Y esta vez seré discreto.

– Muy bien, pero han surgido más cosas. Esta noche Vartanian ha salido a cenar con Alex Fallon y la hija de Bailey.

– ¿La niña ya habla?

– No. -Hubo un silencio airado-. Pero se ha embadurnado la cara de salsa de tomate, como si fuera sangre.

Él se quedó helado mientras su mente buscaba a toda velocidad una explicación.

– Es imposible. Estaba en el armario, no vio nada.

– Entonces es que es adivina. -Su tono sonaba áspero y mordaz-. La hija de Bailey vio algo, Arvejilla.

El estómago se le encogió.

– No. -«No es más que una niña.» Él nunca…- No es más que una niña.

– Si te vio, estás listo.

– No me vio. -La desesperación le atoraba la garganta-. Lo hice fuera.

– Y luego entraste.

– Pero solo pudo verme revolver la casa. Me llevé a Bailey fuera.

– Y yo te digo que todo el restaurante ha visto a la niña manchada de salsa.

– Los niños suelen hacer esas cosas. Nadie sospechará nada por eso.

– Si solo fuera eso, tal vez no.

– ¿Qué más han visto? -preguntó con un hilo de voz.

– A Sheila Cunningham.

Él cerró los ojos.

– ¿Qué ha dicho?

– En resumen, que Bailey no es la puta barata que todo el mundo dice que es. Y que todo el mundo se siente ofendido por la muerte de esas mujeres ricas pero que nadie se preocupó de las mujeres normales, que nadie se preocupa por Bailey.

– ¿Eso es todo? -Se sintió un poco mejor-. O sea que no ha contado nada.

– ¿Es que no me escuchas?

– Sí, sí que te escucho -dijo, ahora a la defensiva-. ¿De qué me estás hablando?

En el otro extremo de la línea se hizo un silencio absoluto, y en el silencio las palabras cobraron sentido.

– Joder.

– Sí. Seguro que el bueno de Danny también lo ha captado. Él sí que es listo, no como otros.

Se tragó la pulla.

– ¿Ha dicho algo más?

– De momento, no. Se ha llevado a la hija de Bailey de allí con tanta rapidez que un poco más y marea a todo el mundo. Pero le ha dado a Sheila su tarjeta.

– Mierda. ¿Tú estabas allí?

– Sí. Lo he visto todo. Y en la ciudad la gente no habla de otra cosa.

– ¿Ha vuelto Vartanian a hablar con Sheila?

– De momento, no. Se han llevado a la niña a la casa que Fallon ha alquilado. Al cabo de un cuarto de hora los cuatro han subido al coche de Vartanian y se han marchado de la ciudad.

– Espera, creía que habías dicho que eran tres.

– Ni siquiera te enteras de lo que pasa en tu propia ciudad, ¿verdad? Tremaine se ha traído a su prima para que la ayude a cuidar de la niña. Es psiquiatra infantil.

La poca esperanza que le quedaba de convencerlo para evitar lo que vendría a continuación se esfumó.

– ¿Quieres que desaparezcan todos?

– Con discreción. Si Vartanian se entera de que han muerto, no parará hasta encontrar al responsable. Haz que parezca que han vuelto a casa.

– Tarde o temprano lo descubrirá.

– Para entonces ya nos habremos ocupado de él. Primero encárgate de Sheila, y luego de los otros tres. Llámame cuando hayas terminado.


Martes, 30 de enero, 23.30 horas.


Mack levantó la cabeza del motor del Corvette y miró al suelo de su garaje improvisado, donde Gemma Martin yacía con los ojos desorbitados, inmovilizada y aterrada.

– Has conservado bien el motor -dijo él en tono aprobatorio-. Me parece que este me lo quedaré yo. -Ya tenía compradores en lista de espera para el BMW Z4 y el Mercedes. Era una de las ventajas de conocer el mundillo, uno acababa relacionándose con todo tipo de gente que podía resultar útil.

– ¿Quién eres? -preguntó ella con voz quebrada, y Mack se echó a reír.

– Ya sabes quién soy.

Ella negó con la cabeza.

– Por favor, si lo que quieres es dinero…

– Ah, sí que quiero dinero. Ya te he quitado un buen pellizco. -Alzó los billetes que había encontrado en su monedero-. En otros tiempos yo también andaba por el mundo con fajos así, pero los tiempos cambian y las tornas se vuelven. -Sintiéndose como uno de los viejos agentes de Misión imposible, retiró la fina capa de látex que le cubría el rostro. Entre eso y el maquillaje, había conseguido ocultar el rasgo que lo identificaba.

Los ojos de Gemma se abrieron aún más.

– No. Estás en la cárcel.

Él se echó a reír.

– Es evidente que ya no, pero la lógica nunca fue tu punto fuerte.

– Tú has matado a Claudia y a Janet.

– ¿Acaso no lo merecían? -dijo en tono liviano. Se sentó en el suelo, junto a ella-. ¿Y tú?

– No éramos más que unas niñas.

– Lo que erais es unas zorras, y tú esta noche vas a morir. -Sacó la navaja de su bolsillo y empezó a cortarle las prendas-. Las tres os creíais muy listas.

– No pretendíamos causar ningún daño -gritó.

– ¿Y qué creíais que ocurriría, Gemma? -dijo, sin alterar el tono-. Te propuse ser tu pareja en el baile de la escuela; tú accediste, pero en realidad no querías ir. Yo ya no pertenecía a tu círculo.

– Lo siento. -Ahora estaba llorando, sus enormes lágrimas denotaban pavor.

– Ya es demasiado tarde para eso, incluso aunque estuviera dispuesto a aceptar tus disculpas. Que no lo estoy. ¿Recuerdas esa noche, Gemma? Yo sí. Recuerdo que fui a buscarte con el viejo coche de mi cuñada porque era el único que teníamos. Esperaba que me ofrecieras ir en el tuyo, y debí sospechar al ver que no lo hacías. Recuerdo que nos encontramos con tus amigas. Y ya no recuerdo nada más, excepto que horas más tarde me desperté desnudo en un área de descanso a cientos de kilómetros de distancia. Mi coche había desaparecido y tus amigas y tú también.

– No pretendíamos hacer nada malo -dijo ella, ahogándose con sus propios sollozos.

– Sí, sí que lo pretendíais. Pretendíais humillarme, y lo conseguisteis. Recuerdo lo que pasó después. Recuerdo que aguardé entre la maleza hasta que un hombre de mi misma estatura se paró para ir al váter. Quise robarle el coche para poder volver a casa, pero él salió mientras yo intentaba hacerle el puente. Nos peleamos. Y yo estaba tan enfadado con vosotras que lo golpeé y lo dejé inconsciente. No había recorrido ni doce kilómetros cuando la policía me paró. Me multaron por asalto con violencia y robo. Estuve cuatro años en la cárcel porque en Dutton nadie me ayudó. Nadie ayudó a mi madre a pagar la fianza. Nadie me consiguió un abogado decente.

»No pretendíais hacer nada malo -terminó en tono glacial-. Pero os quedasteis con todo. Ahora seré yo quien me quede con todo lo que tienes.

– Por favor -sollozó ella-. Por favor, no me mates.

Él se echó a reír.

– Cuando no puedas soportar más el dolor, me lo pedirás a gritos, corazón.


Dutton, martes, 30 de enero, 23.30 horas.


Daniel penetró en el camino de entrada a la casa. En el coche había reinado el silencio desde que salieran de Atlanta. Hope y Meredith dormían profundamente en el asiento trasero. Alex, sentada junto a él, había permanecido despierta y sumida en pensamientos turbulentos. Daniel había estado varias veces a punto de preguntarle cuál era el problema, pero la pregunta resultaba absurda. ¿Qué no era un problema? La vida de Alex ya se había desmoronado una vez, y estaba volviendo a hacerlo. «Y encima yo voy a ponerle las cosas mucho más difíciles.»

Porque el silencio le había concedido por fin tiempo para pensar, para empezar a atar cabos, y había una frase que no lo dejaba tranquilo. La había apartado de su mente, primero al aparecer Garth Davis y luego debido a los progresos de Hope. La frase la había pronunciado Sheila en la pizzería, sus labios carmín la habían escupido con amargura.

«Nadie se preocupó de las mujeres normales.» «Se preocupó.» Al referirse a las mujeres ricas y a Bailey, Sheila, la camarera, había utilizado el presente. «Todo el mundo está ofendido porque esas ricachonas han muerto. Nadie se preocupa por Bailey.»

Sin embargo, «nadie se preocupó de las mujeres normales». Empezaba a comprenderlo. La primera vez que miró a Sheila a la cara, había observado en ella algo que le resultaba familiar. Al principio creyó que la conocía de la escuela, pero no era allí donde la había visto.

Apagó el motor y el silencio fue completo, exceptuando las respiraciones rítmicas procedentes del asiento trasero. Alex desplazó la mirada al coche de policía camuflado aparcado junto a la acera, cuya silueta brillaba bajo la pálida luz de la luna. Delicada, así la había descrito él en sus pensamientos el día anterior. Ahora se la veía frágil. Claro que Daniel sabía que no lo era; tal vez Alex Fallon fuera más fuerte que ninguno de ellos. Esperaba que fuera lo bastante fuerte para soportar lo que él no podía mantener en secreto durante más tiempo.

Aguardaría mientras Meredith y Hope dormían. Luego se lo diría y aceptaría su reacción, fuera cual fuese. Aceptaría la penitencia que ella le impusiera. Tenía derecho a saberlo.

– Tu jefe se ha dado prisa -musitó, refiriéndose al coche de policía camuflado.

– O esto o te mudas a una casa de incógnito. ¿Quieres vivir de incógnito, Alex?

Ella miró el asiento trasero.

– Para ellas sería mejor, pero para mí no. Si me escondo, no podré buscar a Bailey, y tengo la impresión de estar cerca de la verdad. -Bajó la vista a las palmas de sus manos-. Está claro que alguien quiere que deje de buscarla y, a menos que yo haya visto demasiada televisión, eso quiere decir que lo estoy poniendo nervioso.

Hablaba en tono frío. Estaba asustada. Sin embargo, no podía mentirle.

– Me parece que es una deducción lógica. Alex… -Suspiró en silencio-. Vamos dentro. Hay cosas que deberías saber.

– ¿Como qué?

– Vamos dentro.

Ella lo aferró por el brazo, pero enseguida apartó la mano herida con una mueca de dolor.

– Dímelo.

Lo miraba con los ojos muy abiertos y en ellos Daniel observó miedo. No tendría que haberle dicho nada hasta que no estuvieran dentro los dos solos. Pero ya había empezado, así que le diría lo que pudiera hasta conseguir que entrara en la casa.

– Beardsley ha desaparecido.

Ella se quedó boquiabierta.

– Si lo vi ayer. -Su mirada se tiñó de aflicción al comprenderlo todo-. Alguien me ha estado observando desde entonces.

– Me parece que esa también es una deducción lógica.

Ella frunció los labios.

– También hay algo que tú deberías saber. Mientras la doctora McCrady estaba con Hope, he llamado a una amiga de Bailey, la compañera de trabajo con quien tiene más trato. Se llama Sissy. Llevaba todo el día tratando de localizarla pero no lo había conseguido. Todas las veces saltaba el contestador automático. Entonces la he llamado desde uno de los teléfonos de tu oficina. Ha respondido enseguida.

– ¿Crees que trataba de evitar tu llamada?

– No lo creo, lo sé. Cuando le he dicho quién era, se ha puesto a la defensiva. Le he preguntado si podía ir a hablar con ella sobre Bailey y me ha dicho que no la conocía muy bien, que sería mejor que hablara con alguna de sus otras compañeras.

– Pero el dueño de la peluquería te había dicho que ella era con quien tenía más trato.

– Me ha dicho que todos los sábados por la noche Bailey se quedaba a dormir en su casa. Y la asistente social dice que los viernes era Sissy quien se quedaba a dormir en casa de Bailey.

– Entonces es que alguien se ha puesto en contacto con ella -dijo Daniel.

– Sissy tiene una hija lo bastante mayor para cuidar de Hope los sábados mientras Bailey trabaja. -Alex se mordió el labio inferior-. Si alguien ha amenazado a Sissy y Beardsley ha desaparecido, puede que la hermana Anne y Desmond también estén en peligro.

Daniel extendió el brazo y le presionó el labio con el pulgar para suavizar las marcas que sus dientes habían dejado.

– Enviaré una unidad al centro de acogida y otra a casa de Desmond. -Apartó la mano. Llevaba todo el día deseando abrazarla y el silencio solo había servido para intensificar el deseo-. Vamos a llevar a Hope a la cama. Es tarde.

Alex había abierto la puerta trasera y se disponía a tomar a Hope en brazos, pero Daniel la hizo a un lado con suavidad.

– Tú abre la puerta, yo entraré a Hope. -Sacudió ligeramente el hombro de Meredith y esta se despertó de golpe, pestañeando. Él quitó el seguro del asiento de la niña y la tomó en brazos. Ella se apoyó en su hombro; estaba demasiado cansada para asustarse.

Daniel siguió a Alex hasta la casa, consciente de que los agentes que Chase había enviado los estaban observando. Conocía a Hatton y a Koenig desde hacía años y confiaba en ellos. Los saludó con un gesto de cabeza al pasar. En unos minutos saldría a hablar con ellos.

Riley se incorporó en cuanto entraron en la casa y enseguida los siguió en silencio.

Alex condujo a Daniel hasta el dormitorio que quedaba a la izquierda. Él dejó a Hope con suavidad sobre la cama y le quitó los zapatos.

– ¿Quieres que le pongamos el pijama? -susurró.

Ella negó con la cabeza.

– No le hará ningún daño dormir vestida -susurró ella en respuesta.

Daniel cubrió a Hope con la manta y luego le apartó un rizo rubio de su rostro, sonrosado a causa del sueño. Tragó saliva. La salsa de la pizza le había manchado la piel y los cabellos; aún parecía sangre. Con cuidado, volvió a colocarle el rizo sobre el rostro para ocultar la mancha.

Todavía lo asaltaban muchas imágenes perturbadoras. Solo le faltaba añadir la de una niña de cuatro años cubierta de sangre.

– Yo también dormiré aquí -musitó Alex, que permanecía de pie al otro lado de la cama. Daniel posó los ojos en las sábanas blancas y almidonadas, y luego en Alex, quien lo obsequió con una mirada penetrante.

Él frunció el entrecejo.

– ¿Piensas irte a dormir ahora mismo? -preguntó.

– Supongo que no. Vamos. -Se volvió hacia la puerta y arqueó las cejas-. Vaya, mira.

Riley se había subido a una maleta y se esforzaba por trepar hasta la silla que se encontraba junto al lado de la cama donde Hope dormía.

– Riley -lo llamó Daniel-. Baja de ahí.

Pero Alex lo empujó para que pudiera acabar de subir. De allí, el basset saltó a la cama, avanzó hasta situarse junto a Hope y se dejó caer sobre el vientre de la niña con uno de sus hondos suspiros.

– Riley, baja de la cama -musitó Daniel, pero Alex negó con la cabeza.

– Déjalo. Si alguna pesadilla la despierta, al menos no estará sola.


Dutton, martes, 30 de enero, 23.30 horas.


Se arregló la corbata y se arrellanó en el asiento. Un hombre importante solo podía sentirse así de cómodo vigilando desde su coche. Su hermana Kate había regresado del trabajo, el sobrio Volvo estaba bien aparcado en el garaje. La vio desplazarse por el interior de la casa de una ventana a otra, dar comida al gato, colgar el abrigo…

Pensaba hacer guardia delante de su casa todas las noches, hasta que aquello terminara. La había seguido desde la ciudad con cuidado de guardar la suficiente distancia para que no lo viera. Si lo veía, tendría que admitir que le preocupaba su seguridad. Claro que no podía confesarle que ella estaba en el punto de mira; si lo hacía, querría saber por qué estaba tan seguro.

Ella no podía enterarse. Nadie podía enterarse. Y nadie se enteraría si mantenía la cabeza gacha y la boca cerrada. A las dos mujeres las habían matado entre las ocho de la tarde y las dos de la madrugada. A las dos las habían atacado en el coche, así que se pegaría a Kate como una lapa cada vez que regresara en coche del trabajo y la vigilaría durante toda la noche. Durante el día estaba bastante segura, pensó; en el trabajo se encontraba rodeada de gente.

Los recuerdos de las fotos del anuario irrumpieron en su mente. Diez fotos en total, y dos ya habían sido marcadas con una cruz. Llevaba toda la noche tratando de quitárselas de la cabeza. La amenaza era clara. Siete mujeres, además de Kate, aparecían en la hoja. Siete mujeres más estaban en el punto de mira. Podría haberle entregado la fotocopia a Vartanian y salvarlas, pero pensó en su hermana Kate, en su esposa, en sus hijos, y supo que volvería a quemar la hoja si se le ofreciera la oportunidad. Ellos no podían enterarse.

De haberle entregado la fotocopia a Vartanian, Daniel se habría preguntado por qué le habían hecho llegar la amenaza precisamente a él. Aunque se la enviara de forma anónima, Daniel vería el círculo trazado alrededor de la foto de Kate y se preguntaría por qué habían elegido a su hermana.

«Podrías haber recortado la foto de Kate y haber enviado el resto. Podrías haber protegido a esas siete mujeres. Tendrías que haberlas protegido.»

¿Y arriesgarse a que los técnicos del GBI descubrieran sus huellas en el papel? No; era exponerse demasiado. Además, Vartanian habría empezado a investigar y solo Dios sabía qué habría encontrado.

«Si alguna de esas siete mujeres muere, tus manos estarán manchadas con su sangre.»

Mala suerte. Él tenía su propia familia que proteger. Si las familias de las otras siete mujeres que habían estudiado con Janet y Claudia eran lo bastante listas, también las protegerían. «Pero ellos no saben lo que sabes tú.»

Había hecho cosas en la vida. Cosas horribles, perversas. Pero nunca hasta entonces había tenido las manos manchadas de sangre. «Sí, sí que las tenías.» De Alicia Tremaine. El rostro de Alicia apareció en su mente junto con el recuerdo de aquella noche de hacía trece años.

«Nosotros no la matamos.» Ellos la habían violado. Todos la habían violado, excepto Simon, que se había limitado a tomar las fotografías. Simon siempre había sido un cabrón morboso.

«¿Y vosotros no? Violasteis a la chica, y ¿a cuántas más?»

Cerró los ojos. Había violado a Alicia Tremaine y a catorce chicas más. Todos lo habían hecho. Excepto Simon. Él solo había tomado las fotografías.

«Y ¿dónde están las fotografías?»

La idea llevaba torturándolo trece años. Las habían escondido para asegurarse de que ninguno de ellos contara lo que habían hecho. Qué idiotas eran de jóvenes. Ahora, nada de lo que él hiciera podría borrar lo que todos hicieron en su día. «Lo que yo también hice.»

Todas las cosas horrendas que habían hecho y que quedaron inmortalizadas en las fotografías. Tras la primera muerte de Simon todos se habían sentido a la vez aliviados y aterrados de que alguien pudiera encontrarlas. Sin embargo, no había sido así, y los años habían transcurrido. Con inquietud.

Nunca habían vuelto a nombrar las fotografías, ni el club, ni las cosas que habían hecho. Hasta que DJ se dio a la bebida, y desapareció.

Igual que esa noche había desaparecido Rhett. Él sabía que estaba muerto. Había estado a punto de hablar y se habían deshecho de él, igual que de DJ.

«En cambio yo soy lo bastante listo para mantener la boca cerrada y la cabeza gacha hasta que todo esto termine.» En otro momento las fotografías habían servido como garantía de su silencio. Si uno caía, caerían todos. Sin embargo, ahora, después de tantos años… Ya no eran jóvenes ni estúpidos. Eran hombres hechos y derechos con carreras respetables. Y familias a las que proteger.

Sin embargo ahora, después de tantos años… alguien estaba matando a sus mujeres. A mujeres que trece años atrás no eran más que inocentes chiquillas. «Aquellas a quienes tú violaste también eran chiquillas inocentes. Inocentes. Inocentes.»

– Ya lo sé -pronunció las palabras en voz alta, y luego susurró-: Dios, ¿no crees que ya lo sé?

Ahora, después de tantos años, alguien más lo sabía. Sabían lo de la llave, o sea que también sabían lo del club y debían de saber lo de las fotos de Simon. No era ninguno de ellos, ninguno de los cuatro que quedaban. No, ya no eran cuatro. Pensó en Rhett Porter. Rhett estaba muerto. «De los tres.» Ninguno de ellos haría una cosa así.

El hecho de que toda esa pesadilla hubiera empezado una semana después de la verdadera muerte de Simon Vartanian no podía ser fruto de la casualidad. ¿Habría encontrado Daniel las fotos de Simon?

«No. No es posible.» Si Daniel Vartanian tuviera las fotos, las estaría investigando.

«Pues claro que las está investigando, idiota.»

«No, lo que está investigando son los asesinatos de Janet y Claudia.»

O sea que Daniel no lo sabía. Eso quería decir que quien lo sabía era otra persona. Alguien que quería dinero. Alguien que había matado a dos mujeres para demostrarles de lo que era capaz. Alguien que los amenazaba con matar a más si no lo escuchaban.

Así que lo escucharía. Seguiría las instrucciones que acompañaban a la fotocopia con las fotos del anuario. Efectuaría una transferencia de cien mil dólares a una cuenta corriente de un paraíso fiscal. Pensó que luego vendría otra petición de dinero. Y él seguiría pagando todo lo necesario para asegurarse de que su secreto siguiera siendo precisamente eso, un secreto.


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