Atlanta, jueves, 1 de febrero, 17.45 horas.
Según la búsqueda que Luke había hecho en Google, Kate Davis era la directora del banco de su tío Rob. Apenas hacía un año que había terminado los estudios universitarios, pero tenía la mirada avejentada.
Daniel se puso en pie cuando Leigh la hizo entrar por la puerta.
– Señorita Davis. Siéntese, por favor.
Ella lo hizo.
– Anoche mataron al nieto de mi tío.
– Sí, el departamento de homicidios de Atlanta se está ocupando de la investigación -dijo Daniel sin alterarse.
– Era un buen chico, un poco cortito. No era precisamente un cerebro para tramar nada.
– No hemos dicho que creamos que lo fuera -repuso Daniel-. ¿En qué podemos ayudarla?
Ella exhaló un suspiro.
– Hace una hora he recibido una llamada de mi cuñada. Se ha marchado con mis dos sobrinos hacia el oeste.
Daniel arqueó las cejas.
– Deduzco que no ha salido de vacaciones.
– No. Se ha marchado de casa porque está asustada. Me ha llamado porque quiere que todo esto termine, porque quiere poder regresar a casa en algún momento. Garth y mi tío Rob han discutido esta mañana. Parece ser que Garth ha hecho algo que lo ha puesto en un aprieto. Lleva dos noches sentado delante de mi casa, vigilándome. Las dos veces lo he visto, y he pensado que era un bonito gesto por su parte. Ya sabe, es mi hermano mayor y cuida de mí.
– ¿Pero? -preguntó Daniel.
Ella alzó la barbilla un milímetro.
– Mi cuñada me ha dicho que a Garth lo habían amenazado con matarme si no entregaba una cantidad de dinero, y él retiró cien mil dólares del fondo que tenían destinado a los estudios universitarios de sus hijos. Ella quería ir a hablar con la policía, pero Garth no se lo ha permitido. Le ha dicho que Rhett Porter había muerto por hablar más de la cuenta. Seguro que eso no les sorprende.
– Siga -fue todo cuanto dijo Daniel.
– Garth le ha contado que Jared O'Brien había muerto por lo mismo. -Entornó los ojos-. Eso sí que les sorprende.
Daniel miró a Luke, y este tecleó en el ordenador y luego sacudió la cabeza.
– No está muerto.
– No lo han dado por muerto -lo corrigió Kate-. Desapareció hace más de cinco años. Yo entonces todavía estudiaba en el instituto. Estoy segura de que podrán desempolvar los informes policiales, a menos que el caso lo investigara la oficina de Loomis, claro.
Daniel sintió ganas de resoplar, pero mantuvo la voz serena.
– Explíquese, por favor.
– Garth le ha preguntado a mi tío si iría a contárselo a la policía y Rob ha respondido que «a la de esa ciudad, seguro que no». Entonces Garth ha amenazado a Rob con denunciarlo por fraude bancario si decía una palabra. Mi cuñada me ha dicho que llevaba años aguantándole a Garth que tuviera aventuras, pero que no pensaba permitir que pusiera en riesgo la seguridad de sus hijos.
– ¿Sabe dónde está?
– No, no se lo he preguntado. He imaginado que si de verdad querían saberlo podían rastrear mis llamadas. Me ha telefoneado desde su móvil y me ha pedido que, si me atrevía, viniera a hablar con ustedes, y que en caso contrario, los llamaría ella misma. También me ha dicho que quería que supiera que Garth temía por mi vida.
– ¿Y usted no tiene miedo? -preguntó Daniel con suavidad.
– Estoy aterrorizada. Temo terminar como Gemma, Claudia o Janet. O Lisa. -La tristeza demudó su semblante-. Y también temo por mi familia. Tanto Garth como Rob tienen un alijo lo bastante importante para asegurarse de que el otro guarde silencio. Eso es lo que más me aterra.
– Se ha arriesgado mucho viniendo aquí -observó Daniel-. ¿Por qué?
Los labios le temblaron y ella los apretó con determinación.
– Porque Lisa era mi amiga. Porque a la hora de la comida solía pedirle prestado a Gemma el esmalte de uñas. Porque Claudia me ayudó a elegir el vestido para mi fiesta de graduación. Las tres fueron muy importantes en mi adolescencia, y ahora que han desaparecido parte de mi vida ha desaparecido con ellas. Quiero que quien ha hecho eso lo pague. -Se levantó-. Es todo cuanto tengo que decir.
Alex estaba de pie al final del vestíbulo que quedaba ante el despacho que Leigh ocupaba en la parte anterior del edificio. Se situó junto a una ventana para obtener buena cobertura… y un poco de intimidad. No paraba de dar golpecitos en el suelo con la punta del pie y se dio cuenta de que estaba nerviosa mientras el teléfono sonaba al otro extremo de la línea.
– ¿Diga? -respondió una voz femenina, y Alex sintió ganas de suspirar. Esperaba que Richard respondiera a la llamada, pero estaba hablando con Amber, su nueva esposa.
– Hola, soy Alex. ¿Está Richard?
– No -respondió con demasiada rapidez-. No está. Está trabajando.
– He llamado al hospital y me han dicho que estaba en casa. Por favor, es importante.
Amber vaciló.
– Muy bien, lo avisaré.
Al cabo de un minuto oyó la voz de Richard, serena y teñida de una formalidad muy poco natural.
– Alex, qué sorpresa. ¿En qué puedo ayudarte?
– Estoy en Dutton.
– Lo he oído. He… He visto las noticias. ¿Estás bien?
– Sí. Bailey me envió una carta y creó que llegó a tu casa. ¿Puedes comprobarlo?
– Espera. -Lo oyó remover cosas-. Aquí está. Tiene una llave, la noto dentro del sobre.
Alex exhaló un suspiro.
– Mira, sé que esto te parecerá de locos, pero quiero que solo toques una esquina y que la abras con un abrecartas. Es posible que sirva como prueba.
– Muy bien. -Lo oyó revolver en un cajón-. Entonces, ¿quieres que mire dentro?
– Sí; con cuidado. Y si hay una carta, léemela.
– Sí que la hay. ¿Estás preparada?
«No.»
– Sí. Lee, por favor.
– «Querida Alex. Sé que te sorprenderá recibir esta carta después de tantos años. No tengo mucho tiempo. Por favor, toma esta llave y guárdala en algún lugar seguro. Si me ocurre algo, quiero que te ocupes de Hope. Ella es mi preciosa hija y mi nueva oportunidad en la vida. Llevo cinco años sin tomar drogas gracias a ella. Y también gracias a ti. Tú fuiste la única persona que creyó en mí cuando toqué fondo. Tú fuiste la única que se preocupó de mí lo bastante para tratar de ofrecerme ayuda. Quiero que sepas que obtuve esa ayuda y que Hope es una niña normal y sana. He pensado en llamarte un millón de veces durante estos cinco años, pero sé que la última vez me pasé de la raya y no me siento capaz de volver a mirarte a la cara. Espero que hayas podido perdonarme, y, si no, cuida de Hope de todos modos, por favor. Eres la única familia que me queda y la única persona en quien confío para dejar a mi hija a su cargo.
»Esconde la llave y no permitas que nadie sepa que la tienes. Si la necesito, te llamaré.» -Richard se aclaró la garganta-. Está firmada: «Te quiero. Tu hermana, Bailey». Y tiene un dibujito de una oveja.
Alex tragó saliva.
– Es un cordero -susurró.
– ¿Qué?
– Nada. Tengo que preguntarle a la policía qué quieren que hagas con la llave. Si me piden que me la envíes, ¿podrías hacerlo esta noche por correo urgente?
– Claro. Alex, ¿estás en peligro?
– Hace unos días estuvieron a punto de matarme pero… aquí estoy en buenas manos. -Su voz cambió al pronunciar las últimas palabras; se tornó más suave.
– ¿Cómo se llama?
Ella sonrió.
– Daniel.
– Muy bien. Llevabas demasiado tiempo sola -soltó en tono brusco-, aunque estuvieras conmigo.
Sin esperarlo, las lágrimas le anegaron los ojos y le atoraron la garganta.
– Dile a Amber que si vuelvo a llamarte será solo por la llave, ¿de acuerdo?
– Alex, ¿estás llorando?
Ella tragó saliva.
– Últimamente me pasa mucho.
– Antes no llorabas; no llorabas nunca. Siempre deseé que lo hicieras.
– ¿Querías que llorara?
– Quería que sacaras lo que llevabas dentro -respondió él en tono tan quedo que ella apenas lo oyó-. Creía que si llorabas, serías capaz de…
A Alex se le encogió tanto el corazón que incluso le dolía.
– ¿De amarte?
– Sí. -La palabra sonó triste-. Supongo que sí. Buena suerte, Alex. Te deseo lo mejor en la vida.
– Yo también te lo deseo. -Se aclaró la garganta y se enjugó los ojos-. Te llamaré por lo de la carta.
Atlanta, jueves, 1 de febrero, 18.00 horas.
Cuando Leigh hubo acompañado a Kate Davis hasta la salida, Daniel se volvió hacia el grupo.
– ¿Tenemos a seis y nos queda uno?
Luke levantó la cabeza del portátil.
– Jared O'Brien es de la edad apropiada. Se graduó el mismo año que Simon, en la escuela privada.
– De momento tenemos a Garth y a Jared que fueron a la escuela privada -dijo Daniel-. Wade, Rhett y Randy fueron a la pública, y Simon fue a las dos.
– Si O'Brien le daba a la bebida, ahí podría haber un vínculo -observó Chase-. Lo mejor será que obtengamos su perfil con la mayor discreción. Hasta entonces, no nos acercaremos a ningún miembro de su familia; no quiero que nadie sospeche nada. Todavía nos falta encontrar a los otros hombres vivos, o sea que buscad pistas. Investigad si últimamente alguien más ha retirado dinero del fondo de los estudios de sus hijos.
– Ha dicho que había tenido aventuras -observó Ed de repente-. Kate Davies. Ha dicho que su cuñada había pasado por alto las aventuras de Garth, pero que no pensaba poner en peligro a sus hijos. ¿No ha dicho la amiga de Bailey que creía que se veía con un hombre casado?
– Es posible que esa noche Bailey esperara a Garth -convino Luke-. Me resulta mucho más fácil imaginarme a Mansfield pegándole que a Garth Davis.
– Si Garth Davis y Bailey tenían una aventura, tendríamos que encontrar sus huellas en la casa -observó Chase-. Si fue para agredirla, es menos probable que las encontremos. Será emocionante descubrir cuál de los dos es culpable de una agresión y cuál lo es de mera infidelidad.
– Hemos tomado huellas del baño y de la cocina -informó Ed-. Pero no hemos encontrado ninguna correspondencia en el AFIS, el sistema de identificación.
– Ni Garth ni Davis están fichados, así que es lógico que sus huellas no salgan en el AFIS -observó Chase-. Pero los dos son empleados públicos, de modo que sus huellas tienen que estar registradas en alguna parte.
– Lo comprobaré. Claro que también podríamos preguntárselo a Hope, ¿no, Daniel? Eh, Daniel. -Ed chascó los dedos.
Daniel seguía pensando en las últimas palabras de Kate Davis.
– Quienquiera que haya matado a esas cuatro mujeres está perpetrando un delito contra un momento en el tiempo. Kate ha dicho que se había quedado sin adolescencia.
– ¿Y qué? -preguntó Chase.
– No lo sé. Es algo que me inquieta. Ojalá hubiera alguien que pudiera contarme cómo eran realmente las cosas entonces. -Se quedó callado-. Puede que haya alguien. El día que volví a mi ciudad me encontré con un viejo profesor de lengua y literatura. Me dijo algo sobre que solo los tontos creen que pueden guardar un secreto en una ciudad pequeña, y me pidió que no me comportara como un tonto. Yo andaba tan ocupado con los cadáveres y con Woolf y su periódico que no le presté atención. Mañana por la mañana iré a hacerle una visita.
– Que sea discreta -lo advirtió Chase.
– Perdón. -Todos se volvieron y descubrieron a Alex en la puerta-. He visto a Leigh acompañar a Kate Davis a la salida y he pensado que podía entrar otra vez.
Había estado llorando. Antes de que Daniel se diera cuenta, se había puesto de pie y le había posado las manos en los hombros.
– ¿Qué pasa?
– Nada, solo que he estado hablando con mi ex. Tiene la llave de Bailey. ¿Qué queréis que haga con ella? Puede enviarla por correo urgente si hace falta.
– Sí que hace falta -dijo Chase desde la mesa-. Leigh le dará la dirección.
Ella asintió y se apartó de Daniel.
– Lo llamaré para decírselo.
Él la observó marcharse y se sintió desconcertado y molesto. «Céntrate, Vartanian.» Se sentó y se obligó a pensar.
– Wade tenía una llave -dijo.
– ¿De qué? -preguntó Chase.
– Supongo que es del lugar en el que escondieron las fotos -dijo Daniel-. Pero las fotos las tenía Simon, en casa de mi padre. Por eso él las encontró. ¿Y si Simon también tenía una llave?
– ¿Encontraron una llave entre las cosas de Simon cuando él murió? -quiso saber Luke.
– La primera vez no. Pero es posible que antes la encontrara mi padre. Si Simon se la llevó, puede que esté con las cosas que encontraron en su casa de Filadelfia. Llamaré a Vito Ciccotelli y lo averiguaré.
Dutton, jueves, 1 de febrero, 19.00 horas.
– Alex, dímelo.
Alex apartó sus pensamientos y miró a Daniel, que tenía la vista fija en la carretera. Sus manos aferraban el volante y su rostro mostraba la expresión más severa que había observado en varios días.
– ¿Cómo dices?
– Estamos cerca de Dutton. No has dicho ni una palabra desde que has telefoneado a tu ex y has estado llorando. Deduzco que te ha dicho algo más que: «Sí, Alex, tengo la llave».
Su tono era tan áspero que la dejó perpleja.
– ¿Qué crees que me ha dicho?
– No lo sé. -Separó las palabras ex profeso-. Por eso te lo pregunto.
Ella se quedó mirando su perfil, iluminado de vez en cuando por los faros de los vehículos que circulaban en dirección contraria. Un músculo de la mandíbula le temblaba.
– ¿Piensas volver? -preguntó, antes de darle tiempo a responder.
– ¿Volver? ¿Adónde? ¿A Ohio? -De repente cayó en la cuenta-. ¿O con Richard?
Él tensó más la mandíbula.
– Sí. Las dos cosas.
– No, no voy a volver con Richard. Está casado.
– Eso no le impidió engañarte la otra vez.
– No. -Alex empezaba a estar enfadada-. Pero aunque él estuviera dispuesto, yo no lo haría. ¿Qué clase de persona crees que soy?
Él exhaló un suspiro.
– Lo siento. El comentario ha estado fuera de lugar.
– Sí, sí que lo ha estado. Y no sé si sentirme cabreada o halagada.
Él le rozó el brazo con las puntas de los dedos.
– Siéntete halagada, es mejor que estar cabreada.
Ella suspiró.
– Muy bien, pero solo porque cabreándome gastaría más energía que sintiéndome halagada. Le he hablado de ti. Estaba preocupado por todo lo que está sucediendo aquí y le he dicho que estaba en buenas manos.
Esperaba verlo sonreír, pero no lo hizo.
– No me has dicho si piensas volver a Ohio.
Ese era el motivo de que estuviera tan abstraída.
– ¿Qué quieres que diga?
– Que te quedarás aquí.
Ella respiró hondo y contuvo el aire.
– Una parte de mí quiere decir que sí, porque aquí estás tú. Otra parte de mí quiere salir corriendo en sentido contrario, y eso no tiene nada que ver contigo. Mis peores recuerdos están aquí, Daniel, y eso me asusta.
Él guardó silencio un momento.
– Pero ¿te planteas la posibilidad de quedarte?
– ¿Tú te plantearías la posibilidad de marcharte?
– ¿A Ohio? -preguntó como si fuera Mongolia Exterior, y ella se echó a reír.
– No es un mal lugar, incluso se come sémola.
Una de las comisuras de sus labios se curvó.
– ¿Y scrapple?
Ella hizo una mueca.
– Si insistes, sé de un restaurante donde lo sirven, pero está malísimo.
Él sonrió y elevó el ánimo de Alex.
– De acuerdo. Me lo pensaré.
Ella volvió a contener la respiración.
– ¿Lo del scrapple o lo de Ohio?
La sonrisa de él se desvaneció y su expresión se tornó muy seria.
– Sí. Las dos cosas.
Pasaron un minuto entero en silencio.
– Eso me gusta, y me parece bien. Pero no quiero prometerte nada hasta que no vuelva a sentirme segura.
– De acuerdo. -Él le estrechó la mano-. Ya me siento mejor.
– Me alegro.
Pasaron por Main Street y Alex empezó a sentir un cosquilleo en el estómago.
– Casi hemos llegado.
– Ya lo sé. Sea lo que sea lo que recuerdes, le haremos frente juntos.
Dutton, jueves, 1 de febrero, 19.30 horas.
– Esta casa es una ganga por cuatro cincuenta. -Delia Anderson se atusó su pelo crespo-. Tal como va el mercado, a ese precio no estará mucho tiempo disponible.
Él abrió un armario y fingió interés.
– Mi novia vacía la tienda entera cada vez que sale de compras. Ningún armario es lo bastante grande para ella.
– Tengo dos casas más de similares características -dijo Delia-. Las dos tienen unos vestidores enormes.
Él dio una última vuelta.
– Pero esta casa tiene… algo -dijo-. Es muy tranquila y acogedora.
– Exacto -convino Delia, con un ligero exceso de entusiasmo-. No hay muchas casas disponibles con tanto terreno alrededor.
Él sonrió.
– Nos gusta celebrar fiestas y a veces se nos van un poco de las manos.
– Oh, señor Myers. -Soltó una risita que resultaba poco agradable en una persona de su edad-. La intimidad no suele valorarse lo suficiente al pensar en comprar una casa. -Se detuvo ante un espejo colgado en el recibidor y volvió a atusarse el pelo, más tieso que un casco-. Esta casa queda tan aislada que podría celebrar un concierto de rock en el patio y ningún vecino se quejaría del ruido.
Él se colocó detrás de ella y sonrió al espejo.
– Exactamente lo que estaba buscando.
Ella, alarmada, lo miró con ojos desorbitados y abrió la boca para gritar, pero era demasiado tarde. En un santiamén él le había puesto el cuchillo contra la garganta.
– Por si aún no lo ha adivinado, no me llamo Myers. -Él se inclinó y le susurró su nombre al oído, y vio que sus ojos se tornaban vidriosos de puro horror cuando la facultad de razonar se abrió paso a través de tanta laca-. Permítame que le presente un concepto nuevo, señorita Anderson. Se llama «interés acumulado por deuda pendiente».
La arrojó al suelo y le ató rápidamente las manos a la espalda.
– Espero que le guste gritar.
Dutton, jueves, 1 de febrero, 19.30 horas.
– Así, ¿Simon tenía una llave?-preguntó Ed desde la parte trasera de la furgoneta que contenía el equipo de videovigilancia.
Daniel se guardó el móvil en el bolsillo.
– Sí. Vito Ciccotelli me ha explicado que con sus cosas encontraron cinco llaves. Las enviará mañana a primera hora. Ahora solo nos falta imaginar qué deben de abrir. -Un movimiento en la pantalla controlada por Ed hizo que se irguiera-. Parece que Mary está a punto.
– Mary me ha hecho instalar la cámara en el antiguo dormitorio de Alex -explicó Ed-. Hemos pensado que era lógico, puesto que allí fue donde encontramos su anillo.
Daniel entrelazó las manos con fuerza, y observó cómo la puerta se abría y Mary guiaba a Alex dentro de la habitación.
– ¿Qué hora es? -le preguntó Mary.
– Tarde. Está oscuro y hay relámpagos. Relámpagos y truenos.
– ¿Dónde estás?
– En la cama.
– ¿Duermes?
– No. Me encuentro mal. Tengo que levantarme para ir al lavabo. Me encuentro mal.
– ¿Qué ocurre?
Alex estaba de pie junto a la ventana.
– Ahí hay alguien.
– ¿Quién es?
– No lo sé. Puede que sea Alicia, a veces se escapa para ir a fiestas.
– ¿Es Alicia?
Alex se inclinó para acercarse a la ventana.
– No. Es un hombre. -Se echó a temblar-. Es Craig.
– ¿Por qué tiemblas, Alex?
– Los relámpagos son muy fuertes. -Hizo una mueca-. Me duele el estómago.
– ¿Sigue Craig ahí fuera?
– Sí, pero hay alguien más. Son dos, llevan una bolsa.
– ¿Pesa mucho?
– Creo que sí. -Se echó a temblar de nuevo y respiró hondo. Luego se quedó mirando al vacío.
– ¿Qué pasa? ¿Hay más relámpagos?
Alex asintió, vacilante.
– La ha tirado.
– Ha tirado la bolsa.
– No es una bolsa, es una manta. Se ha desdoblado.
– ¿Y qué ves con los relámpagos, Alex?
– Su brazo. Su mano. Ha caído al suelo. -Se tocaba el dedo anular de la mano derecha, tiraba de él como si llevara un anillo-. Le veo la mano. -Se relajó un poco-. Ah, es una muñeca.
Daniel notó que un escalofrío le recorría la espalda y se acordó de Sheila, despatarrada cual muñeca de trapo en un rincón de Presto's Pizza.
– ¿Es una muñeca? -preguntó Mary.
Alex asintió con la mirada perdida y la voz inquietante de tan natural.
– Sí. Es una muñeca.
– ¿Qué hacen los dos hombres?
– Él le coge el brazo y se lo envuelve con la manta. Ya la tiene, ahora rodean la casa corriendo.
– Y ahora, ¿qué pasa?
Ella frunció un poco el entrecejo.
– Todavía me duele el estómago. Me vuelvo a la cama.
– Muy bien. Ven conmigo, Alex. -Mary la guió hasta una silla plegable y empezó a despertarla. Daniel notó el momento en que empezaba a tomar conciencia de lo que la rodeaba, porque palideció y encorvó la espalda.
– No era una muñeca -dijo en tono inexpresivo-. Era Alicia. La llevaban envuelta en la manta.
Mary se arrodilló frente a ella.
– ¿Quiénes, Alex?
– Craig y Wade. A Wade es a quien se le ha soltado el extremo. Era su brazo. No… No parecía real, parecía una muñeca. -Cerró los ojos-. Se lo dije a mi madre.
Mary miró a la cámara y luego se volvió de nuevo hacia Alex.
– ¿Cuándo?
– Cuando estaba en la cama llorando. No paraba de repetir «un cordero y un anillo». Yo pensaba que todo había sido un sueño; un sueño premonitorio, tal vez. Le dije lo de la muñeca y se enfadó mucho. Le dije: «Era una muñeca, mamá». Yo no sabía que ella también había visto la manta. -Las lágrimas empezaron a brotar de los ojos cerrados de Alex-. Se lo dije, y ella se lo dijo a Craig y él la mató.
– Dios mío -susurró Daniel.
– Se sintió culpable -observó Ed con voz queda-. Pobre Alex.
– No fue culpa tuya, Alex -la tranquilizó Mary.
Alex se mecía con movimientos casi imperceptibles.
– Se lo dije, y ella se lo dijo a él y él la mató. Murió por mi culpa.
Daniel había salido de la furgoneta antes de que terminara la frase. Corrió hasta el dormitorio y la atrajo hacia sí. Ella se dejó abrazar, desmadejada. «Como una muñeca.»
– Lo siento, cariño. Lo siento mucho.
Ella seguía meciéndose y de su garganta afloró un ruido débil pero aterrador, como un lamento. Daniel miró a Mary.
– Tengo que llevármela de aquí.
Mary asintió con tristeza.
– Ten cuidado con la escalera.
Daniel instó a Alex a ponerse en pie y de nuevo ella se dejó llevar. Él le posó las manos en los hombros y le dio una ligerísima sacudida.
– Alex, para.
Al oír su voz tajante, ella dejó de mecerse.
– Ahora vámonos.
Atlanta, jueves, 1 de febrero, 22.00 horas.
– Hoy has apuntado mejor -comentó Daniel al enfilar el camino de entrada a su casa.
– Gracias. -Ella todavía estaba apagada, como adormecida. Había conseguido que recobrara un poco el control llevándola al establecimiento de tiro al blanco de Leo Papadopoulos. El objetivo de papel había sufrido las consecuencias de representar a todas las personas a quienes Alex había pasado a odiar en los últimos días. Al que más era a Craig, pero también estaban Wade, el alcalde Davis, el agente Mansfield y quien había hecho que se desatara todo aquello al ensañarse con cuatro mujeres inocentes.
En cierto modo, el objetivo representaba incluso a su madre y a Alicia. Si Alicia no se hubiera escapado de casa aquella noche… Y si su madre no hubiera perdido el control…
Había apuntado mejor. Había sostenido la pistola con firmeza y había disparado hasta vaciar el cargador. Luego había vuelto a llenarlo y había repetido la acción una y otra vez hasta que empezaron a dolerle los brazos.
– Sacaré las bolsas con tus compras del maletero -se ofreció él cuando el silencio resultó excesivo-. Si quieres, puedes colgar la ropa en mi armario.
No había comprado muchas cosas, solo unas cuantas blusas y algunos pantalones. Aun así, le pareció que el hecho de colgar las prendas en su armario denotaba mucha intimidad. Demasiada, para lo mal que se sentía ella por dentro. Pero se le veía expectante, así que Alex asintió.
– De acuerdo.
Daniel abrió el maletero y ella esperaba que volviera a cerrarlo enseguida, pero no lo hizo. Pasaron treinta segundos que acabaron convirtiéndose en un minuto. Al final Alex salió del coche, y exhaló un suspiro. Amparado por la sombra que proyectaba la puerta del maletero del coche se encontraba Frank Loomis, y Daniel y él se habían enzarzado en una queda discusión.
– Daniel -lo llamó ella y él la miró por encima del coche.
– Entra en casa -le ordenó-. Por favor.
Demasiado adormecida y cansada para oponer resistencia, hizo lo que él le pedía y contempló a los dos hombres discutir desde el porche de entrada a la casa. Al final Daniel cerró el maletero con tanta fuerza como para despertar a todo el vecindario y Frank Loomis regresó con paso airado a donde había aparcado el coche y se alejó.
Daniel, cuyos hombros subían y bajaban al ritmo de su agitada respiración, se dio media vuelta y enfiló el camino con expresión sombría. Con movimientos bruscos, abrió la puerta y desconectó la alarma. Alex lo observó y recordó cómo la noche anterior se habían dejado caer juntos contra esa misma puerta.
Pero Daniel se limitó a cerrarla con llave, conectar la alarma de nuevo y empezar a subir la escalera sin siquiera volverse a comprobar si ella lo seguía. Su lenguaje corporal le indicaba que así debía hacerlo, y así lo hizo. Cuando entró en el dormitorio él ya había depositado las bolsas con las compras encima de la cama y se encontraba de pie ante la cómoda, quitándose la corbata.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella en tono quedo.
Él se despojó del abrigo y de la camisa, y arrojó las prendas sobre la silla del rincón antes de volverse a mirarla con el pecho desnudo y los brazos en jarras.
– La fiscalía del estado está investigando a Frank.
– Tal como debe ser -repuso ella, y él asintió.
– Gracias. -Su pecho se llenó de aire y se vació-. Está enfadado conmigo. Me echa la culpa.
– Lo siento.
– A mí eso no me importa. -Pero era evidente que sí que le importaba-. Lo que me molesta es que se valga de nuestra amistad para pedirme que convenza a la fiscal. Amistad. Ja. Es la mayor gilipollez que he oído en muchos años.
– Lo siento -repitió ella.
– Deja de decir eso -le espetó-. Deja de darme las gracias y de decir siempre que lo sientes. Hablas igual que Susannah.
Su hermana, quien, según él, también era víctima del sufrimiento.
– ¿Has hablado con ella?
– Sí. -Apartó la mirada-. He hablado con ella. Por fin, joder.
– ¿Qué te ha dicho?
Él, como movido por un resorte, levantó la cabeza y le clavó los ojos.
– «Lo siento, Daniel. Adiós, Daniel.» -Tenía la mirada encendida a causa del dolor, un dolor tan intenso que Alex sintió que incluso a ella le atenazaba el pecho-. «Tú te fuiste, Daniel» -añadió en tono gruñón, y volvió a bajar la cabeza mientras sus hombros se hundían-. Lo siento. Eres la última persona a quien debería levantar la voz.
Ella se sentó en el borde de la cama; se sentía demasiado cansada para permanecer de pie.
– ¿Por qué soy la última persona?
– Porque mire hacia donde mire, todo cuanto veo son mentiras y traición. La única persona que está limpia eres tú.
Ella era de otra opinión, pero no pensaba entablar una discusión al respecto.
– ¿A quién has traicionado tú?
– A mi hermana. La dejé en aquella casa, en la casa donde nos criamos. La dejé con Simon.
Por fin ella lo comprendió, y con la compasión y la ternura la invadió una gran pena por Daniel y por su hermana.
– No todas las víctimas de Simon fueron a la escuela pública, ¿verdad? -preguntó, recordando lo tenso que se puso ante las palabras de Talia durante la reunión de la tarde.
Él volvió a levantar la cabeza de golpe, abrió la boca y la cerró enseguida.
– No -dijo al fin.
– No fuiste tú quien lo hizo, Daniel. Fue Simon. No fue culpa tuya, como tampoco fue culpa mía que mi madre decidiera enfrentarse a Craig. Pero nosotros creemos que sí, y no nos resultará fácil superarlo. -Él entornó los ojos y ella se encogió de hombros-. Tantos disparos a ese hombre de papel proporcionan cierta claridad de ideas. Yo entonces solo tenía dieciséis años, pero mi madre era una persona adulta, y, para empezar, llevaba demasiado tiempo aguantando a Craig Crighton. Lo que yo le conté la puso al borde del abismo y aunque, como resulta evidente, no fue culpa mía, durante trece años me he estado diciendo que sí que lo fue.
– Yo no tenía dieciséis años.
– Daniel, ¿acaso sabías que Simon estaba implicado en las violaciones de todas esas chicas?
De nuevo él dejó caer la cabeza.
– No. Mientras estaba vivo no supe nada. Me enteré después de que muriera.
– ¿Lo ves? No descubriste las fotos hasta que él murió, hace menos de dos semanas.
Daniel negó con la cabeza.
– No, fue después de la primera vez que murió.
Alex frunció el entrecejo.
– No te entiendo.
– Hace once años que mi madre encontró las fotos. Entonces pensábamos que Simon llevaba un año muerto.
Alex abrió los ojos como platos. «¿Once años?»
– Pero Simon no estaba muerto; solo se había marchado de casa.
– Cierto. La cuestión es que entonces yo encontré las fotos y quise contárselo a la policía, pero mi padre las quemó en la chimenea. No quería que se hablara mal de nosotros, no era conveniente para su carrera.
Alex empezaba a verlo claro.
– ¿Cómo es que encontraste las fotos en Filadelfia si tu padre las había quemado?
– Debió de hacer copias; mi padre era un hombre muy previsor. La cuestión es que yo no hice nada al respecto, no dije nada a nadie. Y Simon siguió actuando a sus anchas durante años.
– ¿Y qué habrías dicho, Daniel? -preguntó ella con suavidad-. «Mi padre ha quemado unas fotos y no tengo pruebas.»
– Llevaba años sospechando que no era trigo limpio.
– Pero era previsor. No podrías haber demostrado nada.
– Y sigo sin poder demostrar nada -saltó-. Porque la gentuza como Frank Loomis sabe guardarse muy bien las espaldas.
– ¿Qué le has dicho antes?
– Le he preguntado dónde había estado metido toda la semana, por qué no había respondido a mis llamadas.
– Y ¿dónde ha estado?
– Dice que se ha dedicado a buscar a Bailey.
Alex pestañeó.
– ¿De verdad? ¿Por dónde?
– No me lo ha contado. Dice que da igual, que no la ha encontrado en ninguno de los sitios donde ha estado. Yo le he dicho que si quiere hacer las cosas bien hechas, se una a nosotros en lugar de andar por ahí solo buscándola de cualquier manera. Que si de verdad quiere demostrar su valía, debe arreglar lo que estropeó hace trece años; debe limpiar el historial de Fulmore y explicar a quién quiso proteger. Él ha negado haber protegido a nadie, cómo no, pero es de la única forma que puedo explicarme lo que hizo. Frank hizo que condenaran por asesinato a un hombre inocente. Todo el proceso fue una pantomima para encubrir a alguien.
– Y tú conseguirás demostrarlo en cuanto encierres en una habitación a todos los compinches de Simon y empiecen a señalarse con el dedo los unos a los otros. Caerán como fichas de dominó.
Él suspiró. Casi toda su furia se había disipado.
– No conseguiré que se acusen entre sí mientras no descubra quién está detrás de todos los asesinatos. Y, por otra parte, no conseguiré avanzar en la identificación del asesino sin poner sobre aviso a esa pandilla de degenerados. Estoy en un puto callejón sin salida.
Ella se le acercó. Le acarició el pecho en sentido horizontal y subió por la espalda.
– Vamos a dormir, Daniel. Hace casi una semana que no duermes una noche seguida.
Él apoyó la cabeza sobre su coronilla.
– Hace once años que no duermo una noche seguida, Alex -dijo con hastío.
– Pues ya es hora de que dejes de culparte. Si yo puedo hacerlo, tú también.
Él se incorporó y la miró a los ojos.
– ¿Tú puedes?
– Tengo que hacerlo -susurró-. ¿No lo ves? He vivido toda mi vida de forma superficial, sin profundizar lo suficiente en nada como para que arraigue. Yo quiero algo que arraigue; quiero tener una vida. ¿Tú no?
Los ojos de Daniel emitieron un destello, muy intenso.
– Sí.
– Pues entonces libérate de ese peso, Daniel.
– No es tan fácil.
Ella le besó en su cálido pecho.
– Ya lo sé, pero nos ocuparemos de eso mañana. Ahora vamos a dormir. Por la mañana podrás pensar con más claridad. Primero pillarás a ese tipo y luego encerrarás a los compinches de Simon en una habitación y dejarás que se arranquen la piel a tiras.
– ¿Y luego tú los curarás?
Ella alzó la barbilla y entornó los ojos.
– Ni lo sueñes.
Él esbozó su sonrisa ladeada.
– Dios, qué sexy eres cuando te pones tan dura.
De repente a ella la invadió un deseo muy intenso.
– Vámonos a la cama.
Él arqueó las cejas al detectar el cambio en su entonación.
– ¿A dormir?
– Ni lo sueñes.
Atlanta, jueves, 1 de febrero, 23.15 horas.
Mack bajó el teleobjetivo de la cámara cuando vio cerrarse la persiana del dormitorio de Vartanian. Mierda; justo cuando las cosas empezaban a ponerse interesantes. Ojalá hubiera oído la conversación entre Alex Fallon y él, pero el aparato auditivo solo alcanzaba unos cien metros y no servía para escuchar a través de las paredes. Había dos cosas claras: por una parte, Vartanian seguía enfadado con Frank Loomis y, por otra, Fallon y él estaban a punto de quedar unidos por algún punto más íntimo que la cadera.
La tarde había sido de lo más reveladora. Mack no esperaba encontrar a Frank Loomis aguardando frente a la casa de Vartanian. Al parecer, tampoco Vartanian esperaba encontrarlo allí. A Loomis lo estaban investigando y eso le preocupaba hasta tal punto que el importante y poderoso sheriff se había tragado el orgullo y había pedido a Daniel que intercediera en su favor. Mack alzó los ojos en señal de exasperación. Daniel, por supuesto, era demasiado recto para llevar a cabo una acción tan rastrera, pero también era lo bastante leal para sentirse tentado de hacerlo.
Tanta inteligencia no iba a servirle para llegar mucho más lejos. Entre el atropello fallido y el saqueo de su casa, Fallon estaba en guardia, y Vartanian no pensaba perderla de vista. «Pues haré que vengan a mí.» Sabía con exactitud cómo tenderles la trampa. La desesperación unida a un poco de lealtad y el atisbo de Bailey resultaría una mezcla irresistible.
Se volvió a mirar a Delia Anderson, quien yacía en la parte trasera de su furgoneta envuelta en una manta marrón, a punto para dejarla tirada. Arrojaría a Delia a la zanja, y dormiría un rato antes de empezar con el reparto. Al día siguiente iba a estar muy ocupado.