Capítulo 24

Dutton, viernes, 2 de febrero, 14.50 horas.


La caja estaba llena de fotografías y dibujos hechos por Simon. Daniel se percató de que algunas fotos eran idénticas a las que su padre había quemado, pero había muchas más. Cientos de ellas. Muy serio, extrajo un par de guantes de su bolsillo y empezó a sacar las fotografías de la caja. En ellas se veían los rostros de algunos de los jóvenes mientras cometían las obscenidades, y de algún modo habían conseguido que pareciera que algunos de los actos lascivos eran consentidos, tal como había dicho Annette O'Brien. Daniel apretó la mandíbula mientras revolvía cada montón. Ya sabía lo que iba a encontrar, pero la realidad era mucho peor de lo que había imaginado. Observó los rostros de los chicos, horrorizado y materialmente enfermo.

– Se están… riendo -susurró Alex-. Se incitan unos a otros.

Una oleada de ira se abrió paso en su interior, y con ella un genuino deseo de despojar de vida aquellos cuerpos viles y despreciables.

– Jared O'Brien y Rhett Porter. Y Garth Davis -dijo él en tono áspero, y recordó lo preocupado que se había mostrado el alcalde aquella noche en Presto's Pizza mientras le exigía respuestas acerca del hombre que había asesinado a las mujeres de Dutton-. Qué hijo de puta. Estaba en Presto's. Permitió tan tranquilo que Sheila le sirviera la comida sabiendo lo que le había hecho.

– Será un auténtico placer darle a Garth Davis su merecido -comentó Luke con gravedad.

Daniel miró la siguiente fotografía.

– Randy Mansfield. -Pensó en las malas noticias que había recibido de Chase mientras esperaba fuera de la casa a que llegaran Luke, Susannah y Alex. Mansfield había violado a chiquillas. Ahora Daniel sabía que también era un asesino.

A su lado, Alex se estremeció cuando destapó la siguiente fotografía. Era Wade, con Alicia.

– Lo siento -se disculpó Daniel, y colocó la fotografía al final de la pila-. No quería que la vieras.

– Ya la había visto -musitó ella-. En mi imaginación.

Daniel siguió revolviendo las fotos y se paró de golpe cuando vio a Susannah. Joven. Inconsciente. Violada. En un acto reflejo, le dio la vuelta. Y se quedó mirando el dorso de la espantosa foto mientras se debatía en las emociones.

La había dejado allí, sola. Sin protección. Con Simon. Y él… le había hecho aquello. Su agitado estómago empezó a contraerse. Entonces no lo sabía. Claro que eso no cambiaba en nada lo ocurrido. Simon había permitido… No. Simon había animado a aquellos bestias a violar a su propia hermana. «Mi hermana.» Ella estaba asustada; la habían violado. «Y yo no hice nada.»

La bilis le inundaba la garganta y las lágrimas le anegaban los ojos. Se guardó la foto en el bolsillo de la chaqueta, separándola de las otras. Apartó la vista.

– La quemaré -musitó con un hilo de voz-. Lo siento. Dios, Suze. -La voz se le quebró-. Lo siento mucho.

Nadie pronunció una palabra. Entonces Susannah sacó la foto de su bolsillo y la dejó con las otras. La colocó al final del montón, pero dentro de la caja.

– Si tengo que recuperar mi amor propio, tendré que aprender a vivir con eso -dijo con una calma que partió a Daniel por la mitad. Él, incapaz de responder, se limitó a asentir.

Luke se colocó a su lado y le tomó el relevo con las fotografías mientras Daniel recobraba la compostura. Luego Luke y él siguieron trabajando en silencio, y para cuando hubieron terminado habían conseguido identificar a cinco hombres, todos unos monstruos.

– Garth, Rhett, Jared y Randy. -Enumeró Alex en tono quedo-. Y Wade. Solo son cinco.

– El sexto era Simon, que fue quien tomó las fotos -comentó Daniel con una frustración que minaba su autocontrol-. Pero seguimos sin saber quién es el séptimo. Mierda.

– Creía que Annette había dicho que en las fotos salían todos -repuso Alex-. Que así era como Simon los controlaba.

Luke se despojó de los guantes.

– Puede que estuviera equivocada.

– Tenía razón en todo lo demás. -Daniel se esforzó por pensar, por hacer encajar todo lo que sabía-. Pero alguien más tenía las dos llaves de la caja de seguridad; si no, habríamos encontrado las fotos dentro. La última vez que alguien accedió a ella fue seis meses antes de que Simon se marchara, y de eso hace doce años. -Daniel señaló la caja con las fotos-. Estas fotos han estado aquí desde entonces, o sea que para empezar tenemos que suponer que por lo menos había dos copias de cada una.

Luke asintió al comprender adónde quería ir a parar.

– Simon mintió; no todos estaban implicados por igual. Tenía un cómplice. El séptimo hombre.

– Cuyo nombre seguimos sin conocer -añadió Daniel con amargura-. Mierda.

– Pero habéis descubierto a Garth y a Randy -dijo Alex con apremio-. Detenedlos. Haced que hablen. Haced que os digan dónde tienen a Bailey.

– Ya lo he hecho -repuso Daniel, colocando la tapa sobre la caja-. Mientras esperaba a que llegarais. Le he pedido al agente que vigila a Garth que lo detuviera. -Vaciló, temeroso de su reacción cuando le dijera lo que seguía-. Pero Mansfield… Alex, el agente que lo seguía ha muerto.

Alex palideció.

– ¿Mansfield lo ha matado?

– Eso parece.

Sus ojos emitieron sendos destellos de ira.

– Mierda, Daniel. Ayer ya sabías lo de Mansfield. Te supliqué que lo detuvieras. Si… -Omitió el resto de la acusación, pero aun así se sentía dolida.

– Alex, no es justo -musitó Luke. Pero ella sacudió la cabeza con gesto enérgico.

– Ahora Mansfield es consciente que sabéis lo que ha hecho -dijo con voz entrecortada-. Si tiene a Bailey, la matará.

Daniel no pensaba insultar a su inteligencia negando sus palabras.

– Lo siento -se disculpó.

Ella dejó caer los hombros con abatimiento y a él se le encogió el corazón.

– Ya lo sé -susurró ella.

Luke cogió la caja.

– Vamos a llevar esto a Atlanta y empezaremos a interrogar a Garth. Él sabe quién era el séptimo hombre. Hagámosle hablar.

– Yo prestaré declaración -dijo Susannah, mirando el reloj-. Tengo el vuelo a las seis.

Susannah ya estaba saliendo por la puerta detrás de Luke cuando Daniel cobró ánimo.

– Suze. Espera. Necesito… Necesito hablar contigo. Alex, ¿nos concedes un minuto?

Alex asintió con rigidez.

– ¿Me das las llaves? Estoy empezando a notar una migraña y tengo el Imitrex en el bolso.

Él observó el dolor en su mirada y sintió deseos de eliminar la tensión que lo había hecho aparecer. En vez de eso, sacó las llaves.

– No te apartes de Luke.

Ella apretó la mandíbula y le arrancó las llaves de la mano.

– No soy estúpida, Daniel.

– Ya lo sé -musitó él después de que se marchara.

Pero eso no evitaba que él estuviera constantemente preocupado por ella. También en otro momento debió haberse preocupado por Susannah. Daniel se obligó a mirar a su hermana a los ojos. Tenía la mirada cuidadosamente despojada de toda emoción. Se la veía delicada, frágil. Sin embargo, Daniel sabía que Susannah, igual que Alex, no era delicada ni frágil.

– ¿Qué es lo que te ha hecho volver? -le preguntó, y ella encogió uno de sus delgados hombros.

– Las otras prestarán declaración. ¿Qué clase de cobarde sería yo si no lo hiciera?

– Tú no eres cobarde -dijo él con denuedo.

Los labios de Susannah se curvaron con sarcasmo.

– Tú no tienes ni idea de lo que yo soy, Daniel.

Él frunció el entrecejo.

– ¿Qué narices se supone que quieres decir con eso?

Ella apartó la mirada.

– Tengo que marcharme -fue todo cuanto respondió al volverse para marcharse.

– ¡Susannah! ¡Espera! -Ella se dio la vuelta y él se obligó a formular la pregunta cuya respuesta necesitaba saber-. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me llamaste? Habría venido a buscarte.

Los ojos de ella emitieron un centelleo.

– ¿Lo habrías hecho?

– Sabes que sí.

Ella alzó la barbilla, gesto que le recordó a Alex.

– De haberlo sabido, te habría llamado. Tú te marchaste, Daniel. Te escapaste. En el primer año de universidad no regresaste a casa, ni una vez. Ni siquiera por Navidad.

El recordó el primer año de universidad, el enorme alivio que sintió al alejarse de Dutton. Pero había dejado a Susannah en la boca del lobo.

– Fui un egoísta. Si lo hubiera sabido, habría vuelto. Lo siento muchísimo.

Sus últimas palabras fueron una súplica llena de impotencia, pero la expresión de Susannah no se suavizó. Sus ojos no expresaban desprecio, pero tampoco perdón.

Él creía que necesitaba reparar los daños, creía que necesitaba que se hiciera justicia y que las víctimas de Simon pudieran dar por concluido aquel episodio de sus vidas. Ahora sabía que solo quería que la única persona a quien podía haber salvado lo perdonara; pero ella no estaba dispuesta a hacerlo.

– Las cosas son como son -dijo ella en tono neutral-. No puedes cambiar el pasado.

A él se le formó un nudo en la garganta.

– ¿Puedo al menos cambiar el futuro?

Ella permaneció varios segundos sin decir nada. Luego se encogió de hombros.

– No lo sé, Daniel.

Él no estaba seguro de qué esperar. No estaba seguro de qué tenía derecho a pedirle. Ella le había ofrecido sinceridad, y eso ya era un comienzo.

– De acuerdo. Vamos.


– ¿Estás bien?

Alex miró a Luke mientras buscaba el medicamento para la migraña en el bolso. Durante unas horas había albergado la esperanza de encontrar a Bailey. Ahora esa esperanza se había desvanecido.

– No, para nada. Date la vuelta, Luke.

Él frunció sus cejas oscuras.

– ¿Por qué?

– Porque tengo que pincharme esto en el muslo y no quiero que veas mi ropa interior. Date la vuelta.

Él se sonrojó un poco y la obedeció, y Alex se bajó los pantalones lo suficiente para ponerse la inyección en el muslo. Cuando se hubo colocado bien la ropa, observó a Luke. Incluso de espaldas notaba que estaba escrutando el panorama, alerta y vigilante.

Mansfield seguía campando a sus anchas, y había matado a un hombre, tal vez a más. Un escalofrío le recorrió la espalda y el vello de su nuca se erizó. Era probable que se tratara solo de la visión de la casa, pensó. Lo más seguro era que Mansfield se encontrara a kilómetros de distancia. Aun así, tal como le había dicho a Daniel, no era estúpida. Miró las llaves de Daniel que sostenía en la mano y tuvo muy claro lo que debía hacer.

– ¿Puedo darme la vuelta? -preguntó Luke.

– No. -Alex abrió el maletero del coche, tomó su pistola y la deslizó con torpeza en su cinturilla. Luego cerró el maletero sin sentirse más segura-. Ahora sí.

Luke lo hizo y le dirigió una mirada penetrante.

– Mantén los ojos abiertos si piensas usarla. Siento lo de tu hermanastra -añadió en tono quedo-. Y Daniel también lo siente. De verdad.

– Ya lo sé -respondió ella, y supo que era cierto al recordar el dolor que había observado en su mirada. Él había cumplido con su deber, pero eso no cambiaba el hecho de que Bailey estuviera muerta. «Nadie sale ganando con esto.» Se ahorró tener que seguir hablando al ver que Daniel y Susannah salían de la casa. Le devolvió a Daniel sus llaves y él cerró la puerta.

– Vámonos -dijo él con expresión apagada, y Alex se preguntó de qué habrían hablado Daniel y Susannah. Y de qué no.


Viernes, 2 de febrero, 15.00 horas

Bailey, petrificada, aguardó a que Loomis la traicionara. Su corazón latía con ritmo salvaje. Tan cerca. Había estado tan cerca… Junto a ella, la chica se echó a llorar.

Entonces, para su sorpresa, Loomis se llevó el dedo a los labios.

– Sigue la hilera de árboles -susurró-. Llegarás a la carretera. -Señaló a la chica-. ¿Cuántas más hay?

Bailey cerró los ojos con fuerza. «No queda ninguna.»

– Ninguna. Las ha matado a todas, excepto a ella.

Loomis tragó saliva.

– Entonces marchaos. Iré a por mi coche y os recogeré en la carretera.

Bailey asía la mano de la chica con fuerza.

– Vamos -susurró-. Solo un poco más.

La chica seguía llorando en silencio, pero Bailey no podía permitirse sentir compasión. No podía permitirse sentir nada. Lo único que podía hacer era seguir en movimiento.


«Qué interesante», pensó Mack al observar que Loomis indicaba a Bailey y a la otra chica el camino de la libertad. El hombre estaba cumpliendo con su deber. Por primera vez en su vida, Frank Loomis estaba sirviendo y protegiendo al prójimo. Aguardó a que el hombre se alejara un poco más antes de interponerse en su camino. Empuñó la pistola con firmeza y Loomis se detuvo en seco.

El hombre lo miró a la cara, y al instante lo reconoció.

– Mack O'Brien. -Apretó la mandíbula-. Supongo que no hace falta decir que ya no estás en la cárcel.

– No -respondió Mack en tono alegre-. He cumplido un tercio.

– O sea que todo esto es obra tuya.

Su sonrisa irradiaba satisfacción.

– Todo esto. Dame las armas, sheriff. Ah, espera. Ya no eres el sheriff.

Loomis apretó los labios.

– Me están investigando; aún no me han juzgado.

– ¿Supone eso alguna diferencia en esta ciudad? Dame las armas -repitió con lentitud-. Si no, te dejo seco aquí mismo.

– Lo harás de todos modos.

– Es posible. O es posible que te pida que me ayudes.

Loomis entrecerró los ojos.

– ¿A qué?

– Quiero a Daniel Vartanian aquí. Quiero que lo vea todo con sus propios ojos y que los pille con las manos en la masa. Si le sirves esto en bandeja y le devuelves a Bailey, es posible que eso te salve en el juicio. Quiero decir, en la investigación.

– ¿Eso es todo lo que tengo que hacer? ¿Conseguir que Daniel venga?

– Eso es todo.

– ¿Y si me niego?

Él apuntó a Bailey y a la chica, que se abrían paso entre los árboles con los pies descalzos y ensangrentados.

– Daré la alarma, y Bailey y la chica morirán.

Loomis entrecerró los ojos.

– Eres un cabrón.

– Gracias.


Dutton, viernes, 2 de febrero, 15.10 horas.


– ¿Qué tal va tu dolor de cabeza? -preguntó Daniel.

– Lo he atajado a tiempo. Estoy bien -respondió Alex, sin apartar los ojos de la ventana desde la que veía serpentear Main Street. Sabía que debería pedirle disculpas. Lo había atacado y él solo cumplía con su deber. Pero estaba enfadada, joder. Y se sentía impotente, lo cual aún la hacía estar más enfadada. Como no se fiaba de su propia voz ni de sus propias palabras, decidió mantener la boca bien cerrada.

Tras unos cuantos minutos más de silencio, Daniel soltó un reniego.

– ¿Podrías al menos gritarme, por favor? Siento lo de Bailey. No sé qué más decir.

El muro que contenía la furia de Alex se vino abajo.

– Odio esta ciudad -soltó entre sus dientes apretados-. Odio a tu sheriff y al alcalde, y a todo el mundo que debería haber hecho algo. Y también… -Se interrumpió y respiró con agitación.

– ¿También me odias a mí? -preguntó él en tono quedo-. ¿Me odias a mí?

Ella, temblorosa y con la mirada encendida, posó la frente en la ventanilla del coche.

– No, a ti no. Tú has hecho tu trabajo. Bailey quedó atrapada en un fuego cruzado. Siento lo que he dicho; no es culpa tuya. -Se volvió para refrescarse la sonrojada mejilla con el frío cristal-. Me odio a mí misma -musitó, cerrando los ojos-. Tendría que haber dicho algo en aquel momento; tendría que haber hecho algo. Pero me limité a quedarme hecha un ovillo y esconderme del mundo.

Daniel le rozó el brazo con las puntas de los dedos. Luego se apartó.

– Anoche decías que no podíamos culparnos -observó él.

– Anoche era anoche y hoy es hoy, y tengo que pensar en la forma de decirle a Hope que su madre no va a volver a casa. -Su voz se quebró, pero le traía sin cuidado-. No te culpo, Daniel. Tú has hecho exactamente lo que tenías que hacer. Pero yo tengo que salir adelante, y Hope también. Y eso me da muchísimo miedo.

– Alex, por favor, mírame. Por favor.

Su expresión denotaba tristeza y sufrimiento, y a ella se le rompió el corazón un poco más.

– Daniel, no te culpo. De verdad que no.

– Pues tal vez deberías hacerlo. Lo preferiría a esto.

– ¿A qué?

Él aferró el volante.

– Te estás apartando de mí. Ayer decías que teníamos que seguir adelante, los dos juntos, y hoy vuelves a ir a tu aire. Mierda, Alex. Estoy aquí, y para mí las cosas no han cambiado en la última hora. Sin embargo, tú te estás apartando. -Se estremeció-. Joder -soltó con acritud, y al sacar el móvil del bolsillo saltaron guantes de goma por todas partes-. Vartanian.

Él se quedó callado y de inmediato aminoró la marcha.

– ¿Cómo? -preguntó.

Algo iba mal. «Aún peor.» Daniel se paró en el arcén, recogió con nerviosismo los guantes esparcidos y los volvió a guardar en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Dónde? -preguntó con brusquedad-. Ni hablar. O con refuerzos o no voy. -Ladeó la mandíbula-. No, me parece que no confío en ti. Antes lo hacía, pero ahora ya no.

Frank Loomis. Alex se acercó y trató de oír la conversación. Daniel se palpaba los bolsillos.

– ¿Puedes prestarme un bolígrafo? -le preguntó, y ella buscó uno en el bolso. Él sacó su cuaderno de notas del bolsillo de la camisa-. ¿Dónde exactamente? -Anotó una dirección con mala cara-. Se me había olvidado ese lugar. Por lo menos eso tiene sentido. Muy bien. Ya voy. -Vaciló-. Gracias.

Realizó un brusco cambio de sentido y obligó a Alex a buscar un lugar donde aferrarse.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella, temiendo la respuesta.

Él encendió las luces. El cuentakilómetros ya marcaba ciento veinte.

– Era Frank. Dice que ha encontrado a Bailey.

Alex ahogó un grito.

– ¿Viva?

Daniel tenía la mandíbula tensa.

– Eso dice. -Apretó una tecla del teléfono-. Luke, necesito que des media vuelta y te encuentres conmigo en… -Le pasó el teléfono a Alex-. Dile la dirección. Dile que está pasada la vieja fábrica de los O'Brien. Susannah sabrá dónde es.

Eso era lo que por lo menos tenía sentido.

Alex hizo lo que le pedía y volvió a tenderle el teléfono a Daniel.

– Frank Loomis dice que ha encontrado el lugar donde tienen a Bailey Crighton. Llama a Chase y pídele que envíe refuerzos. Yo llamaré al sheriff Corchran de Arcadia. Confío en él y no está lejos. -Escuchó y miró a Alex-. Por eso quiero llamar a Corchran. No tardará mucho más que nosotros en llegar y puede llevarse a Alex y a Susannah.

Alex no discutió. Parecía demasiado alterado, demasiado peligroso. No sentía miedo por ella sino una macabra satisfacción porque quien se cruzara en su camino se arrepentiría durante toda la vida.

Él colgó y le entregó el teléfono a Alex.

– Busca el número de Corchran en mi cuaderno y márcalo, por favor.

Ella lo hizo y él rápidamente puso al corriente al sheriff de Arcadia y solicitó su presencia. Luego volvió a colgar y se guardó el teléfono en el bolsillo.

– Creía que Chase y tú habíais registrado la fábrica de los O'Brien -dijo.

– La nueva sí, pero me olvidé de la antigua. No he vuelto por allí desde que era pequeño. Incluso entonces era un montón de escombros. -Un músculo de la mandíbula le tembló-. Cuando lleguemos, por favor quédate en el coche y esconde la cabeza. -La miró; su mirada era severa y penetrante-. Prométemelo.

– Te lo prometo.


Viernes, 2 de febrero, 15.15 horas.


– Ya está. -Oculto bajo los árboles, Loomis se guardó el teléfono en el bolsillo-. Viene hacia aquí.

Como si él lo hubiera dudado.

– Muy bien.

– Ahora deja que me vaya. Recogeré a Bailey y a esa chica y las llevaré al hospital.

– No, necesito que te quedes aquí. De hecho, necesito que te muevas. -Le indicó el camino con la pistola-. Vamos al claro.

El semblante de Loomis reveló su sorpresa.

– ¿Por qué?

– Porque incluso Judas asistió a la Última Cena.

Los ojos de Loomis revelaron su asombro cuando se dio cuenta de lo que pretendía.

– Vas a matar a Daniel.

– Yo seguramente no. -Se encogió de hombros-. Tú has llamado a Vartanian. Si cuando llegue no estás allí para recibirlo, se marchará y yo me perderé la diversión. Muévete.

– Pero Mansfield me verá -dijo Loomis con la voz estridente debido a la incredulidad.

– Exacto.

– Y entonces me matará -dijo Loomis, ahora sin ninguna entonación.

Él sonrió.

– Exacto.

– Y también matará a Daniel. Todo el tiempo has estado pensando en que él muera.

– Y eso que todo el mundo te consideraba un sheriff vago y paleto… Muévete. -Aguardó a que Loomis empezara a avanzar hacia el límite del bosque y entonces accionó con decisión el silenciador-. Esto es para asegurarme de que no cometerás ninguna estupidez, como echar a correr. -Disparó una vez al muslo de Loomis. Con un grito atroz, este cayó al suelo-. Levántate. -Le ordenó con frialdad-. Cuando veas el coche de Vartanian, saldrás a recibirlo.


Viernes, 2 de febrero, 15.30 horas.


– Tenemos que marcharnos. -El capitán de la pequeña embarcación oteó alrededor con nerviosismo-. No pienso esperar más tiempo a tu jefe; por lo menos, no aquí, con el cargamento.

Mansfield volvió a llamarlo al móvil pero no obtuvo respuesta.

– Se estaba encargando de las que no podían viajar. Deja que vaya a buscarlo. -Saltó al muelle.

– Dile a tu jefe que solo lo esperaré cinco minutos. Luego, me largo.

Mansfield se volvió y dirigió una fría mirada a los ojos del hombre.

– Esperarás hasta que volvamos.

El capitán negó con la cabeza.

– No acato órdenes de ti. Estás perdiendo el tiempo.

Era cierto. Nadie acataba órdenes de Mansfield. Ya no. Y todo gracias al puto Daniel Vartanian. Y a quien había desatado toda aquella mierda. Si Daniel fuera tan listo como todo el mundo decía, ya lo habría pillado. Pero no lo había hecho porque Daniel no era más que un capullo, igual que todos los demás.

Apretó la mandíbula, empujó la pesada puerta y entró en el pasillo. Frunció el entrecejo al ver a las chicas muertas. Qué lástima. Con un poco más de tiempo, habrían podido dejarlas en condiciones para revenderlas. Ahora no servían para nada.

Aminoró el paso al aproximarse a la celda donde había permanecido encerrado el capellán. La puerta estaba abierta y en el umbral se veía un cadáver, pero algo no iba bien. Sacó la pistola y se inclinó sin hacer ruido. «Mierda.» Era uno de los guardias de seguridad de Harvard, no el capellán como debía ser. Mansfield le dio la vuelta e hizo una mueca. Al hombre lo habían rajado de arriba abajo.

Se limpió las manos ensangrentadas en los pantalones del guardia y dio un vistazo a la celda contigua. La puerta estaba entreabierta, y la celda estaba vacía. Bailey había desaparecido. Salió corriendo y se detuvo en seco cuando dobló la esquina y estuvo a punto de caer sobre el cuerpo ovillado en el suelo. Mansfield se puso de rodillas y comprobó su pulso. Harvard estaba vivo.

– El barco saldrá dentro de pocos minutos. Arriba. -Mansfield empezó a levantarlo, pero él le apartó la mano.

– Bailey se ha ido. -Harvard alzó la cabeza; tenía los ojos llorosos-. ¿Dónde está Beardsley?

– No está.

– Mierda. No podrán llegar muy lejos. Beardsley tiene un agujero en el vientre y Bailey lleva tal tembleque en el cuerpo que casi no puede andar. Ve a buscarlos antes de que nos echen encima a la policía.

– ¿Y tú?

– Sobreviviré -dijo en tono mordaz-. Es más de lo que me atrevo a decir de los dos si nos encuentran aquí, con todos los cadáveres. -Se esforzó por incorporarse y quiso alcanzar la pistola, pero la funda estaba vacía-. Mierda. Beardsley se ha llevado mi pistola. Dame la tuya.

Mansfield sacó la pistola de la funda que llevaba sujeta al tobillo.

– Ahora mueve el culo. Encuentra a Bailey y a Beardsley, y mátalos.


Viernes, 2 de febrero, 15.30 horas.


Frank los estaba esperando fuera de lo que parecía un bunker de hormigón. Todo el perímetro estaba cubierto de malas hierbas y la carretera estaba llena de hoyos por culpa del desuso. Daniel miró el reloj. Luke y el sheriff Corchran debían de estar a punto de llegar.

– ¿Qué es esto? -preguntó Alex.

– Era la fábrica de papel de los O'Brien en los años veinte. Luego, en la época de mi abuelo, se modernizaron y se trasladaron a la nueva fábrica, cuando construyeron un ramal del ferrocarril en la ciudad. -Señaló más allá de los árboles, hacia el curso del río Chattahoochee-. Antes de eso, utilizaban el río para mover los troncos y el papel.

– Pensaba que habías dicho que la fábrica era un montón de escombros.

– Y lo era. Ese bunker es nuevo, y está muy bien camuflado para que no pueda verse desde el aire. -No dijo nada más. Se quedó mirando a Frank, que permanecía apoyado en el coche patrulla, observándolos.

– ¿Qué esperas? -susurró Alex, y su voz vibró como una cuerda.

– Refuerzos -dijo él de modo sucinto sin apartar los ojos de Frank-. Y que el sheriff Corchran te lleve a un lugar seguro. -Oyó su inspiración y supo que tenía ganas de protestar, pero sabía que no lo haría y la admiraba por ello-. No quiero que maten a Bailey por culpa de entrar ahí de cualquier manera, Alex. Si está dentro y está viva, quiero devolvértela viva.

– Ya lo sé. -Las palabras apenas resultaron audibles-. Gracias, Daniel.

– No me las des; por esto no. Mierda. -Frank se les estaba acercando. Cojeaba. Hasta que estuvo a un palmo de distancia, Daniel no se dio cuenta de la mancha oscura y húmeda de sus pantalones-. Lo han herido. -Se le erizó el vello de la nuca y se dispuso a dar marcha atrás.

Alex se desabrochó el cinturón de seguridad, pero él la aferró por el brazo.

– Espera.

Alex se lo quedó mirando.

– No podemos esperar a que se desangre. Él sabe dónde está Bailey.

– Te he dicho que te esperes. -La mente de Daniel daba vueltas a toda velocidad pero tenía el cerebro desembragado por culpa de la indecisión. «Es una trampa», gritaba algo en su interior. Pero había sido amigo de ese hombre durante mucho tiempo. Bajó la ventanilla unos centímetros-. ¿Qué ha ocurrido?

– He recibido un disparo -dijo Frank entre dientes, y al introducir los dedos por la ventanilla manchó el cristal de sangre. Se acercó más-. Da la vuelta y márchate. Lo sien…

Se oyó el estruendo de un disparo en el aire y al cabo de unas fracciones de segundo llenas de dolor e incredulidad, Frank se deslizó por la puerta del coche de Daniel, que ya tenía el pie en el acelerador y retrocedía a toda velocidad.

– ¡Agáchate! -gritó, sin volverse a comprobar si Alex lo obedecía.

Hizo rodar el volante y se preparó para dar un giro de ciento ochenta grados, pero entonces saltó hacia delante y golpeó el volante con la cabeza al chocar contra algo grande y duro. Con el rabillo del ojo vio a Alex caer al suelo hecha un ovillo.

Aturdido, miró por el retrovisor y vio otro coche patrulla de Dutton. Entonces se volvió hacia la derecha y vio a Randy Mansfield apostado frente a la puerta abierta de Alex con un semiautomático Smith & Wesson del calibre 40. Apuntaba a Alex en la cabeza.

– Suelta la pistola, Danny -le ordenó Randy con calma-. O la mato en tus narices.

Daniel pestañeó. La realidad tomó forma de inmediato. «Alex.» Estaba acurrucada en el suelo, sin moverse, y a Daniel se le paró el corazón.

– Alex. ¿Alex?

– He dicho que me des la pistola. Ahora. -Extendió la mano izquierda. En la derecha llevaba el Smith, y seguía apuntando a la cabeza de Alex.

«¿Dónde te has metido, Luke?» Sin apartar los ojos de la pistola de Mansfield, poco a poco le tendió su Sig con la empuñadura por delante.

– ¿Por qué?

– Porque no quiero que me pegues un tiro -dijo él con ironía. Deslizó la Sig de Daniel en la parte trasera de su cintura-. Ahora entrégame la otra arma, igual de despacito.

– Puede que ella esté muerta -se obligó a decir-. ¿Por qué tengo que hacerte caso?

– No está muerta, solo lo finge. -Empujó el arma contra la cabeza de Alex, pero ella no se movió y Mansfield pareció impresionado-. O se ha quedado de piedra o finge muy bien. Sea como sea, está viva, pero dentro de diez segundos ya no lo estará si no haces lo que yo te digo.

Daniel apretó los dientes y sacó el arma de seguridad de la funda del tobillo. «Mierda, Luke. ¿Dónde te has metido?»

– Eres un hijo de puta -dijo a Mansfield.

Mansfield tomó su revólver y le hizo señas con la cabeza.

– Salid del coche y poned las manos sobre el capó. Hacedlo bien y despacito; tú ya te sabes el cuento.

Daniel salió del coche y miró hacia donde Frank yacía inmóvil.

– ¿Está muerto?

– Si no lo está, pronto lo estará. Las manos en el capó, Vartanian. Tú, levántate. -Volvió a empujar la pistola contra la cabeza de Alex, pero desde su nueva posición Daniel no podía ver si ella se movía o no. Mansfield dio un resoplido de frustración y se guardó el revólver de Daniel en la cintura, junto al Sig. Entonces aferró a Alex por el pelo y tiró. Nada.

Daniel apartó de sí el pánico. Era probable que estuviera inconsciente. Y eso, aunque de entrada no lo pareciera, podía ser una ventaja. Mansfield la dejaría en el coche y Luke la encontraría.

– Cógela -le ordenó Mansfield, retrocediendo.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. Cógela y llévala dentro. Puede que luego la necesite. -Mansfield le hizo indicaciones con la pistola, impaciente-. Hazlo.

– Podría tener una lesión en la espalda.

Mansfield alzó los ojos en señal de exasperación.

– Vartanian, no soy estúpido.

Daniel la sacó del coche con cautela. Su respiración era débil pero regular.

– Alex -susurró.

– Vartanian -le espetó Mansfield-. Muévete.

Daniel la levantó. Le pasó un brazo por debajo de las rodillas y con el otro la aferró por los hombros. La cabeza le colgaba como a un muñeco y él volvió a acordarse de Sheila, muerta en aquel rincón. La abrazó con más fuerza y se volvió para echar un último y desesperado vistazo. «Luke. Mierda. ¿Dónde te has metido?»


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