Capítulo 22

Atlanta, viernes, 2 de febrero, 5.50 horas.


Lo despertó el sonido del teléfono. A su lado Alex se desperezó y enterró la mejilla en su pecho mientras le rodeaba la cintura con el brazo. Era una forma increíble de despertarse.

Con los ojos medio cerrados, Daniel miró el reloj y luego la pantalla de identificación de llamada; y entonces se le desbocó el corazón y estiró el brazo sobre el cálido cuerpo de Alex para alcanzar el teléfono.

– Sí, Chase. ¿Qué pasa?

Alex se apartó un poco y pestañeó con rapidez hasta estar bien despierta.

– Ha llamado el agente que sigue a Marianne Woolf. La mujer acaba de salir con el coche y, al parecer, piensa saltarse las vallas. A estas horas anda por ahí sola, aunque el agente la sigue de cerca.

Una oleada de ira lo abrasó por dentro.

– Mierda, Chase. ¿Qué parte de «quedarse en casa con la puerta cerrada a cal y canto» no entendieron bien esas mujeres? ¿Y en qué está pensando Jim Woolf para dejar que su esposa haga el trabajo sucio por él? ¿Cómo es posible que salgan pitando cada vez que ese tío chasca los dedos? Ha asesinado a la hermana de Jim, por el amor de Dios.

– Puede que Jim no sepa que su esposa ha salido. Sigue entre rejas; no se decidirá nada sobre la fianza hasta esta mañana.

– También puede que ella haya salido a comprar leche -apuntó Daniel sin mucha convicción-. O que tenga una aventura.

Chase renegó.

– No tendremos tanta suerte. Vamos, muévete. Le pediré al agente que la sigue que te llame.

Daniel se inclinó sobre Alex para colgar el teléfono y luego se acercó para besarla en la boca.

– Tenemos que irnos.

– Muy bien.

Pero ella emanaba calidez y desenvoltura, y respondió a su simple beso matutino, así que le dio otro y el mundo desapareció de su conciencia durante unos minutos más.

– De verdad, tenemos que irnos.

– Muy bien.

Pero ella se estaba colocando contra él y entrelazaba las manos en su pelo, y tenía los labios ardientes y ávidos, así que a Daniel empezó a latirle el corazón a un ritmo frenético.

– ¿Cuánto tardarás en estar lista?

– Contando la ducha, quince minutos. -Se apretó contra él, impaciente-. Corre, Daniel.

Con el pulso golpeándole los oídos, él se introdujo en su húmeda calidez y ella alcanzó el clímax con un pequeño y repentino grito. Tres empujones más tarde, él la siguió y se estremeció mientras enterraba el rostro en su pelo. Ella le acarició la espalda de arriba abajo y él volvió a estremecerse.

– ¿Seguro que en Ohio se come sémola?

Ella se echó a reír, satisfecha y feliz, y él se dio cuenta de que nunca antes la había oído reírse de ese modo. Quería volver a oírlo.

– Y scrapple -añadió ella, y entonces estiró el brazo para rodearlo y le dio una palmada en el trasero-. Arriba, Vartanian. Quiero ducharme yo primero.

– Ya estoy arriba -masculló, incapaz de retirarse todavía. Necesitaba un minuto más antes de enfrentarse a lo que temía que iba a encontrar tirado en otra zanja. Cuando levantó la cabeza, la vio sonreír con serenidad y supo que lo había comprendido-. Tengo dos duchas. Tú usarás la del baño principal y yo la del aseo. A ver quién acaba antes.


Warsaw, Georgia, viernes, 2 de febrero, 7.15 horas.


Él había terminado antes, pero no mucho. Solo llevaba tres minutos esperando en la puerta de entrada cuando ella bajó corriendo la escalera vestida a la perfección, un poco maquillada y con el pelo todavía húmedo recogido en una pulcra trenza. Habría acabado más rápido, insistió, pero había tenido que cortar las etiquetas de todas sus prendas nuevas.

Daniel se volvió a mirar atrás mientras recorría el espacio que separaba su coche de la zanja en la que ya aguardaba Ed. Alex, sentada en el asiento del acompañante, agitó la mano y le dirigió una sonrisa de aliento, y él se sintió como un párvulo el primer día de colegio.

– Alex tiene mejor aspecto esta mañana -comentó Ed.

– A mí también me lo parece. Cuando salimos de casa de Âailey la llevé al tiro al blanco de Leo y dejé que se desahogara con el muñeco de papel. Creo que eso y dormir bien le ha servido de ayuda.

Ed arqueó una ceja.

– Es impresionante lo bien que sienta la cama -dijo en tono liviano, y Daniel lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa.

– Eso también es cierto -reconoció, y Ed hizo un gesto afirmativo.

– Hemos hecho salir a Marianne de la zona delimitada por la cinta -anunció Ed, señalando hacia donde la mujer seguía haciendo fotos con la cámara de su marido-. Y nos hemos asegurado de colocar la cinta bastante lejos.

– ¿Qué ha dicho?

– Mejor no lo repito. Esa mujer es un caso serio.

Marianne bajó la cámara y, desde más de treinta metros de distancia, Daniel sintió su mirada feroz.

– No entiendo a esa mujer. -Se volvió hacia la zanja-. No entiendo a ese asesino.

– Otra vez lo mismo -dijo Ed-. La manta, la cara destrozada, la llave, el pelo atado al dedo del pie; todo.

La zanja era poco profunda y Malcolm Zuckerman, del equipo forense, los oyó a la perfección.

– Todo no -dijo, mirándolos desde abajo-. Esta vez la víctima es mayor. Se ha hecho un lifting y lleva colágeno inyectado en los labios, pero tiene la piel de las manos rígida y arrugada.

Daniel frunció el entrecejo y se agachó junto a la zanja.

– ¿Cuántos años tiene?

– Tal vez unos cincuenta -aventuró Malcolm. Retiró la manta-. ¿La conocéis?

La mujer llevaba el pelo ahuecado y de un rubio dorado.

– No, creo que no. -Daniel miró a Ed, consternado-. Ha roto los esquemas. ¿Por qué?

– Puede que intentara matar a alguna mujer más joven pero que, al estar todas sobre aviso, no hubiera ninguna sola. O puede que esta mujer sea importante para él.

– O las dos cosas -apuntó Daniel-. Sigue y sácala de ahí, Malcolm.

– ¿Daniel? -preguntó Alex por detrás de él. Daniel se volvió de golpe.

– No es conveniente que veas esto, cariño. Vuelve al coche.

– Estoy segura de que he visto cosas peores. He visto que te alterabas y… estaba preocupada.

– No es Bailey -dijo él, y ella se relajó un poco-. Esta vez se trata de una mujer mayor.

– ¿Quién es?

– No lo sabemos. Retírate; van a sacarla.

Malcolm y Trey subieron las angarillas y dejaron el cadáver encima de la bolsa abierta que habían depositado sobre la camilla. Tras ellos, Alex dio un grito ahogado.

Daniel y Ed se volvieron a la vez. Alex estaba quieta y en silencio.

– La conozco. Es Delia Anderson, la mujer que me alquiló la casa. La he reconocido por el pelo.

– Al menos ya sabemos a quién tenemos que comunicarle la mala noticia. -Miró a Marianne Woolf, que había vuelto a bajar la cámara pero esta vez a causa de la impresión-. Y tenemos que conseguir que Marianne esté calladita. -Tomó a Alex de la barbilla y escrutó su rostro-. ¿Estás bien?

Ella asintió con brusquedad.

– He visto cosas peores, Daniel. No todos los días, pero de vez en cuando sí. Volveré al coche y te esperaré allí. Hasta luego, Ed.

Ed se quedó pensativo mientras observaba a Alex regresar al coche de Daniel.

– Le preguntaría si tiene una hermana, pero eso sería de bastante mal gusto.

Daniel consiguió reprimir lo que habría sido una carcajada de sorpresa. Era uno de esos momentos que los ciudadanos de a pie no comprendían. Cuando las situaciones llegaban a ser tan duras, el humor negro era el único reducto que no creaba dependencia y resultaba indestructible.

– Ed.

– Ya lo sé. -Ed miró a Marianne-. Yo me encargo de la escena y tú te encargas de la hiena.

Esta vez Daniel no consiguió reprimir la carcajada, pero bajó la cabeza para que nadie lo viera. Cuando la levantó, de nuevo estaba serio.

– Yo me encargo de la señora Woolf.

Marianne estaba llorando.

– Marianne, ¿qué demonios estás haciendo aquí? A pesar de las lágrimas, Marianne le lanzó una mirada furibunda.

– Es Delia Anderson.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque todos los jueves desde hace cinco años coincidíamos en Angie's, el centro de estética -le espetó ella-. Nadie lleva el pelo como Delia.

– Aún tenemos que confirmar su identidad -repuso Daniel-. ¿Por qué estás aquí, Marianne?

– He recibido un mensaje de texto en el móvil.

– Te has estado comunicando con el asesino. -Daniel pronunció las palabras despacio con la esperanza de que, por obra de algún milagro, hicieran mella-. El asesino de la hermana de tu marido.

Ella lo miró con desdén.

– Eso no lo sé. Nunca ha dicho: «Id a ver a quién he matado».

– No; solo dice: «Id a ver a quién acaban de matar». -Daniel alzó los ojos en señal de exasperación-. Yo no veo ninguna diferencia, Marianne.

Ella levantó la barbilla.

– No, ya me imagino que no la ves.

– ¿Por qué hacéis esto Jim y tú? Por favor, ayúdame a comprenderlo.

Marianne suspiró.

– El padre de Jim dirigió el periódico durante años. Era su vida; un simpático periódico de una ciudad pequeña cuya mayor noticia eran los resultados de los partidos de fútbol americano de la escuela. Jim siempre soñó con convertirlo en algo más, pero su padre no le permitió intentarlo siquiera. Cuando él murió, Jim le tomó el relevo y lo renovó todo. Sé que a ti te parece una estupidez… -Volvió a alzar la barbilla-. Pero es el sueño de Jim. Ha recibido ofertas de periódicos importantes por esta noticia, y es algo que merece la pena que se sepa. Él está en la cárcel, y mientras no salga lo contaré yo.

A Daniel le entraron ganas de zarandearla.

– Pero estáis permitiendo que un asesino os utilice.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Y tú no? No me digas que este caso y este asesino no han despertado más expectación porque los estás investigando tú. -Su voz se tornó grandilocuente; burlona-. El gran Daniel Vartanian, hijo de un juez y hermano de un asesino en serie. Pero Daniel se ha situado por encima de todo eso y se ha erigido en defensor de la verdad, de la justicia y de su América. -Ladeó la mandíbula-. Es suficiente para hacer saltar la lagrimita.

Daniel se la quedó mirando, anonadado.

– Y ¿qué hay de Lisa? ¿No crees que se merece algo más?

Marianne esbozó una sonrisa genuina.

– Lisa sería la primera en animarme a hacerlo, Daniel.

Él se la quedó mirando, desconcertado por completo.

– No te entiendo.

– No, ya me lo imagino. Supongo que por eso es bueno que tengamos una Constitución. -Extrajo la tarjeta de memoria de la cámara y miró al corpulento agente que la había estado siguiendo-. Tiny me acompañará y os haré copias de las fotos. Eso es lo que Jim me dijo que tenía que hacer si me pillaban.

– ¿Podrías al menos esperar a que notifiquemos la muerte a los Anderson antes de publicar nada?

Marianne asintió y abandonó momentáneamente su tono desdén.

– Sí. Hasta ahí estamos de acuerdo.


Atlanta, viernes, 2 de febrero, 8.50 horas.


– Así, ¿qué tiene que ver esta mujer con toda la historia? -preguntó Chase.

Ed seguía en el escenario del crimen, Talia estaba interrogando a las víctimas de la violación, y Hatton y Koenig se encontraban todavía en Peachtree-Pine, buscando a Crighton. Luke estaba sentado junto a Daniel ante la mesa de reuniones, absorto en lo que mostraba la pantalla de su ordenador.

– Antes trabajaba en el Banco Davis, de Dutton -anunció Luke-. Lo pone en la página web de su inmobiliaria. Recomienda la entidad a los posibles compradores de una vivienda.

– Eso no me parece motivo suficiente para matarla -dijo Chase poco convencido-. ¿Qué habéis descubierto sobre la familia de Jared O'Brien?

– Solo lo que he podido encontrar en internet -respondía Luke-. Pero seguro que te gustará. Los O'Brien eran los propietarios de la fábrica de papel de Dutton. Larry O'Brien tenía dos hijos. Jared era el mayor y estudió en la academia Bryson. Tenía la misma edad que Simon. Por lo que he leído en los anuarios, Jared tenía bastante éxito con las chicas. Lo nombraron el rey de la fiesta de antiguos alumnos y también fue el rey de su fiesta de graduación. -Luke les entregó una copia de la foto de Jared que aparecía en el anuario-. Era un tipo muy atractivo. El hermano menor de Jared se llama Mack; es nueve años más joven que él.

Hizo una pausa y arqueó las cejas.

Daniel ahogó un grito.

– De modo que fue a clase con Janet y las demás.

– Al principio sí -explicó Luke-. Pero si miráis los anuarios, veréis que Mack asistió a la escuela pública en algún momento entre los primeros y los últimos años de sus estudios. Era demasiado joven para aparecer en ninguna de las listas de compañeros de Simon y no asistió a la academia Bryson durante los años de los que buscamos información sobre las mujeres asesinadas. Larry O'Brien, el padre, murió de un ataque al corazón un año después de que dieran por muerto a Simon la primera vez. Jared era el hijo mayor, así que se puso al frente del negocio. No se ha publicado mucha información al respecto, pero parece ser que mucha gente se quedó sin trabajo; no da la impresión de que Jared fuera un as de los negocios.

– Kate dijo que era un borracho -recordó Daniel-. Sé que tenía antecedentes; le he pedido a Leigh que buscara su ficha. Lo detuvieron dos veces por conducir bajo los efectos del alcohol en Georgia.

– Jared desapareció el año en que Mack empezaba los estudios secundarios -explicó Luke-. La fábrica de papel se fue al garete porque Jared malgastó todo el dinero, y ¿sabéis quién la compró?

Chase suspiró.

– ¿Quién?

– Rob Davis.

Daniel se quedó boquiabierto.

– No puede ser.

– Sí -repuso Luke-. La viuda del padre, Li la O'Bri en, se declaró en quiebra unos meses después.

– Y Mack pasó a estudiar en la escuela pública. -Daniel arqueó las cejas-. Las fechas cuadran. Los O'Brien no debieron de obtener mucho con la venta si Mack tuvo que cambiar de escuela.

– La fábrica es una propiedad privada, así que no puede consultarse la cifra -dijo Luke-. Pero yo diría que tu observación es acertada.

– Ya tenemos un posible motivo de venganza contra los Davis -apuntó Chase-. Pero ¿y el resto? ¿Cómo es posible que Mack supiera lo de la cuadrilla? En esa época él tenía nueve años. Y ¿qué hay de Jared? Desapareció, pero nadie ha encontrado su cadáver. Hasta donde sabemos, también él podría haber vuelto y haber iniciado todo esto.

– Cabría esa posibilidad de no ser porque también encaja la siguiente pieza del puzle. -Luke hizo una pausa enfática-. A Mack lo detuvieron por asalto con violencia y robo durante el último año de escuela. Ya tenía dieciocho años, así que lo juzgaron como a un adulto y acabó ingresando en prisión. Cumplió cuatro años de los doce a que lo condenaron y entonces obtuvo la libertad condicional. Justo hace un mes.

– Uau. -A Daniel le entraron ganas de sonreír, pero se contuvo. Todavía quedaban muchos cabos por atar-. Todo cuadra, pero tenemos que averiguar por qué mató a Janet y a las demás, y por qué imitó el asesinato de Alicia. Y, tal como ha dicho Chase, cómo es que sabía todo eso.

– Entonces vamos a buscarlo y a traerlo aquí para hacerle unas preguntitas -dijo Chase en tono peligroso-. ¿Tienes alguna foto suya, Luke?

Luke deslizó una sobre la mesa.

– Ahí está su careto.

Daniel examinó la imagen de Mack O'Brien. Tenía el pelo oscuro y graso, el cuerpo esquelético y la cara llena de horribles señales por culpa del acné.

– No se parece mucho a Jared -comentó-. Daremos la orden de busca y captura.

– Llamaré a la junta de libertad condicional y pediré una foto más reciente -se ofreció Luke-. De momento, más vale eso que nada.

– ¿Qué hay del resto de la familia O'Brien? -preguntó Chase.

– La madre murió mientras Mack estaba en la cárcel -explicó Luke-. Jared dejó a una esposa y dos hijos pequeños: Viven a las afueras de Arcadia.

– ¿También has averiguado eso en internet? -se extrañó Daniel.

– Ahora el periódico de Dutton está disponible en formato electrónico. Pueden consultarse todos los ejemplares de diez años a esta parte. -Luke se encogió de hombros-. Es uno de los aspectos en los que Jim Woolf se ha modernizado. Además, las fechas del nacimiento y de la muerte constan en el registro provincial, y la detención de Mack consta en nuestros archivos. Lo juzgaron aquí en Atlanta, por cierto; no en Dutton.

– ¿Qué agente lo arrestó? -quiso saber Daniel. -Un tal Smits, de la zona dos.

– Gracias, hablaré con él. -Daniel miró a Chase-. Tenemos que comunicar la noticia a los Anderson lo antes posible, pero también me gustaría hablar con la viuda de Jared.

Chase asintió.

– Yo me encargo de hablar con los Anderson. Tanto Davis como Mansfield están vigilados; si tratan de huir, los pillaremos.

– Chase. -Leigh entró en la sala y Alex apareció tras ella. Las dos estaban muy pálidas-. Acaba de llamar Koenig. Han encontrado a Crighton, pero ha sacado una pistola y ha disparado a Hatton en el hombro.

– ¿Está muy mal? -preguntó Chase.

– Está mal -respondió Leigh-. Lo han llevado a Emory; se encuentra en estado crítico. Koenig ha ido al hospital. A él también lo han herido, pero lo suyo no ha sido tan grave.

Chase exhaló un suspiro.

– ¿Lo saben sus esposas?

– Koenig acaba de llamarlas. Las dos están de camino.

Chase asintió.

– Muy bien. Hablaré con los Anderson y luego iré hacia allí. Luke, quiero toda la información que puedas obtener sobre Mack O'Brien; quiero saber incluso qué desayunaba cuando era pequeño. Y búscame los datos financieros de los otros; Mansfield, Garth y su tío.

– Te llamaré en cuanto tenga algo.

Y Luke se marchó con el portátil bajo el brazo.

Chase se volvió hacia Daniel.

– Crighton puede esperar. Lo tendrán entre rejas hasta que podamos ocuparnos de él.

– Tienes razón. Iré a hablar con la esposa de Jared.

– Espera -lo interrumpió Leigh-. Acaba de llegar el correo, tanto de Cincinnati como de Filadelfia.

– Las llaves -exclamó Daniel. Abrió los sobres y dejó caer las llaves en la mesa. Resultaba fácil adivinar cuál de las cinco llaves que Ciccotelli había enviado desde Filadelfia era la buena; era prácticamente idéntica a la que había enviado el ex marido de Alex.

Daniel las sostuvo las dos en alto, una en cada mano-. Los dientes son distintos, pero las dos parecen del mismo fabricante.

– ¿Serán de una caja de seguridad? -preguntó Chase, y Daniel asintió.

– Yo diría que sí.

– ¿Del banco del tío de Garth? -preguntó Chase, y Daniel volvió a asentir.

– No puedo irrumpir en el banco de Davis y exigirle abrir las cajas fuertes sin una orden judicial. Y, aunque la tuviera, lo estaría poniendo sobre aviso.

– Llama a Chloe y solicita la orden -indicó Chase-. Así cuando tengamos más información, por lo menos ya tendremos solucionados los trámites burocráticos.

– Me parece bien. Alex, tendrás que quedarte aquí. Lo siento; no puedo ocuparme de protegerte y de hacer todo eso al mismo tiempo.

Ella apretó la mandíbula.

– De acuerdo, lo comprendo.

Él le dio un rápido beso en la boca.

– No salgas del edificio. ¿Me lo prometes?

– No soy imbécil, Daniel.

Él frunció el entrecejo.

– No me vengas con evasivas, Alex. Prométemelo.

Ella suspiró.

– Te lo prometo.


Arcadia, Georgia, viernes, 2 de febrero, 10.30 horas.


La esposa de Jared O'Brien vivía en una casa del tamaño de una caja de galletas. Abrió la puerta vestida de camarera y con expresión cansina.

– ¿Annette O'Brien?

Ella asintió.

– Sí, soy yo.

No pareció sorprendida al verlo; solo cansada.

– Soy el agente especial…

– Es el hermano de Simon Vartanian -lo interrumpió-. Entre.

En pocos pasos hubo cruzado la diminuta sala de estar y mientras lo hacía recogió una camisa, un par de zapatos de talla pequeña y un camión de juguete.

– Tiene niños -observó él.

– Dos. Joey y Seth. Joey tiene siete años y Seth hizo los cinco justo antes de Navidad.

Eso significaba que estaba embarazada de su hijo pequeño cuando su marido desapareció.

– No parece que la sorprenda verme, señora O'Brien.

– No lo estoy. De hecho, llevo más de cinco años esperando su visita. -El temor ensombreció su mirada-. Le diré lo que quiere saber, pero necesito que protejan a mis hijos. Ellos son la única razón por la que no he dicho nada hasta ahora.

– ¿De quién quiere protegerlos, señora O'Brien?

Ella sostuvo la mirada sin inmutarse.

– Ya lo sabe; si no, no estaría aquí.

– Me parece una buena observación. ¿Cuándo descubrió lo que Jared y los demás habían hecho?

– Después de que él desapareciera. Pensaba que se había fugado con otra mujer; yo estaba embarazada de Seth y la barriga me impedía… Bueno. La cuestión es que pensé que más adelante volvería.

Daniel sintió rabia hacia Jared y lástima por Annette. Si Alex estuviera embarazada, para él seguiría siendo la mujer más bella del mundo.

– Pero no volvió.

– No. Y al cabo de pocas semanas desapareció el dinero de la cuenta y empezamos a pasar hambre.

– ¿Dónde estaba la madre de Jared?

Ella sacudió la cabeza con aire cansino.

– Había salido del país con Mack. Estaban en Roma, creo.

– ¿No tenían dinero para comer y su madre se fue a Roma? No lo entiendo.

– Jared no quería que su madre se enterara de lo mal que había gestionado la fábrica de papel de su padre. Su madre estaba acostumbrada a cierto nivel de vida y él se aseguró de que siguiera disfrutándolo. Nosotros también lo hacíamos, de puertas para afuera. Vivíamos en una casa grande y teníamos coches lujosos. El banco no nos concedía ningún crédito y no nos quedaba dinero en la cuenta. Jared controlaba mucho todos los ingresos. Jugaba.

– Y bebía.

– Sí. Al ver que no volvía, empecé a buscar en todos los lugares donde sabía que escondía dinero. -Respiró hondo-. Y entonces encontré sus diarios. Jared escribía todos los días desde que era niño.

Daniel tuvo que contenerse para no agitar el puño en el aire de pura alegría.

– ¿Dónde están?

– Se los traeré. -Se dirigió al hogar y empujó un ladrillo suelto.

– Un lugar arriesgado para un diario -observó Daniel.

– Jared los guardaba en el garaje, con los recambios del Corvette. Mis hijos y yo nos trasladamos aquí cuando lo perdimos todo. Seth sufre de alergias graves y nunca encendemos la chimenea, así que no hay peligro. -Mientras hablaba había estado aflojando el ladrillo y al fin pudo retirarlo. Entonces se sentó, pálida, boquiabierta y con la mirada fija hacia el frente-. No… No es posible.

Daniel sintió desvanecerse toda su alegría. Se dirigió al hogar y miró el hueco vacío mientras, de pronto, varias piezas del puzle empezaban a encajar en su cabeza.

– Vamos a sentarnos.

Cuando lo hubieron hecho, él se inclinó hacia delante y miró a Annette con expresión calmada porque ella parecía al borde de la histeria.

– ¿Ha venido Mack a visitarla?

La mirada que le dirigió denotaba auténtica estupefacción.

– No. Está en la cárcel.

– Ya no -repuso él, y la mujer aún palideció más-. Salió hace un mes en libertad condicional.

– No lo sabía. Le juro que no lo sabía.

– ¿Ha echado en falta algo más?

– Sí. Hace un mes desapareció el monedero con la calderilla que siempre guardo en mi dormitorio, dentro de un bote. Le eché la culpa a Joey. -Se cubrió la boca con mano trémula-. Hace dos semanas volvió a suceder; otra vez desaparecieron las monedas, y también las galletas que había preparado para los almuerzos de los niños. Le di un azote en el culo a Joey y le dije que era un mentiroso. -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Igual que su padre.

– Nos ocuparemos de eso después -dijo Daniel con amabilidad-. De momento, ¿podría decirme qué recuerda de los diarios?

Su mirada se había tornado vidriosa del pánico.

– Mack ha estado aquí. Tengo a mis hijos en la escuela, y no están seguros si Mack anda suelto.

Daniel sabía que no podía esperar ninguna colaboración por su parte mientras sintiera tanto miedo por sus hijos. Llamó al sheriff Corchran de Arcadia y le pidió que fuera a buscar a los niños a la escuela. Luego se volvió hacia Annette, que a todas luces se esforzaba por recobrar el control.

– Corchran me ha dicho que les pondrá la sirena y las luces. Lo pasarán en grande. No se preocupe.

– Gracias. -Cerró los ojos, aún muy pálida-. Mack ha salido de la cárcel, los diarios han desaparecido y han asesinado a cuatro mujeres igual que a Alicia Tremaine.

«A cinco», pensó Daniel. Annette O'Brien no debía de haber visto las noticias de primera hora de la mañana.

Ella lo miró, con expresión severa y desolada.

– Mack ha matado a esas mujeres.

– Usted lo conoce. ¿Sería capaz?

– Es capaz y lo ha hecho -susurró-. Dios mío. Tendría que haberlos destruido cuando tuve la oportunidad.

– ¿Los diarios? -preguntó Daniel, y ella asintió-. Por favor, señora O'Brien, ¿podría decirme qué recuerda de ellos?

– Tenían un club. Su hermano, Simon, era el presidente. Aunque Jared nunca mencionó sus nombres reales, utilizaban motes. -Suspiró con hastío-. Qué chicos más estúpidos.

– Unos chicos que violaron a unas cuantas mujeres -soltó Daniel con aspereza.

Ella frunció el entrecejo al comprender su comentario.

– De ningún modo pretendo disculparlos por lo que hicieron, agente Vartanian -dijo en voz baja-. No se equivoque. Lo que hicieron no fue ninguna bromita de adolescentes; lo que hicieron es soez y… perverso.

– Lo siento, la había interpretado mal. Siga, por favor.

– Eran muy jóvenes cuando todo empezó; tendrían unos quince o dieciséis años. Se inventaron un juego, con reglas, un código secreto, llaves… Fue una estupidez muy grande. -Tragó saliva-. Y muy horrible.

– Si Jared no menciona los nombres, ¿cómo sabe que el presidente era Simon?

– Lo llamaban capitán Ahab. Simon es la única persona de Dutton de quien sé que llevaba una pierna ortopédica, así que até cabos. Jared anotó en el diario que nunca lo llamaban así en su presencia, solo Capitán. Todos le tenían miedo.

– Y con razón -musitó Daniel-. ¿Qué otros sobrenombres mencionaba Jared?

– Bluto e Igor. Jared decía que siempre iban juntos, y una vez se le escapó que el padre de Bluto era el alcalde McQueso. El padre de Garth Davis era el alcalde en aquella época. Imaginé que Igor era Rhett Porter.

– El tío de Garth compró la fábrica de papel cuando Jared murió -comentó Daniel, y a ella se le encendió la mirada.

– Sí, por cuatro chavos. Nos dejaron sin nada. Pero no ha venido para hablar de eso. Los otros… Bueno, estaba Arvejilla. Nunca estuve segura de si era Randy Mansfield o uno de los hermanos Woolf. A Jared le parecía divertido llamarlo así porque a él no le gustaba; le parecía una especie de ataque a su virilidad. Así fue como lo convencieron para que participara. -Ella frunció los labios-. En la violación. Le dijeron que demostrara que era un hombre. Me puse enferma al leerlo.

– Ha dicho cuatro motes -dijo Daniel-. ¿Cuál era el de Jared?

Ella apartó la vista, pero no antes de que él observara en sus ojos el dolor y la vergüenza.

– Donjuán. Lo abreviaban DJ. Era el conquistador del grupo. Jared fue quien atrajo a casi todas las chicas.

– ¿Y los otros dos?

– Eran El Oficial y Harvard. El Oficial era Wade Crighton, de eso estoy completamente segura.

– ¿Por qué?

– Porque todos tenían que entregar una chica al grupo como ritual de iniciación y había división de opiniones sobre si debían dejar que Wade participara o no. Él era pobre, su padre trabajaba en la fábrica de papel. -Su expresión se tornó lúgubre-. Pero Wade tenía algo que les interesaba; tenía tres hermanas.

A Daniel se le revolvió el estómago.

– Dios mío.

– Ya lo sé -musitó ella-. A los miembros del club no les gustó que El Oficial se negara a entregar a su hermana de sangre, pero el premio de consolación eran las gemelas.

El pánico hizo que a Daniel se le subiera la bilis a la garganta.

– ¿Wade las llevó a las dos?

– No. Se pusieron como locos porque les hacía ilusión hacérselo con dos gemelas a la vez y El Oficial solo llevó a una. Les contó que la otra estaba enferma y que no había podido salir de casa.

– O sea que violaron a Alicia.

– Sí. -A Annette se le arrasaron los ojos-. Y a las demás. Yo… no daba crédito a lo que leía. Me había casado con ese hombre; había tenido hijos con él… -Su voz se apagó.

– Señora O'Brien -dijo Daniel en tono suave-, ¿qué les hicieron a las chicas?

Ella se enjugó los ojos con las puntas de los dedos.

– Les administraron una droga y se las llevaron a una casa; Jared nunca mencionó cuál. Entonces… -Ella levantó la cabeza, presa de pánico-. Por favor, no me obligue a describir esa parte. Me pongo enferma solo de pensarlo.

A Daniel no le hacía falta la descripción. Había visto las fotos llenas de detalles obscenos.

– De acuerdo.

– Gracias. Cuando todo terminó, llevaron a las chicas a sus coches, les empaparon la ropa de whisky y las dejaron allí, con la botella entre las manos. Habían tomado fotos por si cuando se despertaban se acordaban de algo. Hicieron parecer que era consentido para evitar que hablaran.

Daniel frunció el entrecejo. Ninguna de las fotos que había visto servía para inculpar a ningún hombre, y en ninguna parecía ni por asomo que aquello hubiera tenido lugar de forma consentida.

– ¿Alguna de las chicas se acordó?

Ella asintió sin ánimo.

– Sheila. Y ahora está muerta. No consigo quitármela de la cabeza.

Daniel tampoco lo conseguía.

– Siga -le indicó, y la mujer se irguió un poco.

– Esa noche dejaron a Alicia en el bosque después de… terminar. En los meses anteriores, Jared había escrito que sentía curiosidad por saber cómo habría sido aquello si las chicas hubieran estado despiertas. -La mirada de Annette denotaba angustia-. Quería «oírlas gritar». Por eso volvió. Esperó a que Alicia se despertara, volvió a agredirla y ella empezó a gritar. Pero no estaban lejos de casa de los Crighton y Jared se dio cuenta de repente de que lo último que quería era que gritara.

– O sea que le tapó la boca para que se callara.

– Y al ver que estaba muerta, le entró pánico. Se fue corriendo y la dejó allí, muerta y desnuda en el bosque. Lo escribió todo en cuanto regresó después de haberla matado. Estaba… excitado. Entonces al día siguiente encontraron el cadáver de Alicia en una zanja y Jared se quedó tan perplejo como los demás. Pensó que era muy curioso. El resto de los miembros del club estaban muertos de miedo; solo él sabía que la había matado, y como habían detenido a un vagabundo, se fue de rositas.

Y Gary Fulmore pasó trece años en la cárcel por un crimen que no había cometido.

– ¿Quién es el séptimo hombre? ¿Harvard?

– De ese tampoco estoy segura. Creo que es uno de los hermanos Woolf; seguramente Jim. Siempre fue un lumbrera. -Esbozó una triste sonrisa ladeada-. Después de usted, claro. Usted sacaba siempre las notas más altas.

Daniel frunció el entrecejo.

– ¿Nos conocíamos usted y yo?

– No. Pero el señor Grant le hablaba de usted a todo el mundo. Su viejo profesor de lengua y literatura.

– ¿Hablaba de mí?

– Hablaba de todos sus alumnos favoritos. Nos contó que usted había ganado un premio al recitar un poema de memoria.

– «No te envanezcas, Muerte» -musitó Daniel-. ¿Qué pasó cuando encontró los diarios?

– Supe que Jared no se había marchado de casa sino que se habían deshecho de él. En los últimos escritos Jared confesaba que tenía miedo. Decía que cuando se emborrachaba hablaba más de la cuenta y que cada vez le costaba más no contar lo que habían hecho.

– ¿Tenía remordimientos? -preguntó Daniel, sorprendido.

– No. El remordimiento no era un concepto que formara parte de la mente de Jared. Su negocio se estaba hundiendo. Se la jugó y perdió dos fortunas, la suya y la mía. Tenía ganas de contarle a todo el mundo lo que le había hecho a Alicia; se quedarían de piedra. Pero si lo contaba, los otros lo matarían.

– Quería alardear. -Daniel sacudió la cabeza.

– Era pura escoria. Por eso, cuando murió, por una parte me sentí aliviada pero por la otra me asaltó el pánico. ¿Qué ocurriría si los demás se enteraban de que lo sabía todo? También me matarían a mí, y a Joey. Estaba embarazada y no tenía adónde ir. Me dediqué a esperar, aterrada. Pensaba que cualquier noche entrarían en casa y me matarían.

»Pasaron unas semanas. La fábrica de papel se hundió y la madre de Jared tuvo que declararse en quiebra. Yo pasaba por Main Street sin levantar la vista del suelo. Seguro que todo el mundo pensaba que era porque me avergonzaba de la quiebra, pero en realidad estaba aterrorizada. Yo conocía los hombres que habían hecho todo aquello y sabía que tarde o temprano me lo notarían en los ojos. Por eso vendí todo lo que nos quedaba y me trasladé aquí. Busqué un trabajo y me esforcé por llegar a fin de mes.

– Y guardó los diarios.

– Eran una especie de garantía. Pensaba que si alguna vez me molestaban, podría utilizarlos para disuadirlos.

– ¿Qué pasó con la madre de Jared?

– Lila trató de conseguir un préstamo del banco. Fue allí y se puso a suplicar. -Apretó la mandíbula-. De rodillas. Le suplicó a Rob Davis de rodillas y él la echó sin pestañear.

– Eso debió de resultar muy humillante para su suegra.

– No tiene ni idea de hasta qué punto -soltó con amargura-. Una de las cajeras le contó a todo el mundo que había visto a Lila ponerse de rodillas delante de Davis. -Un súbito rubor tiñó las mejillas de Annette-. Tal como Delia lo contó, parecía que Lila estuviera haciendo algo obsceno. Solo de pensarlo… Lila ni siquiera sabía que se hicieran cosas así; ¿cómo habría podido siquiera plantearse hacérselo a Rob?

Daniel mantuvo el semblante neutral, pero por dentro se había puesto tenso.

– ¿Delia?

– Sí -respondió Annette con desprecio-. Delia Anderson; menuda puta. Todo el mundo sabía que estaba liada con Rob Davis, es probable que todavía lo esté. Y tuvo la desfachatez de esparcir esa mentira sobre Lila. La mujer padecía del corazón y, después de eso, todo se vino abajo. También ella se vio obligada a venderlo todo. Tuvo que dar a Mack de baja de la academia Bryson y a él le sentó fatal. Se puso como loco. Me asusté mucho, incluso antes de saber lo que había hecho Jared.

Ahora los asesinatos de Sean y Delia cobraban sentido.

– ¿Mack era violento?

– Ya lo creo. Mack siempre se peleaba con todo el mundo, incluso antes de la quiebra. Pero luego nunca tenía problemas; todos los cargos desaparecían como por arte de magia. Yo creía que era por el dinero que tenían los O'Brien, hasta que descubrí que no les quedaba ni un centavo. Cuando encontré los diarios lo comprendí todo. Los demás habían prestado ayuda a Jared, le habían dado dinero para que saliera adelante y pudiera pagar a hacienda y a sus acreedores. También ellos debieron de allanarle el terreno a Mack.

– Me parece lógico. Yo habría llegado a la misma conclusión.

Ella sonrió con tristeza.

– Gracias. La mayoría de las veces, cuando me planteaba contarle todo esto a alguien, pensaba que creerían que estaba loca, que me lo inventaba todo. Y entonces…

– ¿Y entonces?

– Retiraba el ladrillo, lo justo para comprobar que los diarios seguían ahí y decirme que no estaba loca.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo comprobó?

– El día en que desenterraron a su hermano y descubrieron que en su tumba había otra persona. Ese día pensé: «Tengo que contarlo. Alguien me creerá».

– Y ¿por qué no lo hizo? -preguntó él con amabilidad.

– Porque soy una cobarde. Esperaba que uno de ustedes lo descubriera, que vinieran y me obligaran a contarlo; así podría decirme a mí misma que no había tenido elección. Y por culpa de no haberlo contado en su momento, ahora esas mujeres están muertas. -Ella levantó la cabeza; tenía los ojos llenos de lágrimas-. Tendré que vivir con ese peso el resto de mis días. Seguro que no tiene ni idea de lo que supone una cosa así.

«Se sorprendería.»

– Ahora me lo ha contado; eso es lo que importa.

Ella pestañeó, y cuando las lágrimas rodaron por sus mejillas se las enjugó.

– Prestaré declaración.

– Gracias, señora O'Brien. ¿Sabe algo de alguna llave?

– Sí. Simon tomó fotos de todas las agresiones. Si uno lo contaba, caerían todos, y las fotos los obligaban a ser «honestos». Simon las guardó como garantía. Él no participó en las violaciones, solo tomó las fotos.

– ¿Y las llaves?

– Simon guardaba las fotos en una caja fuerte del banco. Era una caja especial y para abrirla hacían falta dos llaves. Simon tenía una y todos los demás tenían una copia de la otra; así el poder estaba repartido. La primera vez que dieron por muerto a Simon, Jared temía que todo acabara saliendo a la luz. Pero pasó el tiempo y no encontraron ninguna llave. ¿Por qué? ¿La tiene usted?

Daniel dejó la pregunta sin responder y formuló otra:

– ¿Encontró usted la llave de Jared?

– No, pero la dibujó en su diario, como si la hubiera perfilado.

– ¿Decía Jared a qué nombre estaba registrada la caja fuerte? -quiso saber Daniel, y contuvo el aliento hasta que ella asintió.

– Charles Wayne Bundy. Recuerdo que me sentí horrorizada. Y recuerdo que pensé que era importante retener esa información por si alguna vez me presionaban para que hablara, que tal vez eso les garantizara protección a mis hijos. Pero usted eso ya me lo había prometido así que… ahí lo tiene.

«Charles Manson. John Wayne Gacy. Y Ted Bundy.» Todo cuadraba. Simon se había sentido fascinado por los asesinos en serie desde la adolescencia, y había copiado sus obras. Susannah había descubierto los dibujos ocultos debajo de su cama hacía muchos años. Aquello era un auténtico tesoro. Si Simon había tomado fotos que delataban a los violadores para asegurarse de que cumplirían su parte del trato, Daniel obtendría las pruebas que necesitaba con solo acceder al contenido de la caja fuerte.

– ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar escondido Mack?

– Si la tuviera, se lo diría. Sé que no está en su vieja casa, la derribaron mientras él estaba en la cárcel.

Daniel arqueó las cejas.

– ¿Por qué?

– Alguien entró y lo destrozó todo; las paredes, el suelo. Lo que quedaba no valía la pena mantenerlo en pie.

Daniel pensó en la casa de Alex.

– Estaban buscando la llave.

– Es probable. Rob Davis sacó provecho de ello. Cuando hubieron derribado la casa, compró el terreno a un precio irrisorio y construyó un almacén para la fábrica de papel. No me imagino a Mack escondiéndose allí; lo usan a diario.

De todos modos, lo comprobaría. Tenían que encontrar a Mack O'Brien antes de que volviera a matar. Además, solo le hacía falta una orden de registro para averiguar la identidad del último miembro del club de Simon. «La caja fuerte de Charles Wayne Bundy me está esperando.»

– Gracias, señora O'Brien. Me ha ayudado más de lo que cree. Vamos a buscar a sus hijos y luego los llevaremos a un lugar seguro. Después enviaremos a alguien a por sus cosas.

Annette asintió y lo siguió hasta la puerta, y al salir no se volvió a mirar atrás.


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