8. Camino del Amazonas

Era la tapadera perfecta: ir como cartógrafo, con mapas, un telescopio y binoculares de largo alcance. Inspeccionar el objetivo del mismo modo en que se inspeccionaría el terreno. Observarlo todo: la gente, los lugares, las conversaciones.1

En su diario, Fawcett había confeccionado un listado con todo aquello que su superior británico -alguien llamado simplemente «James»- le había pedido que evaluara: «Naturaleza de los caminos […], pueblos […], agua […], ejército y organización […], armas y pistolas […], política».2 ¿Acaso el explorador no era en esencia un infiltrado, alguien que penetraba en territorio ajeno y regresaba con secretos? En el siglo xix, el gobierno británico había ido reclutando agentes entre los exploradores y los cartógrafos.3 Era un modo no solo de introducir personas en el extranjero con argumentos incuestionables, sino también de sacar provecho de los reclutas diestros en la obtención de delicados datos geográficos y políticos, lo que más codiciaba el gobierno. Las autoridades británicas transformaron el Survey of India Department («Reconocimiento del Departamento de la India») en una operación secreta a tiempo completo.4 Se entrenaba a los cartógrafos para que emplearan sus tapaderas, sus nombres codificados («Número Uno», «El Experto», «El Experto en Jefe») y, cuando accedían a territorios prohibidos para los occidentales, también disponían de excelentes disfraces. En el Tíbet, muchos topógrafos se vestían de monjes budistas y utilizaban rosarios para medir distancias (cada cuenta representaba cien pasos) y ruedas o molinillos de oración para ocultar en ellos brújulas y fragmentos de papel con anotaciones. Asimismo, instalaban trampillas en los baúles para ocultar instrumentos de mayor tamaño, como los sextantes, y vertían mercurio, esencial para el manejo de un horizonte artificial, en los cuencos con los que mendigaban como peregrinos. La Royal Geographical Society a menudo tenía conocimiento, si bien no era cómplice, de esas actividades: sus filas estaban sembradas de espías (en servicio o no), entre ellos Francis Younghusband, que fue presidente de la Royal Society desde 1919 hasta 1922.

En Marruecos, Fawcett participó en una versión africana de lo que Rudyard Kipling, en referencia a la pugna colonial por la supremacía en Asia central, denominó «el Gran Juego». Garabateando en sus rollos de papel secretos, Fawcett anotó que «charlaba» con un oficial marroquí que poseía «mucha información». Fawcett comentó tiempo después que al aventurarse más allá de las principales rutas del desierto, donde las tribus secuestraban o asesinaban a los intrusos extranjeros, «se considera necesario alguna clase de disfraz morisco, e incluso entonces el viaje conlleva grandes riesgos».5 Llegó incluso a introducirse en la corte real para espiar al propio sultán. «El Sultán es joven y de carácter débil -escribió-. El placer personal es su máxima prioridad, y dedica el tiempo a hacer acrobacias con la bicicleta, de la que es notablemente experto; a jugar con automóviles; a los juguetes mecánicos; a la fotografía; al billar; a cazar cerdos en bicicleta, con los que da de comer a su colección de animales…».6 Fawcett transmitió toda esta información a «James» y regresó a Inglaterra en 1902. Fue la única ocasión en que Fawcett actuó como espía oficial, pero su astucia y su capacidad de observación llamaron la atención de sir George Taubman Goldie, un administrador colonial británico que en 1905 fue nombrado presidente de la Royal Geographical Society.

A principios de 1906, Goldie convocó a Fawcett, quien, desde el viaje de Marruecos, había sido destinado a varios fuertes militares, el último en Irlanda.7 Goldie no era alguien a quien se pudiera tomar a broma. Famoso por su aguda inteligencia y su temperamento volátil, había impuesto casi en solitario el control del Imperio británico sobre Níger en las décadas de 1880 y 1890.8 Había conmocionado a la sociedad victoriana fugándose a París con una institutriz, y era un ateo impenitente que abogaba por la teoría de la evolución de Darwin. «Le asaltaban frenesís de impaciencia frente a la estupidez o la incompetencia -escribió uno de sus biógrafos-. Nunca nadie había encontrado a los necios tan insufribles.»9

Fawcett fue llevado a la RGS para ver a Goldie, cuyos ojos azules parecían «perforarle a uno»,10 según los describió un subordinado. Goldie, a punto de cumplir los sesenta años, siempre llevaba en el bolsillo un vial de veneno, que tenía previsto ingerir si en algún momento sufría una discapacidad física o una enfermedad incurable. Tal como recordó Fawcett, Goldie le preguntó:

– ¿Sabe usted algo de Bolivia?

Fawcett contestó que no, y Goldie prosiguió:

– Se suele pensar en Bolivia como un país ubicado en el techo del mundo. Gran parte de su territorio se encuentra en las montañas, pero más allá, hacia el este, se extiende una región inmensa de bosque tropical y llanuras. -Goldie alargó una mano hacia su escritorio y cogió un mapa grande del país, que desplegó frente a Fawcett como si de un mantel se tratara-. Aquí tiene, comandante: ¡este es mi mejor mapa del país! ¡Mire esta zona! ¡Está llena de espacios sin cartografiar!

Mientras paseaba el dedo sobre el mapa, Goldie le contó que la región estaba tan poco explorada que Bolivia, Brasil y Perú ni siquiera podían ponerse de acuerdo en sus fronteras: eran tan solo meras líneas especulativas trazadas entre montañas y selvas. En 1864, las disputas fronterizas entre Paraguay y sus vecinos acabaron derivando en el peor conflicto de la historia de Latinoamérica. (Durante su transcurso murió cerca de la mitad de la población paraguaya.) Dada la extraordinaria demanda de caucho -el «oro negro»- que experimentaba la región, las apuestas por la delimitación del Amazonas solían ser tensas.

– Podría producirse una conflagración de grandes dimensiones por la cuestión de qué territorio pertenece a quién -dijo Goldie.

– Todo esto es muy interesante -le interrumpió Fawcett-, pero ¿qué tiene que ver conmigo?

Goldie le informó de que los países implicados habían creado una comisión fronteriza y pedían que un observador imparcial de la Royal Geographical Society cartografiara las fronteras en disputa, empezando por un área situada entre Bolivia y Brasil, que comprendía varios centenares de kilómetros de terreno casi impracticable. La expedición duraría dos años y no existían garantías de que sus miembros sobreviviesen. Las enfermedades asolaban el territorio y los indígenas, que habían sido atacados de forma despiadada por los cazadores de caucho, asesinaban a los intrusos.

– ¿Estaría usted interesado en aceptar esta misión? -le preguntó Goldie.11

Tiempo después, Fawcett confesó que en aquel momento se le desbocó el corazón. Pensó en su esposa, Nina, que estaba de nuevo embarazada, y en su hijo, Jack, que estaba a punto de cumplir los tres años. Con todo, no vaciló: «El destino quería que fuera, ¡de modo que no podía haber otra respuesta!».12


La cubierta sucia y atestada del Panamá estaba repleta de «bravucones, aspirantes a bravucones y viejos granujas de tez curtida como el cuero»,13 según los describió Fawcett. Remilgado, con su cuello blanco almidonado, Fawcett se sentó al lado de su segundo de a bordo para la expedición, un ingeniero y topógrafo de treinta años llamado Arthur John Chivers,14 a quien la Royal Geographical Society había recomendado.

Fawcett dedicó la travesía a estudiar español, mientras los demás pasajeros bebían whisky, escupían tabaco, jugaban a los dados y se acostaban con prostitutas, «A su manera, todos eran buenos tipos -escribió Fawcett, y añadió-: Para [Chivers] y para mí, resultó una toma de contacto muy útil con un aspecto de la vida que hasta entonces no conocíamos, y gran parte de nuestras reservas británicas desaparecieron en el proceso.»15

El barco fondeó en Panamá, donde la construcción del canal -la tentativa más audaz emprendida hasta entonces por el hombre de domeñar la naturaleza- estaba en proceso, y el proyecto proporcionó a Fawcett la primera señal de lo que estaba a punto de encontrar: docenas de ataúdes apilados en el muelle. Desde el comienzo de la excavación del canal, en 1881, más de veinte mil obreros habían muerto víctimas de la malaria y de la fiebre amarilla.16

En Ciudad de Panamá, Fawcett subió a bordo de un barco con destino a Perú, y luego prosiguió en tren hacia los reverberantes y nevados Andes. A unos tres mil seiscientos metros de altitud, Fawcett abandonó el tren y tomó otro barco para cruzar el lago Titicaca («¡Qué extraño resulta ver vapores transitando aquí arriba, en el techo del mundo!»),17 antes de embutirse en otro tren traqueteante, que le llevó por el altiplano hasta La Paz, capital de Bolivia. Allí esperó durante más de un mes a que el gobierno le proporcionara varios miles de dólares, una suma bastante más magra de la que había previsto, para las provisiones y los gastos del viaje. Su impaciencia provocó una discusión con oficiales locales en la que tuvo que mediar el cónsul británico. Finalmente, el 4 de julio de 1906, Chivers y él estuvieron listos para partir. Cargaron sus muías con té, leche en conserva, Edwards Desiccated Soup [2], sardinas en salsa de tomate, limonada en polvo efervescente y galletas de semillas de cola, que, según Hints to Travellers, producían «un maravilloso efecto en la preservación de la resistencia durante el esfuerzo físico».18 También compraron instrumentos de topografía, rifles, sogas para descenso de cañones, machetes, hamacas, mosquiteras, recipientes para muestras, sedales, una cámara estereoscópica, un cernedor para cribar oro y regalos tales como cuentas para establecer contacto con las tribus. Confeccionaron asimismo un botiquín con gasas para hacer vendajes, yodo para las picaduras de los mosquitos, permanganato de potasio para lavar la verdura y las heridas de flecha, un bisturí para cercenar la carne envenenada por las picaduras de serpiente o la gangrena, y opio. En su morral, Fawcett incluyó un ejemplar de Hints to Travellers y su diario, junto con sus poemas favoritos para recitarlos en la selva. Uno de los que solía llevar consigo era «El explorador», de Rudyard Kipling:


Hay algo oculto. Ve y descúbrelo. Ve y mira

tras las montañas […]

Algo perdido tras las montañas. Perdido

y esperándote. ¡Ve!


Fawcett y Chivers cruzaron los Andes e iniciaron el descenso hacia la jungla. Fawcett, que llevaba calzones de tela de gabardina, botas de cuero, un sombrero Stetson y un pañuelo de seda anudado al cuello -su uniforme habitual de explorador-, avanzó por el borde de despeñaderos que caían a centenares de metros. Viajaron con ventisca, por lo que los hombres apenas alcanzaban a ver varios metros al frente, aunque oían cómo las rocas resbalaban bajo los cascos de sus animales de carga y caían al abismo de los collados. Con el viento azotando los picos de seis mil metros de altitud, resultaba difícil creer que se dirigían a la jungla. La altura les provocaba mareos y náuseas. Los animales avanzaban tambaleantes, casi sin aliento, sangrando por el hocico por la falta de oxígeno. Años después, en las mismas montañas, Fawcett perdería la mitad de una recua de veinticuatro muías. «La carga de las muías a veces topaba contra los salientes rocosos y [el animal] acababa despeñándose entre aullidos al precipicio»,19 escribió.

Fawcett y Chivers fueron encontrando puentes -confeccionados con listones de palmera y cables- de hasta cien metros de largo, que salvaban cañones y oscilaban violentamente a merced del viento, como una bandera hecha jirones. Era preciso vendar los ojos a las muías, demasiado asustadas para cruzar. Tras convencerlas a base de artimañas para que cruzaran el puente, los exploradores proseguían con el descenso rodeando peñascos y acantilados y avistando los primeros indicios de vegetación: magnolias y árboles atrofiados. Hacia los mil metros de altitud, donde el calor ya era palpable, encontraron raíces y plantas trepadoras que reptaban por las laderas. Y entonces Fawcett, bañado en sudor, miró a lo lejos del valle y atisbo árboles con forma de araña y paracaídas, nubes y humo; vías fluviales serpenteando a lo largo de miles de kilómetros; un dosel de jungla tan oscura que parecía casi negra: el Amazonas.

Fawcett y Chivers finalmente abandonaron sus animales de carga para seguir viajando en una balsa hecha con ramas y cordeles hasta la frontera del Amazonas, un conjunto de poblaciones al estilo de Dodge y con nombres socarrones, como Esperanza y Villa Hermosa, construidas recientemente en la selva a manos de colonos que habían sucumbido al hechizo del oro negro. Cristóbal Colón fue la primera persona en informar que había visto a indígenas haciendo botar una bola de esa sustancia extraña y pegajosa que brotaba de los árboles tropicales,20 pero fue en 1896, cuando B. F. Goodrich fabricó los primeros neumáticos de automóvil en Estados Unidos, cuando la locura del caucho asoló el Amazonas, que albergaba un auténtico monopolio de látex de la mejor calidad. En 1912, solo Brasil exportó caucho por valor de más de treinta millones de dólares, el equivalente actual de casi quinientos millones de dólares.21 Los magnates del caucho habían transformado Manaos, ubicada a orillas del río Amazonas, en una de las ciudades más chabacanas del mundo. «No se detenían ante ninguna extravagancia, por absurda que fuera -escribió el historiador Robin Furneaux en The Amazon-. Si un magnate del caucho compraba un yate enorme, otro instalaba un león amaestrado en su villa, y un tercero lavaba su caballo con champán.»22 Y nada era más extravagante que el edificio de la ópera, con su mármol italiano, su cristal de Bohemia, sus plateas doradas, sus arañas de cristal, sus murales Victorianos y su cúpula bañada con los colores de la bandera nacional. Prefabricada en Europa y con un coste aproximado de diez millones de dólares de fondos públicos, la ópera fue trasladada por piezas en barco a lo largo de más de mil quinientos kilómetros por el Amazonas, donde los obreros trabajaron sin respiro hasta montarla, también de noche, bajo las primeras bombillas eléctricas de Brasil. No importaba que prácticamente nadie de Manaos hubiese oído hablar de Puccini ni que más de la mitad de los miembros de una compañía teatral foránea acabara muriendo a consecuencia de la fiebre amarilla. Era la apoteosis del boom del caucho.

La perspectiva de amasar una fortuna había atraído a miles de obreros analfabetos a la jungla, donde pronto se endeudaron con los magnates del caucho que les habían proporcionado el transporte, la comida y el equipamiento a crédito. Pertrechado con una lámpara de minero a modo de linterna, el cauchero se abría paso por la jungla a machetazos, trabajando sin respiro de sol a sol, buscando árboles del caucho, y después, a su regreso, hambriento y afiebrado, pasaba horas encorvado sobre el fuego, inhalando humo tóxico, mientras cocía el caucho sobre un asador hasta que este coagulaba. A menudo se tardaba semanas en producir una única bola del tamaño suficiente para ser vendida, y que raramente bastaba para saldar la deuda. Infinidad de caucheros murieron de inanición, disentería y otras enfermedades. El escritor brasileño Euclides da Cunha denominó este sistema «la más criminal organización de mano de obra jamás concebida». Y observó que el cauchero «en realidad viene a encarnar una contradicción colosal: ¡es un hombre que trabaja para esclavizarse!». 23

La primera ciudad fronteriza a la que Fawcett y Chivers llegaron fue Rurrenabaque, en el noroeste de Bolivia. Aunque aparecía en letras mayúsculas en el mapa de Fawcett, consistía en poco más que una hilera de cabañas hechas con barro y bambú, que innumerables buitres sobrevolaban en círculos. «Se me cayó el alma a los pies -escribió Fawcett en sus diarios-, y empecé a comprender lo ciertamente primitivo que era este país fluvial.»24

La región no dependía de ningún centro de poder ni de ninguna autoridad gobernante. En 1872, Bolivia y Brasil habían intentado construir un ferrocarril que cruzara la jungla, pero fueron tantos los obreros que murieron a causa de las enfermedades y de los ataques de los indígenas que el proyecto acabó siendo conocido como el Ferrocarril de la Muerte. Se decía que por cada traviesa moría un hombre. Cuando Fawcett llegó, más de tres décadas después, el ferrocarril se encontraba en fase de construcción a manos de una tercera compañía; aun así, solo se habían colocado ocho kilómetros de una vía que, según comentó Fawcett, iba «de ninguna parte a ninguna parte».25 Dado su aislamiento, la frontera del Amazonas estaba gobernada por sus propias leyes y, tal como lo definió un observador, si se comparaba con el Oeste americano, este resultaba «tan formal y correcto como una reunión de rezo».26 Cuando un viajero británico cruzó la región en 1911, informó de un residente que le dijo: «¿Gobierno? ¿Qué es eso? ¡Aquí no conocemos gobierno!».27 La región había sido refugio de bandidos, fugitivos y cazadores de fortuna que llevaban un arma sobre cada cadera, cazaban jaguares al lazo por puro aburrimiento y mataban sin vacilar.

Fawcett y Chivers siguieron sumergiéndose en ese mundo y alcanzaron la lejana avanzada de Riberalta. Allí, Fawcett observó que un barco amarraba en la ribera. Un obrero gritó: «¡Aquí llega el ganado!»,28 y Fawcett vio a guardias con látigos que hacían desembarcar a unos treinta hombres y mujeres indígenas encadenados. Una vez en tierra, los compradores empezaron a inspeccionarlos. Fawcett preguntó a un oficial de aduana quiénes eran aquellas personas. «Esclavos», contestó el oficial.

Fawcett se quedó conmocionado al oír aquello, porque eran tantos los obreros que morían en la jungla que los magnates del caucho, para nutrir sus reservas de mano de obra, enviaban partidas de hombres armados a la selva para secuestrar y esclavizar a tribus enteras. En una ocasión, a orillas del río Putumayo, en Perú, los horrores infligidos a los indígenas se hicieron tan notorios que el gobierno británico puso en marcha una investigación que reveló que los autores habían vendido acciones de su compañía en la Bolsa de Londres.29 Las pruebas demostraban que la Peruvian Amazon Company había cometido un genocidio al tratar de pacificar y esclavizar a la población nativa: castraron y decapitaron a indígenas, los rociaron con gasolina y les prendieron fuego, los crucificaron boca abajo, los golpearon, los mutilaron, los hicieron morir de hambre, los ahogaron y los convirtieron en comida para perros. Los secuaces de la empresa también violaron a todas las mujeres, y abrieron la cabeza de niños a golpes. «En algunos sectores, los numerosos cuerpos de las víctimas emanan un hedor tal de carne putrefacta que el lugar debe abandonarse temporalmente»,30 comentó un ingeniero que visitó la región, apodada como el «paraíso del demonio». Sir Roger Casement, cónsul general británico a cargo de la investigación, calculó que unos treinta mil indígenas habían muerto a manos de esta compañía cauchera. Un diplomático británico concluyó: «No es una exageración afirmar que esta información, al igual que los métodos empleados en la recolección de caucho por parte de los agentes de la compañía, sobrepasa en horror a todo lo conocido del mundo civilizado durante el último siglo».31

Mucho antes de que, en 1912, el informe de Casement se hiciera público, Fawcett denunció estas atrocidades en editoriales de un periódico británico y en reuniones con altos cargos del gobierno. En una ocasión llamó a los traficantes de esclavos «salvajes» y «escoria». Además, sabía que el boom del caucho había hecho que su propia misión resultara mucho más difícil y peligrosa. Tribus anteriormente amistosas se mostraban hostiles con los extranjeros. A Fawcett le hablaron de una partida de ochenta hombres en la que «tantos miembros murieron por flechas envenenadas que los demás abandonaron el viaje y se retiraron»;32 a otros viajeros se los encontró enterrados hasta la cintura para que fueran devorados por las hormigas de fuego, los gusanos y las abejas. En la revista de la Royal Geographical Society, Fawcett escribió que «la espantosa política que generaba el comercio de esclavos, y que fomentaba abiertamente la despiadada matanza de los indios indígenas, muchos de ellos razas inteligentes»33 había imbuido a los indígenas de una sed de «venganza mortal contra el extranjero», y constituía uno de «los grandes peligros para la exploración en Sudamérica».34

El 25 de septiembre de 1906, Fawcett y Chivers partieron de Riberalta, acompañados por veinte forajidos y guías nativos que habían reclutado en la frontera. Con ellos iban un cateador jamaicano llamado Willis, quien, pese a su afición al alcohol, era un cocinero y un pescador de primera («Era capaz de oler la comida y la bebida como el sabueso huele al conejo»,35 bromeó Fawcett), y un antiguo oficial militar boliviano que hablaba inglés con fluidez y hacía las veces de intérprete. Fawcett se había asegurado de que todos los hombres comprendieran en qué se estaban metiendo. Cualquiera que se rompiera una pierna o enfermara en el interior de la jungla tendría pocas probabilidades de sobrevivir. Cargar con esa persona supondría arriesgar la supervivencia de toda la partida. La lógica de la selva dictaba que fuera abandonada, o, según las sombrías palabras de Fawcett: «Puede elegir entre las pastillas de opio, el hambre o la tortura si los salvajes le encuentran».36

A bordo de canoas que fabricaron con troncos, Fawcett y sus hombres navegaron hacia el oeste, siguiendo la ruta prevista de casi mil kilómetros a lo largo de la frontera entre Brasil y Bolivia. El río estaba repleto de árboles caídos, y desde las canoas Chivers y Fawcett intentaron abrirse paso con los machetes. Las pirañas abundaban en aquella zona y los exploradores se cuidaban de que sus dedos no rozaran la superficie del agua. Theodore Roosevelt, tras explorar un afluente del Amazonas en 1914, describió la piraña como «el pez más feroz del mundo. -Y añadió-: Desgarra y devora vivo a cualquier hombre o animal herido, ya que la presencia de sangre en el agua lo excita hasta la locura […]. La cabeza, con su boca pequeña, sus penetrantes y malévolos ojos, y sus fauces blindadas, es la encarnación de la ferocidad diabólica».37

Antes de bañarse, Fawcett se inspeccionaba el cuerpo en busca de forúnculos y cortes. La primera vez que nadó en el río, dijo: «Tenía un ligero nudo en la boca del estómago».38 No solo temía a la piraña, sino también al candirú y a la anguila eléctrica, o puraque. Estas últimas -de unos dos metros, con la cabeza plana y los ojos tan prominentes que casi descansan sobre el labio superior- eran pilas vivientes: descargaban hasta seiscientos cincuenta voltios de electricidad en el cuerpo de su víctima. Podían electrocutar una rana o un pez en una charca sin siquiera tocarlo.39 El explorador y científico alemán Alexander von Humboldt,40 que viajó por la región amazónica del río Orinoco a principios del siglo xix, llevó, con la ayuda de indígenas que sujetaban arpones, treinta caballos y muías hasta un pantano lleno de anguilas eléctricas para ver qué ocurría. Los animales, con las crines erizadas y los ojos inflamados, retrocedieron aterrorizados a medida que las anguilas los rodeaban. Algunos caballos intentaron salir del agua, pero los indígenas se lo impidieron con la ayuda de arpones. En cuestión de segundos, dos caballos se habían ahogado, mientras que los demás finalmente consiguieron romper la barrera de los indígenas y se desplomaron, exhaustos y entumecidos. «Una descarga es suficiente para paralizar y ahogar a un hombre, pero la forma de ataque del puraque consiste en repetir las descargas para asegurarse la víctima»,41 escribió Fawcett. Concluyó que una persona debe hacer cosas en estos lares «que no dejan esperanza al epitafio, que hay que hacer con sangre fría y, a menudo, con una secuela de tragedia».42

Un día, Fawcett atisbo algo en la orilla del perezoso río. Al principio le pareció un árbol caído, pero de pronto el objeto empezó a ondularse en dirección a las canoas. Era más grande que una anguila eléctrica y, al verlo, los compañeros de Fawcett gritaron. Fawcett alzó el rifle y disparó al objeto hasta que el humo saturó el aire. Cuando la criatura dejó de moverse, los hombres acercaron a ella una canoa. Era una anaconda. En sus informes a la Royal Geographical Society, Fawcett insistió en que medía más de veinte metros («¡Serpientes enormes!», anunció a toda plana un titular de la prensa británica), aunque gran parte de la anaconda estaba sumergida y seguramente era más pequeña: la más larga de la que se tiene constancia oficial medía ocho metros y medio. (Con esa longitud, una sola anaconda puede pesar más de media tonelada y, gracias a los músculos elásticos de sus mandíbulas, engullir un ciervo entero.) Mientras observaba la serpiente inmóvil que tenía frente a él, Fawcett extrajo su cuchillo. Intentó cortar un trozo de piel para guardarlo en un recipiente para muestras, pero al clavarle el cuchillo la anaconda dio una sacudida hacia él y los demás, que salieron despavoridos.

Mientras la expedición avanzaba, sus miembros observaban la jungla. «Era uno de los viajes más lúgubres que había hecho, pues la quietud del río resultaba amenazadora, y la corriente calma y las aguas profundas parecían augurar males venideros -escribió Fawcett meses después de partir de Riberalta-. Los demonios de los ríos amazónicos estaban fuera de ellos, manifestando su presencia en cielos plomizos, lluvias torrenciales y umbríos muros de vegetación.»43

Fawcett impuso un estricto régimen. Según Henry Costin, antiguo cabo británico que acompañó en varias expediciones posteriores a Fawcett, la partida se levantaba con la primera luz del día; una persona se encargaba de dar el toque de diana.

Luego los hombres se dirigían al río, se aseaban, se lavaban los dientes y recogían el campamento, mientras la persona encargada del desayuno prendía una hoguera. «Vivíamos de forma sencilla -recordó Costin-. El desayuno solía consistir en gachas, leche enlatada y mucho azúcar.»44 En cuestión de minutos, los hombres estaban en marcha. La recopilación de infinidad de datos para los informes de Fawcett a la RGS -entre otros, inspecciones del entorno, bocetos del paisaje, lecturas barométricas y de temperatura, y catálogos de la flora y fauna- requería un trabajo concienzudo, y Fawcett se esforzaba con ahínco. «La inactividad era lo que no soportaba»,45 dijo en una ocasión. La jungla parecía exacerbar sus rasgos más sobresalientes: el coraje y la resistencia, junto con la irascibilidad y la intolerancia frente a las debilidades ajenas. Permitía que sus hombres hiciesen una breve pausa para almorzar -un aperitivo consistente en varias galletas- durante caminatas que llegaban a prolongarse hasta doce horas al día.

Justo antes de la puesta de sol, indicaba a sus hombres que montasen el campamento. Willis, el cocinero, estaba a cargo de la preparación de la cena y complementaba la sopa en polvo con los animales que el grupo hubiese cazado. El hambre lo convertía todo en un manjar: armadillos, pastinacas, tortugas, anacondas, ratas. «A los monos se los considera una buena comida -observó Fawcett-. Su carne tiene un sabor bastante agradable, pero al principio la idea me repugnaba porque, extendido sobre el fuego para quemarle el pelo, su aspecto parecía horriblemente humano.»46

Mientras avanzaban por la selva, Fawcett y sus hombres eran más vulnerables a los depredadores. En una ocasión, una piara de cerdos salvajes corrieron en estampida hacia Chivers y el intérprete, que dispararon sus armas en todas las direcciones mientras Willis se encaramó rápidamente a un árbol para evitar recibir un disparo de sus compañeros. Incluso las ranas podían resultar mortales al tacto: un solo ejemplar de Phyllobates terribilis, que se encuentra en el Amazonas colombiano, posee suficientes toxinas para matar a un centenar de personas. Un día, Fawcett tropezó con una serpiente coral, cuyo veneno inhabilita el sistema nervioso central de su víctima, asfixiándola. En el Amazonas, se maravilló Fawcett, el reino animal «es contrario al hombre como en ningún otro lugar del mundo».47

Pero no eran los grandes depredadores lo que más preocupaba a Fawcett y a sus compañeros: eran las interminables plagas. Las hormigas bravas podían reducir a jirones la ropa y los morrales de los hombres en una sola noche. Las garrapatas, que se adherían como sanguijuelas (otro azote), y las niguas rojas peludas, que consumían tejido humano. Los milpiés, secretores de cianuro. Los gusanos parásitos que causaban ceguera. Las moscas tórsalo, que introducían el ovopositor a través de la ropa y depositaban los huevos bajo la piel, donde eclosionaban y luego anidaban las larvas. Las casi invisibles moscas llamadas pium, que dejaban el cuerpo de los exploradores sembrado de heridas. Y también estaban las «chinches besadoras», que picaban a la víctima en los labios, transfiriéndole un protozoo denominado Trypanosoma cruzi; veinte años después, la persona afectada, creyendo que había escapado ilesa de la jungla, moría a consecuencia de una inflamación del corazón o del cerebro. No obstante, nada resultaba más peligroso que los mosquitos. Transmitían toda clase de enfermedades y dolencias, desde la malaria hasta la fiebre «aplasta huesos», pasando por la elefantiasis y la fiebre amarilla. «[Los mosquitos] constituyen el principal motivo por el que la selva del Amazonas es aún una frontera sin conquistar»,48 escribió Willard Price en su obra de 1952 The Amazing Amazon [El maravilloso Amazonas: un mundo de riquezas sin límite].

Fawcett y sus hombres se protegían con mosquiteras, pero incluso estas resultaban insuficientes. «Las moscas pium caían sobre nosotros en nubes -escribió Fawcett-. Nos veíamos obligados a cerrar con mosquiteras los dos extremos del cobertizo de hojas de palmera [del barco] y a cubrirnos la cabeza con velos, y pese a ello nuestras manos y nuestra cara enseguida se convertían en un tapiz de ampollas diminutas y sangrantes que picaban horrores.»49 Mientras tanto, las polvorinas, tan pequeñas que parecen polvo, se ocultaban en el pelo de Fawcett y de sus compañeros. A menudo, lo único en que podían pensar los hombres era en los insectos. Llegaron a identificar los diferentes sonidos que producía el roce de las alas de cada uno de ellos. («El tábano llegaba en solitario, pero anunciaba su presencia con una sonda similar a una aguja»,50 dijo Fawcett.) Las chinches atormentaban a los exploradores hasta el punto de la locura, como demostraba el diario de un naturalista que tiempo después acompañó a Fawcett en otra expedición:


20/10: Atacados en las hamacas por jejenes diminutos de poco más de dos milímetros de longitud; las mosquiteras no ofrecen protección contra ellos; los jejenes pican toda la noche y no dejan dormir.

21/10: Otra noche en vela debido a los jejenes succionadores de sangre.

22/10: Mi cuerpo es una masa de bultos por las picaduras de insectos; muñecas y manos hinchadas por las picaduras de los diminutos jejenes. Dos noches casi sin dormir: simplemente horrible. […] Lluvia al mediodía, toda la tarde y casi toda la noche. Se me empaparon los zapatos desde que empezó. […] Lo peor hasta ahora, las garrapatas.

23/10: Noche espantosa con las peores picaduras de jején hasta ahora; ni siquiera el humo los ahuyenta.

24/10: Más de la mitad de los hombres enfermos por las picaduras. Muñecas y manos hinchadas. Me embadurno las piernas con yodo.

25/10: Me he despertado y he encontrado cubierto de termitas todo lo que dejamos en el suelo. […] Los jejenes succionadores de sangre siguen con nosotros.

30/10: Abejas del sudor, jejenes y polverinas (jejenes succionadores de sangre), horrible.

2/11: Veo borroso con el ojo derecho a consecuencia de los jejenes.

3/11: Abejas y jejenes peor que nunca; ciertamente, «no hay descanso para el cansado».

5/11: Mi primera experiencia con las abejas comedoras de carne y carroña. Jejenes en nubes (los peores que hemos encontrado), que estropean la comida porque se llena de cuerpos repugnantes, con el vientre rojo y asquerosamente hinchado con la sangre de uno.51


A los seis meses de expedición, la mayoría de los hombres, entre ellos Chivers, estaban enfermos y con fiebre. Les aquejaba una sed insaciable, jaquecas insufribles y temblores incontrolables. Sus músculos palpitaban de tal modo que les resultaba difícil caminar. Habían contraído, en la mayor parte de los casos, fiebre amarilla o malaria. Si se trataba de fiebre amarilla, lo que los hombres más temían era esputar sangre -el llamado «vómito negro»-, lo cual significaba que la muerte les rondaba. Cuando se trataba de malaria -que, según una estimación,52 contraían más del ochenta por ciento de las personas que trabajaban en el Amazonas-, los hombres experimentaban a veces alucinaciones, y podían entrar en coma y morir. En un momento dado, Fawcett compartió una embarcación con cuatro pasajeros que enfermaron y murieron. Con la ayuda de los remos, los demás cavaron sus tumbas en la orilla. Su único monumento, comentó Fawcett, consistió en «un par de ramas cruzadas y atadas con hierba».53

Una mañana, Fawcett advirtió una serie de hendiduras en una ribera fangosa. Se agachó para inspeccionarlas. Eran huellas humanas. Fawcett inspeccionó el entorno, y encontró ramas rotas y hojas pisoteadas. Los indígenas seguían sus pasos.

A Fawcett le habían informado que los indios pacaguara vivían a lo largo de las orillas del río Abuná, y que eran conocidos por secuestrar a los intrusos y llevárselos a la selva.

De otras dos tribus -los parintinin, más al norte, y los kanichana, en los llanos meridionales de Mojo- se decía que eran caníbales. Según el relato de un misionero que databa de 1781: «Cuando [los kanichana] capturaban prisioneros en sus guerras, bien los conservaban como esclavos, bien los asaban para devorarlos en sus banquetes. Utilizaban a modo de vasos los cráneos de aquellos a quienes mataban».54 Aunque los occidentales tenían una fijación obsesiva con el canibalismo (Richard Burton y otros amigos habían creado el Cannibal Club e inaugurado sus veladas) y con frecuencia exageraban al respecto para justificar la captura de indígenas, no cabe duda de que algunas tribus amazónicas lo practicaban, ya fuera por motivos rituales o por venganza. La carne humana se ingería siempre de dos formas: asada o hervida. Los guayaki, que practicaban el canibalismo ritual cuando los miembros de la tribu morían, despedazaban los cuerpos en cuartos con un cuchillo de bambú, separando la cabeza y las extremidades del tronco. «Con la cabeza y los intestinos no se sigue la misma "receta" que con las partes musculosas y los órganos internos -explicó el antropólogo Pierre Clastres, que a principios de la década de 1960 dedicó cierto tiempo al estudio de la tribu-. La cabeza en primer lugar se afeita con sumo esmero […], luego se hierve, como los intestinos, en recipientes de cerámica. En cuanto a la carne en sí y a los órganos internos, se colocan sobre una gran parrilla que se pone al fuego […]. La carne se asa despacio y la grasa que desprende se vierte de nuevo sobre ella con un koto [cepillo]. Cuando la carne se considera "cocida", se reparte entre todos los presentes. Lo que no se come en el momento, se reserva en las cestas de las mujeres y se consume al día siguiente. Por lo que respecta a los huesos, se parten para succionar el tuétano, que gusta especialmente a las mujeres.» La preferencia de los guayaki por la piel humana es el motivo por el que se denominan a sí mismos «aché kyravwa», «guayaki comedores de grasa humana».55

Fawcett inspeccionó la zona en busca de indígenas guerreros. Las tribus amazónicas eran expertas en el acecho a sus enemigos. Mientras que a algunas les gustaba anunciar su presencia antes de un ataque, muchas otras se ayudaban de la densa vegetación para ocultarse mejor. Se pintaban el cuerpo y la cara de negro, con carbón, y de rojo, con ungüentos elaborados a partir de bayas y frutos. Sus armas -flechas y dardos soplados con cerbatanas- atacaban en silencio antes de que nadie tuviese tiempo de huir. Ciertas tribus explotaban las mismas materias que hacían que la selva resultara tan peligrosa para Fawcett y sus hombres: untar las puntas de sus armas con toxinas letales de pastinaca y rana flecha azul, o emplear hormigas gigantes mordedoras para suturar sus heridas en combate. En contraste, Fawcett y su partida carecían de experiencia en la jungla. Eran, como Costin confesó durante su primer viaje, «bisoños». Casi todos enfermaron, se debilitaron y pasaron hambre: eran la presa perfecta.

Aquella noche, Fawcett y todos sus hombres se hallaban en la orilla. Antes de partir, Fawcett les hizo acatar, uno por uno, una orden aparentemente suicida: no dispararían contra los indígenas en ninguna circunstancia. Cuando la Royal Geographical Society supo de las instrucciones de Fawcett, un miembro que conocía la región advirtió de que tal método «corteja el asesinato».56 Fawcett admitió que su actitud no violenta implicaba «riesgos demenciales», si bien arguyó que no se trataba únicamente de un comportamiento ético; era también el único modo en que una partida reducida y fácilmente superable en número podía demostrar sus intenciones amistosas ante las tribus.

Los hombres, tendidos en las hamacas, con una pequeña hoguera crepitando, escuchaban la algarabía de la selva. Trataban de identificar los sonidos: el de un fruto al caer al río, la fricción de las ramas, el gemido de los mosquitos, el rugido del jaguar. En ocasiones, la jungla parecía silenciosa, y entonces, de pronto, un chillido desgarraba la oscuridad. Los hombres sabían que, si bien no podían ver nada, ellos sí podían ser vistos. «Permanecí alerta, sabedor en todo momento de que nuestros movimientos estaban siendo observados, aunque sin ver apenas nada de aquellos que nos observaban»,57 escribió Fawcett.

Un día, navegando por el río, las embarcaciones llegaron a una serie de rápidos y uno de los pilotos bajó a tierra para inspeccionar el lugar y comprobar si podían sortearlos. Pero, al cabo de un tiempo, al no tener noticia de él, Fawcett y varios hombres partieron en su búsqueda. Se abrieron paso a machetazos por la jungla a lo largo de casi un kilómetro y de pronto encontraron el cuerpo del piloto, perforado por cuarenta y dos flechas.

Los hombres empezaron a ceder al pánico. En un momento dado, en los botes y a la deriva en dirección a los rápidos, Willis gritó: «¡Salvajes!». Allí estaban, de pie en la orilla. «Sus cuerpos [estaban] pintados por completo -escribió Fawcett-, sus orejas tenían lóbulos colgantes, y una especie de púa les atravesaba la nariz de lado a lado.»58 Deseaba establecer contacto con ellos, pero los demás hombres a bordo chillaban y remaban frenéticos en la dirección opuesta. Los indígenas apuntaron con arcos de casi dos metros y dispararon flechas. «Una alcanzó el costado de la barca con un chasquido feroz y atravesó la madera, de cuatro centímetros de grosor»,59 dijo Fawcett. La embarcación entonces se deslizó por una de las pendientes de los rápidos, dejando atrás, de momento, a la tribu.

Incluso antes de esta confrontación, Fawcett se había dado cuenta de que sus hombres, especialmente Chivers, empezaban a debilitarse. «Había advertido que iba hundiéndose»,60 escribió Fawcett. Decidió relevar a Chivers de sus funciones y enviarle, junto con otros miembros de la partida, de regreso a la frontera. Aun así, dos de los hombres murieron a consecuencia de las fiebres.61 El propio Fawcett añoraba a su familia. ¿Qué clase de insensato era, se preguntaba, para cambiar la comodidad de sus antiguos fuertes por aquellas condiciones? Su segundo hijo, Brian, había nacido estando él ausente. «Estuve tentado de abandonar y volver a casa»,62 escribió. Pese a ello, a diferencia de sus hombres, Fawcett gozaba de buena salud. Pasaba hambre y sufría las penalidades, pero su piel no se había tornado amarilla, su temperatura era normal y no vomitaba sangre. Tiempo después, John Keltie, el secretario de la Royal Geographical Society, escribió una carta a la esposa de Fawcett en la que afirmaba: «A menos que posea una constitución excepcional, no veo cómo podría sobrevivir».63 Fawcett observó que en aquellos lares «a la persona sana se la consideraba un bicho raro, una excepción, algo extraordinario».64

Pese a añorar su hogar, Fawcett siguió inspeccionando con Willis y el intérprete la frontera entre Bolivia y Brasil, abriéndose camino a machetazos por la jungla a lo largo de kilómetros. En mayo de 1907 completó su ruta y presentó sus descubrimientos a los miembros de la comisión fronteriza sudamericana y a la RGS. Nadie daba crédito. Fawcett había redefinido las fronteras de Sudamérica, y lo había hecho casi un año antes de la fecha prevista.

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