21. El último testigo ocular

– ¿Has conseguido que funcione el GPS? -preguntó Paolo.

Yo iba sentado en el asiento trasero de una camioneta Mitsubishi con tracción en las cuatro ruedas, manipulando un dispositivo de Global Positioning System en un intento de obtener la lectura de nuestras coordenadas. Nos dirigíamos al norte -hasta aquí llegaban mis conocimientos- con un chófer al que habíamos contratado al alquilar la camioneta. Paolo me había dicho que íbamos a necesitar un vehículo potente y a un conductor profesional si queríamos tener alguna posibilidad de completar el viaje, especialmente en plena estación de lluvias.

– Es la peor época del año -me dijo-. Las carreteras están hechas una… ¿cómo lo decís en inglés? Mierda.

Cuando le expliqué mi misión, el chófer me preguntó cuándo había desaparecido el coronel británico.

– En 1925 -contesté.

– ¿Y quiere encontrarlo en la selva?

– No exactamente.

– ¿Es usted descendiente suyo?

– No.

Pareció meditar unos instantes, y luego dijo:

– Muy bien.

Y empezó a cargar alegremente nuestro equipo, que incluía hamacas, soga, mosquiteras, pastillas potabilizadoras de agua, un teléfono vía satélite, antibióticos y medicamentos contra la malaria. Camino de Cuiabá, también recogimos a un amigo de Paolo, descendiente de un jefe bakairí llamado Taukane Bakairí. (En Brasil, los apellidos de los indios suelen corresponderse con el nombre de la tribu a la que pertenecen.) Taukane, que tenía unos cuarenta y cinco años y un rostro apuesto y redondeado, llevaba unos Levi's y una gorra de béisbol. Había sido educado por misioneros y, aunque vivía la mayor parte del tiempo en Cuiabá, seguía representando los intereses políticos de su tribu. «Soy lo que podría llamarse un embajador», me dijo. Y, a cambio de un «regalo» consistente en dos neumáticos para un tractor comunitario, había accedido a llevarnos a su pueblo, el último lugar donde Fawcett había sido visto. («Si dependiera de mí, le llevaría gratis -dijo Taukane-. Pero ahora todos los indios debemos comportarnos como capitalistas. No tenemos elección.»)

Después de dejar atrás la ciudad, accedimos a las llanuras centrales de Brasil, que delimitan la transición del bosque seco a la selva húmeda. Más tarde avistamos una planicie: de color rojo marciano, se extendía más de cinco mil kilómetros; una meseta infinita que se alzaba hacia las nubes. Nos detuvimos en su base, y Paolo dijo:

– Ven, te enseñaré algo.

Nos apeamos de la camioneta y ascendimos por una ladera pronunciada y rocosa. La tierra estaba aún húmeda por una tormenta reciente, y tuvimos que ayudarnos de las manos y de las rodillas para subir, gateando sobre las aberturas de las madrigueras de serpientes y armadillos.

– ¿Adonde vamos? -pregunté a Paolo, que ya llevaba un cigarrillo entre los dientes.

– Ay, los estadounidenses, siempre tan impacientes -contestó.

Un rayo surcó el cielo y una fina bruma descendió sobre nosotros; el terreno se tornó más resbaladizo. Las rocas cedían bajo nuestros pies y resonaban al tocar el suelo, unos cuarenta y cinco metros más abajo.

– Ya casi estamos -dijo Paolo.

Me ayudó a salvar un saliente y, cuando me incorporé, cubierto de barro, señaló hacia otra sierra, situada unos metros más allá, y dijo:

– ¡Ahora puedes verlo!

Una columna de piedra agrietada se elevaba hacia el cielo. Parpadeé bajo la lluvia… De hecho, no solo había una, sino varias, en fila, como si se tratase de unas ruinas griegas. Había también una gran arcada, cuyos laterales parecían intactos, y tras ella una torre de unas dimensiones impresionantes. El conjunto se asemejaba al que el bandeirante había descrito en 1753.

– ¿Qué es esto? -pregunté.

– La ciudad de piedra.

– ¿Quién la construyó?

– Es… ¿cómo lo decís? Una ilusión.

– ¡¿Eso?! -exclamé, señalando una de las columnas.

– Es fruto de la naturaleza, debido a la erosión, pero muchas personas que lo ven creen que es una ciudad perdida, como Z.

En 1925, el doctor Rice había visto riscos erosionados similares en Roraima (Brasil), y comentó que parecían «ruinas arquitectónicas».'

Mientras regresábamos al vehículo y poníamos rumbo al norte, hacia la selva, Paolo dijo que pronto averiguaríamos si Z era un espejismo como aquel. En un momento dado, doblamos hacia la BR-163, una de las carreteras más traicioneras de Sudamérica. Construida en 1970 por el gobierno de Brasil en un esfuerzo por acceder al interior del país, se extiende a lo largo de más de mil seiscientos kilómetros, desde Cuiabá hasta el río Amazonas. En nuestro mapa estaba catalogada como una carretera principal, pero casi todo el asfalto que recubría sus dos carriles había desaparecido durante la estación de lluvias, dando lugar a una combinación de zanjas y hondonadas llenas de charcos. En ocasiones, nuestro chófer optaba por prescindir de la carretera y circular por las márgenes rocosas y el campo, donde rebaños ocasionales se apartaban a nuestro paso.

Al franquear el río Manso, donde Fawcett se había alejado del resto del grupo y donde a Raleigh le habían picado garrapatas, no dejé en ningún momento de mirar por la ventanilla, esperando ver los primeros indicios de una temible selva. Sin embargo, el paisaje se parecía al de Nebraska: llanuras perpetuas que se perdían en el horizonte. Cuando pregunté a Taukane dónde estaba la selva, este contestó de forma natural:

– Ha desaparecido.

Instantes después, señaló hacia una flota de humeantes camiones diesel que avanzaban en la dirección opuesta cargados con troncos de casi veinte metros.

– Solo los indios respetan la selva -dijo Paolo-. Los blancos la arrasan.

El Mato Grosso, prosiguió, estaba siendo transformado en tierras de cultivo, dedicadas en su mayoría a la soja. Tan solo en Brasil, el Amazonas ha perdido en las últimas cuatro décadas unos setecientos mil kilómetros cuadrados de su masa selvática original, un territorio más grande que Francia. Pese a los esfuerzos gubernamentales por reducir la deforestación, en tan solo cinco meses del año 2007 se destruyeron siete mil kilómetros cuadrados, una región más grande que el estado de Delaware. Infinidad de animales y plantas, muchos de ellos con grandes propiedades medicinales, han desaparecido. Dado que el Amazonas genera la mitad de su propia lluvia por medio de la humedad que se evapora a la atmósfera, la devastación ha empezado a alterar la ecología de la zona, contribuyendo a que se produzcan inundaciones que destruyen la capacidad de la selva para sustentarse. Y pocos lugares han sido tan arrasados como el Mato Grosso, donde el gobernador estatal, Blairo Maggi, es uno de los mayores productores de soja del mundo. «No siento la menor culpa por lo que estamos haciendo aquí -afirmó Maggi al The New York Times en 2003-. Estamos hablando de un territorio más grande que Europa que apenas ha sido tocado, por lo que no hay nada en absoluto de lo que preocuparse.»2

El último boom económico, mientras tanto, ha dado lugar a otro de los estallidos de violencia del Amazonas. El ministro brasileño de Transporte ha dicho que los madereros que transitan por la BR-163 emplean a «la mayor concentración de trabajo esclavizado del mundo».3 Los indígenas a menudo son arrancados de su tierra, esclavizados o asesinados. El 12 de febrero de 2005, mientras Paolo y yo viajábamos a la selva, varios pistoleros, presuntamente al servicio de un ranchero del estado de Para, se enfrentaron a una monja estadounidense de setenta y tres años que defendía los derechos de los indígenas. Mientras los hombres le apuntaban con sus armas, ella cogió su Biblia y empezó a leer el evangelio de san Mateo: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados». Los pistoleros le descerrajaron seis disparos y dejaron su cuerpo tendido boca abajo en el barro.4

James Petersen, el prestigioso científico de la Universidad de Vermont que formó al arqueólogo Michael Heckenberger y que fue de gran ayuda en la planificación de mi viaje, me dijo en el transcurso de nuestra última conversación, unos meses antes, que estaba emocionado porque tenía previsto ir al Amazonas para llevar a cabo una investigación cerca de Manaos. «Tal vez pueda visitarme al volver del Xingu», me dijo. «Sería fantástico», le contesté. Pero pronto supe que en agosto, mientras cenaba con el arqueólogo brasileño Eduardo Neves en un restaurante de un pueblo situado a orillas del río Amazonas, un par de bandidos, que presuntamente trabajaban para un antiguo oficial de la policía, asaltaron el local con intenciones de robar. Uno de los ladrones abrió fuego y alcanzó a Petersen en el estómago. El científico cayó al suelo y dijo: «No puedo respirar». Neves le aseguró que todo iría bien, pero para cuando llegaron al hospital Petersen ya había muerto. Tenía cincuenta y un años.5

Desde la BR-163 viramos hacia otra carretera sin asfaltar en dirección al este, hacia el Puesto Bakairí. Pasamos cerca del rancho de Galvão donde Fawcett se había alojado unos días, y decidimos ver si conseguíamos encontrarlo. En las cartas, Fawcett había dicho que en la zona era conocido como Rio Novo, y el nombre aparecía en varios mapas actualizados. Tras casi cuatro horas de traqueteos y sacudidas, encontramos una señal oxidada en un desvío de la carretera: «Rio Novo», con una flecha que señalaba a la izquierda.

– Mira eso -dijo Paolo.

Cruzamos un frágil puente de listones de madera que salvaba un río. El puente crujió bajo el peso de la camioneta y nosotros miramos al torrente de agua que fluía quince metros más abajo.

– ¿Cuántas muías y caballos llevaba el coronel? -preguntó Paolo, tratando de imaginar a Fawcett cruzando aquel mismo puente.

– Alrededor de una docena -contesté-. Según sus cartas, Galvão reemplazó a algunos de los animales más débiles y le regaló un perro…, que al parecer volvió al rancho, varios meses después de que Fawcett desapareciera.

– ¿Volvió solo? -preguntó Paolo.

– Eso dijo Galvão. También comentó algo acerca de unos penachos de humo que vio en la selva, hacia el este, y que creyó que se trataba de alguna señal de Fawcett.

Por primera vez, penetramos en una franja de bosque denso. Aunque no se veía ningún rancho, llegamos a una cabaña de barro con techo de paja. Dentro se encontraba un indio muy mayor, sentado en un tocón y con un bastón de madera en la mano. Iba descalzo y solo llevaba unos pantalones polvorientos. De la pared que quedaba a sus espaldas colgaba la piel de un jaguar y una imagen de la Virgen María. Taukane le preguntó, en la lengua de los bakairí, si había por allí un rancho conocido como Rio Novo. El hombre escupió al oír aquel nombre y agitó el bastón en dirección a la puerta.

– Por ahí -contestó.

En ese instante apareció otro indio, más joven, que se ofreció a mostrarnos el camino. Volvimos a la camioneta y enfilamos un sendero cubierto de malas hierbas; las ramas restallaban contra el parabrisas. Cuando se hizo impracticable, nuestro guía saltó del vehículo y nosotros le seguimos por el bosque mientras él cercenaba las enredaderas y las lianas con un machete. En varias ocasiones alzó la vista, escrutó las copas de los árboles y dio varios pasos hacia el este o hacia el oeste. Finalmente se detuvo.

Miramos a nuestro alrededor: no había nada salvo un muro gigante de árboles.

– ¿Dónde está Rio Novo? -preguntó Paolo.

Nuestro guía alzó el machete sobre su cabeza y lo arrojó al suelo. La hoja topó contra algo duro.

– Justo aquí -contestó.

Bajamos la mirada y, para nuestra sorpresa, vimos una hilera de ladrillos resquebrajados.

– Aquí es donde estaba la entrada de la finca -dijo el guía, y añadió-: Era muy grande.

Nos desplegamos por el bosque en busca de indicios de la gran hacienda de Galvão. Empezó a llover de nuevo.

– ¡Aquí! -gritó Paolo.

Estaba a unos treinta metros, de pie, junto a una pared de ladrillo envuelta en plantas trepadoras. La selva había devorado el rancho en apenas unas décadas, y yo me pregunté cómo podrían sobrevivir los restos de civilizaciones ancestrales en un entorno tan hostil. Entonces comprendí que era posible que sencillamente desaparecieran.


Cuando volvimos a la carretera, empezaba a anochecer. Con la emoción del momento habíamos perdido la noción del tiempo. No habíamos comido nada desde las cinco y media de la mañana y tampoco llevábamos nada en la camioneta, salvo una botella de agua recalentada y unas galletas saladas. (En etapas previas del viaje habíamos devorado ya todas mis provisiones de comida liofilizada, con Paolo preguntando: «¿De verdad que los astronautas comen esto?».) Mientras conducíamos en plena noche, los relámpagos refulgían en la distancia e iluminaban el espacio vacío que nos rodeaba. Taukane finalmente se quedó dormido, y Paolo y yo nos enzarzamos en lo que se había convertido en nuestra distracción predilecta: tratar de imaginar qué les habría ocurrido a Fawcett y a los demás después de partir del Dead Horse Camp.

– Yo los veo muriendo de hambre -dijo Paolo, que parecía centrado en su propio apetito-. Muy despacio y con mucho sufrimiento.

Paolo y yo no éramos los únicos que especulábamos sobre el posible desenlace de la saga Fawcett. Decenas de escritores y artistas habían imaginado un final donde solo existía una incógnita, del mismo modo que los primeros cartógrafos habían concebido gran parte del mundo sin haberlo visto. Se habían escrito radionovelas y obras de teatro sobre el misterio. Un guión titulado Encontrar al coronel Fawcett sirvió tiempo después de inspiración (extremadamente imprecisa) para la película de 1941 Camino a Zanzíbar, con Bing Crosby y Bob Hope. También se habían hecho cómics, entre ellos una serie de Las aventuras de Tintín: en ella, un explorador desaparecido, inspirado en Fawcett, salva a Tintín de una serpiente venenosa en la selva. («Todo el mundo le cree muerto», dice Tintín al explorador, que replica: «He decidido no regresar a la civilización. Aquí soy feliz».)

Fawcett también inspiró novelas de búsqueda. En 1956, el popular autor belga de aventuras Charles-Henri Dewisme, que firmaba con el seudónimo Henry Verne, escribió Bob Moran and the Fawcett Mystery. En la obra, el héroe Moran investiga la desaparición del explorador del Amazonas y, aunque fracasa en su empeño de desvelar lo que le ocurrió, descubre la Ciudad de Z, «haciendo realidad el sueño de Fawcett».6

Fawcett aparece, incluso, en la novela de 1991 Indiana Jones y los siete velos, un libro perteneciente a una serie escrita para sacar el máximo beneficio del gran éxito de taquilla En busca del arca perdida, de 1981. En el enrevesado argumento, Indiana Jones -si bien insistiendo en que «Soy arqueólogo, no detective privado»-7 parte en busca de Fawcett. Halla fragmentos de su diario correspondiente a la última expedición, en los que el explorador afirma: «Mi hijo, cojo por una lesión en el tobillo y con fiebre a causa de la malaria, regresó hace varias semanas, y envié con él al último guía. Que Dios los proteja. Yo remonté un río […]. Me quedé sin agua, y los dos o tres días siguientes mi única provisión de líquido fue el rocío que lamía de las hojas. ¡Cuántas veces me he cuestionado el haber decidido seguir solo! Me llamé insensato, idiota, loco».8 Jones localiza a Fawcett y descubre que el explorador del Amazonas ha encontrado su ciudad mágica. Después, los dos arqueólogos aficionados caen prisioneros de una tribu hostil, pero Jones, látigo en mano, y Fawcett escapan saltando al río de la Muerte.

Paolo y yo imaginamos otras situaciones fantásticas: Fawcett y los demás habían sido devorados por gusanos al igual que Murray, o habían contraído la elefantiasis o bien se habían envenenado con ranas letales. Luego nos quedamos dormidos en la camioneta. Por la mañana ascendimos por una pequeña ladera para alcanzar el Puesto Bakairí. Fawcett había tardado un mes en llegar aquí desde Cuiabá. Nosotros, dos días.

El Puesto Bakairí había crecido, y en la zona vivían ahora más de ochocientos indios. Fuimos al pueblo más grande, donde encontramos una plaza de tierra alrededor de la cual había dispuestas en filas varias decenas de casas de una sola planta. La mayor parte de las casas estaban hechas de arcilla y bambú y techos de paja, aunque algunas eran nuevas y tenían las paredes de cemento y el techo de hojalata en el que repiqueteaba la lluvia. El pueblo, si bien seguía siendo incuestionablemente pobre, disponía ahora de un pozo, un tractor, antenas parabólicas y electricidad.

Cuando llegamos, casi todos los hombres, jóvenes y ancianos, estaban ausentes, cazando y preparándose para la celebración ritual de la cosecha de maíz. Pero Taukane dijo que había alguien a quien teníamos que ver. Nos llevó a una casa adyacente a la plaza, próxima a una hilera de fragantes mangos. Entramos en una pequeña sala con una única bombilla colgando de lo alto y varios bancos de madera colocados a lo largo de las paredes.

Al poco rato, una mujer menuda y encorvada apareció por una puerta trasera. Se apoyaba en la mano de un niño y caminaba despacio hacia nosotros, como si luchase contra un fuerte viento de cara. Llevaba un vestido de algodón con un estampado de flores y tenía el pelo largo y canoso, que enmarcaba un rostro tan arrugado que sus ojos eran casi inapreciables. Lucía una amplia sonrisa que dejaba a la vista una espléndida dentadura. Taukane nos explicó que la mujer era la habitante más anciana del pueblo y que había visto pasar por allí a Fawcett y a su expedición. «Probablemente es la última persona viva que tuvo contacto con ellos», dijo.

La anciana se sentó en una silla; sus pies descalzos apenas llegaban al suelo. Con la ayuda de Paolo, quien tradujo del inglés al portugués, y de Taukane quien lo hizo después al bakairí, le pregunté cuántos años tenía. «No sé qué edad tengo exactamente -contestó ella-, pero nací alrededor de 1910. -Y prosiguió-: Yo solo era una niña cuando los tres forasteros vinieron a alojarse en nuestro pueblo. Los recuerdo porque nunca había visto a gente tan blanca y con barbas tan largas. Mi madre dijo: "¡Mira, han venido los cristianos!".»

Recordaba también que los tres exploradores se habían instalado en la nueva escuela del pueblo, que ya no existe. «Era el edificio más bonito -dijo-. No sabíamos quiénes eran, pero sí que debían de ser importantes porque dormían en la escuela.» En una carta, recordé, Jack Fawcett había mencionado que, en efecto, dormían en la escuela. La mujer añadió: «Recuerdo que eran altos, muy altos. Y que uno de ellos llevaba un fardo muy gracioso. Parecía un tapir».

Le pregunté cómo era el pueblo en aquel entonces. Ella contestó que para cuando Fawcett y sus hombres llegaron, todo estaba cambiando. Oficiales militares brasileños, prosiguió, «nos dijeron que teníamos que vestirnos, y nos pusieron nombres nuevos. Mi verdadero nombre era Comaeda Bakairí, pero ellos me dijeron que a partir de entonces me llamaría Laurinda. Y me convertí en Laurinda». Recordaba aquella enfermedad tan extendida de la que Fawcett hablaba en sus cartas. «El pueblo bakairí se despertaba con tos e iba al río para lavarse, pero no servía de nada», dijo.

Al cabo de un rato, Laurinda se puso en pie y salió de la cabaña. La acompañamos y en la distancia alcanzamos a ver las montañas que Jack había contemplado maravillado. «Los tres se marcharon en esa dirección -dijo-. Más allá de esos picos. La gente decía que detrás de esas montañas no había gente blanca, pero allí fue adonde dijeron que iban. Esperábamos que volvieran, pero nunca lo hicieron.»

Le pregunté si había oído hablar de alguna ciudad que se encontrara al otro lado de las montañas y que los indios pudieran haber construido siglos atrás. Ella contestó que no sabía de ninguna, pero señaló las paredes de su casa y dijo que sus ancestros habían hablado de casas bakairí que habían sido mucho más grandes y espectaculares. «Estaban hechas con hojas de palmera, de los árboles buriti, y eran el doble de altas y muy hermosas.»

Algunos de los cazadores regresaron, cargando con los cuerpos de venados y osos hormigueros. En la plaza, un funcionario montaba una gran pantalla de cine. Me dijeron que iba a proyectarse un documental para enseñar a los bakairí el significado del ritual de la cosecha de maíz que estaban a punto de celebrar y que formaba parte de su mito de la creación. En el pasado el gobierno había intentado arrebatar a los bakairí sus tradiciones y ahora intentaba preservarlas. La anciana observó las tareas desde el umbral. «La nueva generación aún lleva a cabo algunas de las antiguas ceremonias, pero ya no son tan ricas ni tan bellas -comentó-. Ya no se preocupan por la artesanía ni las danzas. Intento contarles historias antiguas, pero no les interesan. No entienden que esto es lo que somos.» Antes de despedirnos, recordó algo más sobre Fawcett. Durante años, dijo, otras personas habían llegado de muy lejos preguntando por los exploradores desaparecidos. Me miró fijamente y sus menudos ojos se abrieron. «¿Qué es lo que hicieron esos blancos? -preguntó-. ¿Por qué es tan importante para su tribu encontrarlos?»

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