1 . Volveremos

Un día frío de enero de 1925, un caballero alto y distinguido cruzaba a toda prisa el puerto de Hoboken, New Jersey, en dirección al Vauban, un transatlántico de ciento cincuenta y seis metros de eslora que estaba a punto de zarpar rumbo a Río de Janeiro. Tenía cincuenta y siete años, medía un metro ochenta y sus brazos eran largos y fibrados. Aunque su cabello empezaba a clarear y su bigote mostraba algunas briznas blancas, su forma física era tan buena que podía caminar durante días sin apenas descansar ni comer. Tenía nariz de boxeador y había algo de feroz en su aspecto, sobre todo en la mirada. Los ojos, muy juntos, asomaban bajo unos espesos mechones de pelo. Nadie, ni siquiera su familia, parecía estar de acuerdo sobre su color: algunos creían que eran azules; otros, grises. No obstante, prácticamente todo aquel que se cruzaba con él quedaba impactado por su intensidad; de hecho, incluso había quien los llamaba «los ojos de un visionario». El hombre había sido fotografiado a menudo con botas de montar, un sombrero Stetson y un rifle colgado del hombro, pero incluso con traje y corbata y sin su habitual barba desaliñada, la gente del embarcadero lo reconoció. Era el coronel Percy Harrison Fawcett, y su nombre se conocía en todo el mundo.

Era el último de los grandes exploradores de la época victoriana que se aventuraron a internarse en zonas sin cartografiar con poco más que un machete, una brújula y una determinación que rozaba lo divino.1 Durante cerca de dos décadas, las historias de sus aventuras habían cautivado la imaginación del público: cómo había sobrevivido en la selva sudamericana sin ningún contacto con el mundo exterior; cómo le habían tendido una emboscada miembros de una tribu hostil, muchos de los cuales nunca antes habían visto a un hombre blanco; cómo había luchado contra pirañas, anguilas eléctricas, jaguares, cocodrilos, murciélagos y anacondas -una estuvo a punto de aplastarle-; y cómo había conseguido salir con la ayuda de mapas de regiones de las que ninguna expedición anterior había regresado. Se había hecho célebre con el nombre «el David Livingstone del Amazonas», y parecía tener una capacidad de resistencia tal que algunos colegas lo consideraban inmortal. Un explorador estadounidense lo describió como «un hombre de voluntad inquebrantable, recursos infinitos y audaz»;2 otro dijo que «nadie poseía su resistencia caminando durante largos recorridos ni su excepcional olfato como explorador».3 La revista especializada londinense Geographical Journal, prestigiosa publicación en el ámbito de la geografía, observó en 1953 que «Fawcett marcó el final de una era. Podría considerársele incluso el último de los exploradores que trabajaba en solitario. Los tiempos del avión, de la radio y de la expedición moderna, organizada y generosamente financiada aún no habían llegado. Fawcett simbolizaba la heroica historia de un hombre contra la selva».4

En 1916, la Royal Geographical Society (RGS) le había concedido, con la aprobación del rey Jorge V, una medalla de oro «por sus contribuciones a la cartografía de Sudamérica». Y cada pocos años, cuando surgía de la jungla, escuálido y astroso, docenas de científicos y lumbreras se agolpaban en la recepción de la sede de la Royal Society para escuchar sus palabras. Entre ellos se encontraba sir Arthur Conan Doyle,5 quien según mucha gente se había inspirado en las experiencias de Fawcett al escribir su libro El mundo perdido, de 1912, en el que varios exploradores «desaparecen en lo desconocido» 6 de Sudamérica y encuentran, en una meseta remota, una tierra donde los dinosaurios se han salvado de la extinción.

Aquel día de enero, mientras se dirigía hacia la plancha de acceso al barco, Fawcett se asemejaba inquietantemente a uno de los protagonistas de la obra de Conan Doyle: lord John Roxton.


Había algo de Napoleón III, algo de Don Quijote, pero también algo que era la esencia del caballero hacendado inglés […]. Tiene una voz afable y unos modales discretos, pero tras sus ojos acecha la capacidad de desatar una ira furibunda y una determinación implacable, tanto más peligrosas por permanecer contenidas.7


Ninguna de sus anteriores expediciones podía compararse con lo que estaba a punto de emprender, y Fawcett apenas podía ocultar su impaciencia al sumarse a la cola de pasajeros que embarcaban en el Vauban. El transatlántico, publicitado como «el mejor del mundo», formaba parte de la elitista clase «V» de Lamport & Holt.8 Los alemanes habían hundido varios transatlánticos de la compañía durante la Primera Guerra Mundial, pero este había sobrevivido, con su casco negro veteado de sal, sus elegantes cubiertas blancas y su chimenea de rayas, que despedía nubes de humo al cielo. Los pasajeros llegaban al muelle en automóviles, la mayoría Ford, modelo T. Allí los estibadores ayudaban a cargar el equipaje en la bodega del buque. Muchos de los hombres que subían a bordo llevaban corbatas de seda y bombines; las mujeres lucían abrigos de pieles y sombreros emplumados, como dispuestas a asistir a un acontecimiento de la alta sociedad, algo que, en ciertos aspectos, estaban haciendo: las listas de los pasajeros de los transatlánticos de lujo se publicaban en los ecos de sociedad y eran escrutadas por las jovencitas en busca de solteros cotizados.

Fawcett avanzó con su equipo. Sus baúles iban atestados de armas, comida enlatada, leche en polvo, bengalas y machetes artesanales. También llevaba instrumental topográfico: un sextante y un cronómetro para determinar la latitud y la longitud, un barómetro aneroide para calcular la presión atmosférica, y una brújula de glicerina que le cabía en el bolsillo. Fawcett había escogido cada uno de estos objetos basándose en años de experiencia; incluso la ropa que llevaba consigo estaba hecha de gabardina ligera e irrompible. Había visto morir a hombres a consecuencia de descuidos aparentemente triviales: una mosquitera rota, una bota demasiado ceñida…

Fawcett partía rumbo al Amazonas, una jungla casi tan extensa como Estados Unidos, para llevar a cabo lo que él denominaba «el gran hallazgo del siglo»:9 una civilización perdida. Para entonces, la mayor parte del mundo había sido ya explorada y el velo de su encanto, alzado, pero el Amazonas seguía siendo tan misterioso como la cara oculta de la luna. Tal como apuntó sir John Scott Keltie, antiguo secretario de la Royal Geographical Society y uno de los geógrafos más prestigiosos de su tiempo, «lo que allí hay nadie lo sabe».10

Desde que Francisco de Orellana y su ejército de conquistadores españoles descendieron por el río Amazonas en 1542, quizá ningún lugar del planeta haya exaltado tanto la imaginación ni embaucado a tantos hombres arrastrándolos a la muerte. Gaspar de Carvajal, un fraile dominico que acompañó a Orellana, comparó a las guerreras de la jungla con las míticas amazonas griegas. Medio siglo después, sir Walter Raleigh afirmó que los indígenas tenían «los ojos en los hombros y las bocas en mitad del pecho»,11 una leyenda que Shakespeare trasladó a Otelo:


Y los caníbales que se comen entre sí,

los antropófagos, y hombres cuyas cabezas

crecen bajo los hombros.


Lo que se sabía acerca de la región -con serpientes tan largas como árboles, roedores del tamaño de un cerdo- resultaba tan inverosímil que nada parecía excesivamente fantasioso. Y la imagen más fascinante de todas era la de El Dorado. Raleigh aseguró que aquel reino, del que los conquistadores habían oído hablar a los indígenas, abundaba tanto en oro que sus habitantes lo trituraban para convertirlo en polvo y luego lo soplaban «mediante cañas huecas sobre sus cuerpos desnudos hasta que estos quedaban completamente brillantes, de pies a cabeza».12

Sin embargo, todas las expediciones que habían ido en busca de El Dorado acabaron en tragedia. Carvajal, cuyo ejército había estado buscando el reino, escribió en su diario: «Alcanzamos un [estado de] privación tan grande que solo comíamos cuero, cinturones y suelas de zapatos, aderezándolo con ciertas hierbas, por lo que nuestra debilidad era tal que no podíamos mantenernos en pie».13 Unos cuatro mil hombres murieron en esa expedición, debido a la inanición o a las enfermedades, y a manos de los indígenas que defendían su territorio con flechas embadurnadas con veneno. Otras partidas que también iban en busca de El Dorado recurrieron al canibalismo. Muchos exploradores enloquecieron. En 1561, Lope de Aguirre lideró a sus hombres en una destrucción sanguinaria, gritando: «¿Acaso cree Dios que, solo porque llueva, no voy a […] destruir el mundo?».14 Aguirre incluso apuñaló a su propia hija, susurrándole: «Encomiéndate a Dios, hija mía, pues estoy a punto de matarte».15 Antes de que la Corona española enviara fuerzas para detenerle, Aguirre advirtió en una carta: «Os juro, Majestad, con mi palabra como cristiano, que si cien mil hombres vinieran, ninguno de ellos escaparía. Pues los informes son falsos: no hay nada en ese río salvo desesperación».16 Los hombres de Aguirre finalmente se sublevaron y le mataron; su cuerpo fue descuartizado y las autoridades españolas exhibieron la cabeza de la «Ira de Dios» en una jaula de metal. Sin embargo, durante tres siglos más, numerosas expediciones siguieron buscando, hasta que, tras un elevadísimo coste en muertes y sufrimientos dignos de Joseph Conrad, la mayoría de los arqueólogos concluyeron que El Dorado no era más que una ilusión.

Fawcett, no obstante, estaba seguro de que el Amazonas albergaba un reino fabuloso. Él no era un mercenario ni un chiflado más; se trataba de un hombre de ciencia, que había recabado durante años pruebas que sustentaban su teoría: había desenterrado artefactos, estudiado petroglifos y entrevistado a miembros de diferentes tribus. Y tras librar feroces batallas contra los escépticos, la expedición de Fawcett había sido financiada por las instituciones científicas más respetadas, entre ellas la Royal Geographical Society, la American Geographical Society y el Museum of the American Indian. Los periódicos aseguraban que pronto asombraría al mundo. El Atlanta Constitution declaró: «Se trata quizá de la aventura más arriesgada y sin duda la más espectacular de su clase jamás emprendida por un científico de renombre con el respaldo de cuerpos científicos conservadores».17

Fawcett afirmaba que un pueblo ancestral, notablemente evolucionado, existía aún en la Amazonia brasileña y que su civilización era tan antigua y sofisticada que cambiaría radicalmente la visión que se tenía en Occidente de las Américas. Había bautizado a este mundo perdido con el nombre de Ciudad de Z, y así la describió: «El núcleo central, al que llamo Z (nuestro principal objetivo), se encuentra en un valle […] de unos dieciséis kilómetros de anchura, y la ciudad se halla sobre un promontorio, en el centro del valle, conectada por una calzada de adoquines. Las casas son bajas y carecen de ventanas, y hay un templo piramidal».18

En el muelle de Hoboken, en la ribera del río Hudson opuesta a Manhattan, los periodistas hacían preguntas a voz en grito con la esperanza de conocer la ubicación de Z. En una época en la que aún perduraban los recuerdos de los horrores producidos por la tecnología durante la Primera Guerra Mundial, y en plena expansión de la urbanización y de la industria, pocos acontecimientos cautivaban de tal modo al público. Un periódico se mostró exultante: «Desde los tiempos en que Ponce de León cruzó la ignota Florida en busca de la Fuente de la Eterna Juventud […] no se había planificado una aventura más fascinante».19

Fawcett acogió con agrado aquel «alboroto» que se había formado en torno a él, según lo describió más tarde en una carta a un amigo, pero fue prudente en sus respuestas. Sabía que su principal rival, Alexander Hamilton Rice, un médico estadounidense multimillonario que disponía de innumerables recursos, estaba internándose ya en la jungla con un despliegue de medios sin precedentes. La perspectiva de que el doctor Rice encontrara Z aterraba a Fawcett. Varios años antes, Fawcett había presenciado cómo un colega de la Royal Geographical Society, Robert Falcon Scott, había partido con el objetivo de convertirse en el primer explorador en llegar al Polo Sur. Cuando llegó, descubrió, poco antes de morir congelado, que su rival noruego, Roald Amundsen, le había superado en treinta y tres días. En una carta reciente a la Royal Geographical Society, Fawcett había escrito: «No puedo decir todo lo que sé, ni ser preciso con la ubicación, pues estas cosas se filtran, y no hay nada tan amargo para el pionero como ver la culminación de su trabajo con antelación».20

Temía asimismo que si revelaba detalles de su ruta, otros intentarían encontrar Z o ir en su rescate, lo cual acarrearía sin duda incontables muertes. Una expedición de mil cuatrocientos hombres armados había desaparecido tiempo atrás en aquella misma región. Un boletín informativo telegrafiado por todo el globo anunciaba: «Expedición de Fawcett […] para penetrar en tierra de la que nadie ha regresado». Y Fawcett, que estaba decidido a llegar hasta las regiones más inaccesibles, no tenía intención, contrariamente a otros exploradores, de navegar los ríos: tenía previsto atajar por la jungla a pie. La Royal Geographical Society había advertido de que Fawcett «es seguramente el único geógrafo vivo que puede abordar con éxito»21 una expedición de esas características y que «nadie más que él está capacitado para llevarla a cabo».22 Antes de partir de Inglaterra, Fawcett confesó a su hijo menor «Si con toda mi experiencia no lo conseguimos, poca esperanza hay para otros».23

Mientras los reporteros vociferaban a su alrededor, Fawcett explicó que solo una expedición reducida tendría alguna posibilidad de sobrevivir. Podría alimentarse de los frutos de la tierra y no constituir una amenaza para los indígenas hostiles. La expedición, según afirmó, «no será un equipo de exploración que goce de todo tipo de comodidades, con un ejército de porteadores, guías y animales de carga. Esas expediciones tan pesadas no llegan a ninguna parte; se rezagan en la periferia de la civilización y disfrutan de las ventajas de una misión tan publicitada. De todos modos, allí donde comienza la verdadera jungla inexplorada ya no puede contarse con los porteadores, que temen a los salvajes. No es posible llevar animales por la falta de pasto y por las picaduras de los insectos y los murciélagos. No hay guías, pues nadie conoce el terreno. Es necesario reducir el equipo al mínimo imprescindible, cargándolo uno mismo, y confiando en que será capaz de subsistir trabando amistad con las diferentes tribus con que se encuentre».24 Y después añadió: «Tendremos que sufrir toda clase de dolencias […]. Tendremos que desarrollar una fortaleza mental, además de la física, pues en esas condiciones los hombres suelen desmoronarse bajo el yugo de sus pensamientos y sucumbir antes que sus cuerpos».25

Fawcett tan solo había escogido a dos personas para que lo acompañaran: su hijo de veintiún años, Jack, y el mejor amigo de este, Raleigh Rimell. Aunque ninguno de los dos había ido antes de expedición, Fawcett creía que eran idóneos para la misión: duros y leales, y, dada la estrecha amistad entre ambos, era poco probable que, tras meses de aislamiento y sufrimientos, llegaran a «hostigarse y molestarse»26 -o, como ocurría con frecuencia en esta clase de expediciones, amotinarse-. Jack era, según lo describió su hermano Brian, «la viva imagen de su padre»:27 alto, de una fuerza temible y ascético. Al igual que su padre, no fumaba ni bebía. Brian observó que «el metro noventa [de Jack] era puro hueso y músculo, y que los tres principales agentes de la degeneración corporal (el alcohol, el tabaco y la vida disoluta) le resultaban repugnantes».28 El coronel Fawcett, que seguía un estricto código Victoriano, lo describió de un modo algo diferente: «Es […] absolutamente virgen de cuerpo y mente».29

Jack, que desde niño deseaba acompañar a su padre en una expedición, llevaba años preparándose: alzando pesas, observando una estricta dieta, estudiando portugués y aprendiendo a navegar guiándose por las estrellas. Aun así, apenas había sufrido privaciones, y su rostro, de tez luminosa, con el bigote bien recortado y el pelo castaño y pulcro, no mostraba la dureza que se reflejaba en la expresión de su padre. Con su ropa moderna y elegante, más que un científico parecía una estrella de cine, precisamente en lo que confiaba convertirse a su triunfal regreso.

Raleigh, si bien más bajo que Jack, medía cerca de un metro ochenta y era musculoso (un «físico excelente»,30 dijo Fawcett a la RGS). Su padre había sido cirujano de la Marina Real y había muerto de cáncer en 1917, cuando Raleigh contaba quince años. De pelo moreno, con pronunciadas entradas y mostacho de jugador de apuestas de embarcación fluvial, Raleigh era de naturaleza jocosa y traviesa. «Había nacido para ser payaso -comentó Brian Fawcett-, el contrapeso perfecto al serio de Jack.»31 Los dos muchachos habían sido inseparables desde que ambos rondaban por los campos circundantes a Seaton, Devonshire, donde habían crecido, montando en bicicleta y disparando rifles al aire. En una carta a uno de los confidentes de Fawcett, Jack escribió: «Ahora tenemos a Raleigh Rimell a bordo, que es igual de entusiasta que yo […]. Es el único amigo íntimo que he tenido en la vida. Le conocí antes de cumplir los siete años y, más o menos, hemos estado juntos desde entonces. Es honrado y decente en todos los sentidos de la palabra, y nos conocemos el uno al otro como la palma de la mano».32

Al subir al barco, Jack y Raleigh, rebosantes de entusiasmo, se encontraron con docenas de camareros, ataviados con uniformes blancos almidonados y correteando por los pasillos con telegramas y cestas de frutas con tarjetas en las que se deseaba un buen viaje. Uno de ellos, evitando cuidadosamente las dependencias de popa, donde se alojaban los pasajeros de tercera clase, guió a los exploradores hasta los camarotes de primera, situados en el centro de la embarcación, lejos del traqueteo de las hélices. Las comodidades que ofrecía el barco en nada se parecían a las pésimas condiciones que Fawcett había tenido que sufrir en su primer viaje a Sudamérica, dos décadas antes, o cuando Charles Dickens, al cruzar el Atlántico en 1842, había descrito su camarote como «un cajón totalmente impracticable, absolutamente inútil y profundamente ridículo».33 El comedor, añadía Dickens, semejaba una «carroza fúnebre con ventanas».34 En aquel barco todo estaba pensado para alojar a una nueva generación de turistas, «simples viajeros», según los consideraba Fawcett con desprecio, con muy pocas nociones de «los lugares que hoy requieren cierto grado de resistencia y se cobran muchas vidas, con el físico necesario para enfrentarse a peligros». Los camarotes de primera clase disponían de camas y agua corriente, de ojos de buey que dejaban entrar la luz del sol y aire fresco, y ventiladores eléctricos en el techo. El folleto del barco pregonaba la «ventilación perfecta garantizada por modernos aparatos eléctricos» del Vauban, que ayudaban a «contrarrestar la impresión de que un viaje a y por los trópicos conlleva sin remedio incomodidades».35

Fawcett, como muchos otros exploradores de la época victoriana, era un diletante profesional: además de geógrafo y arqueólogo sedicente, también era un artista con talento (sus dibujos en tinta han sido expuestos en la Royal Academy) y constructor naval (había patentado la ichthoid curve, que añadía nudos a la velocidad de la embarcación). Pese a su interés por el mar, escribió a su esposa Nina, su defensora más incondicional y su portavoz siempre que él estaba ausente, que tanto el Vauban como la travesía le resultaron «más bien pesados»:36 lo que realmente deseaba era estar en la selva.

Mientras tanto, Jack y Raleigh estaban ansiosos por explorar el lujoso interior del barco. Al doblar una esquina había un salón con techos abovedados y columnas de mármol. Al doblar otra, un comedor con mesas tapizadas con manteles blancos y atendidas por camareros con corbata negra que servían costillares de cordero y vino con decantadores mientras la orquesta tocaba. El barco disponía incluso de un gimnasio, donde ambos podían entrenarse para su misión.

Jack y Raleigh ya no eran dos jóvenes desconocidos: eran, como los habían aclamado los periódicos, «valientes», «ingleses de voluntad inquebrantable» que se parecían a sir Lancelot. Conocieron a dignatarios, que los invitaban a sentarse a sus mesas, y a mujeres que fumaban largos cigarrillos y les dirigían lo que el coronel Fawcett denominaba «miradas de descarada audacia». Jack no sabía muy bien cómo comportarse en presencia de mujeres: para él, al parecer, eran tan misteriosas y distantes como Z. Por el contrario, Raleigh pronto empezó a flirtear con una chica, sin duda alardeando de sus inminentes aventuras.

Fawcett sabía que para Jack y Raleigh la expedición aún no era más que una hazaña que no rebasaba los límites de la imaginación. En Nueva York, ambos jóvenes disfrutaron entusiasmados de una constante diversión: las veladas en el hotel Waldorf-Astoria, en cuyo Salón Dorado, la última noche, dignatarios y científicos de la ciudad se reunieron para celebrar una fiesta y desearles un buen viaje; los brindis en el Camp Fire Club y el National Arts Club; la parada en Ellis Island (un alto funcionario de inmigración observó que ninguno de los invitados a la fiesta era «ateo», «polígamo», «anarquista» ni «deforme»), y las salas de cine, que Jack frecuentó día y noche.

Mientras que Fawcett había desarrollado una resistencia física y mental a lo largo de años de exploración, Jack y Raleigh tendrían que hacerlo sin ninguna preparación previa.

Pero Fawcett no albergaba la menor duda de que lo conseguirían. En sus diarios escribió que «Jack está perfectamente capacitado para ello». Y predijo: «Es lo bastante joven para adaptarse a cualquier situación, y varios meses sobre el terreno le endurecerán lo necesario. Si sale a mí, no contraerá ninguna de las muchas dolencias y enfermedades […], y, en caso de emergencia, creo que conservará el coraje».37 Fawcett expresó la misma confianza en Raleigh, quien admiraba a Jack casi con la misma intensidad con que este admiraba a su padre. «Raleigh le seguirá a donde sea»,38 comentó.

La tripulación del barco empezó a gritar: «¡Listos para zarpar!». El silbato del capitán reverberó en el puerto, y la nave crujió y cabeceó al retroceder desde el muelle. Fawcett contempló el perfil de Manhattan, con la Metropolitan Life Insurance Tower, durante un tiempo el edificio más alto del planeta, y el Woolworth Building, que le había sobrepasado en altitud; las luces de la metrópoli refulgían como si alguien hubiese reunido todas las estrellas en aquel lugar. Con Jack y Raleigh junto a él, Fawcett gritó a los periodistas que había en el embarcadero: «¡Volveremos, y traeremos lo que vamos a buscar!».39

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