– Me temo que no hay modo de que vea el documento. Está guardado en una cámara de seguridad.
Había llegado a Río de Janeiro y hablaba por teléfono con un estudiante universitario que me había ayudado a rastrear otro documento, lo que Fawcett consideraba la prueba última que corroboraba su teoría de la existencia de una civilización perdida en el Amazonas. El manuscrito se encontraba en la Biblioteca Nacional de Brasil, en Río, y era tan antiguo y se hallaba en unas condiciones tan pésimas que lo conservaban en una caja fuerte. Yo había cumplimentado solicitudes formales y efectuado otras tantas por correo electrónico. Nada funcionó. Finalmente, como última tentativa, fui a Río en avión para solicitarlo en persona.
Ubicada en el centro de un edificio neoclásico con columnas y pilastras corintias, la biblioteca contiene más de nueve millones de documentos: es el archivo más grande de Latinoamérica. Fui escoltado escaleras arriba hasta el departamento de manuscritos, una sala tapizada de libros que se prolongaba a lo largo de varios niveles hasta el techo, un vitral por el que se filtraba una luz tenue que revelaba, entre la grandiosidad de la estancia, ciertos indicios de deterioro: escritorios en estado ruinoso y bombillas polvorientas. En toda aquella área reinaba el silencio, y hasta el roce de las suelas de mis zapatos contra el suelo resultaba audible.
Había acordado una cita con la responsable del departamento de manuscritos, Vera Faillace, una erudita con media melena y gafas. Me saludó en la puerta de seguridad y, cuando le pregunté por el documento, dijo:
– Es, sin lugar a dudas, el manuscrito más famoso y codiciado que tenemos en este departamento.
– ¿Cuántos manuscritos tienen aquí? -le pregunté, sorprendido.
– Alrededor de ochocientos mil.
Comentó que científicos y cazadores de tesoros de todo el mundo habían querido estudiar aquel documento en particular. Después de que se supiera que Fawcett se había basado en él para elaborar su teoría, dijo, sus adeptos lo habían tratado casi como un icono religioso. Al parecer, era el Santo Grial para los freaks de Fawcett.
Recité todo lo que había planeado decirle para convencerla de que me dejara ver el documento original, entre otras cosas, lo importante que era para mí comprobar su autenticidad y la promesa de no tocarlo; un discurso que comenzó con sobriedad pero que fue volviéndose, para mi desesperación, cada vez más abstracto y grandilocuente. Aun así, Faillace enseguida me interrumpió con un gesto de la mano y me indicó que cruzara la puerta de seguridad.
– Esto debe de ser muy importante para usted. Ha venido de muy lejos sin saber si podría ver el documento -dijo-. Lo he dejado sobre la mesa.
Y allí, a solo unos metros de distancia, abierto como una Tora, estaba el manuscrito de apenas cuarenta por cuarenta centímetros. Sus páginas habían adquirido una tonalidad amarronada, casi dorada y tenía los bordes desgastados.
– Es pergamino -me explicó Faillace-. Data de antes de que empezara a añadirse pulpa de madera al papel. Es una especie de tela.
Las páginas mostraban una bella caligrafía en tinta negra, pero muchos fragmentos se habían desvanecido o habían sido engullidos por gusanos e insectos.
Miré el título que encabezaba la primera página. Estaba escrito en portugués y decía: «Relato histórico de una ciudad grande, escondida y muy antigua […] descubierta en el año 1753».
– ¿Entiende la siguiente frase? -pregunté a Faillace.
Ella negó con la cabeza, pero más abajo las palabras volvían a ser legibles, y un bibliotecario que hablaba inglés con fluidez me ayudó a traducirlas poco a poco. Habían sido escritas por un bandeirante portugués, un «soldado de fortuna». (Su nombre resultaba indescifrable.) En la crónica describía cómo él y sus hombres, «incitados por una codicia insaciable de oro», habían partido hacia el interior de Brasil en busca del tesoro: «Tras una peregrinación larga y problemática […] y casi perdidos durante muchos años […], descubrimos una cadena de montañas tan altas que parecían llegar a las regiones etéreas, y servían de trono al Viento o a las mismas Estrellas». Finalmente, decía el bandeirante, él y su partida encontraron un sendero entre las montañas, que parecían haber sido «cortadas en dos por el arte y no por la naturaleza». Cuando llegaron al final del sendero, alzaron la mirada y vieron una escena cautivadora: bajo ellos se extendían las ruinas de una ciudad antigua. Al alba, los hombres cargaron sus armas y descendieron. Entre enjambres de murciélagos, hallaron arcadas de piedra, una estatua, caminos y un templo. «Las ruinas mostraban bien el tamaño y el esplendor de lo que debió de haber allí, y lo muy poblada y opulente que había sido en la época en la que había prosperado», escribió el bandeirante.
Cuando la expedición regresó a la civilización, el bandeirante había enviado ya el documento con la «información confidencial» al virrey, «en recuerdo de lo mucho que os debo». Instaba a su «Excelencia» a enviar una expedición para encontrar y «hacer uso de estas riquezas».1
Se desconoce lo que el virrey hizo con el informe, o si el bandeirante intentó volver a la ciudad. Fawcett había encontrado el manuscrito mientras examinaba documentos en la Biblioteca Nacional de Brasil. Durante más de un siglo después de que se redactara, según afirmó él mismo, el manuscrito había permanecido «clasificado» en archivos burocráticos. «Para una administración sumida en la férrea intolerancia de una Iglesia omnipotente, resultaba difícil dar mucho crédito a algo como una civilización ancestral»,2 escribió Fawcett.
La bibliotecaria señaló el final del documento.
– Mire eso -dijo.
Había varios diagramas extraños que parecían jeroglíficos. El bandeirante afirmaba que había visto esas imágenes talladas en algunas de las ruinas. Me resultaban conocidas, y caí en la cuenta de que eran idénticas a los dibujos que había encontrado en uno de los diarios de Fawcett: debía de haberlos copiado tras ver el documento.
La biblioteca estaba a punto de cerrar, y Faillace vino a rescatar el antiguo manuscrito. Mientras observaba cómo lo llevaba con sumo cuidado de vuelta a la caja fuerte, comprendí por qué Brian Fawcett, al ver el documento años después de que su padre y su hermano hubiesen desaparecido, había proclamado: «¡Parece auténtico! ¡Tiene que ser auténtico!».3