10. El infierno verde

– ¿Te apuntas? -preguntó Fawcett.1

Estaba de vuelta en la jungla, no mucho tiempo después de su anterior expedición, tratando de convencer a su segundo de a bordo, Frank Fisher, para que fuera con él a explorar el río Verde, que fluía a lo largo de la frontera entre Brasil y Bolivia.

Fisher, ingeniero de cuarenta y un años y miembro de la RGS, vaciló. La comisión fronteriza no había contratado al equipo para que explorase el río Verde -había encargado a los hombres que topografiasen una región situada en el sudoeste de Brasil, cerca de Corumbá-, pero Fawcett insistió en inspeccionar también el río, un territorio tan poco explorado que nadie sabía siquiera dónde empezaba.

– De acuerdo, iré -dijo finalmente Fisher y añadió-: Aunque no sea lo que estipula el contrato.

Era la segunda expedición de Fawcett a Sudamérica, pero resultaría de vital importancia para su comprensión del Amazonas y para su evolución como científico. Con Fisher y otros siete reclutas, partió de Corumbá en dirección al noroeste y recorrió a pie más de seiscientos cincuenta kilómetros antes de proseguir en dos balsas artesanales de madera. Los rápidos, crecidos por las lluvias y las pronunciadas pendientes, eran imponentes, y las balsas se precipitaban al vacío antes de topar contra la espuma y las rocas, que emitían un rugido atronador.

Los hombres gritaban y se aferraban a los bordes, y Fawcett, con los ojos destellantes y el Stetson calado, trataba de dominar la balsa con la pértiga de bambú que llevaban sujeta a uno de los costados, para que no le atravesara el pecho. El rafting en aguas rápidas aún no era un deporte, pero Fawcett vaticinó su futuro: «Cuando […] el viajero emprendedor tenga que construir y gobernar su propia balsa, experimentará una euforia y una emoción que pocos deportes proporcionan».2 Pese a ello, una cosa era surcar los rápidos de un río conocido y otra descender por toboganes desconocidos que en cualquier momento podían alcanzar centenares de metros de longitud. Si un miembro de la partida caía al agua, no podía sujetarse a la balsa sin hacerla volcar; en tal caso, el único curso de acción honrosa era ahogarse.

Los exploradores remaron y dejaron atrás las colinas Ricardo Franco, unos altiplanos de arenisca que superaban los novecientos metros. «Ni el tiempo ni el pie del hombre han hallado aquellas cumbres -escribió Fawcett-. Se alzan como un mundo perdido, cubiertas de vegetación hasta la cima, y la imaginación podía entrever los últimos vestigios de una era desaparecida mucho tiempo atrás.»3 (Hay constancia de que Conan Doyle se inspiró, al menos en parte, en estas mesetas para ambientar la trama de El mundo perdido.)*

A medida que Fawcett y su equipo serpenteaban por el cañón, los rápidos fueron tornándose infranqueables.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó uno de los hombres.

– No hay alternativa -contestó Fawcett-. Debemos abandonar todo lo que no podamos cargar a la espalda y seguir el curso del río por tierra.5

Fawcett ordenó a sus hombres que conservaran únicamente los objetos esenciales: hamacas, rifles, mosquiteras e instrumentos topográficos.

– ¿Y las provisiones de comida? -preguntó Fisher.

Fawcett dijo que solo llevarían raciones para varios días. Después tendrían que vivir de lo que les proporcionase la tierra, como los indígenas cuyas hogueras habían visto arder en la distancia.

Aun dedicando toda la jornada a cortar, talar, estirar y empujar por entre la jungla, en general no avanzaban más de ochocientos metros al día. Los pies se les hundían en el lodo. Las botas se les deshacían. La vista se les nublaba a consecuencia de unas abejas diminutas que se sienten atraídas por el sudor y que les invadían las pupilas. (Los brasileños llaman a estas abejas «lamedoras de ojos».) Pese a ello, Fawcett contaba los pasos y trepaba por las riberas para ver mejor las estrellas y calcular su posición, como si el hecho de reducir la jungla a figuras y diagramas fuera a capacitarle para dominarla. Sus hombres no necesitaban esos indicadores. Estaban donde estaban: en el infierno verde.

Todos debían respetar sus raciones diarias, pero la mayoría se desmoronó y las consumió enseguida. El noveno día de marcha, la expedición había agotado ya la comida que llevaba consigo. Fue entonces cuando Fawcett descubrió lo que, desde los tiempos de Orellana, los exploradores habían aprendido y lo que se convertiría en la base de la teoría científica de un paraíso ilusorio: en la jungla más densa del mundo era muy difícil encontrar algo que llevarse a la boca.

De todas las trampas del Amazonas, quizá esta fuera la más diabólica. Así lo describió Fawcett: «El hambre parece casi inverosímil en un terreno boscoso, y aun así sobreviene».6 En su búsqueda de alimento, Fawcett y sus hombres solo encontraban troncos de árboles que parecían apuntalados y cascadas de enredaderas. Hongos con propiedades químicas y miles de millones de termitas y hormigas habían arrasado gran parte del suelo de la jungla. A Fawcett le habían enseñado a escarbar en busca de animales muertos, pero no había modo de encontrar ninguno: en la selva, los entes vivos reciclaban al instante los cadáveres. Los árboles absorbían también los nutrientes de una tierra ya de por sí barrida por la lluvia y las inundaciones. Los árboles y las enredaderas se empujaban entre sí en su lucha por llegar a lo más alto y atrapar un rayo de luz. Una especie de liana llamada matador parecía zanjar la competición: se enredaba alrededor de un árbol, como ofreciéndole un tierno abrazo, y luego empezaba a estrangularlo, arrebatándole así tanto la vida como su lugar en la selva.

Aunque la lucha a muerte por la luz que se producía en lo alto generaba una noche permanente en la parte baja, pocos mamíferos erraban por el suelo de la jungla, donde otras criaturas podían atacarlos. Incluso aquellos animales que Fawcett y su equipo podrían haber visto permanecían invisibles a sus ojos indoctos. Los murciélagos se ocultaban entre las carpas que formaban las hojas. Los armadillos se protegían en madrigueras. Las polillas se mimetizaban con la corteza de los árboles. Los caimanes se convertían en leños. Una especie de oruga optaba por una simulación más temible: su cuerpo adoptaba la forma de la mortal serpiente lora, de cabeza alargada, triangular y oscilante, y ojos grandes y brillantes. Tal como explicó la escritora Candice Millard en The River of Doubt: «El bosque tropical no era un jardín de fácil abundancia, sino precisamente todo lo contrario. Sus pasillos silenciosos y umbríos de frondosa opulencia no eran un santuario, sino más bien el mayor campo de batalla natural de todo el planeta, donde tenía lugar una infatigable e implacable lucha por la supervivencia que ocupaba a todos y cada uno de sus habitantes todos los minutos de todos los días».7

En ese campo de batalla, la expedición se vio superada por el entorno. Durante días, Fawcett, cazador de prestigio mundial, peinó la tierra con su equipo, y tan solo encontró un puñado de frutos secos y hojas de palmera. Los hombres intentaron pescar, convencidos de que, dada la gran cantidad de pirañas, anguilas y delfines rosados que poblaban otros ríos de la selva amazónica, aquel les proporcionaría sustento, pero para su asombro no consiguieron atrapar un solo pez. Fawcett consideró la posibilidad de que algo hubiera contaminado las aguas. De hecho, algunos árboles y plantas producen ácidos tánicos que envenenan los ríos de la región, dando lugar a lo que los biólogos Adrián Forsyth y Kenneth Miyata han denominado «los equivalentes acuáticos del desierto».8

Así, el grupo se vio obligado a vagar hambriento por la jungla. Los hombres querían regresar, pero Fawcett estaba decidido a encontrar las fuentes del río Verde. Avanzaban renqueantes, con la boca abierta para capturar cuando menos algunas gotas de lluvia. Por la noche, sus cuerpos se estremecían. Una toncandira -una hormiga venenosa que puede provocar vómitos y fiebre alta- había infectado a Fisher, y a otro miembro de la expedición se le había caído un árbol encima de una pierna, por lo que su carga tuvo que repartirse entre los demás. Casi un mes después de iniciar la expedición a pie, los hombres llegaron a lo que parecían las fuentes del río; Fawcett insistió en que se hicieran mediciones, aunque estaba tan exhausto que apenas podía mover las extremidades. El grupo hizo una pausa para fotografiarse: parecían muertos vivientes, con las mejillas consumidas hasta los huesos, la barba enmarañada como la maleza de la selva, la mirada casi enajenada.9

Fisher murmuró que iban a «dejar nuestros huesos aquí». Otros rezaron por salvarse.

Fawcett intentó encontrar una ruta de regreso más fácil, pero cada vez que escogía un sendero la expedición acababa topando con un precipicio y se veía obligada a dar media vuelta. «La cuestión vital era cuánto tiempo podríamos aguantar -escribió Fawcett-. A menos que consiguiéramos comida pronto, estaríamos demasiado débiles para seguir avanzando por cualquier ruta.»10 Habían viajado durante más de un mes sin apenas comida y estaban famélicos; la presión sanguínea les había bajado en picado y sus cuerpos consumían sus propios tejidos. «Las voces de los demás y de los sonidos de la selva parecían llegar desde una gran distancia, como a través de un largo tubo»,11 escribió Fawcett. Incapaces de pensar en el pasado ni en el futuro, en nada que no fuera la comida, los hombres se tornaron irritables, apáticos y paranoicos. En ese estado de debilidad, eran más vulnerables a las enfermedades y a las infecciones, y la mayor parte de ellos sufrieron fiebres severas. Fawcett temió un motín. Habían empezado a mirarse entre ellos de forma diferente, no como compañeros sino… ¿como comida? Según escribió Fawcett acerca del canibalismo: «El hambre extrema embota los mejores sentimientos del hombre»,12 y dijo a Fisher que se hiciera con las armas de los demás.

Fawcett pronto reparó en que uno de los miembros de la partida había desaparecido. Al final lo encontró, sentado y derrotado, al pie de un árbol. Fawcett le ordenó que se levantara, pero el hombre le suplicó que le dejara morir allí. Se negó a moverse y Fawcett desenfundó su machete. La hoja destelló ante los ojos del otro. Fawcett sufría las punzadas del hambre; sacudiendo el cuchillo, lo obligó a ponerse en pie. «Si tenemos que morir -le dijo-, moriremos caminando.»

Mientras avanzaban exhaustos, muchos de los hombres, rendidos ya a su sino, dejaron de ahuyentar los incordiantes mosquitos que se posaban sobre su piel y de estar alerta ante la posible presencia de indígenas. «[Una emboscada], pese al terror y la agonía que conlleva, se acaba deprisa, y considerándola de un modo razonable, resultaría incluso clemente»13 en comparación con la muerte por inanición, escribió Fawcett.

Varios días después, con todo el grupo sumido en la inconsciencia y la vigilia, Fawcett atisbo un ciervo prácticamente fuera de su alcance. Solo tenía una oportunidad de disparar, luego el animal desaparecería. «¡Por el amor de Dios, no falles, Fawcett!»,14 susurró uno de los hombres. Fawcett se descolgó el rifle; se le habían atrofiado los brazos y sus músculos se tensaron para mantener el cañón firme. Tomó aire y apretó el gatillo. El ruido resonó en la selva. El ciervo desapareció como si hubiese sido fruto de su imaginación delirante. Después, cuando se acercaron, lo vieron en el suelo, sangrando. Lo asaron y engulleron hasta el último resto de carne, succionando hasta el último hueso. Cinco días después encontraron un asentamiento. Aun así, cinco hombres de la expedición -más de la mitad- estaban ya demasiado débiles para recuperarse y murieron poco después. Cuando regresó a La Paz, Fawcett vio que la gente lo señalaba y lo miraba con descaro: era un esqueleto andante. Envió un telegrama a la Royal Geographical Society en el que informaba: «Infierno verde conquistado».

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