12. En mano de los dioses

Oh, la «maravillosa perspectiva de volver a casa»,1 escribió Fawcett en su diario. Calles pavimentadas y pulcramente alineadas; casas de campo con techo de paja y tapizadas de hiedra; praderas llenas de ovejas; campanas de iglesia tañendo bajo la lluvia; comercios repletos de jaleas, sopas, limonadas, tartas, helados y vinos napolitanos; peatones subiendo y bajando a empellones de autobuses, tranvías y taxis. Era en lo único que Fawcett podía pensar durante la travesía en barco, de regreso a Inglaterra, a finales de 1907. Y por fin llegó a Devon, donde se reunió con Nina y con Jack, un Jack que ya había cumplido cuatro años, que ya corría y hablaba, y con el pequeño Brian, que observó al hombre que estaba en el umbral de la puerta como si fuera un extraño, lo que en realidad era para él. «Quería olvidar las atrocidades, dejar atrás la esclavitud, el crimen y las enfermedades espantosas, y volver a estar rodeado de ancianas respetables, cuyas ideas sobre el vicio acababan con las indiscreciones de la criada de Fulana o Mengana -escribió Fawcett en A través de la selva amazónica-. Quería escuchar la cháchara cotidiana del párroco del pueblo, comentar con los paisanos las incertezas del tiempo, encontrar todos los días el periódico en el plato del desayuno. Quería, en suma, ser una persona "corriente".»2 Se bañó en agua caliente y se recortó la barba. Arregló el jardín, acostó a los niños, leyó junto a la chimenea y celebró la Navidad con su familia, «como si Sudamérica nunca hubiese existido».

Sin embargo, pronto se descubrió incapaz de amoldarse a la quietud. «En lo más profundo de mi ser, una diminuta voz me llamaba -confesó-. Al principio apenas era audible, pero persistió hasta que ya no pude obviarla. Era la voz de los lugares salvajes, y sabía que ya formaría parte de mí de por vida. -Y añadió-: De forma inexplicable y sorprendente, sabía que amaba aquel infierno. Su garra feroz me había apresado, y deseaba volver a verlo.»3

Así, al cabo de solo unos meses, Fawcett volvió a hacer el equipaje y huyó de lo que denominaba «la puerta de una prisión que lenta pero inexorablemente me iba confinando».4 A lo largo de los siguientes quince años, llevó a cabo una expedición tras otra, en las que exploró miles de kilómetros cuadrados del Amazonas y ayudó a redibujar el mapa de Sudamérica. Durante ese tiempo, a menudo descuidó tanto a su esposa y a sus hijos como lo habían hecho sus padres con él. Nina comparó su propia vida con la de la esposa de un marinero: una existencia «incierta y solitaria, sin objetivos personales, miserablemente pobre, sobre todo con hijos».5 En una carta enviada a la Royal Geographical Society en 1911, Fawcett manifestó que no «someteré a mi esposa a la ansiedad perpetua de estos arriesgados viajes».6 (En una ocasión le había mostrado a ella las líneas de la palma de su mano y le había dicho: «Fíjate bien en ellas»; algún día podrías tener que «identificar mi cuerpo sin vida».)7 Con todo, siguió sometiéndola a sus peligrosas compulsiones. En ciertos aspectos, la vida debió de resultar más fácil para su familia cuando él se ausentaba, ya que, cuanto más tiempo permanecía en casa, tanto más se le agriaba el carácter. Tiempo después, Brian confesó en su diario: «Me sentía aliviado cuando él no estaba».8

Nina, por su parte, renunció a sus ambiciones por las de su marido. El salario anual de Fawcett, de unas seiscientas libras, que sufragaba la comisión fronteriza, resultaba escaso para ella y los niños, por lo que se vio obligada a trasladar a la familia de una casa de alquiler a otra, viviendo siempre en una refinada pobreza. Aun así, se aseguró de que Fawcett no tuviera de qué preocuparse: se encargó de toda clase de tareas -cocinar, limpiar, lavar- a las que no estaba habituada y educó a los niños en lo que Brian denominó una «democracia alborotada».9 Nina actuó también como principal defensora de su esposo, haciendo cuanto estuviera a su alcance para salvaguardar su reputación. Cuando supo que un miembro de la expedición de Fawcett de 1910 intentaba publicar un relato no autorizado de la misma, se apresuró a alertar a su esposo para que él pudiera detenerlo. Y cuando Fawcett le escribía narrándole sus hazañas, ella trataba de inmediato de publicitarias canalizando la información a la Royal Geographical Society y, en particular, a Keltie, secretario de la institución durante una larga etapa y el mayor impulsor de Fawcett. (Keltie había accedido a ser el padrino de la hija de Fawcett, Joan, que nació en 1910.) En un típico comunicado, Nina escribió de Fawcett y de sus hombres: «Han escapado milagrosamente de la muerte en varias ocasiones: en una, su barco naufragó; en otra, sufrieron el ataque de serpientes enormes». Fawcett dedicó A través de la selva amazónica a su querida Cheeky, «porque ella -dijo-, como mi compañera en todo, compartió conmigo la carga del trabajo».10

Aunque, en ocasiones, Nina anhelaba viajar a la jungla en lugar de quedarse en casa. «Personalmente, creo que estoy suficientemente preparada para acompañar a P. H. F. en el viaje a Brasil»,11 le comentó una vez a una amiga. Aprendió a interpretar las estrellas, al igual que un geógrafo, y tenía una «salud espléndida».12 En 1910, durante una visita a Fawcett en Sudamérica, escribió un despacho inédito para la RGS sobre su viaje en tren desde Buenos Aires hasta Valparaíso que consideró podría ser «interesante para quienes gustan de viajar». En un momento dado, vio cómo «los picos nevados de la cordillera brillaban con la luz rosada del amanecer», una imagen lo bastante «hermosa e imponente para grabarse en la memoria de por vida».13

Fawcett nunca accedió a llevarla consigo en sus expediciones, pero Nina confesó a una amiga que creía incondicionalmente en la «igualdad […] entre el hombre y la mujer».14 Alentó a Joan para que desarrollara una resistencia física y se enfrentara a situaciones de riesgo, como nadar varias millas en un mar encrespado. En una carta a Keltie, Nina dijo al respecto de la ahijada de este: «Algún día conseguirá los laureles de la Royal Geographical Society como geógrafa, y satisfará así la ambición por la que su madre ha luchado en vano… ¡de momento!».15 (Fawcett también incitó a Joan, al igual que a todos sus hijos, a que asumiera riesgos extremos. «Papá nos proporcionaba una gran diversión, porque no advertía el peligro -recordó Joan tiempo después-. Pero debería haberlo hecho. Siempre nos animaba a subirnos a los tejados y a los árboles […]. Una vez, me caí de espaldas y me hice daño en las cervicales, y pasé quince días en cama inconsciente y con delirios. Desde aquel accidente tengo el cuello un poco encorvado.»)16

Era Jack, sin embargo, quien más ansiaba ser como su padre. «Por lo que parece, mi pequeño Jack va a pasar por la misma fase que pasé yo en cuanto alcancé la edad adulta -comentó Fawcett, ufano, en una ocasión-. Ya le fascinan las historias que le contamos sobre Galla-pita-Galla.»17 Fawcett escribió e ilustró relatos para Jack, en los que lo dibujaba como un joven aventurero, y cuando estaba en casa, lo compartía todo con él: salir de excursión, jugar al criquet, navegar. Jack era «la verdadera niña de sus ojos»,18 recordó un pariente.

En 1910, cuando Jack estaba a punto de ingresar en un internado junto con Raleigh Rimell, Fawcett le envió un poema desde «muy lejos, en la jungla». Se titulaba «Jack va a la escuela» y, en parte, decía así:


Nunca nos olvides, pequeño y audaz hombre.

Tu padre y tu madre confían en ti.

Sé valiente como un león, pero amable

al oponerte a los errores.

Nunca olvides que eres un caballero

y nunca dudes de que lo conseguirás.


La vida es corta y el mundo, ancho.

Solo somos una onda en la gran charca de la vida.

Disfruta de la vida tanto como puedas

y eso te ayudará a llegar más lejos.

Pero nunca olvides que eres un caballero

y que llegará el día en que todos, orgullosos,

recordaremos tus tiempos en la escuela.19


En otra carta para Nina, Fawcett hablaba del carácter y del futuro de su primogénito: «Un líder nato, creo (quizá un orador), siempre independiente, adorable, de personalidad voluble, que podría llegar lejos […]; un manojo de nervios (energía nerviosa inagotable), un muchacho destacado, capaz de extremos (sensible y orgulloso); el hijo que deseábamos y, creo, con una misión en la vida que aún desconocemos».20


Mientras tanto, las noticias de las proezas de Fawcett como explorador empezaban a propagarse. Aunque sus hazañas carecían de un logro claro y evidente, como llegar al polo Norte o a la cima del Everest -el Amazonas suponía un desafío ante esa clase de metas: nadie podría jamás conquistarlo-, Fawcett, avanzando centímetro a centímetro por la jungla, cartografiando ríos y montañas, catalogando especies exóticas e investigando a los nativos, había explorado más territorio de la selva amazónica que nadie hasta entonces. Como un periodista lo describió más tarde: «Probablemente fuera el primero y más destacado experto del mundo en Sudamérica».21 William S. Barclay, miembro de la RGS, dijo de Fawcett: «Durante años le he considerado uno de los mejores de la historia en su ámbito».22 Sus gestas llegaron en un momento en que Gran Bretaña, con la muerte de la reina Victoria y el alzamiento de Alemania, empezaba a inquietarse con respecto a su imperio. El recelo se vio exacerbado por la afirmación de un general inglés de que el sesenta por ciento de los jóvenes del país no cumplían con los requisitos físicos que exigía el servicio militar,23 y por una avalancha de novelas apocalípticas, entre las que se contaba Hartmann the Anarchist; or, The Doom of the Great City, que había escrito el hermano mayor de Fawcett, Edward. Publicada en 1893, esta novela de ciencia ficción, convertida en una obra de culto, detallaba cómo una célula clandestina de anarquistas («una enfermedad engendrada por una decadente forma de civilización»)24 inventaba un prototipo de aeroplano denominado Attila, y, en una escena que presagiaba el Blitz [3] de la Segunda Guerra Mundial, lo utilizaba para bombardear Londres. («Los pináculos del Parlamento se derrumbaban y sus muros se resquebrajaban con el estallido de los obuses en sus entrañas.»)25 El público estaba tan consternado por el estado de la hombría victoriana que el gobierno creó un cuerpo de investigación denominado Inter-Departmental Committee on Physical Deterioration («Comité Interdepartamental del Deterioro Físico»).

La prensa aprovechaba los logros de Fawcett, a quien retrataba como un «héroe de otros tiempos» y realzaba su hombría y su valor para atenuar la falta de confianza de los ingleses en sus hombres. Un periódico declaró: «"La atracción de lo salvaje" no ha perdido su poder en la clase de hombres audaces e ingeniosos a la que representa el comandante Fawcett». Otra publicación instaba a los niños a emularlo: «¡Existe un auténtico scout al que debéis seguir! Él deja de lado todo pensamiento acerca de su propia seguridad o comodidad para cumplir con el deber que le ha sido impuesto».26

A principios de 1911, con motivo de una conferencia en la sede de la Royal Geographical Society en la que Fawcett iba a presentar sus descubrimientos, docenas de científicos y exploradores de toda Europa se aglomeraron en el vestíbulo para atisbar al «Livingstone del Amazonas». El hijo de Charles Darwin, Leonard, en aquel entonces presidente de la Royal Society, le reclamó al frente del vestíbulo, y describió cómo el explorador había cartografiado «regiones que nunca antes habían sido visitadas por europeos» y había navegado ríos que «nunca antes lo habían sido». Darwin añadió que Fawcett había demostrado que existía aún un lugar «al que el explorador puede ir y dar un ejemplo de perseverancia, energía, coraje, previsión y todas las cualidades que conforman las de un explorador de la era que ahora concluye».27

Aunque a Fawcett le gustaba protestar e insistir en que él no buscaba «demasiada publicidad»,28 sin duda disfrutaba de las atenciones que recibía. (Una de sus aficiones era recopilar en un álbum artículos de prensa que hablaran de él.) Mientras mostraba diapositivas de la jungla y bocetos de sus mapas, dijo a la multitud congregada:


En lo que confío es en que la publicidad de estas exploraciones atraiga a otros espíritus aventureros a esta descuidada parte del mundo. Pero habrá que recordar que las dificultades son grandes y la historia de tragedias, larga, pues los rincones del mundo que permanecen ignotos cobran un precio por sus secretos. Sin ningún deseo de glorificarme, puedo dar fe de que se requiere gran entusiasmo para salvar, año tras año, el gran abismo que se extiende entre las comodidades de la civilización y los riesgos y castigos que acechan a cada paso en las selvas sin explorar de este aún poco conocido continente.29


Un emisario boliviano que estaba allí comentó al respecto del mapa emergente de Sudamérica: «Debo decirles que solo gracias a la valentía del comandante Fawcett esto ha sido posible […]. Si contáramos con más hombres como él, estoy seguro de que no habría un solo rincón de esas regiones sin explorar».30

La creciente leyenda de Fawcett se fundamentaba en que no solo había hecho viajes que nadie más había osado emprender, sino que además los había realizado en unos plazos que resultaban inhumanos. Completaba en meses lo que a otros les llevaba años, o, como prosaicamente lo describió Fawcett: «Soy un trabajador rápido y no dispongo de días de ocio».31 También resultaba increíble que rara vez cayera enfermo. «Estaba hecho a prueba de fiebres», dijo Thomas Charles Bridges, popular escritor y aventurero contemporáneo de Fawcett, a quien conoció. Esta particularidad provocó desenfrenadas especulaciones sobre su fisiología. Bridges atribuía su resistencia al hecho de tener «un ritmo cardíaco por debajo de lo normal».32 Un historiador observó que Fawcett disfrutaba de «una inmunidad virtual a las enfermedades tropicales. Tal vez esta última cualidad fuera la más excepcional. Había otros exploradores, aunque no muchos, que le igualaban en dedicación, coraje y fuerza, pero en su resistencia a la enfermedad era único».33 Incluso Fawcett empezó a maravillarse de lo que él denominaba una «constitución perfecta».34

Asimismo, se sorprendía de su habilidad para eludir a los depredadores. En una ocasión, tras esquivar de un salto a una serpiente lora, escribió en su diario: «Lo que me pasmó, más que cualquier otra cosa, fue la advertencia de mi subconsciente, y la respuesta muscular inmediata […]. No la había visto hasta que refulgió entre mis piernas, pero el "hombre interior" (si así puedo llamarlo) no solo la vio a tiempo, ¡sino que además calculó con exactitud la altura y la distancia de su ataque, y envió las subsiguientes órdenes al cuerpo!».35 Su colega de la RGS William Barclay, que trabajaba en Bolivia y conocía mejor que nadie los métodos de exploración de Fawcett, dijo que con los años había desarrollado «la convicción de que ningún, peligro podría tocarle» y de que, al igual que un héroe mítico, «sus actos y sus reacciones estaban predestinados».36 O, como a Fawcett le gustaba decir: «Estoy en manos de los dioses».37

No obstante, esas mismas características que hacían de Fawcett un gran explorador -furia demoníaca, resolución y un sentido casi divino de inmortalidad-, también lo convertían en una compañía terrible. No permitía que nada interfiriese en su camino hacia el objetivo que se había marcado… o en su destino. Estaba «preparado para viajar con menos peso y más esfuerzo de lo que la mayoría de las personas consideran posible o adecuado»,38 reproducía la revista de la Royal Geographical Society. En una carta a la Royal Society, Nina informó: «Por cierto, les divertirá saber que el comandante Fawcett contempló la posibilidad de cruzar ciento sesenta kilómetros de selva… ¡en un mes! ¡Los otros casi se quedaron sin aliento ante la idea!».39

Mostraba una gran lealtad hacia aquellos que eran capaces de seguirle el paso. Con quienes no lo eran…, bien, Fawcett llegó a creer que la enfermedad, incluso la muerte de estos, confirmaba una cobardía subyacente. «Estos viajes no pueden ejecutarse a la ligera -escribió Fawcett a Keltie-, o yo no habría llegado nunca a ninguna parte. Para con quienes puedan hacerlos, no tengo sino gratitud y elogios; para con quienes no puedan, solo tengo compasión, pues aceptan el trabajo con los ojos abiertos; pero para los perezosos o incompetentes, no tengo nada en absoluto.»40 En sus documentos privados, Fawcett tildaba a un antiguo ayudante de «¡sinvergüenza inútil! ¡El típico vago!»,41 y así lo escribió bajo el obituario del hombre. (Se había ahogado en un río de Perú.) Expulsó a varios hombres de sus expediciones, y otros tantos, ofendidos y amargados, le abandonaron. «No nos permitía detenernos para comer o dormir -se quejó un antiguo componente de su equipo a otro explorador sudamericano-. Trabajábamos veinticuatro horas al día y nos trataba como a bueyes espoleados con un látigo.»42

«La presión siempre ha sido excesiva para los miembros de mis partidas»,43 informó Fawcett a Keltie, y añadió: «No tengo compasión con la incompetencia».44

Keltie reprendió amablemente a su amigo: «Me alegra mucho saber que te mantienes en tan buena forma. Debes de tener una constitución maravillosa para soportar todo lo que has soportado y no haber empeorado. Me temo que quizá esto te haga ser un poco intolerante con los hombres que no son tan fuertes como tú».45

Keltie sin duda tenía en mente a un hombre en particular, un explorador cuya colaboración con Fawcett, en 1911, acabó siendo nefasta.


Parecían el tándem perfecto: James Murray, el gran científico polar, y Fawcett, el gran explorador del Amazonas. Juntos se abrirían camino a lo largo de kilómetros de jungla inexplorada en las inmediaciones del río Heath, siguiendo la frontera noroccidental entre Bolivia y Perú, para cartografiar la región y estudiar a sus habitantes y su fauna. La Royal Geographical Society había alentado la expedición, de modo que ¿por qué no? Nacido en Glasgow en 1865,46 Murray era el hijo brillante y singular de un tendero. De joven, había vivido obsesionado con el reciente descubrimiento de criaturas microscópicas y, pertrechado con poco más que un microscopio y un recipiente para muestras, se convirtió en un experto en la materia, prácticamente autodidacta y de renombre mundial. En 1902 ayudó a inspeccionar las profundidades lodosas de los lagos escoceses. Cinco años después, Ernest Shackleton alistó a Murray para su expedición a la Antártida, donde recabó datos que revolucionaron la biología marina, la física, la óptica y la meteorología. Más tarde, fue coautor de un libro titulado Antarctic Days, en el que describía el uso de un trineo en la nieve: «Mientras tiras, tienes un calor que te incomoda; mientras descansas, tienes un frío que también te incomoda. Siempre tienes hambre. Al frente tan solo tienes la superficie del hielo, que se prolonga hasta el horizonte».47 De una curiosidad voraz, soberbio, rebelde, excéntrico, audaz y autodidacta, Murray parecía el Doppelgänger de Fawcett, su clon. Incluso era artista. Y en septiembre de 1911, cuando llegó a San Carlos, un puesto fronterizo situado entre Bolivia y Perú, Fawcett afirmó en una carta a la Royal Geographical Society: «Es un hombre admirable para el trabajo».48

Pero, de haber estudiado alguien con detenimiento el carácter de ambos, habría advertido señales de alarma. Aunque solo era dos años mayor que Fawcett, Murray, de cuarenta y seis, tenía un aspecto ajado; su rostro, con un bigote bien recortado y el pelo algo canoso, estaba repleto de surcos; y no gozaba de buena forma física. Durante la expedición escocesa, había sufrido un colapso que había afectado todo su cuerpo. «Tuve reumatismo, inflamación de ojos, y sabe Dios qué no tuve»,49 dijo. En la expedición con Shackleton, había estado a cargo del campamento base y no había tenido que soportar las condiciones más brutales del entorno.

Asimismo, los requisitos para un gran explorador polar y para un explorador amazónico no eran necesariamente los mismos. De hecho, las dos modalidades de exploración son, en muchos sentidos, antitéticas. El explorador polar tiene que soportar temperaturas de casi cien grados bajo cero, y los mismos horrores una y otra vez: congelación, grietas en el hielo y escorbuto. Mira a su alrededor y ve una y otra vez nieve y hielo: un entorno de un blanco implacable. Saber que ese paisaje no cambiará produce un terror psicológico, y el reto consiste en soportar, al igual que un prisionero sin ningún contacto con el mundo exterior, la privación sensorial. En contraste, el explorador amazónico, inmerso en una caldera de calor, sufre una agresión constante a los sentidos. En vez de hielo hay lluvia, y el explorador topa por todas partes con algún peligro que le acecha: el mosquito de la malaria, una lanza, una serpiente, una araña, una piraña. La mente debe bregar con el terror del cerco perpetuo.

Fawcett llevaba tiempo convencido de que el Amazonas era un lugar que entrañaba más dificultades y de mayor trascendencia científica -en los aspectos botánico, zoológico, geográfico y antropológico- que lo que él desdeñaba como la exploración de «estériles regiones de hielo perpetuo».50 Y le contrariaba la popularidad de la que gozaban los exploradores polares entre el público y la extraordinaria financiación que recibían. Murray, por su parte, estaba seguro de que su viaje con Shackleton -un viaje más publicitado que ninguno de los que Fawcett había emprendido hasta entonces- elevaba su persona por encima del hombre al cargo de su última expedición.

Mientras los dos exploradores se tomaban las medidas, se les unió Henry Costin, un cabo británico que en 1910, aburrido de la vida militar, había respondido a un anuncio que Fawcett había publicado en la prensa buscando un acompañante aventurero. Bajo y fornido, con un atrevido bigote kiplinesco y pobladas cejas, Costin había demostrado ser el ayudante más incondicional y eficaz de Fawcett. Estaba sobradamente en forma -había sido instructor de gimnasia en el ejército- y era un tirador de talla mundial. Uno de sus hijos lo describió tiempo después de este modo: «Un tipo duro que detestaba las sandeces».51

Completaban la partida Henry Manley, un inglés de veintiséis años, que decía ser «explorador» de profesión, aunque aún no había viajado mucho, y unos cuantos porteadores nativos.

El 4 de octubre de 1911, la expedición se preparó para partir de San Carlos e iniciar la caminata hacia el norte a lo largo de las riberas del río Heath. Un oficial boliviano había advertido a Fawcett de que no viajara en esa dirección. «Es imposible -dijo-. Los [indios] guarayo son peligrosos, ¡hay tantos que incluso se atreven a atacarnos a nosotros, a soldados armados! Penetrar en su territorio es una auténtica locura.»52

Fawcett no se amilanó. Tampoco Murray; al fin y al cabo, ¿qué dificultad podía tener la jungla en comparación con la Antártida? Durante las primeras etapas, los hombres disfrutaron de las ventajas que suponía llevar consigo los animales de carga, por lo que Murray aprovechó para llevar su microscopio y sus recipientes para muestras. Una noche, Murray se quedó atónito al ver el cielo atestado de murciélagos que atacaban a los animales. «Varias muías con heridas terribles y sangrantes»,53 escribió en su diario. Los murciélagos tenían los dientes tan afilados como cuchillas, y perforaban la piel con tal rapidez y precisión que si la víctima estaba dormida a menudo no se despertaba. Empleaban sus lenguas estriadas para chupar sangre durante un intervalo de hasta cuarenta minutos, segregando una sustancia que impedía que la sangre se coagulara y que la herida cicatrizase. También podían transmitir un protozoo letal.

Los hombres se apresuraron a lavar y a curar las heridas de las muías para evitar que se infectaran, pero esa no era su única preocupación: los murciélagos también se alimentaban de sangre humana, como Costin y Fawcett habían descubierto en un viaje anterior. «A todos nos mordieron los murciélagos -recordó Costin tiempo después en una carta-. El comandante tenía heridas en la cabeza, mientras que a mí me mordieron en cada uno de los cuatro nudillos de la mano derecha […]. Es asombroso la cantidad de sangre que puede perderse por esas pequeñas incisiones.»54

«Nos despertamos y vimos las hamacas empapadas de sangre -dijo Fawcett-, ya que cualquier parte de nuestro cuerpo que tocara la mosquitera o asomara bajo ella era atacada por estos detestables animales.»55

En la jungla, un animal de carga tropezaba cada pocos pasos con troncos cubiertos de lodo o se hundía en charcos de barro, y los hombres tenían que atizar, empujar y golpear a las pobres bestias para que siguieran avanzando. «Sin duda se necesita tener el estómago de acero y piedra para caminar detrás [de estos animales] y guiarlos -escribió en su diario un compañero de Fawcett-. A menudo me mancho con coágulos húmedos de sangre putrefacta y otras sustancias hediondas que supuran de sus cabezas ulceradas, constantemente irritadas por las picaduras de insectos. Ayer les extirpé unos gusanos con una rama y embadurné las heridas con una mezcla de cera derretida y azufre, pero dudo que resulte efectivo.»56 Los animales, por lo general, no sobrevivían más de un mes en esas condiciones. Otro explorador del Amazonas escribió: «Los propios animales son una estampa lastimosa: sangran por heridas grandes y con escaras […], les sale espuma de la boca, embisten y se crispan en este auténtico infierno terrenal. Tanto para los hombres como para las bestias, esta es una existencia espantosa, aunque una muerte clemente suele poner fin al sufrimiento de estas últimas».57 Fawcett finalmente anunció que abandonarían a los animales de carga y proseguirían a pie con solo un par de perros, a los que consideraban la mejor compañía: hábiles en la caza, sumisos y leales hasta el final.

Con los años, Fawcett había ido afinando la cantidad de equipaje que su equipo podía cargar a la espalda, de modo que los fardos pesaban unos veintisiete kilos. Cada hombre cargaba con el suyo, pero Fawcett pidió a Murray que llevara una cosa más: el cernedor para cribar oro. El peso de la mochila dejó perplejo a Murray cuando empezó a cargarla por la densa jungla y el barro, que en ocasiones llegaba hasta la cintura. «Estuve a punto de perder las fuerzas, y avanzaba despacio, descansando cada poco»,58 escribió en su diario. Fawcett se vio obligado a enviar a un porteador para que le ayudara a transportar su carga. Al día siguiente, Murray parecía incluso más exhausto y se desplomó en la retaguardia del grupo mientras ascendía una colina repleta de árboles caídos. Los demás no se dieron cuenta y prosiguieron con la ascensión. «Subí y sorteé los árboles durante una hora, una tarea agotadora con la pesada carga, y no recorrí ni cien metros -escribió Murray-. No quedaba rastro del sendero y no podía seguir, no podía ascender la pronunciada colina ni podía retroceder.»

Mientras trataba de encontrar a Fawcett y a los demás, Murray oyó el rumor de un río y, con la esperanza de que pudiera conducir a un sendero más fácil, sacó el machete e intentó descender hasta él, cercenando las enmarañadas enredaderas y las enormes raíces de los árboles. «Sin un machete -advirtió-, perderse en una selva así significa la muerte.» Tenía llagas en los pies debido al roce de las botas, y lanzaba al frente la mochila, luego la recogía y volvía a lanzarla. El rugido del río era cada vez más intenso. Murray se precipitó hacia él, pero llegó a la orilla a demasiada velocidad y perdió el equilibrio, lo que hizo que algo cayera de su mochila: un retrato y cartas de su esposa. Mientras contemplaba cómo el agua los engullía, se apoderó de él «un desánimo supersticioso».

Siguió avanzando, desesperado por encontrar a los otros antes de que la noche consumiera la poca luz que se filtraba en la selva. Vio huellas en el lodo que se acumulaba en la orilla. ¿Serían de los indios guarayo de los que tanto les habían hablado, el nombre de cuya tribu significaba «bélico»? Luego atisbo una tienda en la distancia y se encaminó hacia ella, renqueante. Cuando llegó allí descubrió que se trataba de una roca. Su mente le engañaba. Había estado caminando desde el amanecer, pero apenas había avanzado unos centenares de metros. Empezaba a oscurecer y en un arrebato de pánico disparó el rifle al aire. No hubo respuesta. Le dolían los pies, se sentó y se quitó las botas y los calcetines; la piel se le desprendió de los tobillos. No tenía más comida que medio kilo de caramelos, que Nina Fawcett había preparado para la expedición. Debían repartirse entre todo el grupo, pero Murray devoró la mitad de la caja, con la ayuda de la lechosa agua del río. Tumbado solo en la penumbra, se fumó tres cigarrillos turcos, tratando de sofocar el hambre. Y se durmió.

Por la mañana, el grupo lo encontró y Fawcett le reprendió por ralentizar la progresión de la partida. Pero Murray se rezagaba cada vez más. No estaba habituado a pasar tanta hambre, un hambre incesante, opresiva y lacerante que corroía cuerpo y mente por igual. Más tarde, cuando le dieron unos pocos cereales, se los embutió ávido en la boca con la ayuda de una hoja y dejó que se le deshicieran en la lengua. «No deseo otra cosa que tener asegurada una ración como esta durante el tiempo que me queda», dijo. Las anotaciones de su diario se tornaron más agitadas y frenéticas:


Mucho esfuerzo y calor, muy exhausto; sugiero un descanso breve, Fawcett se niega; me quedo atrás, solo. Cuando consigo avanzar a duras penas, maleza terriblemente densa, no puedo atravesarla, atajo de nuevo por el río, muy duro ir hasta allí […]. Veo otra playa en el siguiente meandro del río; intento alcanzarla vadeándolo, demasiado profundo; vuelvo a la playa de barro, ya ha anochecido; recojo ramas, cañas y lianas y enciendo una hoguera para secar la ropa; no tengo comida, algunos comprimidos de sacarina; me fumo tres cigarrillos; succiono algunos frutos; los mosquitos, muy mal, las picadas no me dejan dormir; frío y cansancio; pruebo con un sedante de opio, no surte efecto; ruidos extraños en el río y en la selva; [un oso hormiguero] baja a beber a la orilla opuesta y arma mucho estrépito. Me parece oír voces al otro lado del río, e imagino que podrían ser los guarayo. Toda la ropa llena de arena, se me mete en la boca; noche terrible.


Intentó llevar a cabo alguna tarea científica, pero pronto se rindió. Según lo describió otro biólogo que viajó tiempo después con Fawcett: «Creía que conseguiría mucha información valiosa sobre historia natural, pero mi experiencia es que mientras se efectúa un esfuerzo físico duro y prolongado, la mente en absoluto está activa. Uno piensa en el problema en particular que le atañe en ese momento, o quizá la mente divaga sin generar pensamientos coherentes. En cuanto a la añoranza de ciertos aspectos de la vida civilizada, uno no tiene tiempo de echar nada de menos salvo la comida, el sueño o el descanso. En muy poco tiempo, uno se transforma en poco más que un animal racional».59

Una noche, cuando llegaban al campamento, Fawcett, Murray y los demás estaban tan débiles que la mayoría se desplomó en el suelo sin extender las hamacas. Más tarde, Fawcett, al parecer percibió la atmósfera de desesperación y, teniendo en cuenta su enorme experiencia como explorador, trató de fomentar la alegría. Sacó una flauta de su mochila y tocó «The Calabar», una canción tradicional irlandesa de humor negro acerca de un naufragio. Y la cantó:


Al día siguiente nos quedamos sin suero de leche -todo por culpa del capitán-, así que la tripulación contrajo el escorbuto, pues los arenques estaban terriblemente salados.

Nuestro cocinero de color dijo que la carne se había acabado, tampoco había un triste panecillo en el anaquel.

«Pues nos comeremos la sopa -gritó el capitán-, y no dejaremos que ningún hombre se lave.»


Hacía treinta años que Murray no la oía y empezó a cantarla, al igual que Costin, que también sacó su flauta. Manley escuchaba, mientras el sonido de sus voces e instrumentos sofocaban el aullido de los monos y el zumbido de los mosquitos. Por un momento parecieron, si no felices, sí al menos capaces de mofarse de la perspectiva de su propia muerte.


– ¡No tienes derecho a estar cansado! -espetó Fawcett a Murray.

Iban a bordo de dos balsas que habían construido para remontar el río Heath. Murray había dicho que quería esperar a una embarcación que los seguía, pero Fawcett creyó que se trataba de otra excusa para descansar. Tal como Costin había advertido, las disputas internas eran habituales en condiciones tan deplorables, y suponían quizá la principal amenaza para la supervivencia de la partida.60 Durante la primera expedición europea al Amazonas, a principios de la década de 1540, sus integrantes fueron acusados de abandonar a su comandante con la «mayor crueldad de que los infieles han dado muestra jamás».61 En 1561, miembros de otra expedición a Sudamérica mataron a puñaladas a su jefe mientras este dormía, y luego, no mucho tiempo después, asesinaron al hombre a quien habían elegido para reemplazarle. Fawcett tenía su propia visión del motín: había advertido a un amigo, tiempo atrás, que «todas las partidas tienen un Judas».62

Los días transcurrían y las tensiones entre Fawcett y Murray iban en aumento. Había algo en el hombre a quien Costin llamaba en tono reverencial «jefe» que atemorizaba a Murray. Fawcett esperaba que «todos los hombres hicieran tanto como pudieran» y adoptaba «una actitud despectiva» con aquellos que sucumbían ante el miedo. (En una ocasión, Fawcett lo definió como «la fuerza motriz de todo mal»63 que había «excluido a la humanidad del Jardín del Edén».) Cada año que pasaba en la jungla parecía endurecerlo más e intensificar su fanatismo, como el soldado que lleva demasiado tiempo en el campo de batalla. Raramente abría un sendero en la selva; por el contrario, arremetía con el machete en todas las direcciones, como si le estuvieran picando abejas. Se pintaba la cara con pigmentos de colores brillantes que extraía de las bayas, como un guerrero indio, y hablaba abiertamente de convertirse en un nativo. «No hay ninguna deshonra en esto -afirmó en A través de la selva amazónica-. Por el contrario, en mi opinión, es una muestra de encomiable respeto hacia las cosas auténticas de la vida en detrimento de las artificiales.»64 En sus documentos privados, anotó pensamientos íntimos con el encabezamiento «Renegados de la civilización»: «La civilización nos domina solo relativamente, y existe una incuestionable atracción por una vida de absoluta libertad una vez se ha probado. La "llamada de lo salvaje" está en la sangre de muchos de nosotros y encuentra su válvula de escape en la aventura».65

Fawcett, que parecía enfocar cada viaje como si de un rito budista de purificación se tratase, creía que la expedición no llegaría a ningún puerto con Murray en ella. El biólogo no solo no estaba preparado para el Amazonas, sino que además minaba la moral de los demás con sus constantes quejas. Murray, que había servido a las órdenes de Shackleton, creía que podía cuestionar la autoridad de Fawcett. En una ocasión, mientras vadeaban un río con una balsa cargada de equipamiento, lo arrastró la corriente. Prescindiendo de las instrucciones de Fawcett, Murray se aferró al borde de la balsa, amenazando con volcarla. Fawcett le ordenó que se soltara y que nadara hasta la orilla, pero él se negó, lo que confirmó, según palabras de Fawcett, que era «un blando afeminado».

Fawcett pronto empezó a sospechar del científico por algo más grave que la cobardía: el robo. Además de los caramelos, otras provisiones comunitarias habían desaparecido. Era uno de los delitos más graves. «En una expedición de estas características, el hurto de comida sigue al asesinato en la jerarquía de crímenes y es de ley castigarlo como tal»,66 afirmó Theodore Roosevelt con referencia a su viaje al Amazonas de 1914. Cuando Fawcett se enfrentó a Murray al respecto de esta cuestión, el biólogo se mostró indignado. «Les dije lo que había comido -escribió con acritud, y añadió-: Al parecer, lo más honroso habría sido morir de hambre.» No mucho tiempo después, Costin sorprendió a Murray con maíz que parecía proceder de las reservas de comida para etapas posteriores del viaje.

– ¿De dónde has sacado eso? -le preguntó Costin.

Murray contestó que era suyo, que formaba parte de sus provisiones personales.

Fawcett ordenó que, puesto que Murray había cogido un puñado de maíz, no se le permitiera comer el pan que se elaborase con él. Murray señaló que Manley también había comido maíz de sus provisiones personales. Fawcett no se inmutó. Era una cuestión de principios, repuso.

– Si así era -replicó Murray-, eran los principios de un idiota.

Los ánimos siguieron deteriorándose. Tal como Murray lo describió en una ocasión: «Esta noche no se canta en el campamento».

Manley fue el primero en caer. Su temperatura aumentó a cuarenta grados y sufría fuertes convulsiones: habían contraído la malaria. «Es demasiado para mí -susurró a Murray-. No puedo soportarlo.» Incapaz de mantenerse en pie, Manley se tumbó en la lodosa orilla, confiando en que el sol le aliviara la fiebre, aunque aquello poco alivio le aportó.

A continuación, Costin contrajo la espundia, una enfermedad de síntomas aún más aterradores. Producida por un parásito que transmiten las moscas de la arena, destruye la carne de alrededor de la boca, la nariz y las extremidades, como si la víctima fuera disolviéndose poco a poco. «Se va convirtiendo en […] una masa de corrupción leprosa»,67 dijo Fawcett. En casos raros, se deriva en infecciones secundarias mortales. En el de Costin, la enfermedad acabó alcanzando un estado tan nefasto que Nina Fawcett informó tiempo después a la Royal Geographical Society de que el hombre «se había vuelto majara».

Murray, mientras tanto, parecía estar desarmándose literalmente. Uno de los dedos se le inflamó tras rozar una planta venenosa. Luego se le desprendió la uña, como si alguien se la hubiese extirpado con unas tenazas. A continuación, en la mano derecha se le abrió, según la describió él mismo, «una herida supurante, profunda y muy enferma», que convertía en una «agonía» incluso tender la hamaca. Luego tuvo diarrea. Un día se despertó y vio que en una rodilla y en un brazo tenía algo que parecían lombrices. Lo examinó más de cerca. Eran gusanos que habían anidado y crecían bajo su piel. Solo en el codo contó cincuenta. «Resulta muy doloroso cuando se mueven, cosa que hacen a todas horas», escribió Murray.

Asqueado, intentó, a pesar de las advertencias de Fawcett, envenenarlos. Se introducía en las heridas cualquier cosa -nicotina, sublimado corrosivo, permanganato de potasio- y luego intentaba sacar los gusanos con una aguja o apretando la carne de alrededor. Algunos gusanos murieron por efecto del veneno y empezaron a pudrírsele dentro. Otros alcanzaron los dos centímetros y medio y ocasionalmente asomaban la cabeza de su cuerpo, como el periscopio de un submarino. Era como si se estuvieran apoderando de él las criaturas diminutas que había estudiado tiempo atrás. Su piel desprendía un olor pútrido. Tenía los pies hinchados. ¿Estaría contrayendo también la elefantiasis? «Tengo los pies demasiado grandes para las botas -escribió-. La piel es como pulpa.»

Solo Fawcett parecía tranquilo. Descubrió uno o dos gusanos bajo su piel -una especie de mosca parasítica inocula los huevos en un mosquito que después deposita las larvas en los humanos-, pero él no los envenenó, y las heridas que le provocaron no se infectaron. Pese al debilitamiento, el grupo siguió avanzando. En un momento dado, oyeron un grito terrorífico. Según Costin, un puma se había abalanzado sobre uno de los perros y lo arrastraba hacia la espesura de la selva. «Yendo desarmados, salvo por el machete, era inútil seguirlo»,68 escribió Costin. Poco después, el otro perro se ahogó.

Hambrientos, empapados, enfebrecidos, acosados por los mosquitos, el grupo empezó a consumirse por dentro, del mismo modo que los gusanos devoraban el cuerpo de Murray. Una noche, Murray y Manley discutieron agriamente por quién iba a dormir a qué lado de la hoguera. Para entonces, Fawcett había llegado a creer que Murray era un cobarde, un impostor de enfermedades, un ladrón y, lo peor de todo, un cáncer que se extendía por su expedición. En su opinión, no se trataba de si la lentitud de Murray podía provocar el fracaso de la expedición, sino de si llegaría incluso a impedir que esta regresara.

Murray creía que Fawcett carecía de empatía: «No tiene misericordia para con el hombre enfermo o cansado». Fawcett podía ralentizar el paso para «conceder al débil la oportunidad de sobrevivir», pero se negó a hacerlo. Mientras la partida volvía a avanzar, Murray empezó a obsesionarse con el cernedor de Fawcett, hasta que ya no pudo soportarlo. Abrió su mochila y se deshizo de él, y también de la mayor parte de sus pertenencias, incluso de la hamaca y de la ropa. Fawcett le advirtió que necesitaría todo aquello, pero Murray insistió en que estaba intentando salvar la vida, ya que Fawcett se negaba a esperarle.

El peso reducido de la mochila permitió a Murray avanzar a paso más ligero, pero sin la hamaca se vio obligado a dormir en el suelo bajo la lluvia torrencial y envuelto en chinches. «Para entonces, el biólogo […] sufría enormemente por las heridas y por no cambiarse de ropa, pues la que llevaba puesta apestaba -escribió Fawcett-. Empezaba a comprender lo insensato que había sido tirando todo cuanto llevaba en la mochila salvo aquello que iba a necesitar de inmediato, y se fue volviendo taciturno y temeroso -añadió-. Dado que caían tormentas a diario, auténticos diluvios, su estado, lejos de mejorar, empeoró. Yo estaba francamente preocupado por él. Si se le infectaba la sangre, sería hombre muerto, pues nada podía hacerse al respecto.»69

«La perspectiva de salir con vida disminuye; la comida está a punto de agotarse», escribió Murray en su diario.

El cuerpo de Murray se había hinchado por efecto del pus, los gusanos y la gangrena; las moscas se arremolinaban a su alrededor como si ya fuese un cadáver. Con más de la mitad de la ruta aún por cubrir, había llegado el momento más crítico: Fawcett había advertido a todos los miembros de la expedición que en caso de que enfermaran hasta el punto de no poder continuar se los abandonaría.

Aunque Fawcett se había preparado para tal contingencia, en realidad nunca la había puesto en práctica, y consultó con Costin y con Manley mientras Murray los miraba con expresión apesadumbrada. «Esta noche ha habido una curiosa discusión en el campamento sobre la posibilidad de abandonarme -escribió Murray-. Al viajar por la selva despoblada, sin más recursos que los que uno puede llevar consigo, todo hombre comprende que si enferma o no puede seguir el paso al grupo debe asumir las consecuencias. Los demás no pueden esperar y morir con él.» Aun así, Murray creía que estaban bastante cerca de un puesto fronterizo donde podrían dejarle. «Esta serena aceptación de la predisposición a abandonarme […] resultaba extraña viniendo de un inglés, aunque no me sorprendió, porque ya había calibrado su carácter mucho tiempo antes.»

Al final, Fawcett, con su habitual impetuosidad, dio un paso que para él era casi tan radical como dejar morir a un hombre: desvió el rumbo de su misión, al menos lo bastante para intentar sacar a Murray de allí. Con acritud y a regañadientes, buscó el asentamiento más próximo. Ordenó a Costin que se quedara con Murray y garantizara su evacuación. Según Costin, Murray dio muestras de delirio. «No detallaré los métodos de fuerza física que tuve que adoptar con él -recordó Costin tiempo después-. Bastará con decir que le quité el revólver para que no pudiese dispararme […]. Pero era la única alternativa a dejarle morir allí.»70

Finalmente, la partida encontró a un hombre de la frontera a lomos de una muía que prometió intentar llevar al biólogo de vuelta a la civilización. Fawcett ofreció a Murray dinero para comida, pese a que la enemistad entre ambos aún persistía. Costin le dijo a Murray que confiaba en que las duras palabras que se habían intercambiado en la jungla pudieran olvidarse. Luego miró su rodilla infectada. «¿Sabe? Esa rodilla está mucho peor de lo que cree»,71 le dijo.

Murray dedujo de su actitud que Costin y los demás esperaban que muriese, que no esperaban volver a verlo. Los hombres lo cargaron sobre la muía. Sus extremidades, al igual que la rodilla, habían empezado a segregar una sustancia fétida. «Es sorprendente la cantidad que sale del brazo y de la rodilla -escribió Murray-. La sustancia del brazo es muy inflamatoria y hace que todo el antebrazo se me enrojezca y duela mucho. La de la rodilla es más copiosa; se derrama en regueros desde media docena de orificios y me empapa las medias.» Apenas podía sentarse sobre la muía. «Me encuentro más enfermo que nunca, la rodilla muy mal, el talón muy mal, los riñones afectados por la comida o el veneno, y tengo que orinar con frecuencia.» Se preparó para morir: «He pasado en vela toda la noche preguntándome cómo será el final, y si es justificable hacerlo más fácil, con fármacos o por algún otro medio»; una alusión al suicidio. Proseguía: «No puedo decir que me asuste el final en sí, pero me pregunto si será muy difícil». Fawcett, Manley y Costin, mientras tanto, siguieron avanzando, tratando de llevar a cabo al menos parte de la misión. Un mes después, cuando salieron de la jungla en Cojata (Perú), no tuvieron noticia de Murray. Había desaparecido. Más tarde, en La Paz, Fawcett envió una carta a la Royal Geographical Society:


Murray, lamento decirlo, ha desaparecido […]. El gobierno de Perú está poniendo en marcha una investigación, pero temo que debió de sufrir un accidente en las peligrosas pistas de la cordillera, o que habrá muerto por el camino a consecuencia de la gangrena. El ministro británico está al corriente y no comunicará nada a la familia a menos que haya una noticia concluyente, en un sentido u otro, o se abandone toda esperanza de su existencia.72


Tras señalar que Manley también había estado a punto de morir, Fawcett concluía: «Yo estoy bien y en forma, pero necesito un descanso».

Y entonces, milagrosamente, Murray surgió de la selva. Resultó ser que, después de más de una semana, había conseguido, con la muía y el colono, llegar a Tambopata, un puesto situado en la frontera entre Bolivia y Perú y compuesto por una sola casa; allí, un hombre llamado Sardón y su familia lo habían cuidado durante semanas. Lentamente le extirparon «una buena cantidad de gusanos muertos, grandes y gordos», le desinfectaron las heridas y lo alimentaron. Cuando estuvo lo bastante fuerte, lo subieron a lomos de una muía y lo enviaron a La Paz. Por el camino, leyó «pesquisas sobre el señor Murray, presuntamente muerto en esta región». Llegó a La Paz a principios de 1912. Su aparición impactó a las autoridades, que descubrieron que no solo estaba vivo sino también furioso.

Murray acusó a Fawcett de haber intentado asesinarle, y le encolerizó saber que había insinuado que era un cobarde. Keltie informó a Fawcett: «Me temo que existe la posibilidad de que el asunto sea puesto en manos de un abogado de renombre. James Murray tiene amigos poderosos y acaudalados que le respaldan».73 Fawcett insistió: «Todo cuanto, humanamente hablando, podía hacerse por él se hizo […]. Estrictamente hablando, su condición fue consecuencia de hábitos insalubres, insaciabilidad por la comida y excesiva parcialidad por el licor fuerte, todo lo cual resulta suicida en tales lugares. -Fawcett añadió-: Le profeso poca compasión. Sabía en detalle qué era lo que iba a tener que soportar y que en viajes pioneros de este tipo no puede permitirse que las enfermedades y los accidentes comprometan la seguridad de la partida. Todo el que va conmigo comprende esto claramente de antemano. Fue el hecho de que él y el señor Manley estuvieran enfermos lo que me impelió a abandonar el viaje proyectado. Que se sintiera despachado de forma algo cruel […] fue una cuestión de racionamiento de la comida y de la necesidad de salvar su vida, al respecto de la cual él mismo tendía a mostrarse pesimista».74 Costin estaba dispuesto a testificar a favor de Fawcett, como también Manley. La Royal Geographical Society, tras examinar las pruebas iniciales, dedujo que Fawcett «no desatendió a Murray, sino que hizo cuanto pudo por él dadas las circunstancias».75 Sin embargo, la Royal Society suplicó a Fawcett que dejara reposar el asunto con discreción antes de que se convirtiera en un escándalo nacional. «Estoy seguro de que no desea ningún mal a Murray y, ahora que ambos se encuentran en un clima templado, creo que deberían tomar medidas para llegar a un entendimiento»,76 dijo Keltie.

Se desconoce si fue Fawcett quien presentó sus disculpas a Murray o este a Fawcett, pero todos los detalles de la contienda se hicieron públicos, entre ellos lo cerca que había estado Fawcett de abandonar a su compatriota en la jungla. Costin, mientras tanto, era para entonces el único que seguía al borde de la muerte. La espundia empeoraba rápidamente, agravada por otras posibles infecciones. «Por el momento han sido incapaces de curarle -informó Fawcett a Keltie-, pero está sometido a un tratamiento nuevo y particularmente doloroso en la Escuela de Medicina Tropical [de Londres]. Confío sinceramente en que se recupere.»77 Tras visitar a Costin, un alto cargo de la RGS dijo a Fawcett en una carta: «Qué atroz estampa es el pobre hombre».78 Poco a poco, Costin fue recobrando la salud, y cuando Fawcett anunció que tenía previsto regresar al Amazonas, decidió acompañarle. Según sus propias palabras: «Es el infierno absoluto, pero a uno en cierto modo le gusta».79 También Manley, pese a su flirteo con la muerte, se comprometió a ir con Fawcett. «Él y Costin eran los únicos ayudantes a quienes siempre podré considerar de confianza y que se adaptan perfectamente al entorno, y nunca he deseado mejor compañía»,80 dijo Fawcett.

Para Murray, sin embargo, aquella experiencia con el trópico había sido más que suficiente. Anhelaba la conocida desolación del hielo y la nieve, y en junio de 1913 se alistó en una expedición científica canadiense al Ártico. Seis semanas después, el barco en el que viajaba, el Karluk, quedó encallado en el hielo y tuvo que ser abandonado. En esta ocasión, Murray contribuyó a liderar un motín contra el capitán y, junto con una facción disidente, escapó con trineos por la yerma nieve. El capitán consiguió rescatar a su partida. Murray y su grupo, sin embargo, nunca volvieron a ser vistos.81

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