22. Vivo o muerto

El mundo aguardaba noticias. «Cualquier día de estos llegará un cable de mi esposo anunciando que está bien y que regresa con Jack y Raleigh»,1 dijo Nina Fawcett a un periodista en 1927, dos años después de que se supiera por última vez de la partida. Elsie Rimell, con la que se escribía a menudo, se hacía eco de sus sentimientos: «Creo firmemente que mi hijo y las personas con las que está volverán de aquella selva».2

Nina, que vivía en Madeira con su hija de dieciséis años, Joan, imploraba a la Royal Geographical Society que no perdiera la confianza en su esposo y mostraba con orgullo una de las últimas cartas de Jack en la que su hijo describía su viaje a la selva. «Considero que es bastante interesante, tratándose de la primera experiencia de este tipo vista por un chico de veintidós años»,3 dijo. En una ocasión, durante una travesía a nado de larga distancia en el océano en la que competía, Joan dijo a Nina: «¡Mamá! Tengo que ganar hoy, porque si lo hago papá conseguirá encontrar lo que está buscando, y si pierdo…, ellos también lo harán».4 Para asombro de todos, ganó. Brian, que entonces contaba veinte años y trabajaba en la compañía ferroviaria de Perú, aseguró a su madre que no había motivo para preocuparse: «Papá ha alcanzado su objetivo -aseguró- y se está quedando allí el mayor tiempo posible».5

En la primavera de 1927, sin embargo, la inquietud se había propagado ya; tal como declaró la North American Newspaper Alliance: «El temor por la suerte de Fawcett aumenta». Abundaban las teorías sobre lo que podría haberles ocurrido a los exploradores: «¿Habrán sido asesinados por los belicosos salvajes, algunos de ellos caníbales? -conjeturaba un periódico-. ¿Habrán perecido en los rápidos […] o habrán muerto de hambre en esta región absolutamente carente de alimento?»6 Una de las teorías más extendidas sostenía que los exploradores eran rehenes de una tribu, una práctica relativamente común. (Varias décadas después, cuando algunas autoridades brasileñas contactaron con la tribu txukahamei por primera vez, encontraron a media docena de cautivos blancos.)7

En septiembre de 1927, Roger Courteville, ingeniero francés, anunció que mientras viajaba cerca de las fuentes del río Paraguay, en el Mato Grosso, había encontrado a Fawcett y a sus compañeros viviendo, no como rehenes, sino como ermitaños. «Explorador presuntamente embaucado por la hechicería de la jungla: Fawcett olvida al mundo en un paraíso de aves, ganado salvaje y caza»,8 informó el Washington Post. Aunque algunos simpatizaban con el aparente deseo de Fawcett de «huir de la era de las máquinas y […] de húmedos y oscuros andenes subterráneos y de bloques de pisos oscuros»,9 según lo definió el editorial de un periódico estadounidense, otros alegaban que el explorador había perpetrado la mayor patraña de la historia.

Brian Fawcett, que se había apresurado a encontrarse con Courteville, consideró que el francés «describió a papá con exactitud».10 Pese a ello, cada vez que relataba su historia, Courteville cambiaba tanto el contenido como la grafía de su propio nombre, y Nina defendió ferozmente la reputación de Fawcett. «Me hervía la sangre de indignación por las difamaciones lanzadas contra el honor de mi esposo»,11 escribió a la RGS, e informó a Courteville: «A medida que la historia ha ido creciendo y cambiando, ha ido incorporando un componente de maldad y perfidia. Pero, gracias a Dios, yo, esposa [de Fawcett], he visto las discrepancias de las declaraciones publicadas».12 Para cuando concluyó su campaña contra el francés, prácticamente nadie otorgaba ya a este la menor credibilidad, y tampoco a su historia.

Con todo, la pregunta seguía pendiente: ¿dónde estaban Fawcett y sus jóvenes acompañantes? Nina confiaba en que su marido, habiendo sobrevivido años en la jungla, estuviera vivo. Pero, al igual que Elsie Rimell, comprendía ahora que algo terrible debía de haberle ocurrido a la expedición: probablemente los indios los habían secuestrado. «No hay modo de saber el abatimiento y la desesperación que podrían estar soportando los chicos»,13 comentó Nina.

Mientras su angustia iba en aumento, un hombre alto e impecablemente vestido se presentó en la puerta de su casa de Madeira. Era el eterno rival de Fawcett: el doctor Alexander Hamilton Rice. Había ido a consolarla, y le aseguró que aunque los exploradores hubiesen caído prisioneros, Fawcett encontraría el modo de escapar. «La única persona por la que, cuando está en la jungla, nadie debe preocuparse es el coronel», dijo el doctor Rice.

Hasta entonces, Nina se había resistido a enviar a un equipo de rescate, insistiendo en que Fawcett y su hijo preferirían morir a que otros les salvaran la vida, pero ahora, con el pánico apoderándose de ella, preguntó a Rice si él estaría dispuesto a hacerlo. «No podría elegirse a ningún hombre mejor para encabezar tal expedición»,14 comentó más tarde. Sin embargo y para conmoción de muchos de sus colegas, el doctor Rice decidió abandonar el mundo de la exploración. Tal vez, a los cincuenta años, se sentía ya demasiado mayor, especialmente tras haber visto lo que le había ocurrido a su aparentemente invulnerable rival. Tal vez la esposa del doctor Rice, que había perdido a su marido y a su hijo en un trágico accidente, le convenció de que no volviera allí. O tal vez sencillamente Rice consideraba que ya había hecho todo cuanto podía como explorador.

Mientras tanto, la Royal Geographical Society declaró en 1927: «Reiteramos nuestra predisposición a ayudar [a toda partida de rescate] competente y bien acreditada».15 Aunque advirtió que si Fawcett «no pudo penetrar y avanzar, mucho menos podría nadie más», la Royal Society recibió un aluvión de cartas de voluntarios. Uno de ellos escribió: «Tengo treinta y seis años. Prácticamente soy inmune a la malaria. Mido un metro cincuenta y seis descalzo y soy duro como las uñas».16 Otro aseguraba: «Estoy dispuesto a sacrificarlo todo, incluso mi vida».17

Algunos voluntarios buscaban una huida de su deprimente vida cotidiana. («Mi esposa y yo hemos […] decidido que una separación de un par de años nos hará un bien infinito.»)18 Otros anhelaban fama y fortuna, al igual que Henry Morton Stanley, que había encontrado a Livingstone cinco décadas antes. Unos cuantos se sentían atraídos por la naturaleza heroica de la búsqueda: saber, según lo describió uno de ellos, «si tengo madera de hombre, o soy tan solo arcilla».19 Un joven gales, que se ofreció a alistarse con sus amigos, escribió: «Consideramos que esta discreta aventura entraña una mayor dosis de heroísmo que, por ejemplo, el espectacular triunfo de Lindbergh».20

En febrero de 1928, George Miller Dyott, un miembro de la Royal Geographical Society de cuarenta y cinco años, puso en marcha la primera gran tentativa de rescate. Nacido en Nueva York -su padre era británico y su madre, estadounidense-, había sido piloto de pruebas poco después de los hermanos Wright y se contaba entre los primeros que volaron de noche. Tras servir como comandante de escuadrón aéreo en la Primera Guerra Mundial, había abandonado la aviación para hacerse explorador, y, aunque no encajaba demasiado con el prototipo del aventurero duro -medía algo más de metro setenta y apenas pesaba sesenta y tres kilos-, había recorrido a pie los Andes en más de seis ocasiones y se había internado en ciertas regiones del Amazonas. (Había navegado el río de la Duda para confirmar las reivindicaciones, en un tiempo disputadas, de Teddy Roosevelt.) También había pasado varias semanas cautivo de una tribu amazónica que reducía las cabezas de sus enemigos.

Para los medios de comunicación, la desaparición de Fawcett solo había contribuido a dar vida a lo que un escritor denominó una «historia romántica que erige imperios periodísticos»,21 y pocos parecían tan hábiles en mantener la historia incandescente como Dyott. Antiguo director ejecutivo de una empresa llamada Travel Films, había sido uno de los primeros exploradores en llevar consigo cámaras cinematográficas, y sabía instintivamente cómo posar y hablar como un personaje de película de serie B.

La North American Newspaper Alliance patrocinó la tentativa de rescate, que publicitó como «una aventura que acelera el corazón […]. Romance, misterio… ¡y peligro!». Pese a las protestas por parte de la RGS, que alegaba que la publicidad ponía en riesgo el objetivo de la expedición, Dyott tenía previsto enviar despachos diarios con una radio de onda media y filmar su viaje. Para garantizarse el éxito, Dyott, que había coincidido con Fawcett en una ocasión, aseguró que necesitaría «la intuición de Sherlock Holmes» y «la pericia de un profesional de la caza mayor».22 Imaginó a Fawcett y a sus compañeros «acampados en algún rincón remoto de la selva primigenia, incapaces de avanzar ni de retroceder. Sus provisiones de comida debieron de agotarse hace ya tiempo. Su ropa, hecha jirones o descompuesta en trozos».23 En un combate «mano a mano» tan prolongado con la selva, añadió Dyott, solo «su supremo coraje [de Fawcett] habrá mantenido unida a su partida y le habrá infundido la entereza necesaria para seguir con vida».24

Al igual que Fawcett, Dyott había desarrollado con los años sus idiosincrásicos métodos de exploración. Creía, por ejemplo, que los hombres de complexión menuda -es decir, los hombres de su misma complexión- tenían mayor capacidad de resistencia en la selva. «Un hombre alto y corpulento tiene que emplear tanta energía en cargar con su propio peso que acaba agotándola -comentó Dyott a los periodistas, y que sería- difícil de encajar en una canoa.»25

Dyott publicó un anuncio en varios periódicos estadounidenses buscando un voluntario que fuera «menudo, libre y robusto». Los Angeles Times lo hizo con el título «Dyott necesita un joven soltero para viaje peligroso a la selva en busca de un científico: el aspirante debe ser célibe, discreto y vigoroso». En pocos días, recibió ofertas de veinte mil personas. «Vienen de todo el mundo -informó Dyott a los periodistas-¡Inglaterra, Irlanda, Francia, Alemania, Holanda, Bélgica, Suecia, Noruega, Dinamarca, Perú, México… Están representados todos los países. También han llegado cartas de Alaska.»26 Y destacó: «Los aspirantes proceden de todos los estratos sociales […]. Hay cartas de abogados, médicos, agentes inmobiliarios, reparadores de chimeneas… De Chicago han escrito un acróbata y un luchador».27 Dyott contrató a tres secretarias para que le ayudaran a cribar las solicitudes. El Independent, un semanario estadounidense, se maravilló: «Tal vez si existiesen suficientes selvas y expediciones para recorrerlas, presenciaríamos el espectáculo de toda nuestra población partiendo en busca de exploradores perdidos, civilizaciones ancestrales y quizá alguna vaga carencia en la vida personal».28 Nina comentó a la RGS que semejante avalancha de voluntarios suponía un «gran halago» a la firme reputación del coronel Fawcett.

Una de las personas que se presentaron como aspirantes fue Roger Rimell, el hermano de Raleigh, quien entonces contaba treinta años. «Me siento muy angustiado, obviamente -informó a Dyott-; considere que estoy tan capacitado para ir como cualquier otro.»29 Elsie Rimell estaba tan desesperada por encontrar a Raleigh que dio su consentimiento, diciendo: «No conozco mejor forma de ayudarlos que ofrecerles los servicios del hijo que me queda».30

Dyott, sin embargo, no quiso llevar consigo a alguien con tan poca experiencia y rehusó la oferta cortésmente. También se presentaron como voluntarias varias mujeres, pero Dyott arguyo: «No puedo llevar a una mujer».31 Finalmente, escogió a cuatro hombres habituados a trabajar en el exterior y curtidos, que además sabían manejar una radio inalámbrica y una cámara cinematográfica en la selva.

Dyott había sido muy estricto en cuanto a los hombres casados: no los quería en su partida ya que, según él, estaban acostumbrados a «comodidades infantiles» y que «siempre piensan en sus esposas».32 Pero, la víspera de la partida de la expedición, en Nueva York, violó su propio edicto y se casó con una mujer a la que casi doblaba en edad, Persis Stevens Wright, a quien los periódicos retrataron como una «chica de clase alta de Long Island». La pareja planeó celebrar la luna de miel durante el viaje del grupo a Río de Janeiro. El alcalde de Nueva York, Jimmy Walker, que fue a despedir a la expedición, dijo a Dyott que el consentimiento de su prometida para que él arriesgase su vida a fin de salvar las de otros era «una muestra de generoso coraje de la cual todo el país debería enorgullecerse».33

El 18 de febrero de 1928, en medio de una ventisca, Dyott y su partida acudieron a los mismos muelles de Hoboken, New Jersey, de los que Fawcett había zarpado con Jack y Raleigh tres años antes. El grupo de Dyott se disponía a subir a bordo del Voltaire cuando una angustiada mujer de mediana edad apareció abrigada contra la tormenta. Era Elsie Rimell. Había volado desde California para encontrarse con Dyott, cuya expedición, dijo, «me colma de nueva esperanza y coraje».34 Le entregó un pequeño paquete: un regalo para su hijo Raleigh.

Durante la travesía a Brasil, la tripulación del barco apodó a los exploradores como los «Caballeros de la Mesa Redonda». Se celebró un banquete en su honor, y se imprimieron nuevas cartas de menús con los sobrenombres de cada uno de los exploradores: «Rey Arturo» y «Sir Galahad». El comisario del barco declaró: «En nombre de vuestra noble cohorte de caballeros, permitidme desearos buena suerte, buen viaje y feliz retorno».35

Cuando el Voltaire llegó a Río, Dyott se despidió de su esposa y se dirigió con sus hombres a la frontera. Allí reclutó a un pequeño ejército de ayudantes brasileños y guías indígenas. La partida pronto aumentó hasta los veintiséis miembros, y requirió setenta y cuatro bueyes y muías para transportar más de tres toneladas de provisiones y equipamiento. Tiempo después, un periodista describió la partida como un «safari a lo Cecil B. De Mille».36 Los brasileños empezaron a referirse a ella como el «club de los suicidas».

En junio, la expedición llegó al Puesto Bakairí, donde poco antes un grupo de kayapó había atacado y asesinado a varios habitantes. (Dyott describió el puesto como «la escoria de la civilización mezclada con la inmundicia de la selva».)37 Mientras permanecía acampado allí, Dyott hizo lo que consideró un gran avance: conoció a un indígena llamado Bernardino que afirmaba haber sido guía de Fawcett en el descenso del río Kurisevo, uno de los principales afluentes que alimenta el cauce del Xingu. A cambio de regalos, Bernardino accedió a llevar a Dyott hasta donde había conducido al grupo de Fawcett, y, poco después de partir, Dyott vio marcas con forma de «Y» talladas en troncos de árboles, un posible indicio de la antigua presencia del explorador. «La ruta de Fawcett se extendía frente a nosotros, y, como sabuesos tras un rastro, seguíamos de cerca a la presa»,38 escribió Dyott.

Por la noche, Dyott enviaba despachos por radio, que después la Radio Relay League, una red de radioaficionados de Estados Unidos, solía transmitir a la NANA. Cada nuevo dato se pregonaba a los cuatro vientos: «Dyott se aproxima al calvario de la selva», «Dyott emprende la ruta de Fawcett», «Dyott encuentra una nueva pista». John J. Whitehead, miembro de la expedición, escribió en su diario: «Qué diferente habría sido el relato de la historia de Stanley y Livingstone de haber dispuesto de una radio».39 Muchas personas de todo el mundo sintonizaban los boletines, fascinadas. «Oí hablar por primera vez [de la expedición] por medio del receptor de cristal cuando solo tenía once años»,40 recordaría tiempo después Loren MacIntyre, una estadounidense que acabó siendo también una prestigiosa exploradora del Amazonas.

Los radioyentes afrontaban desde sus casas los terrores que amenazaban a la partida. Una noche, Dyott informó:


Encontramos huellas en la tierra blanda, huellas de pies humanos. Nos detuvimos para examinarlas. Debían de pertenecer a treinta o cuarenta personas integrantes de un mismo grupo. Instantes después, uno de nuestros indios bakairí se volvió y dijo con voz inexpresiva: «Indios kayapó».41


Tras caminar casi un mes en dirección norte desde el Puesto Bakairí, la partida llegó al asentamiento de nahukwá, una de las numerosas tribus que habían buscado refugio en las selvas circundantes al Xingu. Dyott escribió a propósito de los nahukwá: «Estos nuevos moradores de la selva eran tan primitivos como Adán y Eva».42 Varios miembros de la tribu recibieron cordialmente a Dyott y a sus hombres, pero el jefe, Aloique, parecía hostil. «Nos observó impasible con sus pequeños ojos -escribió Dyott-. La astucia y la crueldad acechaban tras sus párpados.»43

Dyott se vio enseguida rodeado por los hijos de Aloique y observó algo atado a un trozo de cuerda que uno de los niños llevaba al cuello: una pequeña placa conmemorativa con la inscripción «W. S. Silver and Company». Era el nombre de la empresa británica que había aprovisionado a Fawcett. Al entrar en la penumbrosa choza del jefe, Dyott prendió una bengala. En un rincón vio un baúl metálico de estilo militar.

Sin la ayuda de traductores, Dyott intentó interrogar a Aloique por medio de un sofisticado lenguaje de signos. Aloique, también con gestos, pareció sugerir que el baúl era un regalo. Luego indicó que había guiado a tres hombres blancos hasta un territorio vecino. Dyott, escéptico, instó a Aloique y a varios de sus hombres a que le llevaran por la misma ruta.

Aloique le advirtió que una tribu sanguinaria, los suya, vivía en la zona a la que pretendían dirigirse. Cada vez que los nahukwá pronunciaban la palabra «suya», se señalaban la nuca, como si los estuvieran decapitando. Dyott insistió y Aloique, a cambio de cuchillos, accedió a acompañarlos.

Aquella noche, mientras Dyott y sus hombres dormían entre los indios, muchos miembros de la partida se sintieron desazonados. «No podemos prever los actos [de los indios] puesto que nada sabemos de ellos, excepto, y esto es importante, que la partida de Fawcett desapareció en estas regiones»,44 escribió Whitehead. Dormía con un Winchester de calibre 38 y un machete debajo de la manta.

Al día siguiente, a medida que la expedición avanzaba por entre la selva, Dyott siguió interrogando a Aloique, y el jefe no tardó en aportar un nuevo elemento a su historia. Fawcett y sus hombres, insinuó, habían sido asesinados por los suya. «¡Suya! ¡Bum-bum-bum!», gritó el jefe, y se dejó caer al suelo como si estuviera muerto. Las cambiantes explicaciones de Aloique despertaron sospechas en Dyott. Tal como este escribió más tarde: «El dedo acusador parece señalar a Aloique».45

En un momento dado, mientras Dyott informaba por radio de sus últimos hallazgos, el aparato dejó de funcionar. «El grito de la selva, sofocado», declaró un boletín de la NANA. «La radio de Dyott, desconectada en crisis.» Su prolongado silencio desencadenó especulaciones nefastas. «Estoy aterrada»,46 confesó la esposa de Dyott a los periodistas.

Mientras tanto, la comida y el agua empezaron a escasear, y varios miembros de la expedición estaban tan enfermos que apenas podían caminar. Whitehead escribió que no podía «comer, de tanta fiebre como tengo».47 El cocinero tenía las piernas hinchadas y le supuraban pus. Dyott decidió proseguir con solo dos de sus hombres, con la esperanza de encontrar los restos de Fawcett. «Recuerda -dijo Dyott a Whitehead-: si me ocurre algo, todos mis efectos personales son para mi esposa.»48

La noche previa a la partida del reducido contingente, uno de los hombres de la expedición de Dyott, un indígena, informó que había oído a Aloique conspirando con otros miembros de la tribu para asesinar a Dyott y robarle el equipamiento. Para entonces, Dyott no albergaba ya ninguna duda de que había encontrado al asesino de Fawcett. Como argumento disuasorio, Dyott dijo a Aloique que tenía la intención de llevar a todos sus hombres con él. La mañana siguiente, Aloique y su séquito habían desaparecido.

Poco después, infinidad de indios de varias tribus de la región del Xingu surgieron de la selva armados con arcos y flechas, y exigieron regalos. Cada hora, una nueva canoa llegaba con más indígenas. Algunos de ellos lucían llamativas alhajas y poseían exquisitas piezas de cerámica, lo cual hizo pensar a Dyott que las historias de Fawcett sobre una civilización ancestral sofisticada podían ser ciertas. Pero era imposible seguir indagando. Tal como lo explicó Whitehead: «Nativos de tribus de todo el territorio, posiblemente dos mil, fueron acechándonos gradualmente desde todas las direcciones».49

Dyott había agotado ya las reservas de regalos y los indios iban tornándose hostiles. Les prometió que a la mañana siguiente daría a cada uno de ellos un hacha y cuchillos. Pasada la medianoche, cuando los indios parecían dormir, Dyott reunió con sigilo al grupo y partió en las barcas de la expedición. Los hombres las empujaron al río y se dejaron llevar por la corriente. Nadie se atrevió a utilizar los remos. Instante después, oyeron varias canoas remontando el río con más indios a bordo, al parecer dirigiéndose a su campamento. Dyott indicó a sus hombres que llevaran las barcas a la orilla y se escondieran dentro de ellas. Todos contuvieron el aliento hasta que los indios los dejaron atrás.

Dyott dio al fin la orden de remar y los exploradores obedecieron al momento. Uno de los técnicos consiguió que la radio inalámbrica funcionara el rato suficiente para enviar un breve mensaje: «Lamento informar que la expedición de Fawcett pereció a manos de indios hostiles. Nuestra situación es crítica […]. Ni siquiera dispongo de tiempo para comunicar detalles por radio. Debo descender el Xingu sin demora o también nos apresarán a nosotros».50 La expedición entonces se deshizo de la radio, junto con otro equipamiento pesado, para aligerar la huida. Los periódicos debatían sobre sus posibilidades de sobrevivir. «Las probabilidades de Dyott de escapar son del cincuenta por ciento», proclamaba un titular. Cuando Dyott y sus hombres finalmente surgieron de la selva, meses después -enfermos, demacrados, con barba y acribillados por los mosquitos-, fueron recibidos como héroes. «Queremos disfrutar de la plácida y embriagadora atmósfera de la fama»,51 dijo Whitehead, que fue contratado después como anunciante de una marca de laxantes llamada Nujo. («Puede estar seguro de que, aunque tenga que descartar equipo importante, en mi próxima aventura me llevaré una buena cantidad de Nujol.»)52 Dyott publicó un libro, Man Hunting in the jungle, y en 1933 protagonizó en Hollywood una película sobre sus aventuras titulada Savage Gold.

Pero para entonces la historia de Dyott había empezado a desmoronarse. Tal como Brian Fawcett señaló, resultaba difícil creer que su padre, que había sido tan precavido para que nadie conociera su ruta, dejara marcas con forma de «Y» en los árboles. El equipamiento que Dyott encontró en casa de Aloique podría haber sido un regalo de Fawcett, como insistió en afirmar Aloique, o proceder de la expedición de 1920, en la que él y Holt se vieron obligados a abandonar gran parte de la carga que llevaban. De hecho, los argumentos de Dyott se basaban en lo que él consideraba una actitud «traicionera» por parte de Aloique, un juicio fundamentado en gran medida en la comunicación por gestos y en los presuntos conocimientos de Dyott en «psicología indígena».53

Años después, cuando misioneros y otros exploradores accedieron a la región, describieron a Aloique y a los nahukwá como un pueblo, en general, pacífico y cordial. Dyott había obviado que la esquivez de Aloique y su decisión de desaparecer se derivaba de sus propios miedos al extranjero blanco que lideraba un grupo armado. Por último, estaba Bernardino. «Dyott […] debe de haberse tragado el anzuelo que le lanzaron con lo que le contaron -escribió Brian Fawcett-. Lo digo porque en 1925 no había ningún Bernardino en la partida de mi padre.»54 Según las últimas cartas de Fawcett, desde el Puesto Bakairí solo había llevado consigo a dos ayudantes brasileños: Gardenia y Simão. No mucho tiempo después del retorno de la expedición de Dyott, Nina Fawcett concluyó en una declaración pública: «Por consiguiente, no hay pruebas de que los tres exploradores estén muertos».55

Elsie Rimell insistía en que «jamás dejaría»56 de creer que su hijo regresaría. En privado, no obstante, se mostraba desesperada. Una amiga le escribió una carta diciéndole que era natural que se sintiera tan «deprimida», pero le suplicaba: «No pierdas la esperanza».57 La amiga le aseguraba que pronto se conocería el verdadero sino de los exploradores.


El 12 de marzo de 1932, un hombre de ojos siniestros y bigote oscuro se presentó ante la embajada británica en Sao Paulo exigiendo ver al cónsul general. Llevaba una chaqueta informal, corbata de rayas, pantalones holgados, y unas botas de montar que le llegaban hasta la rodilla. Dijo que se trataba de un asunto urgente relativo al coronel Fawcett.

El hombre fue llevado en presencia del cónsul general, Arthur Abbott, que había sido amigo de Fawcett. Durante años, Abbott había confiado en que los exploradores aparecieran, pero tan solo unas semanas antes había destruido las últimas cartas que había recibido de Fawcett: creía que «toda esperanza de volver a verle se había desvanecido».58

En una declaración jurada posterior, el visitante dijo: «Me llamo Stefan Rattin. Soy ciudadano suizo. Llegué a Sudamérica hace veintiún años». 59 Explicó que, unos cinco meses antes, él y dos acompañantes habían ido a cazar cerca del río Tapajós, en el extremo noroccidental del Mato Grosso, cuando toparon con una tribu que tenía preso a un hombre blanco de edad avanzada con el pelo largo y amarillento. Más tarde, cuando muchos de los indios estaban borrachos, según afirmó Rattin, el hombre blanco, que iba vestido con pieles de animales, se acercó a él en silencio.

– ¿Eres amigo? -le preguntó.

– Sí -contestó Rattin.

– Soy un coronel inglés -repuso el anciano, e imploró a Rattin que fuera al consulado británico y le dijera al «mayor Paget» que estaba preso.

Abbot sabía que el antiguo embajador británico en Brasil, sir Ralph Paget, había sido confidente de Fawcett. De hecho, había sido Paget quien había presionado al gobierno brasileño para que financiara la expedición de Fawcett de 1920. Estos hechos, señaló Abbot en una carta dirigida a la Royal Geographical Society, «solo los conozco yo y varios amigos íntimos».60

Cuando Nina Fawcett y Elsie Rimell oyeron por primera vez el relato de Rattin, consideraron que era verosímil. Nina dijo: «No me atrevo a alimentar en exceso mis esperanzas»;61 no obstante, envió un telegrama a una agencia de noticias de Brasil diciendo que ahora estaba convencida de que su esposo seguía «vivo».

Otros se mostraron escépticos. El general Rondón, tras entrevistarse con Rattin durante tres horas, comentó en un informe que el lugar donde el trampero suizo afirmaba haber encontrado a Fawcett estaba a unos ochocientos kilómetros del punto en el que la expedición fue vista por última vez. El propio Paget, al preguntarle al respecto, se cuestionó por qué la tribu habría dejado marchar a Rattin si seguía reteniendo a Fawcett.

Abbot, sin embargo, estaba convencido de la sinceridad de Rattin, especialmente porque el suizo prometió rescatar a Fawcett sin ánimo de recompensa alguna. «Prometí al coronel Fawcett que llevaría ayuda y esa promesa será cumplida»,62 dijo Rattin. El trampero pronto partió con dos hombres, uno de ellos un reportero que escribía artículos para la agencia United Press. Tras caminar por la selva durante semanas, los tres hombres llegaron al río Arinos, donde construyeron varias canoas con corteza de árbol. En un despacho con fecha del 24 de mayo de 1932, cuando la expedición estaba a punto de penetrar en territorio indígena hostil, el reportero informó: «Rattin está ansioso por salir. Grita: "¡Todos a bordo!". Allá vamos».63 Nunca volvió a saberse de ellos.

No mucho tiempo después, un inglés de cincuenta y dos años llamado Albert de Winton llegó a Cuiabá jurando que encontraría a Fawcett, vivo o muerto. Había participado recientemente en varias películas de Hollywood con papeles de escasa relevancia, entre ellas El rey de la selva. Según el Washington Post, Winton había «abandonado la emoción de las imitaciones en las películas por la auténtica de la selva».64 Con un impoluto uniforme de safari, una pistola sujeta al cinturón y fumando una pipa, se precipitó hacia la selva. Una mujer de Orange (New Jersey), refiriéndose a sí misma como «representante estadounidense» de Winton, fue enviando comunicados a la RGS para los que empleó un papel que llevaba repujado, a modo de membrete: «Albert de Winton, expedición a LA JUNGLA BRASILEÑA INEXPLORADA EN BUSCA DEL CORONEL p. h. fawcett». Nueve meses después de que Winton entrara en la selva, salió con la ropa hecha jirones y el rostro consumido. El 4 de febrero de 1934, los periódicos publicaron una foto de él con el pie: «Albert Winton, actor de Los Ángeles, no está caracterizado para una película dramática. El aspecto que presenta es fruto de los nueve meses en la selva sudamericana».65 Tras un breve descanso en Cuiabá, donde visitó un museo que albergaba una exposición dedicada a Fawcett, Winton volvió a la región del Xingu. Transcurrieron meses sin que se supiera de él. Pero un día, en septiembre, un corredor indígena surgió de la selva con una maltrecha nota de Winton. En ella decía que había caído prisionero de una tribu y suplicaba: «Por favor, envíen ayuda». La hija de Winton informó a la RGS de «este grave giro de los acontecimientos»,66 y rogaba que alguien de la Royal Society acudiera a salvar a su padre. No obstante, nadie volvió a verle nunca. Años después, oficiales brasileños supieron por indígenas de la región que dos miembros de la tribu kamayurá habían encontrado a Winton flotando en una canoa a la deriva, desnudo y medio enloquecido. Uno de los kamayurá le aplastó la cabeza con un garrote y luego le quitó el rifle.67

Historias como esta apenas contribuyeron a disuadir al sinfín de exploradores que volvieron a intentar encontrar a Fawcett o la Ciudad de Z. Hubo expediciones lideradas por alemanes, italianos, rusos y argentinos. Hubo una joven licenciada en antropología por la Universidad de California; un soldado estadounidense que había servido con Fawcett en el frente occidental; también Peter Fleming, hermano de Ian Fleming, el creador de James Bond, y un grupo de bandidos brasileños. En 1934, el gobierno brasileño, desbordado por el aumento incesante de las partidas de búsqueda, emitió un decreto prohibiéndolas hasta que se les concediera un permiso especial; sin embargo, los exploradores seguían internándose en la selva, con permiso o sin él.

Aunque no existen estadísticas fidedignas, un cálculo reciente eleva a un centenar el coste en muertes de estas expediciones. La licenciada por la Universidad de California, quien, en 1930, fue una de las primeras mujeres antropólogas que viajaron a la región para llevar a cabo una investigación, consiguió regresar pero murió pocos años después a consecuencia de una infección contraída en el Amazonas. En 1939, otro antropólogo estadounidense se ahorcó de un árbol en la selva. (Dejó un mensaje en el que decía: «Los indios van a quitarme mis notas […]. Son muy valiosas y pueden ser desinfectadas y enviadas al museo. Quiero que mi familia crea que fallecí por causas naturales en un poblado indígena».)68 Un buscador perdió a su hermano, víctima de las fiebres. «Intenté salvarle -dijo a Nina-, pero, desgraciadamente, no pude hacer nada, de modo que le enterré en la orilla del Araguaya.»69

Al igual que Rattin y Winton, otros exploradores parecían evaporarse de la faz de la tierra. En 1947, según el reverendo Jonathan Wells, misionero en Brasil, una paloma mensajera salió de la selva con una nota escrita por un profesor de escuela neozelandés de treinta y dos años, Hugh McCarthy, obsesionado con encontrar Z. Wells dijo que había conocido a McCarthy en su misión cristiana, ubicada en la periferia oriental del Mato Grosso, y que le había advertido que moriría si se internaba solo en la selva. Pero McCarthy se negó a abandonar su proyecto, relató Wells, y entonces este dio al profesor siete palomas mensajeras para que fuera enviando mensajes, y McCarthy las colocó en cestas de mimbre a bordo de su canoa. La primera nota llegó seis semanas después. Decía: «Sigo bastante enfermo por el accidente, pero la inflamación de la pierna va remitiendo […]. Mañana parto para proseguir con mi misión. Me dicen que las montañas que busco están a solo cinco días de aquí. Que Dios te proteja. Hugh». Un mes y medio después, una segunda paloma llegó hasta Wells con un nuevo mensaje. «Me encuentro […] en nefastas circunstancias -escribía McCarthy-. Hace ya mucho que abandoné la canoa y el rifle, pues este resulta inútil en la selva. Se me ha acabado la comida y sobrevivo con bayas y frutos silvestres.» La última noticia sobre McCarthy llegó en una tercera nota que decía: «He concluido mi trabajo y muero feliz, sabiendo que mi creencia en Fawcett y en su Ciudad de Oro perdida no era vana».70


Nina seguía de cerca el desarrollo de todo lo que acontecía con respecto a lo que ella denominaba «El Misterio Fawcett». Se había convertido en una especie de detective: examinaba documentos y, con una lupa, estudiaba los antiguos cuadernos de bitácora de su esposo. Un visitante la describió sentada frente a un mapa de Brasil, lápiz en mano; a su alrededor, desperdigadas, las últimas cartas y fotografías de su marido y de su hijo, así como un collar de conchas que Jack le había enviado desde el Puesto Bakairí. Por petición expresa de Nina, la RGS compartía con ella todas las noticias de posibles avistamientos o rumores relacionados con la suerte de la partida. «Usted siempre ha defendido la valerosa opinión de que puede juzgar mejor que nadie el valor de una prueba»,71 le dijo un alto cargo de la RGS. Ella insistía en que se había «entrenado» para ser siempre imparcial, de modo que, al igual que un juez, emitía un veredicto ante cualquier nueva prueba que presentaban las diversas teorías sobre la suerte de su marido. En una ocasión, después de que un aventurero alemán asegurara haber visto a Fawcett con vida, ella escribió airada que ese hombre tenía «más de un pasaporte, al menos tres alias, ¡y un buen fajo de artículos de prensa que hablan de él!».72

Pese a sus esfuerzos por seguir siendo objetiva, confesó a su amigo Harold Large, después de que se propagaran rumores de que los indígenas habían masacrado a la partida: «Mi corazón está lacerado por los terribles relatos que estoy obligada a leer y mi imaginación evoca imágenes espantosas de lo que podría haber ocurrido. Requiere toda mi fuerza de voluntad expulsar todos estos horrores de mis pensamientos. El desgaste es brutal».73 Otro amigo de Nina informó a la Royal Geographical Society que «lady Fawcett está sufriendo en cuerpo y alma».74

Nina encontró entre sus documentos un fajo de cartas que Fawcett había escrito a Jack y a Brian cuando llevaba a cabo su primera expedición, en 1907. Informó a Large que se las había entregado a Brian y a Joan «para que ambos conozcan la verdadera personalidad del hombre de quien descienden. -Y añadía-: Hoy está muy presente en mis pensamientos: es su cumpleaños».75

Para 1936, la mayoría de la gente, incluso los Rimell, había llegado a la conclusión de que la partida había perecido. El hermano mayor de Fawcett, Edward, dijo a la RGS: «Debo actuar en la convicción, albergada desde hace mucho tiempo, de que todos ellos murieron hace ya años».76 Pero Nina se negaba a aceptar que su esposo no fuera a regresar y que ella misma había accedido a enviar a su hijo a la muerte. «Soy una de los pocos que aún creen»,77 dijo. Large se refería a ella78 como «Penélope» esperando el «regreso de Ulises».79

Del mismo modo que le ocurrió a Fawcett con Z, la búsqueda de los exploradores desaparecidos se convirtió para Nina en una obsesión. «El regreso de su esposo es lo único por lo que vive hoy», le comentó un amigo al cónsul general en Río. Nina apenas tenía dinero: recibía tan solo una parte de la pensión de Fawcett y una pequeña cantidad que Brian le enviaba desde Perú. Con el paso de los años, empezó a vivir como una indigente nómada, deambulando con su fardo a cuestas, repleto de papeles relacionados con Fawcett, entre Perú, donde vivía Brian, y Suiza, donde Joan se había instalado con su marido, el ingeniero Jean de Montet y sus cuatro hijos, entre ellos Rolette. Cuantas más personas dudaban de que los exploradores siguieran con vida, con tanto más desespero se aferraba Nina a las pruebas que demostraran su fe. Cuando una de las brújulas de Fawcett apareció en el Puesto Bakairí, en 1933, ella insistió en que su esposo la habría dejado allí en fechas recientes como un indicio de que estaba vivo. Aunque, tal como señaló Brian, era evidente que se trataba de algo que su padre había dejado allí antes de partir. «Tengo la impresión -escribió Nina a un contacto de Brasil- que en más de una ocasión el coronel Fawcett ha intentado dar señales de su presencia, y de que nadie, excepto yo, ha comprendido su significado.»80 En ocasiones firmaba sus cartas con un «Créeme».

En la década de 1930, Nina empezó a recibir informes de una nueva fuente: los misioneros que se estaban introduciendo en la región del Xingu con el propósito de convertir a lo que uno de ellos denominó «los indios más primitivos y atrasados de toda Sudamérica».81 En 1937, Martha L. Moennich, una misionera estadounidense, caminaba por la selva con los párpados inflamados por picaduras de garrapatas y recitaba la promesa del Señor -«Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»- cuando, según aseguró, hizo un extraordinario hallazgo: en el poblado kuikuro conoció a un muchacho de piel clara e intensos ojos azules. La tribu le dijo que era hijo de Jack Fawcett y de una india.82 «En su naturaleza doble hay evidentes rasgos de la reserva británica y de porte militar, mientras que en su vertiente indígena, la visión de un arco y una flecha, o un río, hacen de él un niño de la selva»,83 escribió más tarde Moennich. Dijo que había propuesto llevarse al niño con ella para que el pequeño pudiera tener la oportunidad «no solo de aprender el idioma de su padre sino también de vivir entre personas de la raza de su padre».84 La tribu, no obstante, se negó. Otros misioneros regresaron con historias similares acerca de un niño blanco que vivía en la selva, un niño que era, según un clérigo: «Tal vez el niño más famoso de todo el Xingu».85

En 1943, Assis Chateaubriand, un multimillonario brasileño propietario de un conglomerado de periódicos y emisoras de radio, envió a un reportero de uno de sus populares tabloides, Edmar Morel, en busca del «nieto de Fawcett». Meses después, Morel regresó con un chico de diecisiete años con la piel blanca como la luna llamado Dulipé. El muchacho fue aclamado como el nieto del coronel Percy Harrison Fawcett, o, según lo llamaba la prensa, el «dios blanco del Xingu».

El descubrimiento provocó un delirio internacional. Dulipé, tímido y nervioso, apareció fotografiado en Life y desfiló por Brasil como una atracción de carnaval, un freak,^ como lo definió el Time. La gente acudía en masa a los cines, las colas daban la vuelta a la manzana, para ver secuencias de él en la selva, desnudo y pálido. (Cuando se preguntó a la RGS al respecto de Dulipé, la institución respondió flemáticamente que tales «cuestiones quedan fuera del ámbito científico de nuestra Sociedad».) 87 Morel telefoneó a Brian Fawcett, y preguntó a él y a Nina si querían adoptar al joven. Cuando examinó fotografías de Dulipé, sin embargo, Nina se sorprendió.

– ¿No ves algo extraño en los ojos del chico? -le preguntó a Brian.88

– Parecen entornados, como deslumbrados por la luz -respondió él.

– A mí me parece albino -dijo ella.

Pruebas posteriores confirmaron su teoría. Muchas leyendas de indios blancos, de hecho, se derivaban de casos de albinismo. En 1942, Richard O. Marsh, un explorador estadounidense que tiempo después buscó a Fawcett, anunció que en una expedición en Panamá no solo había visto «indios blancos», sino que se llevaba de vuelta a tres «especímenes vivos»89 como prueba. «Tienen el cabello dorado, los ojos azules y la piel blanca -dijo Marsh-. Sus cuerpos están cubiertos por un vello fino, largo y blanco. Parecen […] blancos nórdicos muy primitivos.»90 Después de que su barco arribara a Nueva York, Marsh llevó a las tres criaturas -dos amedrentados niños indígenas, de diez y dieciséis años, y una niña de catorce llamada Margarita- en presencia de una muchedumbre de curiosos y fotógrafos. Científicos de todo el país -del Bureau of American Ethonology, el Museum of the American Indian, el Peabody Museum, el American Museum of Natural History y la Universidad de Harvard- pronto se reunieron en una habitación del hotel Waldorf-Asteria para ver a los niños exhibidos, punzando y manoseando sus cuerpos. «Observad el cuello de la niña»,91 dijo uno de los científicos. Marsh conjeturó que eran una «reliquia de la modalidad del Paleolítico».92 El The New York Times afirmó después: «Científicos declaran auténticos a los indios blancos». Se instaló a los niños en una casa de una zona rural situada a las afueras de Washington D.C., para que pudieran estar «más cerca de la naturaleza».93 Solo tiempo después se concluyó que los niños eran, al igual que muchos indios san blas de Panamá, albinos.

El destino de Dulipé fue trágico. Arrancado de su tribu y lejos de ser ya una atracción comercial, fue abandonado en las calles de Cuiabá. Se sabe que el «dios blanco del Xingu» murió víctima del alcoholismo.

A finales de 1945, Nina, que contaba ya setenta y cinco años, padecía una artritis y anemia que debilitaba su organismo. Tenía que ayudarse de un bastón para caminar, en ocasiones dos, y se describía como una persona «sin hogar, sin nadie que me ayude o venga a verme, ¡y lisiada!».94

Tiempo antes, Brian le había escrito una carta en la que le decía: «Has soportado lo que quebraría el espíritu de una docena de personas, pero, al margen de cómo te sintieras […], has sonreído en todo momento y aceptado durante tantísimo tiempo la pesada carga que el Destino ha depositado sobre ti de un modo que me hace sentir enormemente orgulloso de ser tu hijo. Sin duda eres un ser superior, o de lo contrario los dioses no te habrían impuesto semejante prueba, y tu recompensa será sin duda muy Grande».95

En 1946 surgió otra historia según la cual los tres exploradores estaban vivos en el Xingu. Se aseguraba que Fawcett era tanto «prisionero como jefe de los indios». En esta ocasión, Nina estaba segura de que su recompensa finalmente había llegado. Prometió enviar una expedición para rescatarlos, aunque «¡eso signifique la muerte para mí!».96 El relato, sin embargo, resultó ser una invención más.

En una fecha tan tardía como 1950, Nina insistía en que no le sorprendería que los exploradores, su esposo con ya ochenta y dos años y su hijo con cuarenta y siete entraran por la puerta en cualquier momento. Sin embargo, en abril de 1951, Orlando Villas Boas, un funcionario gubernamental aclamado por su defensa de los indígenas del Amazonas, anunció que los kalapalo habían admitido que miembros de su tribu habían matado a los tres exploradores. Y, lo que era aún más importante, Villas Boas aseguraba tener una prueba de ello: los restos del coronel Fawcett.

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