– Aquí -dije a mi mujer, señalando la pantalla de mi ordenador, en la que se veía una imagen de satélite del Amazonas-. Aquí es adonde voy.
La imagen reproducía las hendiduras de la tierra allí donde el inmenso río y sus afluentes la habían excavado sin piedad. Más tarde fui capaz de mostrarle las coordenadas de forma más clara con el programa Google Earth, que se dio a conocer en el verano de 2005 y permite aproximarse, en cuestión de segundos, a prácticamente cualquier lugar del planeta y a tan solo unos metros de distancia. En primer lugar, tecleé nuestra dirección de Brooklyn. La imagen de la tierra empezó a aproximarse, como un misil teledirigido, hacia un conjunto de edificios y calles, hasta que reconocí el balcón de nuestro apartamento. La nitidez era increíble. Luego tecleé las últimas coordenadas publicadas de Fawcett y contemplé el recorrido de la pantalla por el Caribe y el océano Atlántico, luego sobre un débil perfil de Venezuela y la Guayana, y por último un borrón verde sobre el que se detuvo: la jungla. Lo que antiguamente era un espacio en blanco en el mapa ahora resultaba visible al instante.
Mi mujer me preguntó cómo sabía adonde tenía que ir, y le hablé de los diarios de Fawcett. Le indiqué en el mapa la primera y presunta ubicación del Dead Horse Camp, la que hasta entonces todo el mundo había dado por auténtica, y después las coordenadas que había encontrado en el cuaderno de bitácora de Fawcett, situadas a más de ciento sesenta kilómetros al sur. A continuación le mostré un documento que llevaba impresa la palabra «confidencial» y que había hallado en la Royal Geographical Society. A diferencia de otros escritos de Fawcett, este estaba pulcramente mecanografiado. Databa del 13 de abril de 1924 y se titulaba Case for an Expedition in the Amazonas Basin («Argumentos para una expedición en la cuenca del Amazonas»).
Desesperado por conseguir una financiación, al parecer Fawcett había accedido a ser más explícito con respecto a sus planes, algo que la Royal Society le había exigido. Tras casi dos décadas de exploración, dijo, había concluido que en la cuenca meridional del Amazonas, entre los afluentes Tapajós y Xingu, se encontraban «los vestigios más extraordinarios de una civilización ancestral».1 Fawcett había esbozado un mapa de la región y lo había entregado junto con una propuesta. «Esta región representa la mayor área de territorio inexplorado del mundo -escribió-. La exploración portuguesa, y toda la subsiguiente investigación llevada a cabo por brasileños y extranjeros, se ha limitado invariablemente a las vías fluviales.»2 Por el contrario, él pretendía abrir un camino por tierra entre el Tapajós, el Xingu y otros afluentes, donde «nadie ha penetrado». (Admitió lo peligrosa que resultaba esta empresa, de modo que pidió más dinero para «traer de vuelta a Inglaterra a los supervivientes», pues «a mí podrían matarme».)3
En una página de la propuesta, Fawcett había incluido varias coordenadas.
– ¿Para qué son? -preguntó mi mujer.
– Creo que se trata del rumbo que emprendieron después de dejar el Dead Horse Camp.
A la mañana siguiente, embutí mi equipamiento y mis mapas en la mochila, y me despedí de mi mujer y de nuestro bebé.
– No hagas tonterías -me dijo.
A continuación me dirigí al aeropuerto y embarqué en un avión con destino a Brasil.