6. El discípulo

Fawcett no quería llegar tarde. Era el 4 de febrero de 1900 y lo único que tenía que hacer era ir de su hotel, ubicado en Redhill, Surrey, al número 1 de Savile Row, en el distrito Mayfair de Londres,1 pero en la ciudad nada se movía…, o, más exactamente, todo parecía estar en movimiento: hombres-anuncio, carniceros, oficinistas, omnibuses tirados por caballos, y esa extraña bestia que empezaba a invadir las calles, asustando a caballos y a peatones, y que se averiaba en cada esquina: el automóvil.2 Originalmente, la ley exigía a los conductores no superar la velocidad de tres kilómetros por hora e ir precedidos por un lacayo a pie ondeando una bandera roja, pero en 1896 el límite de velocidad se había elevado a veintidós kilómetros por hora. Y allí por donde pasara Fawcett, lo nuevo y lo viejo parecían estar enfrentados: luces eléctricas, repartidas por las calles de suelo de granito más modernas, y farolas a gas, ubicadas en las esquinas adoquinadas, refulgiendo en la niebla; el metro traqueteando en el subsuelo, una de las invenciones de Edward Fawcett digna de la ciencia ficción, y bicicletas, pocos años antes el artilugio más glamuroso que circulaba por las aceras y ya desfasado. Incluso los olores parecían enfrentados: el tradicional hedor del estiércol y el novedoso tufillo de la gasolina. Era como si Fawcett estuviera atisbando el pasado y el presente al mismo tiempo.

Desde que había partido de Inglaterra rumbo a Ceilán, catorce años antes, Londres parecía haberse vuelto más bulliciosa, más sucia, más moderna, más rica, más pobre, más todo. Con una población que superaba los cuatro millones y medio de habitantes, Londres era la ciudad más grande del mundo, incluso más que París y Nueva York. Las vendedoras ambulantes gritaban: «Flores, flores de todos los colores!». Los periódicos proclamaban: «¡Horrible asesinato!».

Mientras Fawcett caminaba por entre la gente, sin duda se esforzaba por proteger su atuendo del hollín procedente de los hornos de carbón que se mezclaba con la niebla para formar una mugre característica de Londres, un tenaz barniz negro que lo impregnaba y lo penetraba todo; incluso las cerraduras de las casas tenían que cubrirse con placas metálicas. También estaba el estiércol de los caballos -«el barro de Londres», como se denominaba cortésmente-, que los pilludos recogían y vendían puerta por puerta como fertilizante para el jardín, y que se encontraba literalmente allí donde Fawcett pisara.

El coronel dobló por una elegante calle en Burlington Gardens, alejada de los burdeles y de las fábricas ennegrecidas. En una esquina se alzaba una imponente casa con pórtico. Era el número 1 de Savile Row.3 Y Fawcett vio allí el imponente cartel: royal geographical society.

Al entrar en la casa de tres plantas -la Royal Society aún no se había trasladado junto a Hyde Park-, Fawcett supo que estaba accediendo a un lugar encantado. Sobre la puerta principal se abría una media ventana con forma de farol hemisférico; cada uno de sus paneles representaba los paralelos y los meridianos del planeta. Es de suponer que Fawcett pasó junto al despacho del secretario general y de sus dos ayudantes; luego subió por la escalera que llevaba a la sala de juntas para llegar finalmente a una cámara de techo acristalado. El sol se filtraba por él, iluminando con sus haces polvorientos globos terráqueos y mesas cartográficas. Era la sala de los mapas y, por lo general sentado al fondo de la misma, sobre una tarima, estaba el hombre a quien Fawcett buscaba: Edward Ayearst Reeves.

Cercano a la cuarentena, con una incipiente alopecia, la nariz aguileña y un bigote pulcro y arreglado, Reeves no solo era el conservador cartográfico sino también el instructor jefe de exploración, y la persona encargada de convertir a Fawcett en un caballero explorador.4 Excelente delineante, Reeves había empezado a trabajar en la Royal Society en 1878, a los dieciséis años, como ayudante del anterior conservador, y nunca pareció olvidar esa sensación de admiración reverencial que asaltaba a los recién llegados. «Con qué claridad lo recuerdo -escribió en su autobiografía, The Recollections of a Geographer-. Con qué orgullo, y también con qué aprensión y temblores, entré en el recinto de este maravilloso lugar del que había leído en libros, y que había enviado a exploradores a todos los rincones del mundo, que después habían regresado para narrar sus fascinantes hallazgos y sus heroicas aventuras.»5 A diferencia de muchos de los miembros de la Royal Society, belicosos y de mirada feroz, Reeves tenía un talante cálido y afable. «Poseía una capacidad innata para la enseñanza -comentó un colega-. Sabía exactamente cómo explicar un concepto de manera que hasta el más obtuso de los alumnos lo entendiera.»6

Fawcett y Reeves finalmente subieron a la tercera planta, donde se impartían las clases. Francis Galton advertía a cada uno de los nuevos miembros que pronto sería admitido en «la sociedad de hombres con cuyos nombres llevaba tiempo familiarizado, y a quienes había venerado como sus héroes».7 Al mismo tiempo que Fawcett asistieron al curso Charles Lindsay Temple, que podía obsequiar a sus colegas con historias de sus tiempos en la administración pública de Brasil; el teniente T. Dannreuther, obsesionado por coleccionar mariposas e insectos raros, y Arthur Edward Symour Laughton, abatido a tiros por bandidos mexicanos en 1913 a los treinta y ocho años.

Reeves se puso manos a la obra. Si Fawcett y los demás alumnos seguían sus instrucciones, podrían convertirse en la siguiente generación de grandes exploradores. Reeves les enseñó a hacer algo que los cartógrafos de épocas pasadas desconocían: determinar la posición de uno en cualquier lugar. «Si vendáramos los ojos a un hombre y le lleváramos a cualquier punto de la superficie de la tierra, pongamos a algún lugar situado en el centro de África, y después le quitáramos la venda, el hombre en cuestión podría [de estar adecuadamente adiestrado] indicar en un mapa, en un breve espacio de tiempo, su ubicación exacta»,8 dijo Reeves. Además, si Fawcett y sus colegas se atrevían a escalar los picos más altos y a penetrar en las selvas más densas, podrían cartografiar las zonas del mundo aún por descubrir.

Reeves mostró una serie de objetos extraños. Uno parecía un telescopio acoplado a una rueda circular metálica que lucía varios tornillos y cámaras. Reeves explicó que se trataba de un teodolito, capaz de calcular el ángulo entre el horizonte y los cuerpos celestes. Exhibió otras herramientas -horizontes artificiales, aneroides y sextantes- y luego llevó a Fawcett y a los demás al tejado del edificio para poner a prueba el equipamiento. La niebla a menudo dificultaba la observación del sol o de las estrellas, pero en aquel momento la visibilidad era buena. La latitud, dijo Reeves, podía calcularse midiendo el ángulo del sol al mediodía sobre el horizonte o la altura de la Estrella Polar, y cada uno de los alumnos intentó determinar su posición con los instrumentos, una tarea en extremo compleja para un principiante. Cuando le llegó el turno a Fawcett, Reeves lo observó atónito. «Fue asombrosamente rápido aprendiéndolo todo -recordó Reeves-. Y, aunque nunca antes había utilizado un sextante ni un horizonte artificial para la observación de las estrellas, recuerdo que la primera noche que lo intentó consiguió desplazar las estrellas al horizonte artificial y enseguida alcanzó una excelente altitud sin ninguna dificultad. Todos los que hayan probado a hacerlo sabrán que, habitualmente, es algo que tan solo se consigue tras una práctica considerable.»9

Fawcett aprendió no solo a examinar su entorno sino también a ver: registrar y clasificar todo cuanto le rodeaba, en lo que los griegos denominaban una autopsis.10 Existían dos manuales principales que le sirvieron de ayuda: uno era Art of Travel, escrito por Francis Galton para el público en general; el otro, Hints to Travellers, que había sido editado por Galton y que hacía las veces de Biblia no oficial de la Royal Society.11 (Fawcett llevó un ejemplar con él en su último viaje.) La edición de 1893 afirmaba: «Supone una pérdida, tanto para él como para los demás, que el viajero no observe».12 El manual proseguía: «Recuerde que los primeros y mejores instrumentos son los propios ojos. Utilícelos constantemente, y tome nota in situ de sus observaciones, llevando a tal efecto un cuaderno de notas con páginas numeradas y un mapa […]. Anote, según se vayan sucediendo, todos los objetos importantes: los arroyos, su cauce, su color; las cadenas montañosas, su naturaleza, y su estructura y glaciación aparentes; los tonos y las formas del paisaje; los vientos dominantes; el clima […]. En suma, describa para usted mismo todo cuanto vea».13 (La necesidad de registrar hasta la última observación estaba tan arraigada que, durante la frenética carrera hacia el polo Sur, Robert Falcon Scott siguió tomando notas incluso cuando él y todos sus hombres estaban ya moribundos. Entre las últimas palabras que garabateó en su diario figuran las siguientes: «De haber sobrevivido, habría tenido una historia que contar sobre la audacia, la resistencia y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos los ingleses. Estas sobrias notas y nuestros cadáveres deberán narrarla».)14

Para afinar la capacidad de observación de los aspirantes a explorador, los manuales, junto con los seminarios impartidos por la Royal Society, ofrecían nociones básicas de botánica, geología y meteorología. A los estudiantes se los iniciaba asimismo en el joven ámbito de la antropología, a la que a menudo se denominaba «ciencia de los salvajes». Pese al vertiginoso contacto que los Victorianos empezaban a establecer con culturas ajenas, esta doctrina la componían aún casi por entero aficionados y entusiastas. (En 1896, Gran Bretaña solo contaba con un profesor universitario de antropología.)15 Del mismo modo que se le había enseñado a observar los contornos de la tierra, Fawcett aprendió también a observar a los Otros, aquellos a los que en Hints to Travellers se hacía referencia como «salvajes, bárbaros o naciones menos civilizadas».16 El manual advertía al estudiante contra «los prejuicios que han marcado su mentalidad europea»,17 aunque señalaba que «está demostrado que algunas razas son inferiores a otras en volumen y complejidad del cerebro, estando en este sentido los australianos y los africanos por debajo de los europeos».18

Igual que para cartografiar el mundo, había también herramientas para tomar las medidas de una persona: cintas métricas y calibradores para calcular las proporciones del cuerpo, dinamómetros para estimar la fuerza muscular, balanzas de resortes para determinar el peso, yeso de París para hacer impresiones y un craneómetro para averiguar el tamaño del cráneo.19 «Cuando resulte factible hacerlo, deberán enviarse esqueletos de nativos, y especialmente cráneos, para someterlos a un examen minucioso»,20 decía el manual. Obviamente, esto podía resultar delicado: «No siempre será fácil arriesgarse a despertar el desagrado de los nativos arrebatándoles a sus difuntos».21 Se ignoraba si «las distintas razas expresan las emociones de forma diferente, por lo que es recomendable prestar especial atención a si su modo de sonreír, reír, fruncir el entrecejo, llorar, ruborizarse, etcétera, difiere perceptiblemente del nuestro».22

A Fawcett y a sus compañeros de clase se les enseñaban también los rudimentos para organizar y llevar a término una expedición: todo, desde cómo confeccionar almohadas con barro hasta escoger los mejores animales de carga. «Pese a su empedernida obstinación, el asno es una pequeña bestia excelente y sobria, despreciada en exceso por nosotros»,23 señalaba Galton, y calculaba, con su habitual obsesión, que un asno podía cargar unos treinta kilos de peso; un caballo, unos cuarenta y cinco, y un camello, hasta ciento treinta y cinco.

Se instruía al explorador para que antes de embarcarse en el viaje hiciera firmar a todos los miembros de su expedición un consentimiento formal, una especie de pacto. Galton proporcionaba un ejemplo:


Nosotros, los abajo firmantes, componentes de una expedición destinada a explorar el interior de____________________, al mando del señor X, damos nuestro consentimiento para ponernos (y poner también nuestros caballos y equipamiento) por entero y sin reservas a sus órdenes para el propósito mencionado más arriba, desde la fecha de hoy hasta nuestro regreso a ____________________, o, si fracasáramos en el empeño, acatar todas las consecuencias que pudieran derivarse de ello. […]

Nosotros, individualmente, nos comprometemos a hacer uso de todo nuestro tesón para promover la armonía en el grupo y el éxito de la expedición. En fe de lo cual firmamos a continuación con nuestros nombres.

(Aquí siguen las firmas.)24


Se advertía a los alumnos que no tenían que ser excesivamente autoritarios con sus hombres y que debían estar atentos en todo momento a la formación de camarillas, a las posibles discrepancias y motines. «Promueva la alegría, el canto, la camaradería con todos sus esfuerzos»,25 aconsejaba Galton. También debían tener cuidado con los ayudantes nativos: «Una actitud franca, jovial pero firme, sumada a un aire de mayor confianza a ojos de los salvajes de la que realmente sienta, será lo más adecuado».26

Las enfermedades y las lesiones podían dar al traste con el grupo, y Fawcett recibió nociones médicas básicas. Aprendió, por ejemplo, a extraer un diente cariado «empujando y tirando sin cesar».27 Por si ingería veneno, se le enseñó a forzarse el vómito de inmediato: «Utilice jabonaduras o pólvora si no tiene a mano los eméticos adecuados».28 En caso de picadura de una serpiente venenosa, Fawcett debería prender pólvora en la herida o extirpar la carne infectada con un cuchillo. «Después, apresúrese a quemar [la zona circundante a la mordedura] con el extremo de la baqueta de hierro tras ser expuesta a una fuente de calor blanco -aconsejaba Galton-. Las arterias están en un plano profundo, por lo que puede extirpar, sin correr excesivo peligro, tanta carne como pueda pellizcar con los dedos. El siguiente paso consistirá en emplear todas las energías, e incluso la violencia, para evitar que el paciente ceda al letargo y al mareo que suelen ser efectos habituales del veneno de serpiente y que con frecuencia se derivan en la muerte.»29 El tratamiento para una herida con hemorragia -de flecha, pongamos por caso- era igualmente «bárbaro»: «Vierta grasa hirviendo sobre la herida».30

Una nadería, sin embargo, en comparación con los horrores provocados por la sed y el hambre. En estos casos, uno de los trucos consistía en «estimular» la saliva en la boca. «Esto puede hacerse masticando algo, como una hoja, o bien manteniendo en la boca una bala o una piedra lisa y no porosa, como un guijarro de cuarzo»,31 explicaba Galton. En la eventualidad de pasar hambre, a Fawcett lo instruyeron para que, de ser posible, bebiera la sangre de un animal. Las langostas, los saltamontes y otros insectos eran también comestibles, y podían salvarle la vida a un hombre. («Para prepararlos, arránquele las patas y las alas y áselos con un poco de grasa en un plato de hierro, como el café.»)32

También existía la amenaza de los «salvajes» y de los «caníbales» hostiles. Se le advertía al explorador que, al penetrar en sus territorios, debía moverse al amparo de la oscuridad, con un rifle en ristre y preparado para disparar. Para hacer un prisionero, «coja el cuchillo, colóqueselo entre los dientes y, sin dejar de vigilarle, retire los pistones de su arma de fuego y déjela junto a usted. Luego átele las manos del mejor modo que pueda. El motivo de este curso de acción es que un salvaje rápido y ágil, mientras usted manipula la cuerda o se ocupa del arma cargada, bien podría zafarse, hacerse con ella y volver las tornas contra usted».33

Finalmente, a los estudiantes se les aconsejaba cómo proceder si un miembro del grupo fallecía. Debían escribir un informe detallado de lo ocurrido y hacer que los demás miembros de la expedición lo corroborasen. «Si se pierde a un hombre, antes de dar media vuelta y abandonarle a su sino, reúna formalmente al equipo y pregúnteles si convienen en que usted ha hecho todo lo posible por salvarle, y registre sus respuestas»,34 indicaba Galton. Cuando un compañero moría, había que recoger sus efectos personales para hacérselos llegar a sus familiares y enterrar su cuerpo con dignidad. «Escoja un enclave bien señalizado, excave una fosa profunda, rodéela con espinos y cúbrala bien con piedras pesadas como defensa contra los animales depredadores.»35

Tras un año más de curso, Fawcett se presentó junto con sus compañeros al examen final. Los alumnos tenían que demostrar el dominio del reconocimiento, lo cual requería una total comprensión de complejas nociones de geometría y astronomía. Fawcett había pasado horas estudiando con Nina, que compartía su interés por la exploración y que trabajaba sin descanso para ayudarle. Si suspendía, sabía que volvería al tedio anterior, que sería de nuevo un soldado. Redactó con esmero cada respuesta. Cuando acabó, se lo entregó a Reeves. Y luego esperó. Reeves informó a los alumnos de sus resultados y comunicó la noticia a Fawcett: había aprobado… y no solo eso. Reeves, en sus memorias, destacó a Fawcett, subrayando que se había graduado «con honores».36 Fawcett lo había conseguido: había recibido el imprimátur de la Royal Geographical Society, o, según lo definió él, «la RGS hizo de mí un explorador».37 Ahora solo necesitaba una misión.

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