Las crónicas estaban enterradas en los sótanos polvorientos de viejas iglesias y bibliotecas, y desperdigadas por el mundo. Fawcett, tras aparcar temporalmente su uniforme de explorador y vestido con ropa más formal, investigó en todas partes en busca de esos manuscritos que narraban los viajes al Amazonas de los primeros conquistadores. Esta clase de documentos caían con frecuencia en el descuido y el olvido; unos cuantos, temía Fawcett, se habían perdido para siempre, y, cuando descubría alguno, copiaba pasajes cruciales en sus cuadernos de notas. Investigar aquello le llevó mucho tiempo, pero poco a poco Fawcett fue reconstruyendo la leyenda de El Dorado.
«El Gran Señor […] circula constantemente cubierto con una capa de polvo de oro tan fino como la sal molida. Considera que resultaría menos hermoso llevar cualquier otro ornamento. Sería ordinario ponerse armaduras de oro moldeadas o esculpidas, pues otros señores ricos las llevan cuando lo desean. Pero empolvarse con oro es algo exótico, insólito, novedoso y más costoso, ya que por la mañana reemplaza lo que lava la noche anterior, que de este modo se pierde, y lo hace todos los días del año.»1
Así, según relató el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo xvi, comenzó la historia de El Dorado.2 Su nombre hace referencia al «hombre dorado». Los indígenas hablaron a los españoles de este regente y de su gloriosa tierra, y el reino se convirtió en sinónimo de ambos. Otro cronista informó que el rey se embadurnaba con oro y flotaba en el lago, «refulgiendo como un rayo de sol», mientras sus súbditos hacían «ofrendas de joyas de oro, exquisitas esmeraldas y otros ornamentos personales».3 Por si estas crónicas no hubiesen bastado para espolear los codiciosos corazones de los conquistadores, se creía además que el reino contenía larguísimas ringleras de canelos o árboles de la canela, una especia en aquel entonces casi tan preciada como el oro.
Por fantasiosas que resultasen estas historias,4 existían precedentes en la búsqueda de fabulosas ciudades en el Nuevo Mundo. En 1519, Hernán Cortés cruzó el paso elevado que daba acceso a la capital azteca de Tenochtitlán, situada en medio de una isla, rodeada de un lago. Refulgía bajo el sol con sus innumerables pirámides, palacios y elementos decorativos. «Algunos de nuestros soldados incluso preguntaron si lo que veíamos no sería un sueño»,5 escribió el cronista Bernal Díaz del Castillo. Catorce años después, Francisco Pizarro conquistó Cuzco, la capital de los incas, cuyo imperio llegó a abarcar casi dos millones de kilómetros cuadrados y albergó a más de diez millones de personas. Haciéndose eco de Díaz, Gaspar de Espinosa, gobernador de Panamá, dijo que las riquezas de la civilización inca eran «como algo salido de un sueño».6
En febrero de 1541, Gonzalo Pizarro, el hermanastro pequeño de Francisco y gobernador de Quito, organizó la primera expedición en busca de El Dorado. Desde allí escribió al rey de España: «Según numerosas crónicas que he recibido en Quito y fuera de esa ciudad, procedentes de jefes prominentes y de edad muy avanzada, así como de españoles, cuyos relatos coinciden entre sí, la provincia de La Canela y el lago El Dorado eran una tierra muy populosa y rica, y decidí ir a conquistarla y explorarla».7 Osado y apuesto, codicioso y sádico -el prototipo de conquistador-, Gonzalo Pizarro estaba tan seguro de su inminente éxito que invirtió toda su fortuna en reunir un ejército que superó incluso a aquel que había capturado al emperador inca.
Más de doscientos soldados partieron en procesión montados a caballo y ataviados como caballeros, con yelmos de hierro, espadas y escudos, acompañados de cuatro mil indígenas esclavizados, vestidos con pieles de animales, a los que Pizarra había mantenido encadenados hasta el día de la partida. Tras ellos avanzaban carretas tiradas por llamas y cargadas con unos dos mil bulliciosos cerdos y, por último, cerca de dos mil perros de caza. Para los nativos, la escena debió de resultar tan asombrosa como la visión de El Dorado. La expedición se dirigió al este desde Quito para franquear los Andes, donde un centenar de indígenas murieron de frío, para internarse finalmente en la cuenca del Amazonas. Abriéndose camino por la jungla con la ayuda de las espadas, sudando dentro de la armadura, sedientos, hambrientos, empapados y abatidos, Pizarro y sus hombres encontraron al fin varios canelos. Oh, las crónicas eran ciertas: «Canelos de la variedad más perfecta».8 Pero los árboles estaban dispersos por territorios de tal vastedad que habría resultado infructuoso intentar cultivarlos. Era otra de las despiadadas estafas del Amazonas.
Poco después, Pizarro topó con varios indios en la selva y exigió saber dónde se encontraba el reino de El Dorado. Al ver que los indios se limitaban a mirarle con cara inexpresiva, mandó torturarlos y lincharlos. «El carnicero Gonzalo Pizarro, no contento con quemar a unos indios que no habían cometido falta alguna, ordenó después que se arrojara a otros tantos a los perros, que los despedazaron con sus fauces y los devoraron»,9 escribió el historiador del siglo xvi Pedro de Cieza de León.
A orillas de un río serpenteante, Pizarro decidió dividir en dos grupos a los supervivientes de la partida. Mientras que la mayoría permaneció con él y siguió batiendo las riberas, su segundo de a bordo, Francisco de Orellana, se llevó consigo a cincuenta y siete españoles y a dos esclavos río abajo, en un barco que ellos mismos habían construido, con la esperanza de encontrar alimento. El fraile dominico Gaspar de Carvajal, que iba con Orellana, escribió en su diario que algunos de sus hombres estaban tan débiles que tuvieron que gatear por la jungla al desembarcar. Muchos, afirmó Carvajal, eran «como dementes y no tenían uso de razón».10 En lugar de regresar para reunirse con Pizarro y el resto de la expedición, Orellana y sus hombres decidieron seguir descendiendo por el inmenso río hasta que, según dijo Carvajal, «murieran o vieran qué había a lo largo de su curso».11 Carvajal, según informó, pasó junto a poblados y sufrió el ataque de miles de indígenas, incluso el de las guerreras amazonas. Durante uno de los asaltos, una flecha le alcanzó en un ojo y «penetró hasta la cuenca ocular».12 El 26 de agosto de 1542, el barco fue expulsado al océano Atlántico y sus tripulantes se erigieron en los primeros europeos en recorrer por entero el Amazonas.
Se trató tanto de una hazaña increíble como de un fiasco. Cuando Pizarro supo que Orellana le había abandonado, un acto que consideró un motín, se vio obligado a retirarse con sus tropas hambrientas hacia los Andes y regresar. Cuando llegó a Quito, en junio de 1542, solo ochenta hombres de su antiguo y gallardo ejército sobrevivían, apenas cubiertos por harapos. Se tiene constancia de que una persona intentó ofrecer ropa a Pizarro, pero el conquistador se negó tan siquiera a mirarla, y tampoco miró a nadie más; fue directamente a su casa y se recluyó en ella.
Aunque Orellana regresó a España, El Dorado permaneció, resplandeciente, en sus pensamientos, y en 1545 invirtió todo su dinero en una nueva expedición. Las autoridades españolas consideraron que su flota, con una tripulación compuesta por varios centenares de personas -entre ellas, su esposa-, no era apta para la navegación y le denegaron el permiso de viaje, pero Orellana zarpó igualmente del puerto de forma clandestina. Pronto una plaga asoló a la tripulación y acabó con la vida de casi cien personas. Luego, uno de los barcos se perdió en el mar, con otras setenta y siete almas a bordo. Tras alcanzar la desembocadura del Amazonas e internarse apenas cien leguas en el río, otros cincuenta y siete miembros de la tripulación perecieron debido a las enfermedades y al hambre. Los indígenas atacaron después su barco y mataron a diecisiete más. Finalmente, Orellana sucumbió a la fiebre y musitó la orden de retirada. Poco después se le paró el corazón, como si no pudiera soportar más decepciones. Su esposa lo envolvió en una bandera española y lo enterró a orillas del Amazonas, viendo, según palabras de un escritor, «cómo las aguas marrones que durante tanto tiempo habían poseído su mente, poseían ahora su cuerpo».13
Con todo, la atracción que ejercía este paraíso terrenal era demasiado fuerte para resistirse a ella. En 1617, el poeta y explorador isabelino Walter Raleigh, convencido de que no solo había un hombre dorado sino miles, partió en un barco llamado Destiny con su hijo de veintitrés años para localizar lo que él denominaba «las ciudades más ricas y hermosas, con más templos adornados con imágenes doradas, más sepulcros llenos de tesoros de los que Cortez encontró en México o Pizarro en Perú».14 Su hijo -«más deseoso de honor que de seguridad»,15 según comentó Raleigh- murió enseguida en un enfrentamiento con los españoles en la ribera del río Orinoco. En una carta dirigida a su esposa, Raleigh escribió: «Sabe Dios que no conocía el dolor hasta ahora […] Tengo los sesos destrozados».16 Raleigh regresó a Inglaterra sin pruebas de la existencia de su reino, y fue decapitado por el rey Jaime en 1618. Su cráneo fue embalsamado por su esposa y ocasionalmente exhibido al público, un crudo recordatorio de que El Dorado era, cuando menos, letal.17
Otras expediciones que buscaron el reino acabaron practicando el canibalismo. Un superviviente de una partida en la que doscientos cuarenta hombres murieron confesó: «Algunos, en contra de la naturaleza, comieron carne humana: se encontró a un cristiano cocinando un cuarto de niño con verduras».18 Al saber de tres exploradores que habían asado a una mujer indígena, Oviedo exclamó: «¡Oh, plan diabólico! Pero pagaron por su pecado, pues esos tres hombres nunca volvieron a aparecer: Dios quiso que hubiera indios que después se los comieron a ellos».19
Ruina económica, miseria, hambre, canibalismo, asesinato, muerte: estos parecían ser los únicos indicios reales de El Dorado. Según dijo un cronista al respecto de varios buscadores: «Marchaban como dementes de un lugar a otro, hasta que, superados por el agotamiento y la falta de fuerza, ya no podían seguir moviéndose y se quedaban allí, a donde el triste canto de sirena les había llevado, engreídos y muertos».20
¿Qué podía aprender Fawcett de semejante locura?
En el siglo xix, la mayoría de los historiadores y antropólogos habían desechado no solo la existencia de El Dorado, sino incluso la mayor parte de lo que los conquistadores habían asegurado haber visto en el transcurso de sus viajes. Los eruditos creían que estas crónicas eran producto de imaginaciones fervorosas, y que habían sido adornadas para excusar ante los monarcas la naturaleza desastrosa de las expediciones; de ahí las mujeres guerreras mitológicas.
Fawcett convenía en que El Dorado, con su plétora de oro, era un «romance exagerado»,21 pero no estaba dispuesto a descartar todas las crónicas en bloque ni la posibilidad de que hubiese existido una civilización amazónica ancestral. Carvajal, por ejemplo, había sido un clérigo respetado, y otros miembros de la expedición habían confirmado su relato. Incluso las guerreras amazonas tenían cierta base real, creía Fawcett, pues él había encontrado jefas tribales a lo largo del río Tapajós. Y que se hubiera adornado algunos detalles de los relatos no significaba que hubiese ocurrido lo mismo con todos. De hecho, Fawcett contemplaba las crónicas como un retrato por lo general preciso del Amazonas antes de la avalancha europea. Y lo que los conquistadores describían, en su opinión, era una revelación.
En la época de Fawcett, las riberas del Amazonas y sus principales afluentes albergaban únicamente a tribus muy reducidas y dispersas. Los conquistadores, sin embargo, fueron informando de poblaciones indígenas grandes y densas. Carvajal había observado que algunos lugares estaban tan «densamente poblados» que resultaba peligroso dormir en tierra. («Toda aquella noche seguimos pasando junto a numerosos y enormes poblados, hasta que llegó el día en que logramos recorrer más de veinte leguas, pues con el fin de alejarnos del territorio habitado nuestros compañeros no dejaron de remar, y cuanto más avanzábamos, tanto más densamente poblada encontrábamos la tierra.»)22 Cuando Orellana y sus hombres desembarcaron, vieron «muchos caminos» y «excelentes carreteras» que llevaban al interior, algunas de las cuales eran «como carreteras reales, y más anchas».23
Las crónicas parecían describir lo que Fawcett había visto, pero a mayor escala. Cuando los españoles invadían un poblado, afirmó Carvajal, «descubrían gran cantidad de maíz (y también se encontraba gran cantidad de cabras) con el que los indígenas hacían pan, y un vino muy bueno similar a la cerveza, este último en gran abundancia. Se encontraba en este poblado un lugar destinado a la dispensa de tal vino, [algo tan insólito] que regocijó sobremanera a nuestros compañeros, y se encontraba muy buena calidad de artículos de algodón».24 En los poblados abundaban la mandioca, el ñame, los frijoles y el pescado, y se criaban miles de tortugas en rediles para consumirlas después como alimento. El Amazonas parecía sustentar civilizaciones grandes y altamente complejas. Los conquistadores observaron «ciudades que refulgían en blanco»,25 con templos, plazas públicas, empalizadas y artefactos exquisitos. En un asentamiento, según escribió Carvajal, encontró «una villa en la que había gran cantidad de […] bandejas y cuencos y candelabros de la mejor porcelana que yo jamás he visto en el mundo». Añadía que estos objetos estaban «glaseados y decorados con todos los colores, y brillan tanto que aturden, y, aún más, los dibujos y las pinturas que los decoran están hechos con tanta meticulosidad que [uno se pregunta cómo] con [solo] la destreza natural consiguen producir todos estos objetos como [si fueran artículos] romanos».26
El fracaso de los exploradores y de los etnógrafos victorianos para encontrar asentamientos semejantes reforzó la creencia de que los relatos de los conquistadores estaban «repletos de mentiras»,27 tal como un historiador había afirmado con anterioridad en referencia a la crónica de Carvajal. Sin embargo, ¿por qué tantos cronistas proporcionaron testimonios tan similares? Recordando una expedición liderada por alemanes, por ejemplo, un historiador del siglo xvi escribió:
Tanto el general como los demás vieron una ciudad de medidas desproporcionadas, bastante cerca […]. Era compacta y estaba bien ordenada, y en el centro había una casa que sobrepasaba con creces a las demás en tamaño y altura. Preguntaron al jefe que llevaban como guía: «¿De quién es esa casa, tan extraordinaria y eminente entre las demás?». El hombre contestó que era la casa del jefe, llamado Qvarica. Tenía varias efigies o ídolos de oro del tamaño de niños, y una mujer hecha por entero de oro, que era su diosa. Él y sus súbditos poseían otras riquezas. Pero, a poca distancia, había otros jefes que superaban a este en cantidad de súbditos y de riquezas.28
Un soldado de otra expedición recordó más tarde que «habían visto ciudades tan grandes que estaban atónitos».29
Fawcett se preguntaba adonde habría ido toda aquella gente. Especulaba con la idea de que la «introducción de la viruela y las enfermedades europeas exterminasen a millones de indígenas».30 Aun así, las poblaciones del Amazonas parecían desvanecerse de forma tan repentina y rotunda que Fawcett contemplaba la posibilidad de que hubiese ocurrido algo más dramático, incluso una catástrofe natural. Había empezado a creer que el Amazonas contenía «los mayores secretos del pasado, aún vedados incluso a nuestro mundo actual». 31