Percy Harrison Fawcett probablemente nunca se había sentido tan vivo.
Corría el año 1888 y Fawcett era teniente de la Artillería Real. Acababa de obtener un permiso de un mes en su guarnición de la colonia británica de Ceilán, e iba engalanado con un pulcro uniforme blanco con botones dorados y un casco de punta ajustado bajo el mentón. No obstante, incluso armado con rifle y espada, parecía un muchacho, el «más bisoño»1 de los oficiales jóvenes, como se llamaba a sí mismo.
Se dirigió a su bungalow de Fort Frederick, que daba al resplandeciente fondo azul del puerto de Trincomalee. Fawcett, amante empedernido de los perros, compartía su habitación con siete fox terrier, que, en aquellos tiempos, acompañaban con frecuencia a los oficiales a la batalla. Buscó una carta que había escondido entre los artilugios que abarrotaban sus dependencias. Allí estaba: extraños y retorcidos caracteres garabateados con tinta de sepia. A Fawcett le había enviado la nota un administrador colonial, que la había recibido de un cacique del pueblo a quien había hecho un favor. Según escribió más tarde en su diario, aquella misteriosa caligrafía llevaba adjunto un mensaje en inglés que informaba que en la ciudad de Badulla, situada en el interior de la isla, había una planicie cubierta de rocas en un extremo. En cingalés, aquel lugar se conocía como Galla-pita-Galla, «roca sobre roca». El mensaje proseguía así:
Bajo esas rocas hay una cueva a la que durante un tiempo era fácil acceder, pero que ahora cuesta encontrar debido a que la entrada está tapiada por piedras, vegetación selvática y hierba crecida. A veces se ven leopardos rondando por allí. En la cueva hay un tesoro […] [de] joyas y oro sin pulir en una cantidad mayor de la que muchos reyes poseyeron.2
Aunque Ceilán (la actual Sri Lanka) era conocida como «el joyero del océano índico», el administrador colonial había dado poco crédito a una historia tan extravagante y entregó los documentos a Fawcett, pues creía que le resultarían interesantes. Fawcett no tenía ni idea de qué hacer con ellos; podría tratarse de meras paparruchas. Pero, a diferencia de los cuerpos de oficiales aristócratas, tenía poco dinero. «Como teniente sin peculio de la Artillería -escribió-, la idea de un tesoro resultaba demasiado atractiva para desecharla.»3 Suponía también una oportunidad para alejarse de la base de artillería y de la casta blanca gobernante, que era el reflejo de la alta sociedad inglesa, una sociedad que, bajo su pátina de respetabilidad social, siempre había entrañado para Fawcett cierto horror dickensiano.
Su padre, el capitán Edward Boyd Fawcett, era un aristócrata Victoriano, antiguo miembro del círculo íntimo del príncipe de Gales y uno de los mejores bateadores de criquet del imperio. Pero de joven empezó a llevar una vida disoluta tras caer en el alcoholismo -su apodo era Bulb, «bulbo», debido a que su nariz se había abultado por efecto del alcohol-. Además era mujeriego y un gran despilfarrador, que dilapidó el patrimonio familiar. Años después, un pariente, esforzándose por describirle en los mejores términos posibles, escribió que el capitán Fawcett «poseía grandes capacidades que no habían encontrado verdadera aplicación en la práctica, un buen hombre descarriado […], un erudito de Balliol y excelente atleta […], regatista, encantador e inteligente, secretario privado del príncipe de Gales (que más tarde sucedería a la reina Victoria como Eduardo VII), y quien dilapidó dos sustanciosas fortunas en la corte, desatendió a su esposa e hijos […], y, a consecuencia de sus hábitos disolutos y su adicción a la bebida al final de su corta vida, murió consumido a los cuarenta y cinco años».4
La madre de Percy, Myra Elizabeth, no supuso un gran refugio en ese entorno «desestructurado». «Su desdichada vida marital le provocó una frustración y una amargura tales que la empujaron al capricho y a adoptar una actitud injusta en especial con sus hijos»,5 escribió el mismo pariente. Tiempo después, Percy confesó a Conan Doyle, con quien mantenía una relación epistolar, que su madre era sencillamente «odiosa».6 Pese a ello, Percy intentó preservar la reputación de ella, junto con la de su padre, aludiendo a ellos solo de forma indirecta en A través de la selva amazónica: «Tal vez fuera lo mejor que mi infancia […] estuviera tan exenta de afecto paternal para convertirme en lo que soy».7
Con el dinero que les quedaba, los padres de Fawcett le enviaron a escuelas públicas de élite de Gran Bretaña -entre ellas, Westminster-, célebres por los rigurosos métodos que aplicaban. Aunque Fawcett insistía en que los frecuentes varazos que recibía «no consiguieron cambiar mis puntos de vista»,8 fue obligado a adaptarse al concepto Victoriano del caballero.9 La indumentaria se consideraba un signo inconfundible de carácter, y él solía llevar levita negra y chaleco, y, en los acontecimientos formales, frac y sombrero de copa; los guantes impolutos, ultimados con ensanchadores y máquinas de pólvora, eran tan esenciales que algunos hombres llegaban a utilizar seis pares en un mismo día. Años después, Fawcett se quejaría de que «el memorable horror (de tales complementos) persistía aún desde los días grises en la escuela de Westminster».10
Solitario, combativo e hipersensible, Fawcett había aprendido a conversar sobre obras de arte (aunque nunca alardearía de sus conocimientos), a bailar el vals sin retroceder y a ser extremadamente recatado en presencia del sexo opuesto. La sociedad victoriana, temerosa de que la industrialización erosionara los valores cristianos, estaba obsesionada por controlar los instintos carnales. Se llevaban a cabo cruzadas contra la literatura obscena y «la enfermedad de la masturbación», y por la campiña se repartían panfletos en favor de la abstinencia, que instaban a las madres a «permanecer vigilantes en los henares». Los médicos recomendaban el uso de «aros con púas para el pene» a fin de reprimir impulsos incontrolados. Tal fervor contribuyó a que Fawcett tuviese una visión de la vida que se asemejaba a una guerra constante contra las fuerzas físicas que lo rodeaban. En escritos posteriores, advirtió de que con demasiada frecuencia se «ocultan […] anhelos de excitación sexual» y «vicios y deseos».11
La caballerosidad, no obstante, no se limitaba al decoro. De Fawcett se esperaba que fuera, según escribió un historiador acerca del prototipo de caballero Victoriano, «un líder natural de los hombres […], intrépido en la guerra».12 Los deportes se consideraban el entrenamiento último para los jóvenes que pronto pondrían a prueba su valor en lejanos campos de batalla. Fawcett llegó a ser, como su padre, un excelente jugador de criquet. El periódico local alababa repetidamente su juego «brillante». Alto y esbelto, dotado de una notable coordinación, era un atleta nato, pero los espectadores observaron en su estilo una determinación casi obsesiva. Uno de ellos afirmó que Fawcett mostraba de forma invariable a los lanzadores que «se precisa algo más de lo habitual para desbancarle en cuanto está preparado».13 Cuando empezó a practicar el rugby y el boxeo, dio muestras de la misma ferocidad obstinada: en un partido de rugby, se abrió camino entre sus oponentes incluso después de haber perdido los incisivos tras recibir un golpe.
Aunque Fawcett ya era de una naturaleza extremadamente fuerte, se endureció aún más cuando, a los diecisiete años, fue enviado a la Royal Military Academy de Woolwich,14 o «el Taller», tal como se la conocía. Aunque Fawcett no albergaba deseo alguno de ser soldado, al parecer su madre le obligó a ingresar en la Academia porque a ella le deslumbraban los uniformes. La frialdad del Taller suplantó a la frialdad de su hogar. Los snookers -novatos o cadetes recién llegados como Fawcett- soportaban horas de instrucción y, si violaban el código del «cadete caballero», se los azotaba. Los cadetes veteranos a menudo obligaban a los más jóvenes a «buscar tempestades»: los forzaban a asomar los brazos y las piernas desnudos por una ventana y soportar el frío durante horas. O bien se les ordenaba permanecer de pie sobre dos taburetes apilados en una mesa mientras otros los hacían tambalearse a patadas. O se los quemaba con un atizador incandescente. «Los métodos de tortura a veces eran ingeniosos, y otras, dignos de las razas más salvajes»,15 afirmó un historiador de la Academia.
Cuando Fawcett se graduó, casi dos años después, se le había enseñado, según lo describió un contemporáneo, «a considerar el riesgo de morir como la salsa más sabrosa de la vida».16 Aún más relevante es el hecho de que fuera entrenado para ser un apóstol de la civilización occidental: salir y convertir el mundo al capitalismo y al cristianismo, transformar pastos en tierras de cultivo y cabañas en hoteles, mostrar a aquellos que vivían en la Edad de Piedra las maravillas del motor de vapor y de la locomotora, y asegurarse de que el sol nunca se pusiera en el Imperio británico.
Tras escabullirse de la apartada base de Ceilán17 con el mapa del tesoro en su poder, Fawcett se encontró de pronto rodeado de bosques frondosos, playas cristalinas, montañas y gente vestida con colores que nunca había visto: no se trataba de el negro y el blanco fúnebres de Londres, sino de morados, amarillos y rubíes, radiantes, destellantes y llenos de vida, una visión tan pasmosa que incluso el gran cínico de Mark Twain, quien visitó la isla en la misma época, comentó: «¡Cielos, es hermosa!». 18
Fawcett subió a una barca correo atestada que, al lado de los acorazados británicos, apenas era un minúsculo trozo de madera y lona. En cuanto esta se alejó de la ensenada, Fawcett pudo ver Fort Frederick en lo alto del risco y las troneras de su muralla exterior de finales del siglo xviii, cuando los británicos habían intentado apropiarse del promontorio que pertenecía a los holandeses, que previamente se lo habían arrebatado a los portugueses. Tras recorrer unas ochenta millas al sur por la costa oriental, la embarcación viró hacia el puerto de Batticaloa, donde un sinfín de canoas pululaban alrededor de los barcos que arribaban. Mercaderes cingaleses, gritando sobre las salpicaduras de los remos, ofrecían piedras preciosas, especialmente a un sahib que, ataviado con un sombrero de copa y un chaleco del que colgaba la cadena de un reloj, sin duda llevaba los bolsillos llenos de libras esterlinas. Tras desembarcar, Fawcett sin duda debió de verse rodeado por más comerciantes: algunos cingaleses, otros tamiles, unos cuantos musulmanes, todos apiñados en el bazar, pregonando sus productos frescos. El aire estaba impregnado del aroma de las hojas de té secas, del olor dulce de la vainilla y del cacao, y otro algo más acre: el del pescado seco, que no despedía el hedor rancio habitual del mar sino el del curry. Y había más gentío: astrólogos, mercaderes ambulantes, lavanderos, vendedores de azúcar moreno sin refinar, herreros, tocadores de tantán y mendigos. Para llegar a Badulla, situada a unos ciento sesenta kilómetros tierra adentro, Fawcett viajó en una carreta tirada por un buey, que traqueteó y chirrió mientras el conductor fustigaba el lomo del animal, espoleándolo por la carretera de montaña que transcurría entre arrozales y plantaciones de té. En Badulla, Fawcett preguntó a un terrateniente británico si había oído hablar de un lugar llamado Galla-pita-Galla.
– Me temo que no puedo ayudarle -le contestó el hombre-. Allí arriba hay unas ruinas a las que llaman Baño del Rey, que en el pasado podría haber sido un depósito o algo así, pero en cuanto a las rocas… ¡caray!, ¡pero si todo son rocas!
Recomendó a Fawcett que hablara con el jefe del lugar, Jumna Das, y descendiente de los reyes kandianos, que gobernaron el país hasta 1815.
– Si alguien puede decirle dónde está Galla-pita-Galla, es él -le dijo el inglés.19
Aquella noche, Fawcett encontró a Jumna Das, un anciano alto y con una elegante barba blanca. Das le contó que se rumoreaba que el tesoro de los reyes kandianos había sido enterrado en aquella región. No cabía duda, prosiguió Das, de que los restos arqueológicos y los depósitos de minerales reposaban en las laderas de las colinas situadas al sudeste de Badulla, tal vez cerca de Galla-pita-Galla.
Fawcett fue incapaz de encontrar el tesoro, pero la perspectiva de las joyas refulgía aún en sus pensamientos. «¿Con qué disfruta más el perro de caza: con la persecución o dando muerte a la presa?»,20 se preguntó. Tiempo después volvió a partir con un mapa. En esa ocasión, con la ayuda de un equipo de obreros a los que había contratado, descubrió un enclave que parecía guardar semejanza con la cueva descrita en la nota. Durante horas, los hombres cavaron y los montículos de tierra fueron creciendo a su alrededor, pero lo único que desenterraron fueron fragmentos de cerámica y una cobra blanca que aterró a los obreros e hizo que huyeran como alma que lleva el diablo.
Pese al fracaso, Fawcett disfrutó con aquella incursión que le permitió distanciarse de todo cuanto conocía. «Ceilán es un país muy antiguo, y los pueblos antiguos poseían más sabiduría de la que nosotros tenemos hoy»,21 dijo Das a Fawcett.
Aquella primavera, tras regresar a regañadientes a Fort Frederick, Fawcett supo que el archiduque Francisco Fernando, sobrino del emperador austrohúngaro, tenía previsto visitar Ceilán. Se anunció una fiesta de gala en su honor a la que asistió gran parte de la élite gobernante. Los hombres acudieron con fracs negros y pañuelos blancos de seda anudados al cuello; las mujeres, con abultadas faldas con miriñaque y corsés tan ceñidos que les dificultaban la respiración. Fawcett, que llevó su atuendo más ceremonioso, resultó una presencia imponente y carismática.
«Es obvio que despierta cierta fascinación en las mujeres»,22 observó un pariente. En ocasión de un acto benéfico, un periodista comentó que «el modo en que las mujeres le respetaban era digno de un rey».23 Durante la fiesta, Fawcett no conoció personalmente al archiduque, pero sí le llamó la atención una muchacha que le resultó cautivadora: no aparentaba tener más de diecisiete o dieciocho años, de tez pálida y cabello castaño recogido en la nuca, un peinado que resaltaba sus rasgos exquisitos. Se llamaba Nina Agnes Paterson y era hija de un magistrado colonial.
Aunque Fawcett nunca lo reconoció, debió de sentir algunos de los anhelos que tanto le aterraban. (Entre sus documentos conservaba la advertencia de un adivino: «Los mayores peligros que le acecharán provendrán de las mujeres, que se sienten muy atraídas por usted, y por quienes usted siente también gran atracción, si bien le acarrearán más dolor y problemas que cualquier otra cosa».) Dado que el protocolo social no le permitía acercarse a Nina e invitarla a bailar, tenía que buscar a alguien que los presentara oficialmente, y así lo hizo.
Aunque era una joven vehemente y frívola, Nina también era extremadamente culta. Hablaba alemán y francés, y se había formado en geografía, estudios religiosos y Shakespeare. Compartía con Fawcett un carácter impetuoso (abogaba por los derechos de la mujer) y una curiosidad que saciaba a solas (le gustaba explorar la isla y leer textos budistas).
Al día siguiente, Fawcett escribió a su madre para decirle que había conocido a la mujer ideal, «la única con la que deseo casarme».24 Nina vivía con su familia en una enorme casa repleta de sirvientes en el extremo opuesto de la isla, en Galle. Fawcett la visitaba a menudo con el fin de cortejarla. Empezó a llamarla Cheeky («pilla»), en parte, según afirmó un miembro de la familia, porque «ella siempre tenía que tener la última palabra»;25 Nina le llamaba Puggy («pequeño dogo»), por su tenacidad. «Era muy feliz y no sentía sino admiración por el carácter de Percy: un hombre austero, serio y generoso»,26 comentaría tiempo después Nina a un periodista.
El 29 de octubre de 1890, dos años después de conocerla, Fawcett le propuso matrimonio. «Mi vida no tiene sentido sin ti»,27 le dijo. Nina aceptó de inmediato y su familia organizó una fiesta para celebrarlo. Pero, según afirmaron varios parientes, algunos miembros de la familia de Fawcett se opusieron al compromiso y, recurriendo a una mentira, pretextaron que Nina no era la dama que él creía; en otras palabras, que no era virgen. No está claro el motivo por el que la familia se oponía a ese enlace y lanzó aquella acusación, pero todo indica que el eje de las maquinaciones fue la madre de Fawcett. En una carta que escribió años después a Conan Doyle, Fawcett daba a entender que su madre había sido «una vieja tonta y una vieja horrenda por ser tan odiosa» con Nina, y que «tenía mucho que compensar».28 En aquel tiempo, no obstante, Fawcett no desató su ira contra su madre sino contra Nina. Le escribió una carta en la que le dijo: «No eres la chica pura que creía que eras».29 Y puso fin al compromiso.
Durante años no tuvieron contacto alguno. Fawcett siguió en el fuerte, donde, desde lo alto de los acantilados, podía ver una columna erigida en memoria de una doncella holandesa que, en 1687, se había arrojado al mar después de que su prometido la abandonara. Nina regresó a Gran Bretaña. «Tardé mucho tiempo en recuperarme de aquel golpe»,30 confesó tiempo después a un periodista, si bien ocultó el verdadero motivo de la decisión de Fawcett. Un tiempo después conoció a un capitán del ejército llamado Herbert Christie Prichard, quien desconocía la acusación lanzada contra ella o bien se negó a creerla. En el verano de 1897 se casaron. Pero cinco meses después, él murió de una embolia cerebral. Según palabras de Nina, «el destino me golpeó cruelmente por segunda vez». 31
Se cree que, instantes antes de morir, Prichard le dijo: «Ve… ¡y cásate con Fawcett! Él es el hombre apropiado para ti».32 Para entonces, Fawcett había descubierto ya el engaño de su familia y, según un pariente, escribió a Nina y «le suplicó que le aceptara de nuevo».33
«Yo creía que ya no le amaba -confesó Nina-. Creía que, con su brutal comportamiento, había matado la pasión que había sentido por él.» Sin embargo, cuando volvieron a encontrarse, ella no tuvo arrestos de rechazarle: «Nos miramos y, esta vez invencible, la felicidad nos arrobó a ambos. ¡Habíamos vuelto a encontrarnos!».34
El 31 de enero de 1901, nueve días después de la muerte de la reina Victoria, que puso fin a un reinado que había durado más de sesenta y cuatro años, Nina Paterson y Percy Harrison Fawcett finalmente se casaron, y se instalaron en el fuerte militar de Ceilán. En mayo de 1903 nació su primer hijo, Jack. Se parecía a su padre, aunque tenía la tez más clara y había heredado los rasgos delicados de su madre. «Un niño especialmente guapo -escribió Fawcett. Jack parecía poseer un talento prodigioso, al menos para sus padres-. Ya corría a los siete meses y hablaba con fluidez al año -se ufanaba Fawcett-. Estaba y está, física e intelectualmente, muy adelantado.»35
Aunque Ceilán se había convertido para su esposa y su hijo en un «paraíso terrenal», a Fawcett empezaron a irritarle las restricciones de la sociedad victoriana. Era un ser solitario, demasiado ambicioso y obstinado («audaz hasta rayar en la irreflexión», lo definió un observador), y con excesivas inquietudes intelectuales para encajar en el cuerpo de oficiales. Si bien su esposa había atenuado en parte su carácter taciturno, él seguía siendo, según sus propias palabras, un «lobo solitario», decidido a «buscar caminos por mí mismo en lugar de seguir los que ya están rulados».36
Esos caminos le llevaron hasta uno de los personajes menos convencionales de la época victoriana: Helena Petrovna Blavatsky, o, como se la solía llamar, madame Blavatsky. 37 A finales del siglo xix, Blavatsky, quien aseguraba tener poderes psíquicos, estuvo a punto de crear un movimiento religioso con visos de perdurar. Marión Meade, una de sus biógrafas más imparciales, escribió que, a lo largo de su vida, se produjeron encendidos debates entre individuos de diferentes nacionalidades sobre si era «un genio, una impostora consumada o sencillamente una lunática. En aquel entonces, podrían haberse presentado excelentes argumentos para defender cualquiera de las tres teorías».38 Nacida en Rusia en 1831, Blavatsky era baja y muy corpulenta, con ojos protuberantes y múltiples pliegues de carne bajo el mentón. Tenía la cara tan ancha que muchos sospechaban que se trataba de un hombre. Proclamaba que era virgen (en realidad, tuvo dos esposos y un hijo ilegítimo) y apóstol del ascetismo (fumaba hasta doscientos cigarrillos al día y blasfemaba como un soldado). Meade escribió: «Pesaba más que otras personas, comía más, fumaba más, blasfemaba más, y visualizaba el cielo y la tierra en términos que empequeñecían cualquier concepción previa».39 El poeta William Butler Yeats, que sucumbió a su embrujo, la describió como «la persona viva más humana».40
Durante sus viajes por América y Europa a lo largo de las décadas de 1870 y 1880, fue reuniendo a seguidores fascinados por sus extraños encantos y por sus apetitos góticos, y, sobre todo, por sus poderes para, al parecer, levitar objetos y hablar con los muertos. La cada vez mayor importancia de la ciencia en el siglo xix había tenido un efecto paradójico: además de socavar la fe en el cristianismo y poner en duda el contenido de la Biblia, generó un inmenso vacío a la hora de explicar los misterios del universo que subyacían a los microbios, a la evolución y a la codicia capitalista. George Bernard Shaw escribió que tal vez nunca antes tanta gente había sido «adicta a las mesas parlantes, a las sesiones de espiritismo y materialización, a la clarividencia, a la quiromancia, a las bolas de cristal y similares».41
Los nuevos poderes de la ciencia para aprovechar fuerzas invisibles a menudo hicieron que estas creencias resultaran más verosímiles, en lugar de desacreditarlas. Si los fonógrafos podían captar voces humanas y los telégrafos podían enviar mensajes de un continente a otro, ¿acaso no podría la ciencia acabar desentrañando el misterio del más allá? En 1882, varios de los científicos más prestigiosos de Inglaterra fundaron la Society for Psychical Research. Entre sus miembros pronto se contaron un primer ministro y varios premios Nobel, así como Alfred Tennyson, Sigmund Freud y Alfred Russel Wallace, quien, junto con Darwin, desarrolló la teoría de la evolución. Conan Doyle, que con Sherlock Holmes había plasmado el poder de la mente racional, pasó años intentando confirmar la existencia de hadas y espíritus. «Supongo que yo soy Sherlock Holmes, si es que alguien lo es, y digo que los argumentos del espiritualismo están absolutamente demostrados»,42 declaró Conan Doyle en una ocasión.
Mientras madame Blavatsky seguía practicando sus artes de médium, poco a poco fue desviando su atención hacia fronteras psíquicas más ambiciosas. Intentó crear una nueva religión llamada «teosofía», o «sabiduría de los dioses», tras asegurar ser el canal de una hermandad de mahatmas tibetanos reencarnados. Este credo se basaba en gran medida en doctrinas ocultas y religiones orientales, sobre todo en el budismo, y para muchos occidentales representó una especie de contracultura, saturada de vegetarianismo. Como observó la historiadora Janet Oppenheim en The Other World: «Para aquellos que querían rebelarse de forma radical contra las restricciones de la moral victoriana -al margen de cómo percibieran ese esquivo concepto-, el sabor de la herejía debió de resultar especialmente atractivo al estar ideada por una foránea tan descarada como H. P. Blavatsky».43
Algunos teósofos, llevando aún más lejos su herejía, se hicieron budistas y se alinearon con líderes religiosos en la India y Ceilán, quienes se oponían al poder colonial. Entre estos teósofos se encontraba el hermano mayor de Fawcett, Edward, a quien Percy siempre admiró. Edward, escalador de tremenda envergadura física, que siempre llevaba un monóculo de oro, había sido un niño prodigio: publicó un poema épico a los trece años. Ayudó a Blavatsky a documentarse y a escribir en 1893 su opera magna, La doctrina secreta del hombre. En 1890 viajó a Ceilán, donde Percy estaba destacado, para recibir el Pansil, o los cinco preceptos del budismo, que incluyen los votos de no matar, no beber alcohol ni cometer adulterio. Un periódico indio cubrió la ceremonia con el título «Conversión de un inglés al budismo»:
La ceremonia comenzó hacia las 8.30 en el sactum sanctorum del Buddhist Hall, donde el Sumo Sacerdote Sumangala examinó al candidato. Satisfecho con la apariencia del señor Fawcett, el Sumo Sacerdote […] dijo que era un enorme placer para él presentar al señor Fawcett, un erudito inglés […]. El señor Fawcett se puso en pie y suplicó al Sumo Sacerdote que le concediera el Pansil. El Sumo Sacerdote asintió y el Pansil le fue concedido; el señor Fawcett fue repitiéndolo tras el Sumo Sacerdote. En la última frase de los Cinco Preceptos, el budista inglés fue bulliciosamente vitoreado por sus correligionarios presentes.44
En otra ocasión, según miembros de la familia, Percy Fawcett, aparentemente inspirado por su hermano, también recibió el Pansil; un acto que, para un oficial colonial que debía sofocar a los budistas y promover el cristianismo en la isla, era del todo sedicioso. En The Victorians, el novelista e historiador A. N. Wilson apuntó: «Hay algo maravillosamente subversivo en aquellos occidentales que, en el momento preciso de la historia en que las razas blancas imponían el imperialismo en Egipto y Asia, sucumbieron a la sabiduría oriental, incluso en sus formas tergiversadas y absurdas».45 Otros eruditos señalan que los europeos del siglo xix y principios del xx -incluso aquellos movidos por una motivación más benévola- promovieron una imagen aún más exótica de Oriente, lo cual tan solo contribuyó a legitimar el imperialismo. Fawcett consideraba que todo cuanto le habían enseñado en la vida acerca de la superioridad de la civilización occidental topaba de lleno contra lo que él experimentaba allende sus fronteras. «Transgredí una y otra vez las espantosas leyes de la conducta tradicional, pero haciéndolo aprendí mucho»,46 afirmó. Con los años, intentó reconciliar estas dos fuerzas opuestas, equilibrar su absolutismo moral y su relativismo cultural, pero ello le induciría a singulares contradicciones y a cometer herejías aún mayores.
Aquel precario equilibrio alimentaba aún más su fascinación por exploradores como Richard Francis Burton y David Livingstone, ambos muy apreciados, incluso venerados, por la sociedad victoriana, y aun así capaces de vivir al margen de ella. Fawcett devoró los relatos de sus aventuras en las penny presses, unas publicaciones diarias que se vendían por un penique y que se producían en grandes cantidades en imprentas a vapor. En 1953, Burton, disfrazado de peregrino musulmán, había conseguido entrar en La Meca. Cuatro años después, en la frenética carrera por encontrar las fuentes del Nilo, John Speke se había quedado casi ciego a consecuencia de una infección y prácticamente sordo al intentar extraerse con un punzón un escarabajo que le estaba perforando el oído interno. A finales de la década de 1860, el misionero David Livingstone, también a la búsqueda de las fuentes del Nilo, desapareció en el corazón de África. En enero de 1871, Henry Morton Stanley partió en su busca, jurando: «Ningún hombre vivo […] me detendrá. Solo la muerte me lo impedirá». Sorprendentemente, diez meses después Stanley culminó con éxito su misión, y pronunció su ya famoso saludo: «El doctor Livingstone, supongo». Livingstone, obcecado en proseguir con su exploración, se negó a regresar con él. Aquejado de una embolia, desorientado, con hemorragias internas y hambriento, murió en el noreste de Zambia en 1873. En sus últimos instantes de vida se postró para rezar. Su corazón, tal como él había pedido, fue enterrado allí, mientras que el resto de su cuerpo fue transportado a través del continente a hombros de sus seguidores, como si de un santo se tratara, y llevado de vuelta a Inglaterra, donde auténticas muchedumbres le rindieron homenaje en la abadía de Westminster.47
Tiempo después, Fawcett trabó amistad con el novelista que retrató de forma más vivida este mundo del aventurero-erudito Victoriano: sir Henry Rider Haggard. En 1885, Haggard publicó Las minas del rey Salomón, que se promocionó como «EL LIBRO MÁS ASOMBROSO JAMÁS ESCRITO». Al igual que muchas otras novelas épicas y de aventuras, se inspiró en cuentos populares y mitos, como el del Santo Grial. Su héroe es el paradigmático Allan Quatermain, un sensato cazador de elefantes que busca un alijo de diamantes en África con la ayuda de un mapa trazado con sangre. V. S. Pritchett observó que «mientras que E. M. Forster habló en una ocasión del novelista que lanzaba un cubo al fondo del subconsciente», Haggard «instaló una bomba de succión. Drenó todo el depósito de deseos secretos del público».48
Fawcett no tuvo que hurgar tanto para ver sus deseos derramados sobre la hoja en blanco. Tras abandonar la teosofía, su hermano mayor, Edward, se reinventó como popular escritor de aventuras y durante un tiempo fue aclamado como el equivalente inglés de Julio Verne. En 1894 publicó Swallowed by an Earthquake, que narra la historia de un grupo de amigos que son arrojados a un mundo subterráneo, donde hallan dinosaurios y una tribu de «hombres salvajes que comen hombres».49
Fue la siguiente novela de Edward, no obstante, la que reflejó con mayor exactitud las fantasías íntimas de su hermano menor -y que, en muchos sentidos, predijo de forma escalofriante el futuro de Percy-. Titulada The Secret of the Desert y publicada en 1895, en su cubierta de color rojo sangre aparecía la ilustración de un explorador ataviado con un salacot y colgado de una soga sobre el muro de un palacio. La trama se centra en un cartógrafo y arqueólogo aficionado llamado Arthur Manners, quien personificaba la sensibilidad victoriana.
Financiado por un organismo científico, Manners, el «más audaz de los viajeros»,50 abandona la pintoresca campiña británica para explorar la peligrosa región central de Arabia. Decidido a viajar solo («posiblemente creyendo que sería mucho mejor disfrutar también en solitario de la fama que pudiera aguardarle»),51 Manners se interna en las profundidades del Gran Desierto Rojo en busca de tribus y yacimientos arqueológicos desconocidos. Tras dos años sin tener noticias de él, en Inglaterra muchos temen que haya muerto de hambre o que alguna tribu lo haya hecho prisionero. Tres colegas de Manners se lanzan en una misión de rescate a bordo de un vehículo blindado que uno de ellos ha construido, un artilugio futurista que, como el submarino de Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino, refleja tanto el progreso como las aterradoras capacidades de la civilización europea. La expedición averigua que Manners se había dirigido hacia el legendario Oasis de las Gacelas, del que se decía que albergaba «extrañas ruinas, reliquias de alguna raza de, sin duda, gran renombre en el pasado, pero ahora completamente olvidada».52 Todo aquel que ha intentado llegar a él ha desaparecido o muerto asesinado. En su travesía hacia el oasis, los amigos de Manners se quedan sin víveres: «Nosotros, aspirantes a rescatadores, somos hombres extraviados».53 Pero entonces avistan una charca de aguas trémulas: el Oasis de las Gacelas. Y junto a él se hallan las ruinas de un templo repleto de tesoros. «Sentí una inmensa admiración por esa raza olvidada que había erigido esta magnífica estructura»,54 afirma el narrador.
Los exploradores descubren que Manners está preso dentro del templo y lo rescatan con el tanque de alta velocidad. Sin tiempo para llevarse consigo objetos que demostraran al mundo su hallazgo, confían en que Manners logre convencer a los «escépticos». Pero un miembro de la expedición, que planea regresar y ser el primero en excavar las ruinas, dice de Manners: «Confío en que no revele demasiados detalles acerca de la latitud y la longitud exactas del lugar»."
Un día, Fawcett salió de Fort Frederick y echó a andar tierra adentro por un laberinto de viñedos y zarzas. «Todo cuanto me rodeaba eran sonidos: los sonidos de la naturaleza»,56 escribió sobre la jungla de Ceilán. Horas después llegó al lugar que buscaba: un muro semienterrado y decorado con centenares de imágenes esculpidas de elefantes. Se trataba de los restos de un antiguo templo que estaba rodeado por un sinfín de ruinas: columnas de piedra, las arcadas del palacio y dagobas. Formaban parte de Anuradhapura, una ciudad que había sido construida hacía más de dos mil años. En aquel entonces, según la describió un contemporáneo de Fawcett, «la ciudad se ha desvanecido como un sueño […]. ¿Dónde están las manos que la levantaron, los hombres que buscaron en ella refugio del calor abrasador del mediodía?».57 Más tarde, Fawcett escribió a un amigo que «la vieja Ceilán está enterrada bajo un manto de selva y moho […]. Hay ladrillos y dagobas en ruinas, y túmulos, fosas e inscripciones indescifrables».58
Fawcett ya no era un niño; rondaba la treintena y no soportaba la idea de pasar el resto de su vida secuestrado en un fuerte militar tras otro, sepultado bajo el peso de su imaginación. Quería convertirse en lo que Joseph Conrad había denominado un «geógrafo militante», alguien que, «albergando en el pecho una chispa del fuego sagrado»,59 descubriera junto con las latitudes y las longitudes secretas de la tierra los misterios de la humanidad. Y sabía que solo había un lugar al que podía acudir: la Royal Geographical Society de Londres. Esta institución había organizado las exploraciones de Livingstone, Speke y Burton, y la que había fomentado, durante la época victoriana, las investigaciones arqueológicas. Y Fawcett no albergaba la menor duda de que sería esa misma institución la que le ayudaría a conocer y a comprender lo que él llamaba «mi Destino».