Siempre se ha dicho que toda búsqueda tiene un origen romántico. Sin embargo, ni siquiera ahora, soy capaz de encontrar uno bueno para la mía.
Permitidme que me explique: no soy explorador ni aventurero. No escalo montañas ni salgo de caza. Ni siquiera me gusta ir de camping. No llego al metro setenta y tengo casi cuarenta años, con una cintura que empieza a crecer y una mata de pelo negro que cada vez es más escasa. Sufro una afección degenerativa llamada queratocono que me impide ver bien de noche. Mi sentido de la orientación es pésimo; tiendo a olvidar dónde estoy cuando viajo en metro y me paso mi parada de Brooklyn. Me gustan los periódicos, la comida precocinada, los acontecimientos deportivos (grabados con sistema TiVo) y el aire acondicionado puesto al máximo. Ante la disyuntiva diaria de subir dos tramos de escalera hasta mi apartamento o hacerlo en el ascensor, invariablemente opto por lo segundo.
Sin embargo, cuando trabajo en una historia las cosas cambian. Desde joven, me han atraído los relatos de intriga y aventura, aquellos que «atrapan», como los definía Rider Haggard. Los primeros que recuerdo que me contaron giraban en torno a mi abuelo, Monya. En aquel entonces él pasaba de los setenta y padecía Parkinson; se sentaba, con ese constante temblor, en el porche de nuestra casa, en Westport, Connecticut, con la mirada perdida. Mientras tanto, mi abuela me relataba sus antiguas aventuras. Me dijo que mi abuelo, de origen ruso, había sido peletero y fotógrafo freelance para la National Geographic, el primer cámara occidental a quien se le había permitido, en la década de los veinte, acceder a varias regiones de China y del Tíbet. (Varios parientes sospechan que era espía, aunque nunca hemos encontrado prueba alguna que confirme esta teoría.) Mi abuela recordaba que, poco antes de casarse con él, Monya fue a la India para comprar pieles de gran valor. Pasaban las semanas y no recibía noticias de él. Al cabo, le llegó por correo un sobre maltrecho. En su interior tan solo había una fotografía emborronada de Monya tendido, con el cuerpo encogido y el rostro pálido bajo una mosquitera: había contraído la malaria. Finalmente regresó, pero, dado que aún estaba convaleciente, la boda se celebró en el hospital. «Entonces supe lo que me esperaba», me confesó mi abuela. Me contó que Monya se había hecho corredor de motos profesional y, al ver que yo la miraba con aire escéptico, desplegó un pañuelo y me mostró su contenido: una de las medallas de oro que él había ganado. En una ocasión, estando en Afganistán en busca de pieles, le fallaron los frenos de la moto con sidecar, en el que llevaba a un amigo, mientras atravesaban el paso de Khyber. «Con la moto ya fuera de control, tu abuelo se despidió de su amigo -rememoró mi abuela-. Entonces Monya vio a unos obreros trabajando en la carretera; junto a ellos había un gran montículo de tierra y tu abuelo viró el volante hacia él. Ambos salieron catapultados. Se rompieron varios huesos, pero nada grave. Por supuesto, eso no impidió que tu abuelo siguiera viajando en moto.»
Para mí, lo más asombroso de aquellas aventuras era la figura alrededor de la cual giraban. La imagen que yo había tenido siempre de mi abuelo era la de un anciano que apenas podía andar. Cuanto más me contaba de él mi abuela, más ávido me sentía yo de conocer detalles que me ayudaran a entenderle; aun así, había algo en él que incluso mi abuela parecía no entender. «Es Monya», decía ella, haciendo un gesto resignado con la mano.
Cuando me hice reportero, empezaron a atraerme las historias que «atrapaban». En la década de los noventa trabajé como corresponsal en el Congreso, pero seguía indagando por cuenta propia en historias sobre estafadores, gánsteres y espías. Si bien la mayor parte de mis artículos parecen no guardar relación alguna entre sí, tienen un vínculo en común: la obsesión. Versan sobre personas corrientes impelidas a hacer cosas extraordinarias -cosas que la mayoría de nosotros jamás osaríamos hacer-, en cuya cabeza brota el germen de una idea que va expandiéndose como en una metástasis hasta que los consume.
Siempre he creído que mi interés por este tipo de individuos es meramente profesional: son ellos quienes me proporcionan el mejor material. Pero en ocasiones me pregunto si no me pareceré a ellos más de lo que quiero creer. La actividad del reportero implica una incesante búsqueda para desentrañar detalles, con la esperanza de descubrir alguna verdad oculta. Para disgusto de mi esposa, cuando trabajo en una historia así tiendo a perder de vista todo lo demás. Olvido pagar las facturas y afeitarme. No me cambio de ropa tan a menudo como debiera. Incluso asumo riesgos que de ningún otro modo aceptaría: reptar centenares de metros bajo las calles de Manhattan con excavadores de túneles o viajar en un esquife con un cazador de calamares gigantes durante una violenta tempestad. A la vuelta de aquella travesía en barco, mi madre me dijo: «¿Sabes?, me recuerdas a tu abuelo».
En 2004, mientras me documentaba para un reportaje sobre el misterioso fallecimiento de un experto en Conan Doyle y Sherlock Holmes, topé con una referencia sobre la figura de Fawcett como inspirador de El mundo perdido. Leyendo sobre él, empezó a intrigarme el fantástico concepto de Z: la idea de que pudiera haber existido en el Amazonas una civilización sofisticada de arquitectura monumental resultaba fascinante. Al igual que otros, sospecho, el concepto que yo tenía del Amazonas se reducía al de un montón de tribus dispersas y viviendo en la Edad de Piedra; una visión que se derivaba no solo de las novelas de aventuras y de las películas de Hollywood, sino también de obras de eruditos.
Los ecologistas a menudo han descrito el Amazonas como una «selva virgen» que, hasta las recientes incursiones de madereros e intrusos, permanecía intacta. Asimismo, muchos arqueólogos y geógrafos sostienen que las condiciones del Amazonas, como las del Ártico, han impedido el desarrollo de las grandes poblaciones propias de las sociedades complejas, con distribución del trabajo y jerarquías políticas en forma de jefaturas y reinos.1 Betty Meggers, de la Smithsonian Institution, es probablemente la arqueóloga contemporánea especializada en el Amazonas más influyente. En 1971, definió la región con un ya célebre concepto: «paraíso ilusorio»,2 un lugar que, pese a la fauna y la flora que alberga, resulta desfavorable para la vida humana. Las lluvias y las inundaciones, así como el embate del sol, eliminan los nutrientes vitales de la tierra e imposibilitan la agricultura a gran escala. En un entorno tan inhóspito, según afirman ella y otros científicos, solo podrían sobrevivir pequeñas tribus nómadas. Dado que la tierra proporciona tan poco alimento, escribió Meggers, incluso cuando las tribus consiguen superar el desgaste producido por el hambre y las enfermedades, tienen que dar con «sustitutos culturales»3 para controlar su población, como, por ejemplo, matar a los suyos. Algunas tribus cometían infanticidio, abandonaban a los enfermos en la selva o se enzarzaban en sangrientas venganzas y guerras. En la década de los setenta, Claudio Villas Boas, uno de los grandes defensores de los indígenas del Amazonas, comentó a un periodista: «Esto es la jungla, y matar a un niño deforme o abandonar al hombre sin familia puede resultar esencial para la supervivencia de la tribu. Solo ahora que la jungla está desapareciendo y que sus leyes carecen del sentido que tenían antaño nos conmociona todo esto».4
Tal como observa Charles Mann en su libro 1491,s el antropólogo Alian R. Holmberg contribuyó a cristalizar la visión popular y científica de los indígenas del Amazonas como seres primitivos. Tras estudiar a miembros de la tribu sirionó en Bolivia a principios de la década de 1940, Holmberg los describió como un pueblo entre «los más atrasados del mundo culturalmente»,6 una sociedad tan condicionada por la búsqueda de alimento que no había desarrollado modalidad alguna de arte, religión, vestimenta, animales de granja, alojamientos sólidos, comercio, caminos e incluso la capacidad para contar más allá de tres. «No llevan ningún cómputo del tiempo -afirmó Holmberg- ni disponen de ningún tipo de calendario.»7 Los sirionó ni siquiera tenían un «concepto del amor romántico».8 Eran, concluía el antropólogo, «hombres tan salvajes como la misma naturaleza».9 Según Meggers, una civilización más sofisticada, procedente de los Andes, había migrado a la isla Marajó, en la desembocadura del Amazonas, donde acabaron desmembrándose y muriendo. Para las sociedades civilizadas, el Amazonas era, en suma, una trampa mortal.10
Mientras investigaba sobre Z, descubrí que un grupo de antropólogos y arqueólogos revisionistas habían empezado a cambiar de forma progresiva estas concepciones tan arraigadas en el tiempo: creían que era posible que en el Amazonas hubiese surgido una civilización avanzada. En esencia, afirman que los tradicionalistas han infravalorado la capacidad de las culturas y de las sociedades para transformar y trascender sus entornos naturales, estableciendo un paralelismo con la capacidad de los seres humanos para crear estaciones en el espacio y sembrar cosechas en el desierto israelí. Hay quien sostiene que las ideas de los tradicionalistas comportan aún un leve componente de las visiones racistas de los nativos estadounidenses, que previamente habían infundido teorías reduccionistas del determinismo medioambiental. Los tradicionalistas, por su parte, aducen que los revisionistas son un ejemplo de corrección política desmesurado, y que perpetúan esa sempiterna tendencia a proyectar sobre el Amazonas un paisaje imaginario, una fantasía de la mente occidental. En el debate está en juego una comprensión de la naturaleza humana y del mundo ancestral, y la contienda ha enfrentado ferozmente a los eruditos en la materia. Cuando llamé a la Smithsonian Institution, Meggers descartó la posibilidad de que alguien pudiera descubrir una civilización perdida en el Amazonas. «Demasiados arqueólogos -dijo- siguen yendo a la caza de El Dorado.»
Un prestigioso arqueólogo de la Universidad de Florida cuestiona la interpretación convencional del Amazonas como un paraíso ilusorio. Se llama Michael Heckenberger y trabaja en la región del Xingu, donde se cree que Fawcett desapareció. Varios antropólogos me dijeron que él era la persona con quien debía hablar, pero me advirtieron que raramente sale de la jungla y que evita cualquier distracción que le aleje de su trabajo. James Petersen, quien en 2005 dirigía el Departamento de Antropología de la Universidad de Vermont y que había formado a Heckenberger, me dijo: «Mike es absolutamente brillante y está en la vanguardia de la arqueología en el Amazonas, pero me temo que está usted llamando a la puerta equivocada. Mire, este hombre fue el padrino de mi boda y no consigo que conteste a ninguno de mis mensajes».
Con la ayuda de la Universidad de Florida, finalmente conseguí contactar con Heckenberger por medio de su teléfono vía satélite. Entre el ruido de las interferencias y de lo que parecía la jungla de fondo, me dijo que estaría en el poblado kuikuro del Xingu, y, para mi sorpresa, que estaba dispuesto a reunirse conmigo si yo me desplazaba hasta allí. Más tarde, cuando empecé a recabar más datos sobre la historia de Z, descubrí que aquel era exactamente el lugar donde James Lynch y sus hombres habían sido secuestrados.
– ¿Vas a ir al Amazonas para intentar encontrar a alguien que desapareció hace doscientos años? -me preguntó mi mujer, Kyta.
Era una noche de enero de 2005 y ella estaba de pie en la cocina de nuestro apartamento, sirviendo los fideos fríos con sésamo del Hunan Delight.
– Hace solo ochenta años.
– Vale, ¿vas a ir en busca de alguien que desapareció hace ochenta años?
– Esa es la idea básica, sí.
– ¿Cómo sabrás siquiera dónde buscar?
– Aún no he acabado de concretar esa parte. -Mi mujer, que es productora del programa 60 Minutes y de naturaleza notablemente sensible, dejó los platos sobre la mesa y esperó a que le diera más detalles-. Tampoco seré el primero en ir -añadí-. Cientos de personas lo han hecho ya.
– ¿Y qué fue de ellas?
Probé los fideos, vacilante.
– Muchas desaparecieron.
Me miró largo rato.
– Espero que sepas lo que estás haciendo.
Le prometí que no me precipitaría en ir al Xingu, al menos hasta que supiera dónde iniciaría mi ruta. Las últimas expediciones se habían basado en las coordenadas del Dead Horse Camp contenidas en A través de la selva amazónica, pero, dado el elaborado subterfugio del coronel, resultaba extraño que el campamento fuera tan fácil de encontrar. Si bien Fawcett había tomado meticulosas notas de sus expediciones, se creía que sus documentos más confidenciales se habían extraviado o bien que su familia se negaba a hacerlos públicos. Parte de la correspondencia de Fawcett y de los diarios de algunos miembros de sus expediciones, sin embargo, habían acabado en archivos británicos. Y así, antes de internarme en la jungla, viajé a Inglaterra para intentar obtener más información sobre la ruta de Fawcett celosamente protegida y del hombre que, en 1925, parecía haberse desvanecido de la faz de la tierra.