No se produjo ninguna epifanía, no hubo ningún destello esclarecedor. De modo que la teoría fue desarrollándose con el tiempo, a partir de un dato aquí y otro allí, a trompicones, con giros inesperados, y el rastreo de las pruebas se remontó incluso hasta los días de Fawcett en Ceilán. En Fort Frederick, supo por vez primera de la posible existencia de una antigua civilización oculta en la jungla, cuyos palacios y calles, con el inexorable paso del tiempo, habrían desaparecido bajo una maraña de plantas trepadoras y raíces. Pero el concepto de Z -de una civilización perdida oculta en el Amazonas- realmente empezó a cuajar cuando Fawcett topó con los indígenas hostiles a los cuales le habían advertido que evitara a toda costa.
En 1910, junto con Costin y otros compañeros, exploraba una sección desconocida del río Heath, en Bolivia, cuando empezó a caer sobre ellos una lluvia de flechas de dos metros de largo envenenadas y que perforaron el costado de las canoas en las que viajaban.1 Un fraile español describió en una ocasión lo que vio cuando un arma semejante hirió a un compañero: «En el instante en que se clavó en él le produjo un intenso dolor […], pues el pie en el que había sido herido se tornó muy negro, y el veneno fue ascendiendo gradualmente por la pierna, como un ente vivo, sin que fuera posible detenerlo, aunque le aplicaron numerosas cauterizaciones con fuego […], y cuando le llegó al corazón, el hombre murió, víctima de un inmenso padecimiento hasta el tercer día, cuando entregó su alma a Dios, que la había creado».2
Un miembro del equipo se tiró al agua, gritando: «¡Retirada! ¡Retirada!»,3 pero Fawcett insistió en llevar las canoas hasta la orilla opuesta, mientras las flechas seguían cayendo del cielo en forma de cascada. «Una de ellas pasó a unos treinta centímetros de mi cabeza, y llegué a ver la cara del salvaje que la había disparado»,4 recordó Costin tiempo después. Fawcett ordenó a sus hombres que bajaran los rifles, pero la cortina de flechas persistió. El explorador pidió entonces a uno de sus hombres que, como muestra de sus intenciones pacíficas, sacara el acordeón y tocara. El resto de la partida, ante la orden de permanecer en pie y afrontar la muerte con resignación, cantaron mientras Costin, al principio con voz trémula y luego con mayor fervor, entonaba la letra de «Los soldados de la reina»: «En la lucha por la gloria de Inglaterra, muchachos / por su gloria mundial dejadnos cantar».
A continuación, Fawcett hizo algo que impactó de tal modo a Costin que este lo recordaría vividamente hasta el final de sus días: el comandante se desató el pañuelo que llevaba anudado al cuello y, agitándolo por encima de la cabeza, se encaminó hacia el río, directamente hacia la descarga de flechas. Con los años, Fawcett había adquirido ciertas nociones de los dialectos indígenas. Por las noches garabateaba los términos en sus cuadernos de bitácora y los estudiaba. En aquel momento pronunció algunas palabras que conocía, repitiendo «amigo, amigo, amigo», sin estar seguro siquiera de que ese fuera el término correcto, mientras el agua del río empezaba a llegarle a la altura de los hombros. La lluvia de flechas cesó. Por un instante, nadie se movió mientras Fawcett seguía en el río, con las manos sobre la cabeza, como un penitente en su bautismo.5 Según Costin, un indio apareció de detrás de un árbol y se acercó a la orilla. Fue remando en una balsa hasta Fawcett y cogió el pañuelo que este tenía en la mano. «El comandante indicó con gestos que le llevara con él», relató más tarde Costin en una carta dirigida a su hija, y el indígena «regresó a su orilla impulsándose con una pértiga y con Fawcett arrodillado en su endeble embarcación».6
«Al ascender por la ribera opuesta -dijo Fawcett-, tuve la desagradable impresión de que iba a recibir un disparo en la cara o una flecha en el estómago.»7
Los indígenas se lo llevaron consigo. «[Fawcett] desapareció en la selva, ¡y nosotros nos quedamos allí, preguntándonos qué sería de él!»,8 dijo Costin. La partida temía que hubiesen matado a su jefe hasta que, una hora después, este apareció de nuevo junto a un alegre indio que llevaba calado su sombrero Stetson.
De ese modo Fawcett entabló amistad con un grupo de guarayo. «[Los indios] nos ayudaron a montar el campamento, se quedaron toda la noche con nosotros y nos dieron mandioca, plátanos, pescado, collares, loros y, de hecho, todo cuanto tenían»,9 escribió Fawcett en uno de sus comunicados.
Fawcett no llevaba consigo ningún craneómetro y se basó en su capacidad de observación para tomar nota del aspecto que presentaban los indígenas. Se había acostumbrado a encontrar tribus que se hallaban bajo el dominio de los blancos y sometidos a un proceso de aculturación, con sus miembros debilitados a consecuencia de las enfermedades y de la brutalidad con que se los trataba. Aquellos aproximadamente ciento cincuenta indígenas de la selva, en cambio, parecían robustos. «Los hombres están correctamente desarrollados, tienen una cabellera castaña oscura, buen aspecto y van bien vestidos, con camisas de algodón teñido que ellos mismos confeccionan en gran parte en sus chozas»,10 escribió Fawcett. Le impresionó el hecho de que, a diferencia de los exploradores, demacrados y debilitados, dispusieran de sustanciosos recursos alimentarios. Un guarayo trituró una planta con una piedra y vertió su jugo en un arroyo hasta que este formó una pequeña nube lechosa. «A los pocos minutos apareció en la superficie un pez nadando en círculos y boqueando; acto seguido, se dio la vuelta y quedó con el vientre arriba, aparentemente muerto -recordó Costin-. Pronto había una docena de peces flotando del mismo modo.»11 Los habían envenenado. Un niño indígena entró en el agua y sacó los más grandes para la comida. Aquella cantidad de veneno tan solo los aturdía y no suponía ningún riesgo para las personas una vez cocinados. De forma igualmente asombrosa, los peces que el chico había dejado en el agua enseguida revivieron y se alejaron, ilesos. El mismo veneno era utilizado en ocasiones para mitigar el dolor de muelas. Observando a los indígenas, Fawcett descubrió que eran maestros en farmacología, expertos en la manipulación del entorno para satisfacer sus necesidades, y llegó a la conclusión de que los guarayo eran «una raza en extremo inteligente».12
Tras la expedición de 1910, Fawcett, que sospechaba que los indígenas del Amazonas guardaban secretos que los historiadores y los etnólogos habían pasado por alto, empezó a buscar varias tribus, sin importarle lo feroz que fuese su reputación. «Aquí hay problemas por resolver […] que piden a gritos que alguien se haga cargo de ellos -informó a la RGS-, pero la experiencia resulta esencial. Sin ella, es una locura internarse en las regiones inexploradas, y en estos tiempos es también suicida.»13 En 1911 presentó su renuncia a la comisión fronteriza para llevar a cabo pesquisas en el nuevo y pujante terreno de la antropología. En una ocasión, no lejos del río Heath, Fawcett almorzaba con Costin y el resto de su equipo cuando un grupo de indígenas los rodearon con los arcos alzados. «Sin la menor vacilación -escribió Costin-, Fawcett dejó caer el cinturón y el machete, para mostrar que estaba desarmado, y avanzó hacia ellos, con las manos por encima de la cabeza. Se produjo una pausa vacilante y luego uno de los bárbaros dejó las flechas en el suelo y se encaminó a su encuentro. ¡Nos habíamos hecho amigos de los echoja!»14
Con el tiempo, esta se convirtió en la táctica de aproximación habitual de Fawcett. «Siempre que se encontraba con salvajes -dijo Costin-, caminaba despacio hacia ellos […] con las manos en alto.»15 Al igual que su manera de viajar en grupos muy reducidos, sin la protección de soldados armados, su forma de establecer contacto con las tribus, algunas de las cuales nunca habían visto a un hombre blanco, sorprendió a muchos, pues la consideraban tan heroica como suicida. «Sé, por personas que me han informado, que cruzaba el río frente a toda una tribu de salvajes hostiles, y recurriendo únicamente a su valentía los inducía a dejar de disparar, para luego acompañarlos a su poblado -informó un oficial boliviano a la Royal Geographical Society al respecto del encuentro de Fawcett con los guarayo-. Debo decir que son de hecho muy hostiles, porque yo mismo he estado entre ellos, y en 1893 el general Pando no solo perdió a algunos de sus hombres sino también a su sobrino, y al ingeniero, el señor Muller, quien, fatigado por el viaje, decidió atajar desde uno de los ríos hasta Modeidi, y a fecha de hoy aún no hemos sabido nada de ellos.»16
La capacidad de Fawcett para salir airoso donde tantos otros habían fracasado contribuyó al creciente mito de su invencibilidad, en la que él mismo empezaba a creer. ¿Cómo podía explicarse, se preguntaba, «estar deliberadamente de pie delante de salvajes con quienes era crucial trabar amistad, con flechas volando sobre la cabeza, entre las piernas, incluso entre los brazos y el cuerpo, durante varios minutos, y aun así seguir ileso»?17 Nina también creía que era indestructible. En una ocasión, después de que él se hubiese acercado a una tribu indígena hostil con su habitual modus operandi, ella informó a la RGS: «Su encuentro con los salvajes y el modo en que los trató constituye uno de los episodios de los que he oído hablar, y me alegro de que actuara como lo hizo. Personalmente, no albergo el menor temor con respecto a su seguridad, tan convencida estoy de que en ocasiones como esta hará lo correcto».18
Costin escribió que, en sus cinco expediciones, Fawcett trabó invariablemente amistad con las tribus que encontró a su paso. Hubo, no obstante, una excepción. En 1914, Fawcett fue en busca de un grupo de maricoxi en Bolivia. Otros indígenas de la región les habían advertido que fueran precavidos con ellos. Cuando puso en práctica su tentativa habitual, los indios reaccionaron de forma violenta. Al ver que se disponían a masacrarlos, los hombres suplicaron permiso a Fawcett para emplear las armas contra ellos. «¡Tenemos que disparar!»,19 gritó Costin.
Fawcett dudó. «No quería hacerlo, pues nunca antes habíamos disparado»,20 recordó Costin. Pero, al final, Fawcett transigió. Tiempo después dijo que había ordenado a sus hombres disparar solo al suelo o al aire. Pero, según Costin, «vimos que uno [indígena], al menos, había sido alcanzado en el estómago».21
Si la versión de Costin es correcta, y no existe motivo para dudar de ello, aquella fue la única ocasión en que Fawcett transgredió su propio decreto, y al parecer quedó tan mortificado que amañó los informes oficiales para la RGS y ocultó la verdad durante el resto de su vida.
Un día, estando con una tribu de indios echoja en la región boliviana del Amazonas, Fawcett topó con otras pruebas que parecían contradecir el concepto preponderante de que la jungla era una trampa mortal en la que pequeñas bandas de cazadores-recolectores llevaban una existencia penosa, abandonando y matando & los suyos para sobrevivir. Fawcett había reforzado esta imagen con relatos de sus angustiosos viajes, por lo que le pasmó descubrir que, al igual que los guarayo, los echoja disponían de inmensas reservas de comida. Con frecuencia utilizaban las tierras que inundaba el río, que eran más fértiles que el resto, para cultivar, y habían desarrollado elaborados métodos de caza y pesca. «La cuestión de la comida nunca les preocupaba -relató Fawcett-. Cuando tenían hambre, se internaban en la selva y atraían a los animales. Yo acompañé a uno de ellos en una ocasión para ver cómo lo hacía. No vi indicios de presencia animal en la maleza, pero el indio sencillamente sabía más que yo. Profirió unos gritos estridentes y me indicó con un gesto que no hiciera ruido. En pocos minutos, un pequeño ciervo asomó tímidamente de entre la maleza […] y el indio lo derribó con el arco y la flecha. He visto cómo monos y aves salían en desbandada de los árboles más próximos con estos peculiares gritos.»22 Costin, tirador galardonado, se quedó igualmente atónito al ver que los indígenas daban en un flanco que él, con el rifle, fallaba una y otra vez. Y no solo fue la capacidad de los indígenas para procurarse un abundante suministro de alimento -condición indispensable para que una población crezca y evolucione- lo que impactó a Fawcett. Aunque los echoja carecían de defensas contra las enfermedades importadas por los europeos, como el sarampión, habían desarrollado un notable surtido de hierbas medicinales y tratamientos nada convencionales para protegerse contra las constantes agresiones de la jungla. Eran incluso expertos en extirpar los gusanos que habían torturado a Murray. «[Los echoja] emitían una especie de silbido con la lengua y al instante la cabeza de la larva asomaba por la herida -escribió Fawcett-. Luego el indio estrujaba la herida con un movimiento rápido y el invasor salía despedido.»23 Y añadió: «Yo he succionado, silbado, protestado e incluso tocado la flauta a los míos, sin absolutamente ningún efecto».24 Un médico occidental que viajaba con Fawcett opinaba que estos métodos eran propios de la brujería, pero Fawcett los consideraba, junto con el surtido de hierbas curativas, una maravilla. «Con semejante prevalencia de enfermedades y dolencias no es de extrañar que empleen hierba medicinales -dijo Fawcett-. Da la impresión de que todo desorden tenga su correspondiente cura natural aquí. -Y añadió-: Por supuesto, la profesión médica no fomenta su uso. Sin embargo, las curas que ellos practican son con frecuencia notables, y hablo como alguien que ha probado varias con un éxito rotundo.»25 Adoptando las hierbas medicinales y los métodos de caza de los nativos, Fawcett estuvo mejor capacitado para sobrevivir en la jungla. «En 99 casos de cada 100 no hay necesidad de pasar hambre»,26 concluyó.
Pero, aunque el Amazonas pudiera sustentar a una gran civilización, como él suponía, ¿realmente habían creado una los indígenas? Aún no había pruebas arqueológicas. No había siquiera pruebas de la existencia de poblaciones de gran densidad en el Amazonas. Y el concepto de civilización compleja contradecía los dos principales paradigmas etnológicos que habían predominado durante siglos y que se habían originado con el primer encuentro entre europeos y nativos americanos, hacía más de cuatrocientos años. Aunque algunos de los primeros conquistadores quedaron maravillados ante las civilizaciones que habían desarrollado los nativos americanos,27 muchos teólogos debatían si aquellas gentes de piel oscura y semidesnudas eran, de hecho, humanas; porque ¿cómo podían los descendientes de Adán y Eva haber llegado hasta tan lejos, y por qué los profetas bíblicos los habían obviado? A mediados del siglo xvi, Juan Ginés de Sepúlveda, uno de los capellanes del Sagrado Imperio Romano, argumentó que los indígenas eran «medio hombres», a quienes había que tratar como a esclavos naturales. «Los españoles tienen perfecto derecho de gobernar a estos bárbaros del Nuevo Mundo -declaró Sepúlveda, y añadió-: Existe entre ambos una diferencia tan grande como entre […] los simios y los hombres.»28
En aquel tiempo, el crítico más contundente a este paradigma genocida fue Bartolomé de Las Casas, un fraile dominico que había viajado por las Américas. En un famoso debate con Sepúlveda y en una serie de tratados, De Las Casas trató de demostrar de una vez por todas que los indígenas también eran humanos («¿No son hombres? ¿Acaso no tienen almas racionales?»),29 y condenar a aquellos que «fingiendo ser cristianos los borraron de la faz de la Tierra».30 En el proceso, no obstante, contribuyó a establecer un concepto de los indígenas que se convirtió en un clásico similar de la etnología europea: el «salvaje noble». Según De Las Casas, los indígenas eran «el pueblo más simple del mundo», «sin malicia ni astucia», «nunca pendenciero, beligerante ni bullicioso», que «no es ambicioso ni codicioso, y que no tiene interés alguno en el poder material».31 Aunque en la época de Fawcett ambos conceptos seguían prevaleciendo en las literaturas erudita y popular, se tamizaban ahora a través de una nueva teoría científica: la evolución. La teoría de Darwin, expuesta en El origen de las especies, de 1859, sugería que el ser humano y el simio compartían un ancestro común, y, sumada a recientes hallazgos de fósiles que revelaban que los seres humanos habían habitado la tierra desde hacía mucho más tiempo de lo que estipulaba la Biblia, contribuyeron de forma irrevocable a escindir la antropología de la teología. Los Victorianos empezaron a abordar la diversidad humana desde una óptica ya no teológica sino biológica. La obra Notes and Queries on Anthropology [Manual de campo del antropólogo], lectura recomendada en la escuela de exploración de Fawcett, incluía capítulos titulados «Anatomía y fisiología», «Cabello», «Color», «Olor», «Gesticulación», «Fisonomía», «Patología», «Anomalías», «Reproducción», «Capacidades físicas», «Sentidos» y «Herencia». Entre las preguntas que se le hacían a Fawcett y a otros exploradores se encontraban las siguientes:
¿Existe alguna peculiaridad destacable en el olor vinculado a las personas de la tribu o al pueblo descrito? ¿Cuál es la postura habitual durante el sueño? ¿Está el cuerpo bien equilibrado al caminar? ¿Llevan el cuerpo erguido y las piernas rectas? ¿Balancean los brazos al caminar? ¿Se encaraman bien a los árboles? ¿Se expresa el asombro en los ojos y la boca, abriéndose estos al máximo, y en las cejas, arqueándose? ¿Provoca rubor la vergüenza?32
Los Victorianos querían saber por qué algunos simios habían evolucionado hasta convertirse en caballeros ingleses y otros no.
Mientras que Sepúlveda argüía que los indígenas eran inferiores en el plano religioso, muchos Victorianos afirmaban ahora que eran inferiores en el biológico, que posiblemente eran incluso un «eslabón perdido» en la cadena entre el simio y el hombre.33 En 1863 se creó la Anthropological Society of London con el fin de investigar estas teorías. Richard Burton, uno de sus fundadores, postuló que los indígenas, al igual que los negros, con su «condición gorilesca»,34 constituían «subespecies».35 (El propio Darwin, que nunca suscribió el racismo extremo que surgió en su nombre, describió a los fueguinos que vio en Sudamérica como «estos pobres desdichados […] atrofiados en el crecimiento, la cara espantosa y embadurnada con pintura blanca, la piel roñosa y grasienta, el pelo enmarañado, la voz discordante, y el gesto violento y exento de dignidad», como si costara «creer que son congéneres y habitantes del mismo mundo».)36 Muchos antropólogos, incluso Burton, practicaban la frenología: el estudio de las protuberancias del cráneo humano, que se consideraban indicativas de la inteligencia y de las peculiaridades del carácter. Un frenólogo que comparó dos cráneos indios con otros europeos dijo que los primeros se caracterizaban por la «dureza» y el «hermetismo»,37 y que su forma explicaba «la magnanimidad que mostraban los indios en su resistencia a la tortura». Francis Galton, en su teoría de la eugenesia, que en un tiempo contó entre sus adeptos con John Maynard Keynes y Winston Churchill,38 sostuvo que la inteligencia humana era hereditaria e inmutable, y que los pueblos nativos del Nuevo Mundo eran, en esencia, «mentalmente niños».39 Incluso muchos Victorianos que creían en una «unidad psíquica de toda la humanidad» asumían que las sociedades indígenas se encontraban en una etapa distinta del desarrollo evolutivo. A principios del siglo xx, la entonces popular escuela difusionista de antropólogos sostenía que si en algún momento había existido en Sudamérica una civilización ancestral sofisticada, sus orígenes se habrían encontrado bien en Occidente bien en Oriente Próximo -en las tribus perdidas de Israel,40 por ejemplo, o en los marineros fenicios-. «Existe toda clase de teorías entre los antropólogos respecto de la distribución de la especie humana», observó Keltie, de la Royal Geographical Society, añadiendo que los antropólogos difusionistas «afirman que los fenicios navegaron por todo el océano Pacífico y que muchos de ellos penetraron en Sudamérica».41
Fawcett estaba profundamente influido por estas ideas; sus escritos están plagados de imágenes que retrataban a los indios como «niños joviales» y salvajes «simiescos».42 La primera vez que vio llorar a un indígena se mostró aturdido, pues estaba convencido de que desde un punto de vista fisiológico los indígenas tenían que ser estoicos. Se esforzó por reconciliar lo que observaba con todo cuanto le habían enseñado, y sus conclusiones estaban repletas de circunvoluciones y contradicciones. Creía, por ejemplo, que la jungla albergaba a «salvajes de la más bárbara condición, hombres mono que viven en agujeros en la tierra y que solo salen de noche»;43 pese a ello, casi siempre describía a los indígenas a quienes conocía como seres «civilizados», con frecuencia más que los europeos. («Mi experiencia es que pocos de estos salvajes son "malos" por naturaleza, a menos que el contacto con "salvajes" del mundo exterior les haya hecho serlo.»)44 Se oponía enérgicamente a la destrucción de las culturas indígenas por medio de la colonización. En la jungla, el absolutista se transformaba en relativista. Tras haber presenciado cómo una tribu practicaba el canibalismo con uno de sus muertos como parte de una ceremonia religiosa -el cuerpo «asado sobre un gran fuego» y «cortado y repartido entre varias familias»-,45 Fawcett imploró a los europeos que no deplorasen aquel «sofisticado ritual».46 Detestaba clasificar a los indígenas no aculturados como «salvajes» -la terminología común en aquel entonces-, y observó que los afables y decentes echoja eran «una prueba evidente de lo injustificada que está la condena general de todos los pueblos que habitan la selva».47 Además de adoptar costumbres de los indios, aprendió a hablar un sinfín de lenguas indígenas. «Conocía a los indios como pocos hombres blancos han llegado a conocerlos, y tenía el don de las lenguas -observó Thomas Charles Bridges, escritor de obras de aventuras y colega de Fawcett-. Pocos hombres han poseído en la historia ese don en un grado tan notable.»48 Costin, resumiendo la relación de Fawcett con los nativos del Amazonas, se limitó a decir: «Los comprendía mejor que nadie».49
Con todo, Fawcett nunca consiguió encontrar el camino de salida en lo que el historiador Dane Kennedy ha denominado el «laberinto mental racial».50 Cuando Fawcett se encontraba con una tribu altamente sofisticada, a menudo intentaba buscar indicadores raciales -más «blancura» o «rojez»- que pudieran reconciliar la noción de una sociedad indígena avanzada con sus creencias y actitudes victorianas. «Existen tres tipos de indígenas -escribió en una ocasión-. Los primeros son dóciles y pusilánimes […]; los segundos, caníbales peligrosos y repulsivos, difíciles de encontrar, y los terceros, un pueblo robusto y de piel clara que debe de tener un origen civilizado.»51
La idea de que las Américas albergaran a una tribu «de piel clara» o «indios blancos» pervivía desde que Colón aseguró haber visto a varios nativos que eran tan «blancos como nosotros».52 Más tarde, varios conquistadores dijeron que habían encontrado una sala azteca llena de «hombres, mujeres y niños con la caramel cuerpo, el pelo y las pestañas blancos de nacimiento».53 La leyenda de los «indios blancos» tal vez había arraigado con mayor fervor en el Amazonas, donde los primeros exploradores españoles que descendieron el río describieron a mujeres guerreras «muy blancas y altas».54 Muchas de estas leyendas encuentran, sin duda, sus orígenes en la existencia de tribus de piel marcadamente más clara. Una comunidad de indios insólitamente altos y pálidos del este de Bolivia recibió el nombre de «yurucare», que literalmente significa «hombres blancos». Los yanomami del Amazonas fueron también conocidos como «indios blancos» debido a su tez clara, al igual que ocurrió con los wai-wai de la Guayana.
En los tiempos de Fawcett, la «cuestión de los indios blancos», como se la llamó, dio crédito a la teoría de los difusionistas de que los fenicios o algún otro pueblo occidental, como los atlantes o los israelitas, habían migrado a la jungla miles de años antes. En un principio, Fawcett se mostró escéptico ante la existencia de «indios blancos», considerando que las pruebas eran «débiles», pero con el tiempo parecieron proporcionarle una salida de su propio laberinto mental respecto a la cuestión racial: si los indios descendían de una civilización occidental, no cabía duda de que eran capaces de crear una sociedad compleja. Fawcett nunca consiguió dar el salto final de un antropólogo moderno y aceptar que las civilizaciones complejas eran capaces de surgir de forma independiente unas de otras. Como resultado, mientras que algunos antropólogos e historiadores actuales consideran a Fawcett un adelantado para su época, otros, como John Hemming, lo retratan como un «explorador nietzscheano»55 que peroraba «galimatías eugenésicos». En verdad, era ambas cosas. Por mucho que Fawcett se rebelara contra las costumbres victorianas -haciéndose budista y viviendo como un guerrero indígena-, nunca consiguió trascenderlas. Esquivó toda clase de patologías en la jungla, pero no supo liberarse de la perniciosa enfermedad de la raza.
Lo que sí resulta coherente en sus escritos es la creencia, cada vez más sólida, de que el Amazonas y sus pobladores no respondían al prototipo que se había establecido al respecto. Faltaba algo. Durante sus autopsias se había encontrado con muchas tribus cuyas características no se ajustaban a las teorías expuestas por la etnología europea.
En 1914, Fawcett viajaba con Costin y Manley por un rincón remoto del Amazonas brasileño, lejos de los grandes ríos, cuando la jungla de pronto se abrió en un claro enorme. Bajo la repentina e intensa luz, Fawcett vio un conjunto de hermosas casas de paja con tejado abovedado; algunas superaban los veinte metros de altura y los treinta de diámetro. Cerca de allí había plantaciones de maíz, mandioca, plátanos y patatas dulces. No parecía haber nadie en las proximidades, y Fawcett pidió a Costin que inspeccionase el interior de una de las casas. Cuando Costin llegó a la entrada, vio en su interior a una solitaria anciana inclinada sobre un fuego, cocinando. El aroma a mandioca y patata llegó flotando hasta él y, acuciado por el hambre, se sorprendió entrando a pesar del peligro que aquello conllevaba. Fawcett y Manley percibieron también el olor y le siguieron. Los hombres se llevaron una mano al estómago y la perpleja mujer les ofreció cuencos con comida. «Probablemente ninguno de nosotros había probado nunca nada tan bueno»,56 recordó Fawcett tiempo después. Mientras los exploradores comían, a su alrededor empezaron a aparecer guerreros con el cuerpo pintado a franjas. «Entraron por varios accesos en los que no habíamos reparado, y por el que teníamos al lado vimos las sombras de más hombres que permanecían fuera»,57 escribió Fawcett. Tenían la nariz y la boca perforadas por estaquillas de madera; llevaban arcos y cerbatanas.
Fawcett susurró a Costin y a Manley: «¡No os mováis!».58
Según Costin, Fawcett se desató despacio el pañuelo que llevaba al cuello y lo dejó en el suelo, a modo de presente, frente a un hombre que parecía ser el jefe. El hombre lo cogió y lo examinó en un adusto silencio.
– Tienes que darle algo -dijo Fawcett a Costin.
«Yo cometí un error garrafal -recordó Costin más tarde-. No solo saqué un fósforo sino que lo prendí.»59
El pánico cundió entre los indígenas y Fawcett se apresuró a hurgar en un bolsillo en busca de otro regalo: un refulgente collar. Un miembro de la tribu, a cambio, ofreció a sus visitantes calabazas llenas de cacahuetes. «Nuestra amistad fue así aceptada -escribió Fawcett-, y el propio jefe se sentó sobre un escabel curvado y compartió los cacahuetes con nosotros.»60 Habían trabado amistad con un grupo de indios desconocidos hasta entonces y al que Fawcett clasificó como los maxubi.61 Durante su estancia allí, Fawcett descubrió algo que nunca antes había visto: una población grande, de varios miles de personas. Asimismo, el poblado estaba rodeado de asentamientos indígenas con otros tantos miles de pobladores. (El hallazgo de Fawcett de tantos indios desconocidos incitó al presidente de la American Geographical Society a proclamar: «No habíamos tenido conocimiento de nada tan extraordinario en la historia reciente de la exploración».)62 Fawcett cayó en la cuenta de que en regiones alejadas de los ríos principales, adonde se dirigían la mayoría de los viajeros y traficantes de esclavos europeos, las tribus gozaban de mejor salud y eran más populosas. Físicamente, sufrían en menor medida el embate de las enfermedades y del alcoholismo; culturalmente, seguían siendo muy activos. «Tal vez este sea el motivo por el que la etnología del continente se ha erigido sobre un concepto erróneo»,63 dijo Fawcett.
Los maxubi, en particular, daban muestra de una cultura sofisticada, creía Fawcett. Elaboraban una cerámica exquisita y habían asignado nombres a los planetas. «La tribu es también sumamente musical», observó. Al describir sus canciones, añadió: «En el silencio absoluto de la selva, cuando las primeras luces del día silenciaban el bullicio nocturno de la vida de los insectos, sus melodías nos impresionaban enormemente por su belleza».64 Era cierto, escribió, que había encontrado algunas tribus en la jungla que eran «intratables, terriblemente brutales»,65 pero otras, como los maxubi, eran «valerosos e inteligentes», «refutando por completo las conclusiones alcanzadas por los etnólogos, que solo han explorado los ríos y no saben nada de los lugares menos accesibles».66 Lo que es más: muchas de estas tribus narraban leyendas sobre sus ancestros, que vivían en asentamientos aún más magníficos y hermosos.
Existían otros detalles reveladores. Por toda la jungla, Fawcett había advertido en las rocas lo que parecían ser pinturas ancestrales y tallas con formas humanas y animales. En una ocasión, mientras ascendía un desolado montículo de tierra sobre las tierras inundadas del Amazonas boliviano, reparó en algo que asomaba del suelo. Lo cogió y lo examinó: se trataba de un fragmento de cerámica. Empezó a escarbar en la tierra. Prácticamente, allí donde hurgaba, según informó después a la RGS, encontraba pedazos de cerámica antigua y frágil. Le pareció que aquel arte era tan refinado como el de las antiguas Grecia y Roma, e incluso de China. Sin embargo, no había habitantes en centenares de kilómetros a la redonda. ¿De dónde procedía aquella cerámica? ¿A quién había pertenecido en el pasado? Aunque el misterio parecía acrecentarse, empezaban a surgir algunas pautas. «Donde hay alturas, es decir, tierra elevada sobre planicies» en la cuenca del Amazonas, dijo Fawcett a Keltie, «hay artefactos».67 Y eso no era todo: entre estas alturas se extendían una especie de senderos dispuestos geométricamente. Parecían, casi podía jurarlo, «carreteras» y «pasos elevados».68
A medida que desarrollaba su teoría de una civilización amazónica ancestral, Fawcett era consciente de la cada vez mayor competencia que representaban otros exploradores, que se precipitaban al interior de Sudamérica para inspeccionar uno de los últimos reinos aún sin cartografiar. Eran un grupo ecléctico, díscolo y monomaniaco, cada uno con su teoría y sus obsesiones. Estaba, por ejemplo, Henry Savage Landor,69 quien se había ganado un renombre mundial por sus documentales de viajes en los que narraba cómo había estado a punto de ser ejecutado en el Tíbet, cómo había ascendido el Himalaya sin cuerdas ni clamps, cómo había cruzado los desiertos de Persia y Baluchistán a lomos de un camello, y cómo ahora se dedicaba a recorrer ciertas regiones del Amazonas ataviado como si se dirigiera a un almuerzo en Piccadilly Circus («Yo no iba por ahí disfrazado con los estrambóticos uniformes que uno imagina que deben llevar los exploradores»).70 Sin embargo, en una ocasión, sus hombres se amotinaron y estuvieron a punto de matarle de un disparo. Estaba el coronel brasileño, huérfano de madre indígena, Cándido Mariano da Silva Rondón, que había ayudado a tender líneas de telégrafo por la jungla, había perdido un dedo del pie debido a la mordedura de una piraña y fundado el Indian Protection Service. (El lema de la entidad, como el suyo propio, era: «Muere si tienes que hacerlo, pero nunca mates».) Estaba Theodore Roosevelt, quien, tras ser derrotado en las elecciones presidenciales de 1912, buscó refugio en el Amazonas y exploró con Rondón el río de la Duda. (Al final del viaje, el que fuera presidente de Estados Unidos, que había abogado por «la vida extenuante», estaba prácticamente condenado a morir, debido al hambre y a las fiebres, y repetía sin cesar los primeros versos del poema de Samuel Taylor Coleridge «Kubla Khan»: «En Xanadú Kubla Khan ordenó construir una cúpula señera».)71
Pero el rival a quien tal vez más temía Fawcett era Alexander Hamilton Rice, un médico espigado y gallardo que, como Fawcett, se había formado bajo la tutela de Edward Ayearst Reeves en la Royal Geographical Society. Sin haber cumplido aún los treinta años y con un torso corpulento y un poblado mostacho, Rice se había graduado en la Harvard Medical School en 1904. El interés por las enfermedades tropicales le había llevado al Amazonas, donde estudiaba parásitos letales diseccionando monos y jaguares, y donde pronto se obsesionó con la geografía y la etnología de la región. En 1907, mientras Fawcett concluía su primer viaje de inspección, el doctor Rice recorría a pie los Andes con un entonces desconocido arqueólogo aficionado llamado Hiram Bingham. Más adelante, el doctor Rice descendió hacia la cuenca septentrional del Amazonas en busca de las fuentes de varios ríos y con el fin de estudiar a los habitantes nativos. En una carta a un amigo, el doctor Rice escribió: «Avanzo muy despacio, lo inspecciono todo con sumo cuidado y solo llego a conclusiones tras una larga meditación. Si dudo de algo, vuelvo a trabajar en ello».72
Tras aquella expedición, el doctor Rice, consciente de que carecía de la suficiente formación técnica, ingresó en la School of Astronomy and Surveying de la Royal Geographical Society. Después de graduarse en 1910 («Lo consideramos, de forma muy especial, un hijo de nuestra Sociedad»,73 comentó tiempo después un presidente de la RGS), regresó a Sudamérica para explorar la cuenca del Amazonas. Mientras que Fawcett era impetuoso y osado, el doctor Rice emprendió su misión con la serena precisión de un cirujano. No deseaba tanto trascender las condiciones brutales del lugar como transformarlas. Reunió equipos de hasta cien hombres, y se obsesionó con los artilugios -barcos nuevos, botas nuevas, generadores nuevos-, y con llevar consigo a la selva los últimos métodos de la ciencia moderna. En el transcurso de una expedición, tuvo que intervenir quirúrgicamente a un nativo aquejado de un ántrax y a un indígena con un absceso cerca del hígado. La RGS destacó que este último procedimiento constituía «probablemente la primera operación quirúrgica con cloroformo llevada a cabo en esta selva primigenia».74 Aunque el doctor Rice no presionaba a sus hombres como lo hacía Fawcett, al menos en una ocasión estos se amotinaron y lo abandonaron en la jungla.75 Durante esa misma expedición, el doctor Rice sufrió una infección tan grave en una pierna que él mismo cogió el bisturí y se extirpó parte del tejido. Tal como Keltie dijo a Fawcett: «Es médico y muy astuto en todo su trabajo».76
Fawcett estaba seguro de que nadie sería capaz de superar su habilidad como explorador, pero sabía que su principal rival contaba con una ventaja que él jamás igualaría: el dinero. El doctor Rice, acaudalado nieto de un antiguo alcalde de Boston y gobernador de Massachusetts, se había casado con Eleanor Widener, viuda de un magnate de Filadelfia que había sido uno de los hombres más ricos de Estados Unidos. (Su primer marido y su hijo viajaban en el Titanic cuando este naufragó.) Con una fortuna valorada en millones de dólares, el doctor Rice y su esposa -quien donó la Widener Library a la Universidad de Harvard en memoria de su difunto hijo- contribuyeron a financiar un nuevo salón de conferencias en la Royal Geographical Society. En Estados Unidos, el doctor Rice acudía con frecuencia a sus citas en su Rolls-Royce azul con chófer y ataviado con un abrigo de pieles de cuerpo entero. Según afirmó un periódico, se encontraba «tan cómodo en el elegante bullicio de la sociedad de Newport como en la tórrida jungla de Brasil».77 Con fondos ilimitados para financiar sus expediciones, pudo disponer del equipamiento más avanzado y de los hombres mejor preparados. Fawcett, mientras tanto, tenía que mendigar constantemente ayuda económica a fundaciones y a capitalistas. «Los exploradores no siempre son esos trotamundos felices e irresponsables que la imaginación retrata -se quejó en una ocasión por carta a la RGS-, sino que nacen sin la proverbial cuchara de plata.»78
Pese a su vastedad, parecía imposible que el Amazonas pudiera dar cabida a todos los egos y ambiciones de estos exploradores. Los hombres tendían a mirarse con desconfianza y preservaban con celo sus rutas por temor a que alguien se les adelantara y les arrebatara un descubrimiento. Incluso intentaban estar al tanto de las actividades de los otros. «Mantenga los oídos bien atentos a cualquier información que pueda obtener acerca de los movimientos de Landor»,79 aconsejó la RGS a Fawcett en un comunicado de 1911. Fawcett no necesitaba que le incitaran a hacerlo: conservaba ese rasgo paranoico del espía que había sido.
Al mismo tiempo, los exploradores no vacilaban en cuestionar, e incluso denigrar, los logros de un rival. Después de que Roosevelt y Rondón anunciaran que habían explorado por primera vez un río de cerca de mil seiscientos kilómetros -llamado río Roosevelt en honor del ex presidente-, Landor dijo a los periodistas que era imposible que existiera un afluente de esas características. Tildó a Roosevelt de «charlatán» y le acusó además de plagiar acontecimientos de su viaje: «Veo que incluso ha sufrido los mismos problemas de salud que yo y, lo que es más extraordinario, en la misma pierna. Estas cosas les ocurren muy a menudo a los exploradores que leen con esmero los libros de algunos de los humildes viajeros que les han precedido».80 Roosevelt respondió espetando que Landor era «un puro farsante a quien no debía prestársele atención».81 (No era la primera vez que se llamaba farsante a Landor: tras culminar un pico del Himalaya, Douglas Freshfield, uno de los escaladores más célebres de su tiempo y futuro presidente de la RGS, dijo que «ningún montañero puede aceptar las maravillosas gestas de velocidad y resistencia que el señor Landor cree haber llevado a cabo» y que su «historia sensacionalista» afecta al «honor, tanto en el país como en el continente, de los viajeros, los críticos y las sociedades científicas inglesas».)82 El doctor Rice, por su parte, encontró en un principio «ininteligible»83 el relato de Roosevelt, pero, después de que este le proporcionase más detalles, se disculpó. Aunque Fawcett nunca dudó del hallazgo del ex presidente, lo desestimó con aspereza como un buen viaje «para un anciano».84
«No deseo menospreciar otros trabajos de exploración en Sudamérica -puntualizó Fawcett a la RGS-, sino tan solo señalar la inmensa diferencia que existe entre los viajes por río, libres del gran problema de la comida, y los viajes a pie por la jungla, cuando uno se ve obligado a soportar sus condiciones y a penetrar de forma deliberada en santuarios indígenas.»85 Tampoco le impresionó Landor, a quien consideraba «un embaucador desde el principio».86 Fawcett dijo a Keltie que no albergaba deseo alguno de ser «incluido junto con los salvajes Landores y Roosevelts en la supuesta fraternidad de la exploración».87
Fawcett había expresado a menudo admiración por Rondon, pero finalmente acabó sospechando también de él. Sostenía que sacrificaba demasiadas vidas viajando con partidas numerosas. (En 1900, Rondón se embarcó en una expedición con ochenta y un hombres y regresó solo con treinta; el resto había muerto o había sido hospitalizado, o bien había desertado.)88 Rondón, un hombre orgulloso y profundamente patriótico, no entendía por qué Fawcett -que había dicho a la RGS que prefería incorporar en sus equipos a «caballeros [ingleses], debido a su mayor capacidad de resistencia y entusiasmo por la aventura»-89 siempre se resistía a llevar soldados brasileños en sus expediciones. Un colega de Rondón comentó que al coronel le disgustaba «la idea de que un extranjero venga aquí a hacer lo que los brasileños podían hacer por sí mismos».90
Pese a su invulnerabilidad frente a las condiciones más brutales de la jungla, Fawcett era hipersensible a la menor crítica personal. Un alto cargo de la RGS le aconsejó: «Creo que le preocupa en exceso lo que la gente diga de usted. En su lugar, yo no me inquietaría por eso. Nada tiene más éxito que el mismo éxito».91
Aun así, mientras recababa pruebas de la existencia de una civilización perdida en el Amazonas, a Fawcett le angustiaba que alguien como el doctor Rice pudiera ir tras la misma pista. Cuando Fawcett insinuó a la RGS el nuevo derrotero de sus investigaciones antropológicas, Keltie le contestó por carta que el doctor Rice estaba «decidido a volver a ir» y que podría estar «dispuesto a hacerse cargo de la tarea que usted indica».92
En 1911, la cohorte de exploradores de Sudamérica, junto con el resto del mundo, se quedó atónita ante el anuncio de que Hiram Bingham, antiguo compañero de viaje del doctor Rice, había descubierto con la ayuda de un guía peruano las ruinas incas de Machu Picchu, a casi dos mil quinientos metros de altitud sobre el nivel del mar, en los Andes. Aunque Bingham no había encontrado una civilización desconocida -el imperio inca y sus obras arquitectónicas monumentales estaban bien documentadas-, sí había ayudado a arrojar luz sobre este mundo ancestral de un modo asombroso. La revista National Geographic, que dedicó todo un ejemplar al hallazgo de Bingham, observó que los templos, los palacios y las fuentes de piedra de Machu Picchu -con toda probabilidad, un lugar de retiro del siglo xv para la nobleza inca- podrían «resultar el conjunto de ruinas más importante descubierto en Sudamérica».93 El explorador Hugh Thomson posteriormente lo denominó «el culmen de la arqueología del siglo xx».94 Bingham fue catapultado a la estratosfera de la fama. Fue incluso elegido senador de Estados Unidos.
El descubrimiento espoleó la imaginación de Fawcett. Sin duda también le mortificó. Pero Fawcett creía que las pruebas que él había reunido indicaban algo potencialmente más trascendental: los restos de una civilización aún desconocida en el corazón del Amazonas, donde durante siglos los conquistadores habían buscado un reino ancestral, un lugar llamado El Dorado.