25. Z

– La cueva está en aquellas montañas -dijo el empresario brasileño-. Por allí descendió Fawcett a la ciudad subterránea y allí sigue viviendo.

Antes de que Paolo y yo partiéramos hacia la jungla, habíamos hecho una parada en Barra do Garças, una ciudad situada cerca de las montañas Roncador, en el extremo nordeste del Mato Grosso. Muchos brasileños nos habían dicho que, en las últimas décadas, habían surgido en la región cultos religiosos que veneraban a Fawcett como a una especie de dios. Creían que el explorador había accedido a una red de túneles subterráneos y descubierto que Z era, de entre todas las posibilidades, un portal a otra realidad. Aunque Brian Fawcett había ocultado los extraños textos que su padre había escrito hacia el final de su vida, aquellos místicos se habían fijado en las crípticas referencias que Fawcett había publicado en revistas como Occult Review en su búsqueda de «los tesoros del Mundo Invisible». Estos escritos, sumados a la desaparición de Fawcett y al fracaso de todos aquellos que con los años habían tratado de hallar sus restos, espolearon la idea de que, de algún modo, el explorador había desafiado las leyes de la física.

En 1968 apareció la secta Núcleo Mágico,1 fundada por un hombre llamado Udo Luckner, que se refería a sí mismo como Sumo Sacerdote de los Roncador. Llevaba un vestido largo y blanco y un sombrero cilíndrico con la Estrella de David. En la década de 1970, centenares de brasileños y europeos, entre ellos el sobrino nieto de Fawcett, ingresaron en masa en el Núcleo Mágico con la esperanza de encontrar el portal. Luckner construyó un recinto religioso al pie de las montañas Roncador, donde se prohibía a las familias comer carne y llevar alhajas. Luckner predijo el fin del mundo para 1982 y avisó a sus seguidores que estuvieran preparados para descender a las oquedades de la tierra. Pero el planeta permaneció intacto, y el Núcleo Mágico poco a poco se fue disolviendo.

Otros místicos siguieron acudiendo a las montañas Roncador en busca de ese Otro Mundo. Uno de ellos era un ejecutivo brasileño a quien Paolo y yo encontramos en la pequeña ciudad. Menudo, rechoncho y rondando la cincuentena, nos dijo que en un momento dado había empezado a «perder el sentido de mi vida», pero conoció a un vidente que le habló del espiritismo y del portal subterráneo. Dijo que se estaba sometiendo a un proceso de purificación, con la esperanza de descender algún día.

Sorprendentemente, no era el único que llevaba a cabo este tipo de preparación. En 2005, un explorador griego anunció en una página -la Gran Web de Percy Harrison Fawcett, que requiere un código secreto de acceso- que pensaba organizar una expedición para buscar «el mismo portal o la puerta de acceso a un Reino al que el coronel Fawcett había accedido en 1925». El grupo, que actualmente sigue formándose, incluirá a guías videntes y se anuncia como una «Expedición sin Retorno al Lugar Etéreo del Descreimiento». Promete a los participantes que dejarán de ser humanos para transformarse en «seres de otra dimensión, lo que significa que nunca moriremos, nunca enfermaremos, nunca envejeceremos». Del mismo modo que las zonas no cartografiadas del mundo iban desapareciendo, esta gente había elaborado un lugar onírico donde recluirse eternamente.

Antes de que Paolo y yo nos marcháramos, el ejecutivo nos advirtió:

– Jamás encontraréis Z mientras sigáis buscándola en este mundo.


Poco después de que Paolo y yo nos reuniéramos con los kalapalo, contemplé por primera vez la posibilidad de abandonar la búsqueda. Ambos estábamos cansados y acribillados por los mosquitos, y habíamos empezado a discutir. A mí me aquejaban también intensas molestias estomacales, probablemente provocadas por parásitos. Una mañana salí a hurtadillas del poblado kalapalo con el teléfono vía satélite que llevaba conmigo. Paolo me había advertido que lo mantuviese oculto ante los indígenas, de modo que me introduje en la selva con el aparato metido en una pequeña bolsa. Me escondí tras las hojas y las lianas, saqué el teléfono e intenté conseguir alguna señal. Tras varios intentos fallidos, finalmente pude llamar a casa.

– David… ¿Eres tú? -preguntó Kyra al descolgar.

– Sí, sí. Soy yo -contesté-. ¿Cómo estás? ¿Cómo está Zachary?

– No te oigo bien. ¿Dónde estás?

Alcé la mirada hacia el dosel de árboles.

– En algún lugar del Xingu.

– ¿Estás bien?

– Un poco enfermo, pero sí, estoy bien. Te echo de menos.

– Zachary quiere decirte algo.

Instantes después oí balbucear a mi hijo.

– ¡Zachary! ¡Soy papá! -dije.

– Papi -dijo él.

– Sí, papi.

– Es la primera vez que te llama «papi» por teléfono -dijo mi mujer tras recuperar el auricular-. ¿Cuándo vuelves?

– Pronto.

– No está siendo fácil para nosotros.

– Lo sé. Lo siento. -Mientras hablaba, oí que alguien se acercaba-. Tengo que dejarte -dije, de pronto.

– ¿Qué ocurre?

– Viene alguien.

Antes de que mi mujer pudiera contestar, colgué el teléfono y lo guardé en la bolsa. En ese mismo instante apareció un indio, y lo seguí de vuelta al poblado. Aquella noche, tendido en la hamaca, pensé en lo que Brian Fawcett había dicho al respecto de su segunda esposa tras su expedición. «Yo era todo lo que ella tenía -observó-, y esta situación no tendría que haberse producido. La elegí deliberadamente (egoístamente), olvidando lo que podría significar para ella en mi ansia por seguir una idea hasta el final.»2

Para entonces, yo ya sabía que disponía de suficiente material para escribir un reportaje. Había descubierto la verdad sobre los restos del abuelo de Vajuvi. Había oído el relato oral que se había transmitido de generación en generación de los kalapalo. Había reconstruido la juventud de Fawcett, su formación en la RGS y su última expedición. Sin embargo, había lagunas en la historia que aún me acosaban. A menudo había oído hablar de biógrafos que acababan obsesionándose con el sujeto de sus estudios, y que, tras años de investigar su vida, de intentar seguir todos y cada uno de sus pasos y de vivir en su mundo, sufrían arrebatos de rabia y desesperación porque, en algún punto, empezaba a resultarle irreconocible. Ciertos aspectos de su carácter, ciertas partes de su historia seguían siendo impenetrables. Me pregunté qué les habría sucedido a Fawcett y a sus acompañantes después de que los kalapalo dejaron de ver el humo de sus hogueras. Me pregunté si los exploradores habrían sido asesinados por los indios y, en tal caso, cuáles. Me pregunté si Jack habría llegado a cuestionar a su padre, y si el propio Fawcett, tal vez viendo morir a su hijo, se habría dicho: «¿Qué he hecho?». Y me pregunté, ante todo, si realmente existía una Ciudad de Z. ¿Era, como Brian Fawcett temía, tan solo fruto de la imaginación de su padre, o quizá de todas nuestras imaginaciones? El final de la historia de Fawcett parecía residir eternamente más allá del horizonte: una metrópoli oculta hecha de palabras y párrafos; mi propia Z. Tal como lo definió Cummins, parafraseando a Fawcett: «Mi historia se ha perdido, pero es un acto de vanidad para el alma humana exhumarla y contarla al mundo».3

Lo lógico era abandonar y volver a casa. Pero había una persona, pensé, que quizá supiera algo más: Michael Heckenberger, el arqueólogo de la Universidad de Florida con quien James Petersen me había recomendado que me pusiera en contacto. Durante nuestra breve conversación telefónica, Heckenberger me había dicho que estaba dispuesto a reunirse conmigo en el poblado kuikuro, que se encontraba al norte del asentamiento kalapalo. Había oído rumores por parte de otros antropólogos de que Heckenberger había pasado tanto tiempo en el Xingu que había sido aceptado plenamente por el jefe kuikuro y que disponía de su propia choza en el poblado. Si alguien podía haber descubierto alguna prueba o leyenda acerca de los últimos días de Fawcett, ese era Heckenberger. De modo que decidí seguir adelante, aunque Brian Fawcett había advertido a los demás que dejaran de «malgastar su vida por un espejismo».4

Cuando se lo dije a Paolo, me miró desconcertado: seguir adelante significaba dirigirse al lugar exacto en que James Lynch y sus hombres habían sido secuestrados en 1996. Tal vez por deber o por resignación, Paolo dijo: «Como quieras», y empezó a cargar nuestro equipamiento en la barca de aluminio de los kalapalo. Con Vajuvi como guía, partimos por el río Kuluene. Había llovido casi toda la noche y el cauce se derramaba sobre la selva adyacente. Paolo y yo solíamos hablar animadamente sobre nuestra búsqueda, pero aquel día permanecimos en silencio.

Varias horas después, la barca se acercó a un dique natural donde un muchacho indígena pescaba. Vajuvi viró la embarcación hacia él y apagó el motor cuando la proa alcanzó la orilla.

– ¿Hemos llegado? -le pregunté.

– El poblado está en el interior -contestó él-. A partir de aquí tenéis que seguir a pie.

Paolo y yo descargamos las bolsas y las cajas de comida, y nos despedimos de Vajuvi. Observamos cómo su barca desaparecía tras un meandro del río. El equipaje era excesivo para cargar con él, y Paolo preguntó al chico si nos prestaría su bicicleta, que estaba apoyada contra un árbol. El chico accedió, y Paolo me dijo que esperase mientras él iba a buscar ayuda. Se alejó pedaleando y yo me senté bajo un buriti y miré cómo el chico lanzaba el hilo al agua y tiraba de él.

Pasó una hora sin que nadie apareciera. Me puse en pie y miré detenidamente hacia el sendero, que no era más que una pista de barro rodeada de hierba y arbustos silvestres. Pasaba del mediodía cuando aparecieron cuatro chicos montados en bicicletas. Ataron los fardos al portaequipajes de las bicicletas, pero no quedó espacio para una caja de cartón grande, que pesaba cerca de veinte kilos, ni para la bolsa de mi ordenador, de modo que yo cargué con ellas. En una mezcla de portugués, kuikuro y gestos, los chicos me indicaron que nos encontraríamos en el poblado. Se despidieron con un gesto de la mano y desaparecieron por el sendero sobre sus destartaladas bicicletas.

Con la caja sobre un hombro y la bolsa en la mano, los seguí a pie, solo. El sendero serpenteaba por un bosque de mangles parcialmente sumergido. Me pregunté si debía descalzarme, pero no tenía modo de cargar con las botas, así que seguí llevándolas puestas, aunque los pies se me hundían en el barro hasta los tobillos. El sendero pronto desapareció bajo el agua. No estaba seguro de qué dirección seguir y doblé hacia la derecha, donde me pareció ver hierba pisada. Caminé durante una hora y seguí sin ver a nadie. La caja que llevaba al hombro pesaba cada vez más, como también la bolsa del portátil, que, entre los mangles, parecía algo absurdo y tan característico de las actuales exploraciones. Pensé en dejarlos allí, pero no había ninguna superficie seca.

Ocasionalmente resbalaba en el barro y caía de rodillas sobre el agua. Juncos espinosos me rasgaban la piel de los brazos y las piernas, causando finos regueros de sangre. Grité el nombre de Paolo pero no obtuve respuesta. Exhausto, encontré un montículo herboso solo unos centímetros por debajo de la superficie del agua y me senté. Los pantalones y la ropa interior se me empaparon mientras yo escuchaba las ranas. Me ardían la cara y las manos por el sol y me mojé con el agua embarrada en un vano intento de refrescarme. Fue entonces cuando saqué del bolsillo el mapa del Xingu en el que Paolo y yo habíamos trazado nuestra ruta. La «Z» del centro de pronto parecía ridícula, y empecé a maldecir a Fawcett. Le maldije por Jack y Raleigh. Le maldije por Murray, y Rattin, y Winton. Y le maldije por mí.

Al cabo de un rato, me puse en pie y traté de dar con el sendero correcto. Seguí caminando sin descanso. En un punto determinado, el agua me llegó hasta la cintura, de modo que tuve que levantar la caja y la bolsa sobre mi cabeza. Cada vez que creía que había llegado al final del bosque, una nueva extensión se abría frente a mí: grandes parcelas de juncos altos y húmedos repletos de jejenes y mosquitos que me comían.

Me afanaba en aplastar un mosquito que me estaba picando en el cuello cuando oí un ruido en la distancia. Me detuve pero no vi nada. Al avanzar otro paso, el ruido se volvió más intenso. Grité una vez más el nombre de Paolo.

Y volví a oírlo: una especie de cacareo, algo así como una risotada. Un objeto oscuro se movió rápidamente entre la hierba alta, y otro, y otro más. Se acercaban.

– ¿Quién anda ahí? -pregunté en portugués.

Oí otro ruido a mis espaldas y me di la vuelta: la hierba crujía, aunque no soplaba viento. Azucé el paso, tropezando contra los juncos al intentar abrirme paso entre ellos. El agua iba volviéndose más profunda y vasta hasta que pareció un lago. Observaba anonadado la orilla, a unos doscientos metros frente a mí, cuando vi semioculta en un arbusto una canoa de aluminio. Aunque no había remos, dejé la caja y la bolsa en su interior y me subí a ella, exhausto. Entonces volví a oír el ruido y me sobresalté. De entre los altos juncos aparecieron docenas de niños desnudos. Se agarraron a los extremos de la canoa y empezaron a llevarme a nado por el lago, sin dejar de carcajear durante todo el recorrido. Al llegar a la otra orilla, bajé a trompicones de la canoa y los niños me condujeron por un camino. Habíamos llegado al poblado kuikuro.

Paolo estaba sentado a la sombra de la choza más próxima.

– Siento no haber vuelto a buscarte -dijo-. No me creí capaz de conseguirlo.

Llevaba el chaleco enrollado al cuello y sorbía agua de un cuenco. Me tendió el cuenco y, aunque el agua no estaba hervida, bebí con avidez, dejando que se me derramara por el cuello.

– Ahora ya tienes cierta idea de lo que debió de ser para Fawcett -dijo-. Así que volvemos a casa, ¿no?

Antes de que pudiera contestar, un hombre kuikuro se nos acercó y nos indicó que le siguiéramos. Vacilé unos instantes y luego cruzamos con él la polvorienta plaza central, que debía de medir unos ciento cincuenta metros de diámetro; según me dijeron, era la más grande del Xingu. Recientemente, un incendio había arrasado las chozas que la rodeaban; las llamas habían saltado de un tejado de paja al siguiente, y habían dejado la mayor parte del asentamiento reducido a cenizas. El indio se detuvo frente a una de las chozas que se había mantenido en pie tras el incendio y nos dijo que entráramos. Cerca de la puerta vi dos magníficas esculturas en arcilla: una de una rana y la otra de un jaguar. Las estaba admirando, absorto, cuando un hombre enorme surgió de las sombras. Su constitución era la de Tamakafi, un luchador mítico xinguano que, según la leyenda, tenía un cuerpo colosal, con los brazos tan gruesos como los muslos, y las piernas tan grandes como un arca. El hombre iba vestido tan solo con un bañador de tela fina y llevaba el pelo cortado en forma de cuenco, lo que confería a su rostro severo un aire aún más imponente.

– Soy Afukaká -dijo con una voz sorprendentemente suave y comedida.

Era evidente que se trataba del jefe. Nos invitó a almorzar a Paolo y a mí: un cuenco de pescado y arroz que sus dos esposas, que eran hermanas, nos sirvieron. Parecía interesado en el mundo exterior y me hizo muchas preguntas sobre Nueva York, sobre los rascacielos y los restaurantes.

Mientras hablábamos, una suave melodía se filtraba en la choza. Me volví hacia la puerta justo cuando un grupo de bailarinas y bailarines entraban con flautas de bambú. Los hombres, que iban desnudos, habían pintado sus cuerpos con intrincadas imágenes de tortugas y anacondas, cuyas formas se extendían por brazos y piernas, y cuyos colores, naranja, amarillo y rojo, brillaban por el sudor. Alrededor de los ojos, la mayoría de ellos llevaban pintados círculos negros que parecían máscaras en una fiesta de disfraces. En la cabeza, un penacho de plumas largas y de colores.

Afukaká, Paolo y yo nos pusimos en pie mientras el grupo invadía la choza. Los hombres avanzaron dos pasos y luego retrocedieron, sin dejar de tocar las flautas, algunas de las cuales medían hasta tres metros, preciosos trozos de bambú que emitían tonos similares a un zumbido, como el viento al rozar el extremo de una botella abierta. Varias muchachas de pelo largo bailaban junto a los hombres, con las manos apoyadas sobre los hombros de la persona que tuvieran delante, formando así una cadena. Ellas también iban desnudas, salvo por ristras de conchas de caracol que llevaban al cuello y un triángulo de corteza de árbol, o uluri, que les cubría el pubis. Algunas de las pubescentes habían concluido hacía poco el período de reclusión y su piel era más clara que la de los hombres. Los saltos de los bailarines hacían tintinear los collares, que se sumaban al insistente ritmo de la música. El grupo nos rodeó durante varios minutos; luego salieron por la puerta y desaparecieron en la plaza. El sonido de las flautas se amortiguó cuando entraron en la siguiente choza.

Pregunté a Afukaká acerca del ritual y me explicó que se trataba de una fiesta consagrada a los espíritus de los peces.

– Es un modo de comulgar con los espíritus -dijo-. Tenemos centenares de ceremonias, todas muy hermosas.

Al cabo de un rato, mencioné a Fawcett. Afukaká repitió casi con exactitud lo que el jefe kalapalo me había dicho.

– Los indios feroces debieron de matarlos -dijo.

De hecho, resultaba creíble que una de las tribus más belicosas de la región -con toda probabilidad los suya, como Aloique había sugerido, los kayapó o los xavante- hubiese masacrado a la partida. Era improbable que los tres ingleses hubiesen muerto de hambre, dado el talento de Fawcett para sobrevivir en la selva durante largas temporadas. Los datos que yo tenía me llevaban una y otra vez a ese mismo punto, y nunca más allá. Sentí una repentina resignación.

– Solo la selva sabe la verdad -opinó Paolo.

Mientras hablábamos, apareció un curioso personaje. Su piel era blanca, aunque en ciertas partes el sol la había enrojecido, y tenía el pelo rubio y desaliñado. Llevaba unos pantalones cortos holgados, el torso desnudo y un machete. Era Michel Heckenberger.

– De modo que lo ha conseguido -dijo con una sonrisa en los labios mientras observaba mi ropa empapada y sucia.

Lo que me habían dicho era cierto: Afukaká lo había aceptado como uno de los suyos y había hecho construir para él una choza junto a la suya. Heckenberger nos dijo que llevaba trece años investigando allí de forma intermitente. Durante ese tiempo, había contraído todo tipo de enfermedades: desde la malaria hasta una infección producida por una bacteria virulenta que le escamó la piel. En una ocasión, los gusanos le invadieron el cuerpo, como le había ocurrido a Murray. «Fue horroroso», dijo Heckenberger. Debido al concepto preponderante del Amazonas como un paraíso ilusorio, la mayoría de los arqueólogos habían abandonado hacía tiempo el remoto Xingu.

– Dieron por hecho que era un agujero negro arqueológico -comentó Heckenberger, y añadió que Fawcett había sido «la excepción».

Heckenberger conocía bien la historia de Fawcett, e incluso él había intentado investigar sobre la desaparición de los tres exploradores.

– Me fascina él y lo que hizo en aquel tiempo -confesó-. Fue un personaje extraordinario como pocos. Alguien capaz de subir a una canoa o viajar hasta aquí a pie sabiendo de la presencia de ciertos indios que intentarían… -Se detuvo en mitad de la frase, como si contemplase las consecuencias de sus palabras.

Dijo que resultaba fácil despreciar a Fawcett por «excéntrico»: carecía de las herramientas y de la disciplina del arqueólogo actual, y nunca cuestionó el dogma de que cualquier ciudad perdida del Amazonas tenía sus orígenes en Europa. Pero aunque Fawcett era un aficionado, siguió adelante y fue capaz de ver cosas con mayor claridad que los eruditos profesionales.

– Quiero mostrarle algo -dijo Heckenberger en un momento dado.

Con el machete en ristre, nos llevó a Paolo, a Afukaká y a mí al interior de la selva. Mientras avanzábamos, Heckenberger cortaba en los árboles zarcillos que crecían en vertical buscando los rayos del sol. Tras caminar algo más de un kilómetro, llegamos a una zona donde la vegetación era algo más rala. Heckenberger señaló al suelo con el machete.

– ‹¡ Ve cómo la tierra se hunde? -preguntó.

Ciertamente la tierra parecía descender en un tramo largo, y luego parecía volver a ascender, como si alguien hubiese cavado una enorme zanja.

– Es un foso -explicó Heckenberger.

– ¿Qué quiere decir con que es un foso?

– Un foso. Una zanja defensiva -añadió-. De hace casi novecientos años.

Paolo y yo intentamos seguir los contornos de la zanja, que dibujaba un círculo casi perfecto por entre la selva. Heckenberger dijo que originalmente el foso había tenido una profundidad de entre tres metros y medio y cinco. Medía casi un kilómetro y medio de diámetro. Pensé en las «zanjas enormes y profundas» que se decía que el espíritu Fitsi-fitsi había excavado alrededor de los asentamientos.

– Los kuikuro conocían su existencia, pero no sabían que habían sido sus propios ancestros quienes las habían hecho -dijo Heckenberger.

– Creíamos que eran obra de los espíritus -dijo Afukaká, que había participado en la excavación.

Heckenberger se acercó a un hoyo rectangular que él mismo había excavado. Paolo y yo miramos desde el borde junto al jefe. La tierra que había quedado a la vista, en contraste con otras zonas de la selva, era oscura, casi negra. Mediante el sistema de datación por radiocarbono, Heckenberger había deducido que la trinchera era del año 1200 d. C, aproximadamente. Señaló con la punta del machete al fondo del agujero, donde parecía haber un foso dentro del foso.

– Ahí es donde colocaron la empalizada -dijo.

– ¿Una empalizada? -pregunté.

Heckenberger sonrió.

– Alrededor del foso -prosiguió- puede ver esa especie de embudos repartidos de forma equidistante. Solo hay dos explicaciones posibles: o bien ponían trampas en el fondo o metían algo en ellos, como troncos.

Dijo que la posibilidad de que se tratara de trampas para que cayeran en ellas los enemigos invasores era improbable, dado que las personas a las que el foso debía proteger también habrían corrido peligro. Y aún añadió más: cuando examinó las zanjas con Afukaká, el jefe le refirió una leyenda sobre un kuikuro que había escapado de otro poblado saltando por encima de «una gran empalizada y una zanja».

Aun así, nada de aquello parecía tener sentido. ¿Por qué iba a construir nadie una zanja y una empalizada en medio de la selva?

– Aquí no hay nada -dije.

Heckenberger no respondió; por el contrario, se agachó y escarbó en el barro. Extrajo un pedazo de arcilla endurecida con ranuras en los bordes. Lo alzó hacia la luz.

– Trozos de cerámica -dijo-. Están por todas partes.

Mientras observaba otros fragmentos que había en el suelo, pensé en cómo había insistido Fawcett en que en ciertas zonas elevadas del Amazonas «hurgando apenas un poco se encuentra gran abundancia» de cerámica antigua.5

Heckenberger dijo que estábamos en medio de un inmenso asentamiento ancestral.

– Pobre Fawcett. Se acercó tanto… -dijo Paolo.

El asentamiento se encontraba exactamente en la región donde Fawcett creía que estaba; pero era incomprensible por qué no había conseguido verlo, según dijo Heckenberger.

– En la selva no hay mucha piedra, y la mayor parte de los asentamientos se construían con materiales orgánicos, como madera, hojas de palmeras y montículos de tierra, que se descomponen -nos explicó-. Pero en cuanto empiezas a cartografiar la zona y a excavarla, te quedas pasmado con lo que ves.

Echó a andar de nuevo por la selva, señalando lo que sin duda eran restos de un paisaje esculpido por el hombre. No había una zanja sola sino tres, dispuestas en círculos concéntricos. Había una plaza circular gigantesca en la que crecía una vegetación diferente de la del resto de la selva, porque en el pasado había sido arrancada. Y parcelas de tierra aún más oscura que evidenciaban la antigua presencia de viviendas, pues la descomposición de desperdicios y desechos humanos la enriquece y oscurece.

Mientras caminábamos, reparé en un terraplén que se internaba en la selva en línea recta. Heckenberger dijo que era la curva de una carretera.

– ¿También tenían carreteras? -pregunté.

– Carreteras, pasos elevados, canales… -Heckenberger dijo que algunas habían tenido una anchura de casi cincuenta metros-. Incluso encontramos un lugar donde la carretera se acaba junto a la ribera de un río, en una especie de rampa ascendente, y luego continúa en la otra orilla con una rampa descendente. Lo cual solo puede significar una cosa: tuvo que haber alguna clase de puente de madera que conectara las dos orillas, sobre una extensión de unos ochocientos metros.

Se trataba de los mismos pasos elevados y de los mismos asentamientos de los que los conquistadores españoles habían hablado cuando visitaron el Amazonas, los mismos en los que Fawcett había creído fervientemente y que los científicos del siglo xx habían desechado como mitos. Le pregunté adonde llevaban las carreteras, y él dijo que se prolongaban hasta otros asentamientos igual de complejos.

– Solo le he traído a ver el más cercano -dijo.

En total, había excavado veinte asentamientos precolombinos en el Xingu, que habían sido ocupados aproximadamente entre el 800 y el 1600 d. C. Los asentamientos distaban entre sí unos cinco kilómetros y estaban conectados por carreteras. Pero lo más asombroso era que las plazas estaban dispuestas coincidiendo con los puntos cardinales, de este a oeste, y las carreteras se correspondían con los mismos ángulos geométricos. (Fawcett dijo que los indígenas le habían referido leyendas que describían «muchas calles en ángulos rectos».)

Heckenberger tomó prestado mi cuaderno de notas y empezó a esbozar un círculo grande, luego otro y después otro. Eran las plazas y los poblados, dijo. A continuación dibujó aros a su alrededor que, comentó, eran los fosos. Por último, añadió varias líneas paralelas que partían de los asentamientos con formas geométricas: las carreteras, los puentes y los pasos elevados. Cada una de las formas parecía encajar en un todo complejo, como un cuadro abstracto cuyos elementos solo adquieren coherencia desde la distancia.

– Cuando mi equipo y yo empezamos a cartografiarlo todo, descubrimos que nada era casual -dijo Heckenberger-. Todos estos asentamientos estaban dispuestos de acuerdo con un plan muy elaborado, con cierta noción de ingeniería y matemáticas que rivalizaba con todo lo que estaba ocurriendo en gran parte de Europa en aquel tiempo.

Heckenberger dijo que antes de que las enfermedades occidentales asolaran a la población, cada conjunto de asentamientos albergaba entre dos mil y cinco mil habitantes, lo que significaba que la comunidad más grande era del tamaño de muchas ciudades medievales europeas.

– Esta gente tenía un gusto por lo monumental -añadió-. Disponían de carreteras, plazas y puentes de gran belleza. Sus monumentos no eran pirámides, lo que explica que sean tan difíciles de encontrar; se trataba más bien de elementos horizontales, pero no por ello menos extraordinarios.

Heckenberger me comentó que acababa de publicar su estudio en un libro titulado The Ecology of Power. Susan Hecht, geógrafa de la School of Public Affairs de la UCLA, definió los hallazgos de Heckenberger como «portentosos». Otros arqueólogos y geógrafos me los describieron después como «monumentales», «transformadores» y «revolucionarios». Heckenberger ha contribuido a transformar la visión del Amazonas como un paraíso ilusorio que nunca podría albergar lo que Fawcett había previsto: una civilización próspera y espléndida.6

Más adelante, descubrí que otros científicos7 estaban contribuyendo a esta revolución en la arqueología, que desafía abiertamente todas aquellas creencias que durante un tiempo se tenían sobre las Américas precolombinas. Estos arqueólogos se ayudan con frecuencia de aparatos que superan todo cuanto el doctor Rice pudiera haber imaginado. Entre ellos se cuentan radares de penetración en la tierra, imágenes de satélite para cartografiar los asentamientos, y sensores remotos capaces de detectar campos magnéticos para localizar artefactos enterrados. Anna Roosevelt, bisnieta de Theodore Roosevelt y arqueóloga de la Universidad de Illinois, ha excavado una cueva cercana a Santarém, en el Amazonas brasileño, que estaba llena de pinturas rupestres: interpretaciones de figuras animales y humanas, similares a las que Fawcett había asegurado ver y había descrito en varios puntos del Amazonas y que reforzaban su teoría de Z. Anna Roosevelt encontró restos de un asentamiento, enterrados en la cueva, de al menos diez mil años de antigüedad, casi el doble de tiempo en que los científicos habían estimado la presencia humana en el Amazonas. De hecho, el asentamiento es tan antiguo que podría cuestionar la tan arraigada teoría de cómo se poblaron las Américas. Durante años, los arqueólogos creyeron que los primeros habitantes americanos fueron los clovis, que deben su nombre a las puntas de lanza encontradas en Clovis, Nuevo México. Se creía que estos cazadores de caza mayor habían cruzado el estrecho de Bering desde Asia hacia el final de la Era Glacial, que se habían asentado en Norteamérica hacía unos once mil años, y que después, progresivamente, habían ido migrando a Centroamérica y Sudamérica. El asentamiento del Amazonas, sin embargo, podría ser tan antiguo como el irrefutable primer asentamiento clovis de Norteamérica. Asimismo, según Roosevelt, las reveladoras particularidades de la cultura clovis -como, por ejemplo, las lanzas con punta de piedra estriada- no estaban presentes en la cueva del Amazonas. Algunos arqueólogos creen que podría haber existido un pueblo previo a los clovis.8 Otros, como Roosevelt, consideran que el mismo pueblo procedente de Asia se expandió por todo el continente de forma simultánea y desarrolló diferentes culturas, propias y diferenciadas.

En la cueva y en un asentamiento ribereño próximo, unos científicos han empezado a encontrar también enormes montículos de tierra hechos por el hombre, muchos de ellos conectados por pasos elevados sobre el Amazonas, en particular en las llanuras bolivianas que se inundan de forma anual. Allí, precisamente, fue donde Fawcett encontró por primera vez fragmentos de alfarería e informó que «donde hay alturas, es decir, tierra elevada sobre planicies […], hay artefactos». Clark Erickson, antropólogo de la Universidad de Pensilvania que ha estudiado estos terraplenes en Bolivia, me comentó que los montículos permitían a los indígenas seguir cultivando durante la época de lluvias para evitar el proceso de filtrado que arrastra los nutrientes del suelo y lo empobrece. Crearlos, afirmaba Erickson, requería un esfuerzo y una técnica extraordinarios: había que transportar toneladas de tierra, modificar el curso de ríos, excavar canales, interconectar carreteras y construir asentamientos. En muchos sentidos, dijo, los montículos «rivalizan con las pirámides egipcias».

Quizá más asombrosa es la evidencia de que los indígenas transformaron el paisaje incluso donde sí era un paraíso ilusorio, es decir, donde el suelo era demasiado yermo para alimentar a una población numerosa. Algunos científicos han desenterrado por toda la jungla grandes extensiones de tetra preta do Indio, o «tierra negra indígena»: tierra enriquecida con desechos orgánicos humanos y carbón de las hogueras, haciéndola excepcionalmente fértil. No está claro si la tierra negra indígena fue fruto accidental de la presencia humana o, como opinan algunos científicos, se debe a un proceso deliberado de «carbonización», que consiste en quemar la tierra muy despacio y de forma sistemática, como hacen los kapayó en el Xingu. En cualquier caso, muchas tribus amazónicas parecen haber explotado este suelo tan fértil para cultivar donde la agricultura se consideró en un tiempo inconcebible. Algunos científicos han excavado tanta tierra negra de antiguos asentamientos en el Amazonas que actualmente creen que la selva podría haber alimentado a millones de personas. Y, por primera vez, los eruditos están reconsiderando las crónicas de El Dorado que Fawcett utilizó de base para elaborar su teoría de Z. Tal como lo definió Roosevelt, lo que Carvajal describió no era, sin lugar a dudas, ningún «espejismo». 9 Muchos científicos admiten no haber encontrado pruebas del fantástico oro con el que habían soñado los conquistadores; pero el antropólogo Neil Whitehead afirma: «Con ciertas salvedades, El Dorado existió».10

Heckenberger me dijo que los científicos apenas estaban empezando a comprender este mundo ancestral, y, al igual que la teoría de quienes fueron los primeros pobladores de las Américas, todos los paradigmas tradicionales tenían que ser reconsiderados. En 2006 apareció una prueba de que, en ciertas regiones del Amazonas, los indígenas habían construido con piedra. Varios arqueólogos del Amapa Institute of Scientific and Technological Research encontraron enterrado, en la región septentrional del Amazonas brasileño, un observatorio astronómico con forma de torre construido con enormes rocas de granito; cada una de ellas pesaba varias toneladas, y algunas tenían una altura de casi tres metros. Las ruinas, cuya antigüedad se estima entre los quinientos y los dos mil años, han sido denominadas «el Stonehenge del Amazonas».

– Los antropólogos -dijo Heckenberger- cometieron el error de ir al Amazonas en el siglo xx, limitarse a ver tan solo pequeñas tribus para luego afirmar: «Bien, esto es todo lo que hay». El problema es que, en aquel entonces, muchas poblaciones indígenas habían desaparecido a consecuencia de lo que, en esencia, fue un holocausto provocado por la presencia de los europeos. Este es el motivo por el que los primeros europeos que pisaron el Amazonas describieron asentamientos inmensos que, tiempo después, nadie consiguió encontrar.

Mientras caminábamos de vuelta al poblado kuikuro, Heckenberger se detuvo al pie de la plaza y me pidió que la examinara con detenimiento. Dijo que la civilización que había construido los asentamientos gigantes prácticamente había sido aniquilada. Con todo, un reducido número de descendientes habían sobrevivido, y sin duda nos encontrábamos entre ellos. Durante un millar de años, dijo, los xinguanos habían conservado tradiciones artísticas y culturales de esta civilización avanzada y altamente estructurada. Comentó, por ejemplo, que el actual poblado kuikuro seguía estando organizado de este a oeste, y que sus senderos estaban dispuestos en ángulos rectos, aunque sus habitantes ya no supieran la razón de esa disposición. Heckenberger añadió que había mostrado a un ceramista local un fragmento de alfarería que había encontrado entre los restos arqueológicos. Se asemejaba tanto a la alfarería actual, con el exterior pintado y la arcilla rojiza, que el artesano insistió en que el fragmento pertenecía a una pieza elaborada en fechas recientes.

Mientras Paolo y yo nos encaminábamos hacia la casa del jefe, Heckenberger cogió una vasija de cerámica hecha recientemente y pasó una mano por el borde, que tenía muescas.

– Se producen al hervir la mandioca para eliminar las toxinas -explicó. Había detectado la misma característica en vasijas antiguas-. Eso significa que hace mil años las gentes de esta civilización seguían la misma dieta que ahora -explicó. Empezó a recorrer la casa, señalando paralelismos entre la civilización ancestral y sus remanentes actuales: las estatuas de arcilla, las paredes y el techo de paja, las hamacas de algodón-. Para ser del todo sincero, no creo que haya ningún lugar en el mundo, donde no existan documentos históricos escritos, en el que la continuidad cultural sea tan evidente como aquí -concluyó Heckenberger.

Varios músicos y bailarines daban la vuelta a la plaza, y Heckenberger dijo que en todos los rincones del poblado kuikuro «es posible ver el pasado en el presente». Empecé a imaginar a los flautistas y a los bailarines en una de las plazas ancestrales. Los imaginé viviendo en casas de dos plantas con forma de montículo, no desperdigadas sino en hileras infinitas, donde las mujeres tejían hamacas y cocinaban con harina de mandioca, y donde los chicos y las chicas adolescentes permanecían aislados mientras aprendían los rituales de sus ancestros. Imaginé a los bailarines y a los cantantes cruzando fosos y franqueando altas empalizadas, yendo de un poblado al siguiente por amplias avenidas, puentes y pasos elevados.

Los músicos se nos acercaban y Heckenberger dijo algo sobre las flautas, pero yo ya no podía oír su voz, sofocada por la música. Por un instante, vi aquel mundo desaparecido como si lo tuviera frente a mí: Z.

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