– Aquí la tiene: la Royal Geographical Society -dijo el taxista al detener el vehículo ante una entrada, frente a Hyde Park, una mañana de febrero de 2005.
El edificio parecía una lujosa casa solariega, precisamente lo que había sido antes de que la Royal Society, necesitada de más espacio, la adquiriera en 1912. Tres plantas, paredes de ladrillo rojo, ventanas de guillotina, pilastras holandesas y un tejado saliente de cobre que convergía, junto con varias chimeneas, en varios puntos intrincados, como la visión que tendría un niño de un castillo. Junto a la fachada había estatuas a tamaño real de Livingstone, con sus característicos sombrero y bastón, y de Ernest Shackleton, el explorador de la Antártida, con botas y envuelto en bufandas. En la entrada pregunté al vigilante por la ubicación de los archivos, donde confiaba encontrar información que arrojase más luz sobre la trayectoria profesional de Fawcett y su último viaje.
Cuando llamé por primera vez a John Hemming, antiguo director de la Royal Geographical Society e historiador de los indígenas brasileños, para consultarle acerca del explorador del Amazonas, me dijo:
– No será usted uno de esos chiflados empeñados en encontrar a Fawcett, ¿verdad?
Al parecer, la Royal Society había empezado a desconfiar de aquellas personas obsesionadas con el sino del explorador.
A pesar del tiempo que había transcurrido desde su desaparición y de las ínfimas probabilidades de encontrarle, había quien parecía obcecarse cada vez más en la idea de la búsqueda. Durante décadas, infinidad de individuos habían acosado a la Royal Society en busca de información, tramando sus propias y extravagantes teorías, antes de dirigirse a la selva en una misión que acabaría siendo un suicidio. A menudo se los llamaba «freaks de Fawcett». Una de las personas que partieron en su busca, en 1995,1 escribió en un artículo inédito que su fascinación había mutado en un «virus» y que, cuando llamó a la Royal Society pidiendo ayuda, un miembro «exasperado» del personal comentó al respecto de los buscadores de Fawcett: «Creo que están locos. Esta gente está completamente obsesionada». Me sentí algo tonto acudiendo a la Royal Society para solicitar toda la documentación sobre Fawcett. Sus archivos, que contienen el sextante de Charles Darwin y los mapas originales de Livingstone, se habían abierto al público hacía tan solo unos meses y podrían resultar de gran ayuda.
Un vigilante sentado a la mesa de entrada me entregó una tarjeta que me autorizaba a acceder al edificio. Recorrí un tenebroso pasillo de mármol, dejé atrás la antigua sala de fumadores y un salón de mapas tapizado con paneles de madera de nogal en el que exploradores, como Fawcett, se habían reunido en el pasado. En años más recientes, la Royal Society había añadido un moderno pabellón acristalado, pero esta renovación no había conseguido disipar esa atmósfera de tiempos pasados que aún impregnaba la institución.
En los tiempos de Fawcett la Royal Society contribuyó a llevar a cabo una de las proezas más increíbles de la historia de la humanidad: la cartografía del mundo. Es probable que ninguna hazaña, ni la construcción del puente de Brooklyn ni la del canal de Panamá, rivalice con ella en envergadura ni en coste en vidas humanas. La gesta, desde los tiempos en que los griegos expusieron los principios básicos de la cartografía sofisticada, llevó centenares de años, costó millones de dólares y arrebató miles de vidas y, cuando finalmente se concluyó, el logro fue tan abrumador que pocos recordaban qué aspecto se creía antaño que tenía el mundo, ni cómo la proeza se había llevado a cabo.
En la pared de un pasillo del edificio de la Royal Geographical Society observé un mapa gigantesco del globo que databa del siglo xvii. A su alrededor figuraban monstruos marinos y dragones. Durante siglos, los cartógrafos carecieron de instrumentos que les permitiesen averiguar qué había en la mayor parte de la tierra.2 Y con mucha frecuencia esas lagunas se llenaban con reinos y bestias fantásticos, como si la fantasía, al margen de lo aterradora que resultase, asustara menos que lo que se desconocía.
Durante la Edad Media y el Renacimiento, los mapas ilustraban en Asia aves que despedazaban a las personas; en la actual Alemania, un pájaro que refulgía en la noche; en la India, gente con todo tipo de deformidades, desde dieciséis dedos hasta cabeza de perro, y en África, hienas cuyas sombras hacían enmudecer a los perros y una bestia llamada cockatrice que podía matar con una simple vaharada de su aliento. El lugar más temido del mapa era el reino de Gog y Magog, cuyos ejércitos, según advertía el libro de Ezekiel, descenderían un día desde el norte y arrasarían el pueblo de Israel, «como una nube que cubre la tierra».
Al mismo tiempo, los mapas expresaban el eterno anhelo de algo más atractivo: un paraíso terrenal. Los cartógrafos incorporaban, como hitos centrales, la Fuente de la Juventud, en pos de la cual Ponce de León recorrió Florida en el siglo xvi, y el Jardín del Edén, del que Isidoro de Sevilla, enciclopedista del siglo xviii, afirmó que estaba lleno «de toda clase de madera y árboles frutales, albergando asimismo el árbol de la vida».3
En el siglo xii, estas visiones febriles se exacerbaron aún más tras la aparición de una misiva en la corte del emperador de Bizancio, supuestamente escrita por un rey llamado Preste Juan. Decía: «Yo, Preste Juan, soy rey supremo, y en riqueza, virtud y poder supero a todas las criaturas que habitan bajo el cielo. Setenta y dos reyes me rinden tributo. -Y proseguía-: La miel fluye en nuestra tierra y la leche abunda en todas partes. En uno de nuestros territorios ningún veneno puede ocasionar mal y ninguna rana estridente croa, no hay escorpiones y ninguna serpiente repta por entre la hierba. Los reptiles venenosos no pueden existir ni hacer uso de su poder letal».4 Aunque es probable que la carta fuera escrita a modo de alegoría, se interpretó como una prueba de la existencia del paraíso en la tierra, que los cartógrafos ubicaron en los territorios sin explorar de Oriente. En 1177, el papa Alejandro III envió a su médico personal a transmitir «al hijo predilecto de Cristo, el famoso y excelso rey de los indios, el santo sacerdote, sus saludos y su bendición apostólica».5 El médico nunca regresó. Con todo, la Iglesia y las cortes reales siguieron, durante siglos, enviando emisarios en busca de aquel fabuloso reino. En 1459, el docto cartógrafo veneciano fra Mauro elaboró uno de los mapas más exhaustivos del mundo. Al fin, el mítico reino de Preste Juan fue borrado de Asia. A cambio, Mauro escribió en la región equivalente a Etiopía: «Qui il Presto Janni fa residential principal», «Aquí tiene Preste Juan su residencia principal».
En una fecha tan tardía como 1740, se estimaba que se habían cartografiado con precisión tan solo ciento veinte lugares de la tierra. Dado que no existían relojes exactos, los navegantes no disponían de medios para determinar la longitud, que se calculaba más fácilmente como una función del tiempo. Los barcos se estrellaban contra las rocas y los bajíos a pesar de que sus capitanes estaban convencidos de encontrarse a centenares de millas de la costa. Así fallecieron miles de hombres y se perdieron cargamentos por valor de millones de dólares. En 1714, el Parlamento anunció que «el descubrimiento de la longitud es de una enorme trascendencia para Gran Bretaña con respecto a la seguridad de la Marina y de los buques mercantes, así como para la mejora del comercio», por lo que se ofrecía una recompensa de veinte mil libras -el equivalente actual a doce millones de dólares- por una solución «práctica y útil».6 Algunas de las mentes científicas más brillantes del momento intentaron resolver el problema. La mayoría confiaba en conseguir determinar la hora a partir de la posición de la luna y de las estrellas, pero en 1773 John Harrison fue proclamado ganador con la solución que aportó y que resultaba más fidedigna: un cronómetro de aproximadamente un kilo cuatrocientos gramos cargado de diamantes y rubíes.
Pese a su éxito, el reloj de Harrison no pudo superar el principal escollo con que habían topado los cartógrafos: la distancia. Los europeos aún no habían viajado hasta los confines más distantes de la tierra: los polos Norte y Sur. Tampoco habían explorado gran parte del interior de África, Australia y Sudamérica. Los cartógrafos garabateaban sobre esas áreas del mapa una sola pero evocadora palabra: «Inexplorado».
Finalmente, en el siglo xix, mientras el Imperio británico seguía expandiéndose, varios científicos, almirantes y mercaderes ingleses consideraron que necesitaban una institución que confeccionara un mapa del mundo basado en la observación y no en la imaginación, una organización que detallase tanto los contornos de la tierra como todo cuanto existía en su interior. Y así nació, en 1830, la Royal Geographical Society de Londres.7 Según su declaración de intenciones, tendría por finalidad «recabar, compendiar e imprimir […] hechos y hallazgos interesantes»; crear depósito con «las mejores obras sobre geografía» y «una colección completa de mapas»;8 reunir el equipamiento de exploración más sofisticado, y ayudar a los expedicionarios a emprender sus viajes. Todo esto formaba parte de su disposición de cartografiar hasta el último rincón de la tierra. «No hay un metro cuadrado de la superficie del planeta al que los miembros de la Royal Society no deban cuando menos intentar ir -aseveró con posterioridad un presidente de la institución-. Ese es nuestro trabajo. Esa es nuestra razón de ser.»9 Además de estar al servicio del Imperio británico, su razón de ser representaba un cambio con respecto a la era anterior de los descubrimientos, cuando conquistadores [1] como Colón eran enviados, en nombre de Dios, con el fin único de conseguir oro y gloria. En contraste, la Royal Geographical Society deseaba explorar por el bien de la investigación, en nombre del más joven de los dioses: la ciencia.
A las pocas semanas de darse a conocer, la Royal Society contaba ya con unos quinientos miembros. «Estaba compuesta casi enteramente por hombres de clase alta -comentó tiempo después una secretaria de la institución, y añadió-: Por tanto, debería contemplarse en cierto modo como una institución social a la que se esperaba que perteneciera todo aquel que fuera alguien.»10 La lista original de miembros incluía a prestigiosos geólogos, hidrógrafos, filósofos naturales, astrónomos y oficiales del ejército, así como a duques, condes y caballeros. Darwin ingresó en ella en 1838, al igual que lo hizo uno de sus hijos, Leonard, quien en 1908 fue elegido presidente.
Mientras la Royal Society enviaba cada vez más expediciones por todo el mundo, incorporó en sus filas no solo a aventureros, eruditos y dignatarios, sino también a personajes excéntricos. La Revolución Industrial originó en Gran Bretaña unas condiciones de vida atroces para las clases bajas, pero generó una riqueza sin precedentes entre los ciudadanos de las clases media y alta, quienes de pronto podían permitirse el lujo de convertir una actividad de ocio, como viajar, en una afición a tiempo completo. De ahí que en la sociedad victoriana surgiera, en gran número, el individuo aficionado a las ciencias. La Royal Geographical Society se convirtió en refugio para este tipo de personajes, y también para miembros más pobres, como Livingstone, cuyas proezas ayudó a financiar. Muchos otros resultaban raros incluso para los parámetros Victorianos.
Richard Burton11 propugnó el ateísmo y defendió la poligamia con tal fervor que, en el transcurso de sus exploraciones, su esposa insertó en uno de sus manuscritos el siguiente desmentido: «Protesto vehementemente contra sus sentimientos religiosos y morales, que se contradicen con una vida digna y decente».12
Lógicamente, esos miembros constituyeron un grupo rebelde. Burton recordaba cómo en una reunión, organizada por su esposa y su familia, se enfureció tanto después de que un oponente le acusara de «decir falsedades» que sacudió el puntero del mapa frente al público asistente. Este le «miraba como si un tigre fuera a abalanzarse sobre ellos, o como si yo fuera a utilizar la vara a modo de lanza contra mi adversario, que se levantó del banco. Para aderezar la escena, los hermanos y las hermanas de mi esposa se esforzaban en un rincón por contener a su padre, ya anciano, que no había conseguido habituarse a las charlas en público y que lentamente se había puesto en pie, enmudecido por la indignación al oír que se me acusaba de haber mentido».13 Años después, otro miembro reconoció: «Es probable que los exploradores no sean las personas más prometedoras con quienes crear una sociedad. De hecho, hay quien afirma que los exploradores lo son precisamente porque tienen una vena de insociabilidad y necesitan retirarse a intervalos regulares lo más lejos posible de sus prójimos».14
En el seno de la Royal Society proliferaron los debates acerca del curso de ríos y cordilleras, de los límites de pueblos y ciudades, y del tamaño de los océanos. No menos intensas eran las disputas sobre quién merecía un reconocimiento, y posteriormente la fama y la fortuna, por haber hecho un descubrimiento. También se discutía a menudo sobre los principios fundamentales que definían la moralidad y sobre los posibles orígenes del hombre: ¿eran salvajes o civilizadas las tribus recién descubiertas?, ¿debían ser convertidas al cristianismo?, ¿procedía toda la humanidad de una civilización ancestral o de varias? El afán por responder a estas preguntas con frecuencia enfrentaba a los llamados geógrafos y teóricos «de sillón», que estudiaban la información que iba llegando, y a los curtidos exploradores, que trabajaban sobre el terreno. Un alto cargo de la Royal Society reprendió a un explorador del continente africano por elaborar sus propias teorías, diciéndole: «Lo que debe hacer usted es relatar con precisión lo que ha visto, dejando que los hombres de ciencia, los académicos, recopilen los datos de todos los viajeros para elaborar una teoría».15 El explorador Speke, por su parte, denunció a esos geógrafos «que se sientan en zapatillas y critican a quienes trabajan sobre el terreno».16
Tal vez la contienda más encarnizada sea la que se produjo al respecto de las fuentes del Nilo. Después de que Speke proclamara en 1858 que había encontrado el nacimiento del río, en un lago al que bautizó con el nombre de Victoria, muchos miembros de la Royal Society, liderados por Burton, su antiguo compañero de viaje, se negaron a creerle. Speke dijo de Burton: «B. es uno de esos hombres que no pueden equivocarse y que nunca admitirá un error».17 En septiembre de 1864, los dos hombres, que durante una expedición habían cuidado el uno del otro y se habían salvado la vida mutuamente, al parecer se retaron a enfrentarse en una reunión pública. El Times de Londres lo definió como una «exhibición de gladiadores».18 Pero, cuando el enfrentamiento estaba a punto de producirse, se informó a los congregados de que Speke no comparecería: el día anterior había salido de caza y había sido hallado muerto a consecuencia de una herida de bala que él mismo se había ocasionado. «¡Cielo santo! ¡Se ha matado!»,19 se sabe que exclamó Burton, tambaleándose sobre el escenario. Más tarde, fue visto llorando y repitiendo el nombre de su antiguo compañero una y otra vez. Aunque nunca llegó a saberse a ciencia cierta si el disparo fue intencionado, muchos sospecharon, como Burton, que la prolongada pugna entre ambos había desgastado al hombre que había conquistado el desierto hasta el punto de quitarse la vida. Una década después, se demostró que la insistencia de Speke en reivindicar haber sido el primero en descubrir las fuentes del Nilo era legítima.
Durante los primeros años de existencia de la Royal Society, ningún miembro personificó mejor las excentricidades de la institución ni sus audaces misiones como sir Francis Galton. Primo de Charles Darwin,20 había sido un niño prodigio que, a los cuatro años, ya sabía leer y recitar en latín. A lo largo de su vida ingenió un sinfín de inventos, entre ellos un sombrero con ventilación; una máquina llamada Gumption-Reviver («reanimador del sentido común») que periódicamente le humedecía la cabeza para mantenerle despierto durante sus interminables horas de estudio; unas gafas subacuáticas, y un motor de vapor con aspas rotatorias. Aquejado de crisis nerviosas periódicas -«distensión del cerebro», llamaba él a su afección-, estaba obsesionado con medir y contarlo todo. Cuantificó la sensibilidad del oído animal empleando un bastón que producía un silbido apenas audible; la eficacia del rezo; el promedio de la edad de defunción en todas las profesiones (abogados: 66,51 años; médicos: 67,04 años); la longitud exacta de soga que se precisa para desnucar a un criminal evitando la decapitación, y el grado de tedio que podía alcanzar un individuo (en las reuniones de la Royal Geographical Society contaba las veces que cada uno de los miembros del público se rebullía en el asiento). Se sabe también que Galton, que, al igual que muchos de sus colegas, era un racista recalcitrante, intentó medir los niveles de inteligencia en seres humanos. Más tarde se le conocería como el padre de la eugenesia.
En otra época, la monomanía de Galton por la cuantificación le habría hecho parecer un bicho raro. Pero, tal como observó en una ocasión el biólogo evolucionista Stephen Jay Gould, «ningún hombre expresó tanto la fascinación de su era por los números como el célebre primo de Darwin».21 Y tampoco nadie compartía tanto su fascinación por las mediciones como la Royal Geographical Society. En la década de 1850, Galton, que había heredado suficiente dinero para no tener que dedicarse a una profesión, ingresó en la Royal Society y, con el respaldo y la orientación de esta, exploró el sur de África. «La pasión por el viaje se apoderó de mí -escribió- como si fuera un ave migratoria.»22 Cartografió y documentó todo lo que pudo: latitudes y longitudes, topografía, animales, clima, tribus… A su regreso, y con notable fanfarria, recibió la medalla de oro de la Royal Geografical Society, la condecoración más prestigiosa en su ámbito. En 1854 fue elegido para formar parte del cuerpo rector de aquella, en el que, durante las cuatro décadas siguientes, prestó sus servicios en diferentes cargos, entre ellos el de secretario honorario y vicepresidente. Juntos, Galton y sus colegas -todos eran hombres hasta que a finales del siglo xix un voto divisivo admitió a veintiuna mujeres- empezaron a criticar, según describió Joseph Conrad, la actitud de esa clase de geógrafos militantes, «de norte a sur y de este a oeste, conquistando una pequeña verdad aquí y otra pequeña verdad allá, y a veces engullidos por el misterio que con tanto tesón sus corazones se obcecaban en desvelar».23
– ¿Qué materiales está buscando? -me preguntó una de las chicas que se ocupaban de los archivos.
Había bajado a la pequeña sala de lectura del sótano. Las estanterías, iluminadas por fluorescentes, estaban atestadas de guías de viaje, atlas y ejemplares encuadernados de los Proceedings of the Royal Geographical Society. La mayor parte de la colección de más de dos millones de mapas, artefactos, fotografías e informes de expediciones había sido trasladado allí hacía pocos años: ya no se hallaba en un entorno, como se había dado en llamar, de «condiciones dickensianas». Ahora estaban ubicados en unas catacumbas aclimatadas. Por uno de los accesos laterales vi a miembros del personal entrando y saliendo apresuradamente.
Cuando le dije a la chica que buscaba la documentación de Fawcett, me miró con aire socarrón.
– ¿Qué ocurre? -le pregunté.
– Bien, digamos que muchas de las personas que se interesan por Fawcett son un poco…
Su voz fue apagándose a medida que se alejaba. Mientras esperaba, hojeé varios informes de expediciones financiadas por la Royal Society. Uno de ellos describía uno de los viajes de 1844, encabezado por Charles Sturt y su segundo de a bordo, James Poole, quienes exploraron el desierto australiano en busca de un legendario mar interior. «La intensidad del calor es tal que […] el pelo ha dejado de crecernos y las uñas se nos han vuelto tan frágiles como el cristal -escribió Sturt en su diario-. El escorbuto se manifiesta en todos nosotros. Nos aquejan violentas jaquecas, dolores en las extremidades, inflamación y úlceras en las encías. El señor Poole fue empeorando; al final, la piel que cubría sus músculos ennegreció y el hombre perdió el uso de las extremidades inferiores. El día 14 murió repentinamente.»24 El mar interior no existía, y me di cuenta, tras leer estos informes, que el progresivo conocimiento de la tierra se basó, más que en el éxito, en el fracaso, en errores tácticos y en sueños imposibles. La Royal Society bien podía conquistar el mundo, pero no antes de que el mundo hubiese conquistado a sus miembros. Entre la larga lista de miembros que se sacrificaron, Fawcett ocupaba una categoría aparte: la de los ni vivos ni muertos, o, como un escritor los apodó, la de «los muertos vivientes».
La chica encargada de los archivos pronto surgió de entre las estanterías cargada con media docena de carpetas recubiertas de polvo. Al dejarlas sobre la mesa, estas desprendieron el polvo acumulado que adquirió un color violáceo.
– Tiene que ponerse esto -dijo, y me tendió unos guantes blancos.
Me los puse y abrí la primera carpeta; de su interior se derramaron cartas amarillentas y quebradizas. Muchas de ellas estaban escritas con una letra pequeña e inclinada, repletas de palabras que se sucedían como si estuviesen codificadas. Era la caligrafía de Fawcett. Cogí una de las hojas y la extendí frente a mí. La carta databa de 1915 y empezaba diciendo: «Querido Reeves». El nombre me resultaba conocido; abrí uno de los libros sobre la Royal Geographical Society y miré el índice. Edward Ayearst Reeves había sido el conservador cartográfico de la institución entre 1900 y 1933.
Las carpetas contenían más de dos décadas de correspondencia entre Fawcett y el cuerpo rector de la Royal Society. Muchas de las cartas iban dirigidas a Reeves y a sir John Scott Keltie, secretario de la RGS desde 1892 hasta 1915, y más tarde vicepresidente. Había también infinidad de cartas de Nina, de funcionarios del gobierno, exploradores y amigos, relacionadas con la desaparición de Fawcett. Sabía que me llevaría días, si no semanas, revisarlo todo, y aun así estaba encantado. Ante mí tenía un mapa que me ayudaría a adentrarme en la vida de Fawcett y también en su muerte.
Alcé una de las cartas y la acerqué a la luz. Estaba fechada el 14 de diciembre de 1921. Decía: «No cabe duda de que estos bosques ocultan restos de una civilización perdida de una naturaleza totalmente insospechada y sorprendente».25
Abrí mi cuaderno y empecé a tomar notas. Una de las cartas mencionaba que Fawcett había recibido «un diploma» de la RGS. Nunca había encontrado referencia alguna a la entrega de diplomas por parte de la Royal Society, y pregunté a la chica de los archivos por qué se le había concedido uno a Fawcett.
– Debió de participar en alguno de los programas de formación de la Royal Society -contestó. Se acercó a una estantería y empezó a hojear periódicos-. Sí, aquí tiene. Al parecer hizo un curso y se graduó hacia 1901.
– ¿Se refiere a que fue a la escuela para ser explorador?
– Supongo que podría decirse así, sí.