– El jefe de los kalapalo ha aceptado vernos -me informó Paolo tras recibir un mensaje que había sido transmitido desde la jungla.
Las negociaciones, dijo, tendrían lugar no lejos del Puesto Bakairí, en Canarana, una pequeña ciudad fronteriza situada en el límite meridional del Parque Nacional del Xingu. Aquella noche, cuando llegamos, la ciudad padecía una epidemia de dengue, y muchas de las líneas telefónicas no funcionaban. Era también su vigésimo quinto aniversario y se celebraba el evento con fuegos artificiales, que sonaban como disparos esporádicos. A principios de la década de 1980, el gobierno brasileño, como parte de su continua colonización de territorios indígenas, había enviado aviones llenos de granjeros -muchos de ascendencia alemana- para que se asentaran en la remota región. Aunque la ciudad estaba desierta, las calles principales eran desconcertantemente amplias, como grandes autopistas. Cuando vi una fotografía de un huésped aparcando su avión frente al hotel, comprendí el motivo: durante años, la ciudad había sido tan inaccesible que las calles hacían las veces de pistas de aterrizaje. Aún en la actualidad, me dijeron, era posible aterrizar en plena calle, y en la plaza principal se veía un avión comercial, como único monumento de la ciudad.
El jefe kalapalo, Vajuvi, apareció en nuestro hotel acompañado de dos hombres. Tenía un rostro de tez morena, surcado por infinidad de arrugas, y parecía rondar la cincuentena. Al igual que sus dos acompañantes, medía aproximadamente un metro setenta y tenía los brazos musculosos. Llevaba el pelo cortado al estilo tradicional, por encima de las orejas y en forma de cuenco. En la región del Xingu, los hombres de las tribus con frecuencia prescindían de la ropa, pero en esta visita a la ciudad Vajuvi llevaba una camiseta de algodón con cuello de pico y unos vaqueros desgastados y holgados que le colgaban de las caderas.
Tras presentarnos y explicarle por qué quería visitar el Xingu, Vajuvi me preguntó:
– ¿Es usted miembro de la familia del coronel?
Yo estaba habituado a esta pregunta, aunque en esta ocasión se trataba de una situación más comprometida: los kalapalo habían sido acusados de matar a Fawcett, por lo que un miembro de la familia podría desear vengar su muerte. Cuando le dije que era periodista, Vajuvi pareció complacido.
– Le diré la verdad acerca de los restos encontrados -dijo. Luego añadió que el poblado pedía a cambio cinco mil dólares.
Le expliqué que no disponía de esa suma e intenté ensalzar las virtudes del intercambio cultural. Uno de los kalapalo se acercó a mí.
– Los espíritus me avisaron que usted iba a venir y que es rico -dijo.
– He visto fotografías de sus ciudades. Ustedes tienen muchos coches. Debería darnos uno -añadió otro.
Uno de ellos salió del hotel y volvió al rato con tres más. Cada pocos minutos aparecía otro kalapalo, y la habitación pronto estuvo atestada de más de una docena de hombres, algunos viejos, otros jóvenes, todos rodeándonos a Paolo y a mí.
– ¿De dónde salen? -le pregunté.
– No lo sé -contestó él.
Vajuvi dejó que sus hombres discutieran y regatearan. Mientras las negociaciones se desarrollaban, muchos de ellos se tornaron hostiles. Me empujaban y me llamaban mentiroso. Finalmente, Vajuvi se puso en pie.
– Usted habla con su jefe en Estados Unidos y nosotros volveremos dentro de unas horas -dijo.
Salió de la habitación y los miembros de su tribu le siguieron.
– No te preocupes -dijo Paolo-. Ellos presionan y nosotros también. Funciona así.
Abatido, subí a mi habitación. Dos horas después, Paolo me llamó desde recepción.
– Por favor, baja -dijo-. Creo que he llegado a un acuerdo.
Todos los kalapalo estaban en el vestíbulo. Paolo me dijo que Vajuvi había accedido a llevarnos al Parque Nacional del Xingu si pagábamos el transporte y varios centenares de dólares en suministros. Estreché la mano del jefe y, en cuestión de segundos, sus hombres me daban palmadas en los hombros y me preguntaban por mi familia, como si acabáramos de conocernos.
– Ahora hablamos y comemos -dijo Vajuvi-. Todo está bien.
Al día siguiente nos dispusimos a partir. Para llegar a uno de los principales afluentes del Xingu, el río Kuluene, necesitábamos una camioneta aún más potente, de modo que después de almorzar nos despedimos de nuestro chófer, que pareció aliviado por volver a casa.
– Espero que encuentre esa Y que está buscando -dijo.
Cuando se marchó, alquilamos un camión de plataforma con ruedas del tamaño de las de tractor. Cuando se propagó la noticia de que un camión se dirigía al Xingu, de todas partes aparecieron indios cargados con niños y fardos, que se acercaban corriendo para subir al vehículo. Cuando el camión parecía no dar cabida a más gente, otra persona conseguía introducirse dentro. Iniciamos nuestro viaje con las tormentas vespertinas.
Según el mapa, el Kuluene solo estaba a unos noventa y seis kilómetros, pero era la peor carretera por la que habíamos circulado Paolo y yo: el agua de las charcas que encontrábamos a nuestro paso llegaba hasta los bajos del camión, y este, en ocasiones, a pesar de todo su peso, se ladeaba peligrosamente. No circulábamos a más de veinticinco kilómetros por hora; a veces teníamos que parar, retroceder y acelerar de nuevo. También allí la selva había sido arrasada. Algunas áreas habían sido incendiadas recientemente, y desde el camión alcanzábamos a ver los restos de los árboles esparcidos a lo largo de kilómetros, con sus extremidades negras alzándose hacia el cielo.
Finalmente, mientras nos acercábamos al río, la selva volvió a materializarse. Los árboles fueron envolviéndonos poco a poco, formando con sus ramas una red que cubría el parabrisas. Se oía un repiqueteo constante de madera contra los laterales del camión. El chófer encendió los faros, y su luz osciló sobre el terreno. Cinco horas después llegamos a un alambrado: el límite del Parque Nacional del Xingu. Vajuvi dijo que faltaba menos de un kilómetro para el río, y que a partir de allí viajaríamos en barca hasta el poblado kalapalo. Sin embargo, el camión quedó varado en el barro y nos obligó a descargar temporalmente el equipamiento para aligerar el peso. Cuando alcanzamos el río, era ya noche cerrada bajo el dosel de los árboles. Vajuvi dijo que deberíamos esperar para cruzar.
– Es demasiado peligroso -aseguró-. El río está lleno de troncos y ramas. Debemos respetarlo.
Los mosquitos me acribillaban, y los guacamayos y las cigarras cantaban sin cesar. Sobre nuestras cabezas, algunas criaturas aullaban.
– No te preocupes -dijo Paolo-. No son más que monos.
Caminamos un poco más y llegamos a una choza. Vajuvi empujó la puerta, que cedió con un crujido. Nos indicó que entráramos y se movió por el interior hasta que encontró una vela; su luz iluminó una pequeña estancia con techo de estaño ondulado y suelo de tierra. Había un mástil de madera en el centro de la sala, y Vajuvi nos ayudó a Paolo y a mí a colgar las hamacas. Aunque yo aún llevaba la ropa húmeda por el sudor y el barro del viaje, me tumbé e intenté protegerme la cara de los mosquitos. Un rato después, la vela se apagó y yo me mecí suavemente en la penumbra, escuchando el murmullo de las cigarras y los chillidos de los monos.
Me sumí en un sueño ligero, pero me desperté de súbito al notar algo en la oreja. Abrí los ojos sobresaltado: cinco niños desnudos, pertrechados con arcos y flechas, me observaban. Cuando vieron que me movía, se rieron y salieron corriendo.
Me incorporé. Paolo y Vajuvi estaban de pie alrededor de una pequeña hoguera en la que hervía agua.
– ¿Qué hora es? -pregunté.
– Las cinco y media -contestó Paolo. Me tendió unas galletas saladas y una taza de hojalata llena de café-. Aún queda un trecho largo -añadió-. Debes comer algo.
Tras un desayuno rápido, salimos y, a la luz del día, vi que nos encontrábamos en un pequeño campamento situado frente al río Kuluene. En la orilla había embarcaciones de aluminio y fondo plano en las que cargamos el equipo. Cada una de ellas medía unos tres metros y medio de largo y llevaba incorporado un motor fuera borda, un invento que se había introducido hacía pocos años en el Xingu.
Paolo y yo subimos a una de las barcas con un guía kalapalo, mientras que Vajuvi y su familia se acomodaron en la otra. Las dos embarcaciones empezaron a remontar el río en paralelo y a toda velocidad. Más al norte había rápidos y cataratas, pero en aquel punto el río era una extensión de agua calma de color verde oliva. Los árboles ribeteaban las márgenes; sus ramas se combaban como la espalda de un anciano y sus hojas rozaban la superficie del agua. Varias horas después, fondeamos en la orilla. Vajuvi nos indicó que recogiéramos el equipo y le seguimos por un sendero corto. Se detuvo y agitó con orgullo una mano frente a sí.
– Kalapalo -anunció.
Estábamos ante una plaza circular de más de cien metros de circunferencia y salpicada de casas muy similares a las que había descrito la anciana del Puesto Bakairí. Con una forma que recordaba al casco invertido de un barco, parecían estar tejidas, más que construidas, con hojas y madera. El exterior estaba cubierto de paja, salvo por una puerta en la parte frontal y otra en la posterior, ambas lo bastante bajas, me informaron, para mantener fuera a los espíritus malignos.
Varias docenas de personas caminaban por la plaza. Muchas de ellas iban desnudas, y algunas llevaban el cuerpo adornado con exquisitos ornamentos: collares de dientes de mono, espirales de pigmento negro extraído de la jagua, y franjas rojas de pigmento de la baya uruku. Las mujeres de entre trece y cincuenta años lucían vestidos de algodón holgados, con la mitad superior bamboleándose en la cintura. La mayoría de los hombres que no iban desnudos llevaban bañadores elásticos, como si fueran nadadores olímpicos. Era evidente que la forma física era un rasgo muy valorado. Algunos bebés, observé, tenían un jirón de tela atado con fuerza alrededor de las pantorrillas y de los bíceps, a modo de torniquete, para definir sus músculos.
– Para nosotros, es un signo de belleza -dijo Vajuvi.
La tribu seguía matando a aquellos recién nacidos que presentaban algún tipo de deformación o minusvalía o que parecían haber sido hechizados, aunque esta práctica era menos frecuente que en épocas anteriores. Vajuvi me llevó a su casa, un espacio cavernoso lleno de humo procedente de una hoguera de leña. Me presentó a dos atractivas mujeres, ambas con una melena de color negro azabache que se mecía sobre sus espaldas desnudas. La de mayor edad tenía tatuadas tres franjas verticales en los antebrazos, y la más joven llevaba un collar de conchas blancas y brillantes. «Mis esposas», me informó Vajuvi.
Al poco rato, otros familiares fueron surgiendo de entre las sombras: niños y nietos, yernos y nueras, tías y tíos, hermanos y hermanas. Vajuvi dijo que en la casa vivían casi veinte personas. No parecía tanto un hogar como un pueblo concentrado en un espacio reducido. En el centro de la estancia, cerca del mástil que sostenía el techo, del que colgaba maíz puesto a secar, una de las hijas de Vajuvi estaba arrodillada frente a un gran telar de madera con el que tejía una hamaca. A su lado había un niño con un cinturón de abalorios azules, que vigilaba que no escaparan los peces que tenía en una vasija de cerámica pintada de forma exquisita y con vivos colores. Junto a él un anciano cazador descansaba sobre un gran banco de madera noble, tallado con la forma de un jaguar, mientras afilaba una flecha de metro y medio. Fawcett escribió al respecto de la cuenca meridional del Amazonas: «Toda esta región está repleta de tradiciones indígenas extremadamente interesantes», que «no pueden fundamentarse en la nada» y que sugieren la existencia de «una civilización en el pasado magnífica».1
El poblado, que contaba con unos ciento cincuenta habitantes, estaba notablemente estratificado. No era un pueblo nómada de cazadores-recolectores. Los jefes eran ungidos por consanguinidad, como los reyes europeos. Les estaba prohibido comer la mayor parte de las carnes rojas, como la del tapir, el venado y el cerdo; unas restricciones alimentarias que se contaban entre las más estrictas del mundo y que parecían contradecir el concepto de que los indios sufrían la constante amenaza de la inanición. En la pubertad, los chicos y las chicas eran sometidos a un prolongado aislamiento, durante el cual un anciano les enseñaba los rituales y las responsabilidades propias de la edad adulta. (El hijo, que por sucesión devendría jefe, era recluido hasta cuatro años.) Dyott, durante su viaje por el Xingu con Aloique, pasó por la aldea kalapalo y quedó tan impresionado con lo que vio que escribió: «Hay motivos para creer que las historias de Fawcett sobre una civilización olvidada están basadas en hechos».2
Pregunté a Vajuvi si los pobladores de la región, conocidos como «xinguano», descendían de una civilización más grande, o si existían ruinas significativas por los alrededores. Negó con la cabeza. Sin embargo, según la leyenda, el espíritu Fitsi-fitsi construyó fosos gigantes en la zona. («En todos los lugares a los que iba y que le parecían agradables para establecerse, Fitsi-fitsi cavaba zanjas enormes y profundas y dejaba a parte de su gente allí, y él seguía viajando.»)3
Mientras Vajuvi, Paolo y yo charlábamos, un hombre llamado Vanite Kalapalo entró en la casa y se sentó a nuestro lado. Parecía apesadumbrado. Su trabajo, dijo, consistía en vigilar uno de los puestos de la reserva. Unos días antes, un indio se le había acercado y le había dicho: «Escucha, Vanite. Tienes que descender conmigo por el río. La gente blanca está construyendo algo en Afasukugu». El nombre Afasukugu significaba «el lugar de los grandes gatos»; en aquel enclave, según creen los xinguano, fueron creados los primeros humanos. Vanite cogió una varilla y dibujó un plano en el suelo de barro.
– Aquí está Afasukugu -explicó-, al lado de esta cascada.
– Está fuera del parque -puntualizó Vajuvi, el jefe-, pero es un lugar sagrado.
Recordé que Fawcett había mencionado en una de sus últimas cartas que había sabido por los indios de una cascada sagrada en aquella misma zona, y que esperaba poder visitarla.
Vanite prosiguió con su historia:
– Y yo le dije: «Iré contigo a Afasukugu, pero estás loco. Nadie construiría nada en el lugar de los jaguares». Pero cuando llegué allí, vi que habían destrozado la cascada. La habían volado con treinta kilos de dinamita. El lugar era tan hermoso…, y ahora ha desaparecido. Entonces pregunto a un hombre que trabaja allí: «¿Qué estáis haciendo?». Él me dice: «Estamos construyendo una presa hidroeléctrica».
– Está en mitad del río Kuluene -precisó Vajuvi-. Todo el agua que llega a nuestro parque y a nuestro territorio proviene de allí.
Vanite, que empezaba a inquietarse, no parecía oír a su jefe.
– Un hombre del gobierno del Mato Grosso viene al Xingu y nos dice: «No os preocupéis. Esta presa no os perjudicará». Y nos ofrece a todos dinero. Uno de los jefes de otra tribu acepta el dinero, y las tribus ahora luchan entre sí. Para mí, el dinero no significa nada. El río ha estado allí miles de años. Nosotros no vivimos para siempre, pero el río sí. El dios Taugi lo creó. El río nos da nuestra comida, nuestras medicinas. ¿Lo ve?, nosotros no tenemos un pozo. Bebemos el agua directamente del río. ¿Cómo viviremos sin él?
– Si se salen con la suya, el río desaparecerá, y, con él, todo nuestro pueblo -comentó Vajuvi.
De pronto, la búsqueda de Fawcett y de la Ciudad de Z parecía trivial: otra tribu estaba a punto de extinguirse. Pero más tarde, aquella misma noche, después de bañarnos en el río, Vajuvi dijo que había algo que tenía que decirnos a Paolo y a mí sobre los ingleses. Nos prometió que al día siguiente nos llevaría en barca hasta donde se habían encontrado los restos de Fawcett.
– Hay muchas cosas de los ingleses que tan solo sabe el pueblo kalapalo -añadió antes de acostarse.
A la mañana siguiente, mientras nos preparábamos para partir, una de las chicas que vivía en aquella casa retiró la tela que cubría un objeto grande situado en un rincón de la estancia, cerca de una serie de máscaras. Debajo había un televisor que funcionaba con el único generador del poblado.
La chica giró un botón, se sentó en el suelo de barro y se puso a ver unos dibujos animados de un estridente pájaro parecido al Pájaro Loco. En cuestión de minutos, al menos otros veinte niños y varios adultos del poblado se habían congregado alrededor del aparato.
Cuando Vajuvi vino a buscarnos, le pregunté cuánto tiempo hacía que tenían el televisor.
– Pocos años -contestó-. Al principio, lo único que hacían todos era mirarlo como si estuvieran en trance. Pero ahora yo controlo el generador, y solo funciona unas horas a la semana.
Varios de los hombres que miraban la televisión cogieron sus arcos y sus flechas y salieron a cazar. Mientras tanto, Paolo y yo seguimos a Vajuvi y a uno de sus hijos, que tenía cinco años, hasta el río.
– He pensado que cazaremos el almuerzo, al modo de los kalapalo -dijo Vajuvi.
Subimos a una de las fuerabordas y nos dispusimos a remontar el río. La bruma que cubría la selva fue disipándose lentamente a medida que el sol ascendía. El río, oscuro y lodoso, se estrechaba en algunos tramos hasta convertirse en una especie de tobogán, tan angosto que las ramas de los árboles colgaban sobre nuestras cabezas como puentes. Al fin accedimos a una pequeña ensenada cubierta por una maraña de hojas flotando.
– La laguna verde -anunció Vajuvi.
Apagó el motor y la barca se deslizó en silencio por el agua. Los estorninos de pico amarillo revoloteaban entre los palisandros y los cedros, y las golondrinas zigzagueaban sobre la laguna, pequeñas motas brillantes sobre el manto verde. Un par de guacamayos cacareaban y gritaban, y en la orilla los venados permanecían tan inmóviles como el agua. Un pequeño caimán se escabulló ribera arriba.
– Siempre hay que tener cuidado en la selva -dijo Vajuvi-. Yo escucho mis sueños. Si tengo un sueño donde acecha el peligro, me quedo en el poblado. Los blancos sufren muchos accidentes por no creer en sus sueños.
Los xinguano eran famosos por pescar con arcos y flechas. Se colocaban en silencio en la parte frontal de la canoa, en una actitud que Jack y Raleigh habían fotografiado emocionados, para enviar luego las imágenes al Museum of the American Indian. Vajuvi y su hijo, sin embargo, cogieron hilos de pescar y cebaron los anzuelos. Luego los hicieron girar sobre sus cabezas a modo de lazos y los arrojaron al centro de la laguna.
Mientras tiraba del hilo, Vajuvi señaló la orilla y dijo:
– Allí arriba fue donde se desenterraron los restos. Pero no eran de Fawcett, eran de mi abuelo.4
– ¿Su abuelo? -pregunté.
– Sí. Mugika, así se llamaba. Ya estaba muerto cuando Orlando Villas Boas empezó a preguntar por Fawcett. Orlando quería protegernos de todos los blancos que venían, y dijo al pueblo kalapalo: «Si encontráis un esqueleto largo, os regalaré un rifle a cada uno». Mi abuelo había sido uno de los hombres más altos del poblado, así que varios decidieron desenterrar sus restos, enterrarlos aquí, junto a la laguna, y decir que eran de Fawcett.
Mientras hablaba, el hilo de su hijo se tensó. Vajuvi ayudó al niño a tirar de él y un pez de color blanco plateado emergió del agua, sacudiéndose con furia en el anzuelo. Me incliné para inspeccionarlo, pero Vajuvi me apartó de en medio y empezó a golpearlo con un palo.
– Piraña -dijo.
Observé el pez que yacía en el suelo de aluminio de la barca. Vajuvi le abrió la boca con un cuchillo y dejó a la vista una ristra de dientes afilados y engranados, unos dientes que los indígenas en ocasiones empleaban para rasgarse la carne en rituales de purificación. Tras arrancarlo del anzuelo, prosiguió:
– Mi padre, Tadjui, estaba ausente en aquel momento y se puso furioso cuando supo lo que el pueblo había hecho. Pero ya se habían llevado los restos.
Otra prueba parecía corroborar su historia. Tal como Brian Fawcett observó entonces, muchos de los kalapalo referían versiones contradictorias de cómo los exploradores habían sido asesinados: algunos decían que habían muerto apaleados, otros sostenían que les habían disparado flechas desde la distancia. Además, los kalapalo insistían en que Fawcett había sido asesinado porque no había llevado regalos y había abofeteado a un niño kalapalo, algo poco creíble dado que Fawcett siempre se mostró amable con los indios. Más significativo resultó ser un memorándum interno que encontré tiempo después en los archivos del Royal Anthropological Institute de Londres, donde constaban los resultados del examen de los restos. En él se afirmaba:
La mandíbula superior constituye la prueba más evidente de que estos restos humanos no pertenecen al coronel Fawcett, de quien afortunadamente se conservan piezas dentales de la mandíbula superior para poder comparar […]. Se sabe que el coronel Fawcett medía un metro ochenta y dos. La estatura del hombre cuyos restos han sido traídos a Inglaterra se estima en aproximadamente un metro setenta y cuatro centímetros.5
– Me gustaría recuperar los restos y enterrarlos donde les corresponde -dijo Vajuvi.
Después de pescar media docena de pirañas, volvimos a la orilla. Vajuvi recogió varias ramas finas e hizo una hoguera. Sin quitarles la piel, colocó las pirañas sobre la madera y las asó, primero por un costado y después por el otro. Una vez asadas, las puso sobre un lecho de hojas y separó la carne de la espina; luego la envolvió en beiju, una especie de panqueques hechos con harina de mandioca, y nos tendió un «sandwich» a cada uno. Mientras comíamos, dijo:
– Les diré lo mismo que mis padres me dijeron a mí sobre lo que en realidad les ocurrió a los ingleses. Es cierto que estuvieron aquí. Eran tres, y nadie sabía quiénes eran ni por qué habían venido. No llevaban animales, cargaban con fardos a la espalda. Uno, que era el jefe, era viejo, y los otros dos, jóvenes. Tenían hambre y estaban cansados de tanto caminar, y la gente del poblado les dio pescado y beiju. A cambio de su ayuda, los ingleses les ofrecieron anzuelos, algo que nadie había visto nunca. Y cuchillos. Al final, el viejo dijo: «Ahora debemos irnos». La gente les preguntó: «¿Adonde vais?». Y ellos contestaron: «Por allí. Hacia el este». Nosotros dijimos: «Nadie va allí. Allí es donde están los indios hostiles. Os matarán». Pero el viejo insistió. Y se marcharon. -Vajuvi señaló hacia el este y sacudió la cabeza-. En aquellos tiempos, nadie iba allí.
Durante varios días, prosiguió Vajuvi, los kalapalo vieron columnas de humo entre los árboles -las hogueras de los campamentos de Fawcett-, pero el quinto día desaparecieron. Vajuvi dijo que un grupo de kalapalo, temiendo que les hubiera ocurrido algo, buscaron su campamento. Pero no había ni rastro de los ingleses.
Más tarde supe que lo que sus padres le habían contado era un relato oral, que se había transmitido de generación en generación con notable coherencia. En 1931, Vincenzo Petrullo, un antropólogo que trabajaba para el Pennsylvania University Museum de Filadelfia y uno de los primeros blancos que accedieron al Xingu, informó haber oído una historia similar. Sin embargo, existían otras versiones de lo sucedido mucho más sensacionalistas, de modo que pocos le prestaron atención. Unos cincuenta años después, Ellen Basso,6 antropóloga de la Universidad de Arizona, registró una versión más detallada de un kalapalo llamado Kambe, que tan solo era un niño cuando Fawcett y su partida llegaron al poblado. Tradujo su relato directamente de la lengua kalapalo, respetando los ritmos épicos de las historias orales de la tribu:
Uno de ellos se quedó apartado.
Mientras cantaba, tocaba un instrumento musical.
Su instrumento musical funcionaba así, así…
Él cantaba y cantaba.
Me rodeó con un brazo, así.
Mientras tocaba, nosotros mirábamos a los cristianos.
Mientras tocaba.
El padre y los otros.
Y entonces: «Voy a tener que irme», dijo.
Kambe también se refirió al humo que habían visto:
«Allí está el fuego cristiano», nos decíamos unos a otros.
Eso ocurría mientras se ponía el sol.
Al día siguiente, mientras se ponía el sol, volvió a alzarse su fuego.
Al día siguiente otra vez, solo un poco de humo dispersándose en el cielo.
Este día, mbouk, su fuego había desaparecido…
Era como si el fuego de los ingleses ya no estuviera vivo, como si lo hubiesen apagado.
«¡Qué pena! ¿Por qué insistieron tanto en irse?»
Cuando Vajuvi concluyó su versión del relato oral, comentó:
– La gente siempre dice que los kalapalo mataron a los ingleses, pero nosotros no hicimos eso. Nosotros intentamos salvarlos.