Cuando aterricé en Sao Paulo, fui a ver a la persona que, estaba seguro, podría ayudarme en mi expedición: James Lynch. Era el explorador brasileño que en 1996 había encabezado la última gran expedición en busca de indicios de la partida de Fawcett y que, junto con su hijo de dieciséis años y otros diez exploradores, había sido secuestrado por indígenas. Había oído que, después de conseguir que lo liberaran y regresar a Sao Paulo, Lynch había dejado su empleo en el Chase Bank y fundado una empresa de asesoría financiera. (Parte de su nombre era, acertadamente, Phoenix.) Cuando le telefoneé, accedió a recibirme en su despacho, que estaba ubicado en un rascacielos del centro de la ciudad. Parecía mayor y de apariencia más frágil de lo que yo había imaginado. Llevaba un traje elegante y el pelo, rubio, pulcramente peinado. Me llevó hasta su despacho, situado en la novena planta, y miró por la ventana. «Sao Paulo hace que Nueva York casi parezca pequeña, ¿no le parece?», dijo, y apuntó que en el área metropolitana vivían dieciocho millones de personas. Sacudió la cabeza, maravillado, y se sentó a su escritorio.
– Y bien, ¿cómo puedo ayudarle? -Le hablé de mis planes para rastrear la ruta de Fawcett-. Tiene el gusanillo de Fawcett, ¿eh? -concluyó.
Para entonces, lo tenía ya más de lo que me atrevía a admitir, y me limité a contestar:
– Parece una historia interesante.
– Oh, lo es, lo es.
Cuando le pregunté cómo había conseguido que los liberasen, se puso tenso. Me explicó que, después de que los llevaran a él y a su grupo río arriba, los indios los habían obligado a desembarcar y a subir por un inmenso terraplén de barro. En lo alto del mismo, apostaron vigías y montaron un campamento provisional. Lynch dijo que había intentado observar detenidamente el entorno y a sus captores -en busca de algún punto débil-, pero que la oscuridad pronto los envolvió, y a partir de entonces solo pudo diferenciar a los indios por la voz. Ruidos extraños surgían de la selva.
– ¿Ha oído alguna vez el sonido de la jungla? -me preguntó Lynch. Negué con la cabeza-. No es lo que uno se imagina -prosiguió-. No es que sea muy bulliciosa, pero siempre habla.
Recordó que había dicho a su hijo, James Jr., que intentara dormir y que él también acabó sucumbiendo al sueño por puro agotamiento. No estaba seguro de cuánto tiempo había dormido, dijo, pero cuando abrió los ojos, vio, a la luz de la mañana, la punta de una lanza que refulgía en la selva.
Se dio media vuelta y vio otra punta brillante, y otra, a medida que más indios, todos armados, emergían de la selva. Superaban el centenar. James Jr., que también se había despertado con el ruido, susurró: «Están en todas partes».
– Le dije que todo iría bien, aunque sabía que no era así -recordó Lynch.
Los indígenas formaron un círculo alrededor de Lynch y de su hijo, y otros cinco, que parecían ser los jefes, se sentaron en tocones frente al grupo.
– Fue entonces cuando supe que nuestro sino estaba a punto de decidirse -dijo Lynch.
El joven indio que había liderado el asalto avanzó unos pasos y habló airado ante lo que parecía ser un consejo; ocasionalmente, tras alguno de sus argumentos, varios indígenas hacían chocar los palos de madera contra el suelo en señal de aprobación. Otros se dirigían a los jefes, y cada poco un indio, que chapurreaba el portugués, traducía para Lynch y su grupo: les dijo que se les acusaba de intrusismo. Las negociaciones se prolongaron durante dos días.
– Durante horas, que se nos hicieron eternas, debatieron entre ellos y nosotros no sabíamos qué estaba pasando -recordó Lynch-. Después el traductor lo resumía todo en una sola frase. Era algo así como: bam, «Os atarán en el río y dejarán que las pirañas os devoren», o: bam, «Os embadurnarán con miel y dejarán que las abejas os piquen hasta que muráis».
En ese instante la puerta del despacho de Lynch se abrió y entró un joven. Tenía un rostro redondeado, atractivo.
– Este es mi hijo James Jr. -dijo Lynch.
Tenía ya veinticinco años y estaba prometido en matrimonio. Cuando James Jr. supo que estábamos hablando de la expedición de Fawcett, dijo:
– ¿Sabe?, yo tenía una idea romántica de la jungla, y aquello, de algún modo, hizo que mi perspectiva cambiara.
Lynch dijo que la tribu centró entonces la atención en su hijo, tocándolo y provocándolo, y Lynch sintió el impulso de decirle que echara a correr hacia la selva, aunque allí también acechara la muerte. Pero entonces advirtió que cuatro de los jefes parecían diferir del quinto, quien parecía el menos afectado por las violentas exhortaciones. Mientras varios indígenas indicaban que tenían intención de atar a su hijo y matarlo, Lynch se levantó ansioso y se dirigió al quinto jefe. Recurriendo al traductor indio, Lynch se disculpó por si sus hombres habían ofendido a su pueblo en algún sentido. Asumiendo la función de jefe, me relató Lynch, empezó a negociar directamente con él y accedió a entregarles las embarcaciones y el equipamiento a cambio de la liberación del grupo. El anciano jefe se volvió hacia el resto del consejo y habló varios minutos, y, mientras lo hacía, los indígenas se enfurecían cada vez más. Luego todos guardaron silencio y el jefe supremo dijo algo a Lynch con voz inmutable. Lynch aguardó a que el traductor encontrara las palabras adecuadas, no sin cierta dificultad. Finalmente, dijo: «Aceptamos vuestros regalos».
Antes de que el consejo pudiera cambiar de opinión, Lynch recuperó su radio, que la tribu había confiscado, para enviar un mensaje de socorro señalando sus coordenadas. Se fletó una avioneta para rescatarlos. El valor del rescate ascendió a treinta mil dólares.
Lynch dijo que él fue el último miembro de la partida en ser liberado, y que hasta que estuvo a bordo del avión y a salvo en el aire no volvió a pensar en el coronel Fawcett. Se preguntó si Fawcett y su hijo también habrían caído prisioneros, y si habrían intentado sin éxito ofrecer un rescate. Mirando por la ventanilla vio el terraplén donde él y su equipo habían pasado tres días retenidos. Los indios reunían sus pertrechos y Lynch los observó hasta que desaparecieron en el bosque.
– No creo que nadie consiga resolver nunca el misterio de la desaparición de Fawcett -dijo-. Es imposible.
En la pantalla del ordenador que Lynch tenía sobre el escritorio, advertí una imagen de satélite de unas montañas escarpadas. Para mi sorpresa, tenía relación con la siguiente expedición de Lynch.
– Partiré dentro de dos días. Vamos al techo de los Andes.
– Yo no -dijo James Jr.-. Tengo una boda que organizar.
James Jr. se despidió de mí y salió del despacho, y Lynch habló de su inminente aventura.
– Vamos en busca del avión que se estrelló en los Andes en 1937 -dijo-. Nadie ha conseguido encontrarlo. -Parecía emocionado cuando, a media explicación, se detuvo y dijo-: No se lo diga a mi hijo, pero no me importaría irme con usted. Si encuentra algo sobre Z, infórmeme, por favor.
Le dije que así lo haría. Antes de marcharme, Lynch me dio varios consejos.
– En primer lugar, necesitará un guía de primera, alguien que tenga vínculos con las tribus de la región -dijo-. En segundo lugar, deberá proceder con el mayor sigilo posible. Fawcett tenía razón: las partidas numerosas llaman demasiado la atención. -Me advirtió que tuviese mucho cuidado-. Recuerde que mi hijo y yo tuvimos suerte. La mayoría de las exploraciones que van tras el rastro de Fawcett nunca regresan.