19. Una pista inesperada

– Sí, he oído hablar de Fawcett -me dijo un guía brasileño que ofrecía recorridos por el Amazonas-. ¿No es el que desapareció mientras buscaba El Dorado o algo así?

Cuando le comenté que quería contratar a un guía para que me ayudara a rastrear la ruta de Fawcett y buscar Z, me contestó que estaba «muito ocupado», lo que me pareció una forma amable de decir: «Está usted loco».

Era difícil encontrar a alguien que no solo estuviera dispuesto a viajar a la jungla, sino que además tuviera vínculos con las comunidades indígenas de Brasil, que funcionan prácticamente como países autónomos, con leyes y cuerpos gubernamentales propios. La historia de la interacción entre los brancos y los indios -blancos e indígenas- en el Amazonas a menudo asemeja un extenso epitafio: las tribus fueron exterminadas por las enfermedades y las masacres; las lenguas y las canciones, borradas de la existencia. Una tribu enterró con vida a los niños para ahorrarles la vergüenza de la subyugación. Pero algunas, muchas de las cuales aún se desconocen, han conseguido aislarse en la selva. En décadas recientes, a medida que muchos pueblos indígenas se han organizado políticamente, el gobierno de Brasil ha dejado de intentar «modernizarlos» y ha trabajado con mayor eficacia para protegerlos. Como resultado, varias tribus amazónicas, en particular las que habitan en la región del Mato Grosso, donde Fawcett desapareció, han prosperado. Sus poblaciones, tras ser diezmadas, vuelven a crecer; sus lenguas y sus costumbres han pervivido.

La persona a la que finalmente convencí para que me acompañara fue Paolo Pinage, un antiguo bailarín de samba profesional y director de teatro de cincuenta y dos años. Aunque Paolo no descendía de indios, había trabajado en el pasado para la FUNAI, la agencia que sucedió al Indian Protection Service de Rondón. Paolo compartía su lema «Muere si tienes que hacerlo, pero nunca mates». En nuestra primera conversación telefónica le había preguntado si podíamos acceder a la misma región en la que penetró Fawcett, incluida la zona de lo que ahora es el Parque Nacional del Xingu, la primera reserva indígena de Brasil, creada en 1961. (El parque, junto con una reserva adyacente, tiene el tamaño de Bélgica y es una de las mayores extensiones de selva del mundo con control indígena.) Paolo contestó: «Puedo llevarle allí, pero no será fácil».

Acceder a territorios indígenas, me explicó, requería complejas negociaciones con los jefes tribales. Me pidió que le enviara informes médicos que confirmaran que no sufría ninguna enfermedad contagiosa. Luego contactó con varios jefes. Muchas tribus de la selva disponían ya de radios de onda corta, una versión más moderna de la que había utilizado el doctor Rice, y durante semanas intercambiamos mensajes en los que Paolo les aseguraba que yo era un periodista y no un garimpero, o «prospector». En 2004, veintinueve mineros de diamantes entraron sin autorización en una reserva del oeste de Brasil, y miembros de la tribu cinta larga los mataron a tiros o a golpes con garrotes de madera.1

Paolo me indicó que me reuniera con él en el aeropuerto de Cuiabá. Aunque ninguna de las tribus había dado su visto bueno a mi visita, me pareció optimista cuando le saludé. Llevaba varios recipientes de plástico a modo de equipaje y un cigarrillo colgando de la boca. Vestía un chaleco de camuflaje con un sinfín de bolsillos repletos de suministros: una navaja del ejército suizo, un medicamento japonés para calmar el picor, una linterna, una bolsa de cacahuetes, y más cigarrillos. Parecía alguien que regresaba de una expedición, no que iba a embarcarse en ella. Llevaba el chaleco andrajoso. Tenía el rostro escuálido y cubierto de una barba algo canosa, y la cabeza, calva, curtida por el sol. Pese a su vacilante acento inglés, hablaba tan deprisa como fumaba. «Venga, venga, nos vamos ya -dijo-. Paolo se encarga de todo.»

Fuimos en taxi al centro de Cuiabá, que ya no era la «ciudad fantasma» que Fawcett había descrito sino una urbe que desprendía cierto aire de modernidad, con calles pavimentadas y varios rascacielos modestos. En el pasado, colonos brasileños se habían dirigido al interior, atraídos falsamente por el caucho y el oro. Ahora, la principal tentación era el elevado precio de los artículos procedentes de la ganadería, y la ciudad hacía las veces de escala para estos últimos pioneros.

Nos alojamos en un hotel llamado El Dorado («Una coincidencia graciosa, ¿verdad?», dijo Paolo) y empezamos a organizar los preparativos. Nuestro primer desafío era asegurarnos de que trazábamos correctamente la ruta de Fawcett. Informé a Paolo de mi viaje a Inglaterra y de todo cuanto Fawcett había hecho -dejar pistas falsas, utilizar códigos secretos- para mantener su ruta en secreto.

– Este coronel se esforzó mucho en ocultar algo que nadie ha encontrado nunca -dijo Paolo.

Extendí sobre la mesa los documentos más relevantes que había conseguido en los archivos británicos. Entre ellos había copias de varios de los mapas originales de Fawcett. Eran meticulosos; recordaban cuadros puntillistas. Paolo cogió uno y lo examinó bajo la luz durante varios minutos. Fawcett había escrito «inexplorado» con mayúsculas sobre una imagen que reproducía la selva que se extendía entre el río Xingu y otros dos afluentes principales del Amazonas. En otro hizo varias anotaciones: «Pequeñas tribus […] que se cree que son amistosas», «Tribus indígenas feroces, nombres desconocidos», «Indios probablemente peligrosos».

Uno de los mapas parecía dibujado de forma algo rudimentaria, y Paolo preguntó si lo había hecho Fawcett. Le expliqué que una de las anotaciones del mapa -que yo había encontrado entre varios documentos antiguos de la North American Newspaper Alliance- indicaba que había pertenecido a Raleigh Rimell; este había esbozado en el mapa la ruta de la expedición y se lo había entregado a su madre. Aunque le hizo prometer que lo destruiría en cuanto él partiera, ella lo había conservado.2

Paolo y yo convinimos en que los mapas confirmaban que Fawcett y su equipo, tras salir de Cuiabá, se habían dirigido hacia el norte, al territorio de los indios bakairí. Desde allí habrían ido al Dead Horse Camp, y después, presumiblemente, se habrían internado en lo que hoy es el Parque Nacional del Xingu. En la ruta que Fawcett había proporcionado en secreto a la Royal Geographical Society escribió que su partida viraría hacia el este, hacia el undécimo paralelo al sur del Ecuador, y que proseguiría dejando atrás el río de la Muerte y el Araguaia hasta llegar al océano Atlántico. Según Fawcett, seguir la trayectoria hacia el este, en dirección a las regiones litorales de Brasil, «avanzando constantemente hacia las profundidades de la selva, mantendría un nivel más elevado de entusiasmo».3

Sin embargo, un segmento de la ruta que Raleigh había trazado parecía contradecir esto último. En el río Araguaia, según indicaba Raleigh, la expedición viraría bruscamente hacia el norte en lugar de seguir hacia el este, y pasaría del Mato Grosso al estado brasileño de Para, antes de salir cerca de la desembocadura del río Amazonas.

– Quizá fue un error de Raleigh -dijo Paolo.

– Es lo que pensé en un principio -repuse-, pero lee esto.

Le mostré la última carta que Jack había enviado a su madre. Paolo leyó la línea que yo había resaltado: «La próxima vez que escriba probablemente lo haré desde Para».

– Creo que Fawcett mantuvo en secreto esta última parte de la ruta, incluso a la RGS -dije.

Paolo parecía cada vez más intrigado por la figura de Fawcett, y con un bolígrafo negro empezó a trazar su ruta en un nuevo mapa, marcando entusiasmado cada uno de nuestros destinos previstos. Al final, se quitó el cigarrillo de la boca y preguntó:

– Hasta Z, ¿no?

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