El tren traqueteaba hacia la frontera. El 11 de febrero de 1925, Fawcett, Jack y Raleigh habían partido de Río de Janeiro en su viaje de más de mil seiscientos kilómetros hacia el interior de Brasil. En Río se habían alojado en el Hotel Internacional, en cuyo jardín comprobaron su equipamiento y donde prácticamente todo lo que hicieron fue publicado en crónicas de periódicos de todo el mundo. «Al menos cuarenta millones de personas conocen ya nuestro objetivo», escribió Fawcett a su hijo Brian, disfrutando de aquella «tremenda» publicidad.1
Aparecían fotografías de los exploradores con títulos como «Tres hombres se enfrentan a los caníbales en su búsqueda de reliquias». Un artículo afirmaba: «Ningún deportista olímpico se ha entrenado nunca como estos tres reservados y pragmáticos ingleses, cuyo camino hacia un mundo olvidado está plagado de flechas, pestes y bestias».2
«¿No te parecen divertidos los artículos que publican los periódicos ingleses y estadounidenses sobre la expedición?»,3 escribió Jack a su hermano.
Las autoridades brasileñas, temerosas de perder en su territorio a una partida tan ilustre, exigió a Fawcett que firmase una declaración que los redimía de toda responsabilidad, a lo que él accedió sin vacilar.4 «No quieren sufrir presiones […] si no volvemos a aparecer -dijo Fawcett a Keltie-. Pero todos volveremos a aparecer sanos y salvos, aunque eso sea lo máximo que mis cincuenta y ocho años puedan soportar.»5 Pese a estas inquietudes, el gobierno y sus ciudadanos dieron un cálido recibimiento a los exploradores: proporcionarían transporte gratuito al grupo hasta la frontera en vagones de tren reservados para dignatarios, lujosos compartimientos con cuarto de baño privado y bar. «Nos hemos encontrado con una simpatía y una buena voluntad ilimitadas»,6 informó Fawcett a la RGS.
Raleigh, sin embargo, parecía algo abatido. En el viaje desde Nueva York se había enamorado, al parecer, de la hija de un duque británico.7 «Conocí a cierta chica a bordo, y a medida que el tiempo pasaba nuestra amistad fue creciendo hasta que admito que amenazaba con volverse seria»,8 confesó en una carta a Brian Fawcett. Deseaba hablar con Jack de sus turbulentas emociones, pero su mejor amigo, que se había tornado incluso más circunspecto mientras se preparaba para la expedición, le reprochó que estaba «haciendo el ridículo». Anteriormente Raleigh se había mostrado del todo centrado en su aventura con Jack; ahora en lo único que podía pensar era en aquella… mujer.
«[El coronel] y Jack empezaban a inquietarse, ¡temerosos de que yo fuera a fugarme o algo así!», escribió Raleigh. En realidad, Raleigh contempló la posibilidad de casarse en Río, pero Fawcett y Jack le disuadieron. «Entré en razón y comprendí que iba a ser miembro de la expedición y que, como tal, no se me permitiría llevar conmigo a mi esposa -dijo Raleigh-. Tuve que dejarla de la manera más amistosa posible y dedicarme al trabajo.»9
«[Raleigh] está mucho mejor ahora»,10 escribió Jack. Aun así, le preguntó preocupado: «Supongo que cuando volvamos te casarás antes de un año, ¿verdad?»11
Raleigh contestó que no podía prometer nada, pero, según comentó tiempo después: «No tengo intención de quedarme soltero toda la vida, ¡aunque Jack lo haga!».12
Los tres exploradores hicieron una parada de varios días en Sao Paulo y fueron a visitar el Instituto Butantan, uno de los centros de investigación de biología y biomedicina donde se encuentran las serpientes más grandes del mundo. El personal llevó a cabo diversas demostraciones para los exploradores, mostrándoles cómo atacaban varios depredadores. En un momento dado, un empleado introdujo un gancho largo en una jaula y extrajo un crótalo negro de veneno letal, mientras Jack y Raleigh observaban sus colmillos. «Salió un buen chorro de veneno»,13 escribió más tarde Jack a su hermano. Fawcett estaba familiarizado con las serpientes del Amazonas, pero aun así encontró instructivas las demostraciones y compartió sus notas en uno de los informes dirigidos a la North American Newspaper Alliance. («La mordedura de serpiente que sangra no es venenosa. La presencia de dos orificios, además del amoratamiento de la zona y de la ausencia de sangre, son indicios de veneno.»)14
Antes de partir, a Fawcett le entregaron lo que más deseaba: el resultado de cinco años de investigación en antídotos contra mordeduras de serpiente, guardados en ampollas etiquetadas: «Serpientes de cascabel», «Víboras» y especies «Desconocidas». Recibió asimismo una aguja hipodérmica para administrarlos.
Después de que altos funcionarios de Sao Paulo ofrecieran a los exploradores lo que Jack describió como «una excelente despedida», los tres ingleses subieron de nuevo al tren y se dirigieron hacia el oeste, hacia el río Paraguay, situado a lo largo de la frontera entre Brasil y Bolivia. Fawcett había hecho el mismo viaje en 1920 con Holt y Brown, y aquellos paisajes ya conocidos intensificaron su impaciencia crónica. Mientras saltaban chispas de los raíles, Jack y Raleigh miraban por la ventanilla y veían pasar las ciénagas y los montes bajos, imaginando lo que pronto encontrarían. «Vi algunas cosas bastante interesantes -escribió Jack-. En las tierras de pasto había numerosos loros, y vimos dos rebaños […] de ñandúes [aves similares al avestruz] jóvenes, de entre aproximadamente un metro veinte y un metro y medio. Atisbé una telaraña en un árbol, con una araña casi del tamaño del gorrión que se había posado en el centro de la misma.»15 Al ver caimanes en las riberas, él y Raleigh cogieron los rifles e intentaron dispararles desde el tren en marcha.
La inmensidad del paisaje sobrecogió a Jack, que ocasionalmente hacía bocetos de lo que veía como si quisiera absorberlo mejor, un hábito que su padre había arraigado en él. En una semana, los hombres llegaron a Corumbá, una ciudad fronteriza cerca de la frontera boliviana y próxima al lugar donde Fawcett había llevado a cabo sus primeras exploraciones. Este enclave marcaba el final de la línea ferroviaria y el de los confortables alojamientos. Aquella noche los exploradores pernoctaron en un sórdido hotel. «Los servicios son muy primitivos -escribió Jack a su madre-. El [cuarto de baño] y la ducha combinados están tan mugrientos que hay que ir con cuidado de dónde se pisa, pero papá dice que en Cuyaba será mucho peor.»16
Jack y Raleigh oyeron bullicio en el exterior y vieron, a la luz de la luna, siluetas desfilando de un extremo al otro de la ciudad, cantando y bailando, por la única calle que estaba en buen estado. Era la última noche de Carnaval. Raleigh, a quien le gustaba salir de noche y beber «varios cócteles excelentes», se sumó al jolgorio. «Por cierto, ahora me encanta bailar -había informado con anterioridad a su hermano-. Probablemente me consideres temerario, ¿verdad?, pero aun así supuse que tendría pocas ocasiones para evadirme en los próximos veinte meses más o menos.»17
El 23 de febrero, Fawcett dijo a Jack y a Raleigh que cargaran el equipamiento a bordo del Iguatemi, un barco pequeño y sucio que estaba atracado en el río Paraguay y que se dirigía a Cuiabá. Raleigh apodó al barco «la pequeña bañera». Estaba ideado para transportar a veinte pasajeros, pero más del doble atestaban ya su cubierta interior. El aire apestaba a sudor y a la madera que ardía en la caldera. No había camarotes privados y para colgar las hamacas tuvieron que abrirse paso a empellones. A medida que el barco se alejaba del muelle, rumbo al norte, Jack aprovechó para practicar el portugués con otros pasajeros, pero no así Raleigh, quien carecía de esa facilidad para las lenguas y de la paciencia necesaria para captar más que faz favor («por favor») y obrigado («gracias»). «Raleigh es un tipo divertido -escribió Jack-. Llama al portugués «ese maldito idioma farfullante» y no hace el menor intento de aprenderlo. En lugar de eso, se pone furioso con todo el mundo porque nadie habla inglés.»18
Por la noche, la temperatura descendía en picado y los exploradores debían abrigarse para dormir: camisas, pantalones y calcetines. Decidieron no afeitarse y en sus rostros pronto asomó una barba incipiente. Jack opinaba que Raleigh parecía un «maleante desesperado, como los que se ven en los thrillers del cine occidental».19
Cuando el barco viró hacia el río São Laourenço y después hacia el Cuiabá, los jóvenes empezaron a conocer la amplia gama de insectos amazónicos. «La noche del miércoles llegaron a bordo en nubes -escribió Jack-. ¡El techo del lugar donde comemos y dormimos estaba negro, literalmente negro! Tuvimos que dormir con la cara tapada con la camisa y el cuerpo cubierto con un chubasquero. Las termitas fueron otra plaga. Nos invadieron durante un par de horas, revoloteando alrededor de las luces hasta que se les desprendían las alas, y después caían en el suelo y en la mesa por millones retorciéndose.»20 Raleigh insistió en que los mosquitos eran «casi lo bastante grandes para inmovilizarte».21
El Iguatemi fue deslizándose por el río, tan despacio que en una ocasión una canoa lo adelantó rápidamente. Los chicos querían hacer ejercicio, pero a bordo no había espacio y lo único que podían hacer era contemplar las interminables ciénagas. «¡Cuyaba nos parecerá el Cielo después de esto!»,22 escribió Jack a su madre. Dos días después, añadió: «Papá dice que este es el viaje por río más monótono y tedioso que ha hecho nunca».23
El 3 de marzo, ocho días después de partir de Corumbá, el Iguatemi llegó a Cuiabá, a la que Raleigh describió como «un agujero olvidado de Dios […]. ¡Es mejor verlo con los ojos cerrados!».24
Fawcett escribió que habían alcanzado el «punto de partida» para internarse en la selva. Sin embargo, tuvieron que esperar varias semanas a que las lluvias amainaran para «la consecución del gran propósito».25 Aunque Fawcett detestaba esperar y demorarse, no se atrevió a partir antes de que llegara la estación seca, como había hecho en 1920 en compañía de Holt con consecuencias desastrosas. Y aún quedaban cosas por hacer: reunir provisiones y estudiar los mapas a conciencia. Jack y Raleigh intentaron domar sus botas nuevas caminando por el monte aledaño. «Raleigh tiene los pies cubiertos de tiritas Johnson, pero está más alegre que nunca ahora que se aproxima el día de la partida»,26 comentó Jack. Llevaban consigo los rifles y practicaban el tiro, disparando a objetos como si fueran jaguares o monos. Fawcett les había aconsejado que ahorrasen munición, pero ambos estaban tan emocionados que gastaron veinte cartuchos solo en el primer intento. «¡[Vaya] ruido infernal!»,27 exclamó Jack refiriéndose a los disparos. Raleigh alardeaba de ser un excelente tirador, «aunque esté mal que yo lo diga».28
Los jóvenes comían más de lo habitual. Jack incluso infringió su dieta vegetariana con pollo y ternera. «Estamos engordando -dijo a su madre- y confío en ganar cinco kilos antes de partir, pues necesitamos carne extra para soportar el hambre en ciertas etapas de la expedición.»29
Un misionero estadounidense, alojado en Cuiabá, tenía varios ejemplares de Cosmopolitan, la popular revista mensual propiedad de William Randolph Hearst, y Raleigh y Jack se las pidieron a cambio de libros que habían llevado consigo. Cosmopolitan evocaba un mundo que ambos jóvenes conocían y que no volverían a ver al menos durante dos años. Las publicaciones de esa época llevaban anuncios de latas de sopa de tomate Campbell de a doce centavos y de la American Telephone & Telegraph Company («En lugar de hablar a través de un tabique, hay comunicación entre continentes»). Aquello recordó a Raleigh su hogar y se puso «sentimental», según sus propias palabras. Las revistas también contenían varias historias de aventuras apasionantes, entre ellas «La emoción de enfrentarse a la eternidad», en la que el narrador preguntaba: «¿Qué hacer con el miedo? ¿Qué sé del coraje? […] Hasta que realmente se enfrente a una crisis, ningún hombre sabe cómo reaccionará».
Antes que enfrentarse a sus propias reservas de coraje, Jack y Raleigh preferían pensar en lo que harían cuando regresaran de la expedición. Estaban seguros de que el viaje los convertiría en ricos y famosos; sus fantasías seguían siendo más propias de adolescentes que de jóvenes. «Tenemos intención de comprar motocicletas y disfrutar al máximo de unas buenas vacaciones en Devon, visitando a todos nuestros amigos y nuestros sitios preferidos»,30 dijo Jack.
Una mañana fueron con Fawcett a comprar animales de carga a un rancho del lugar. Aunque Fawcett se quejó de que el dueño le «estaba timando», compró cuatro caballos y ocho burros. «Los caballos son bastante buenos, pero los burros están muy fracos (débiles)», afirmó Jack en una carta a su familia, alardeando de la última palabra que había aprendido en portugués. Jack y Raleigh pusieron inmediatamente nombre a los animales: una muía obstinada recibió el de Gertrude; otra, con la cabeza con forma de bala, Dumdum, y una tercera, de aspecto triste, acabó llamándose Sorehead («cascarrabias»). Fawcett compró también un par de perros de caza que estaban, según dijo, «encantados con los nombres de Pastor y Chulim».31
Para entonces, la casi totalidad de los habitantes de la remota capital habían oído hablar de los famosos ingleses. Algunos contaron a Fawcett leyendas de ciudades ocultas. Un hombre dijo que recientemente había llevado a la ciudad a un indígena de la selva que, tras ver las iglesias de Cuiabá, comentó: «Esto no es nada; en mi selva hay edificios mucho más grandes y majestuosos que estos. Tienen puertas y ventanas de piedra. El interior está iluminado por un gran cuadrado de cristal abierto en una columna. Brilla con tanta intensidad que deslumbra a la vista».32
Fawcett agradecía cualquier visión que, por absurda que fuera, confirmara la suya. «No veo motivo alguno para alejarme ni un pelo»33 de la teoría de Z, escribió a Nina.
Por aquel entonces, Fawcett oyó la primera noticia sobre la expedición del doctor Rice. Durante varias semanas, no se había recibido comunicado alguno de la partida, que había estado explorando un afluente del río Branco, a unos dos mil kilómetros al norte de Cuiabá. Muchos temían que los hombres hubiesen desaparecido. Pero un buen día un radioaficionado de Caterham, en Inglaterra, captó con su receptor inalámbrico señales en morse procedentes de las profundidades de la selva amazónica. El operador anotó el siguiente mensaje:
Progreso lento, debido a condiciones físicas extremadamente difíciles. El personal de la expedición supera los cincuenta miembros. Imposible utilizar el hidroavión debido al bajo nivel de las aguas. Se están alcanzando los objetivos de la expedición. Todos bien. Este mensaje está siendo enviado con el sistema inalámbrico de la expedición. Rice.34
Otro mensaje informaba que el doctor Theodor Koch-Grünberg, el renombrado antropólogo integrante de la partida, había contraído la malaria y había fallecido. El doctor Rice anunció por medio de la radio que estaba a punto de utilizar el hidroavión, aunque antes sería necesario retirar la capa de hormigas, termitas y telarañas que cubría el panel de control y la cabina como si fuera ceniza volcánica.
A los hombres les preocupaba qué ocurriría en caso de que tuviesen que efectuar un aterrizaje forzoso. Albert William Stevens, un destacado aeronauta y fotógrafo aéreo de la expedición, dijo a la RGS: «En caso de no sobrevolar una vía fluvial, sería recomendable lanzarse en paracaídas antes de que el avión se estrelle contra los inmensos árboles de la selva; la única esperanza para los paracaidistas sería entonces encontrar los restos del avión y asegurarse la provisión de comida. Con un machete y una brújula, tal vez podrían abrirse camino hasta el río más próximo, construir una balsa y escapar. Una fractura en un brazo o en una pierna implicaría una muerte segura, por descontado».35
Finalmente, los hombres llenaron el depósito de combustible -suficiente para unas cuatro horas-, y tres miembros de la expedición subieron a bordo del avión. El piloto puso en marcha la hélice y el aparato empezó a deslizarse por el río entre rugidos para luego alzarse hacia el cielo. Stevens describió la primera perspectiva de la jungla de la que disfrutaron los exploradores desde unos mil quinientos metros:
Las palmeras, dispersas por la selva, parecían centenares de estrellas de mar en el fondo del océano […]. Salvo por las espirales, los mantos y las nubes de emanaciones brumosas ascendiendo desde numerosos arroyos ocultos, no se veía más que selva sombría, de apariencia infinita, premonitoria en su silencio y su vastedad.36
Por lo general, el piloto y otro miembro de la partida volaban unas tres horas todas las mañanas, antes de que la creciente temperatura exterior pudiera provocar un sobrecalentamiento del motor. Durante varias semanas, el doctor Rice y su equipo inspeccionaron miles de kilómetros cuadrados de selva amazónica, una extensión inconcebible a pie o incluso en barca. Los hombres descubrieron, entre otras cosas, que los ríos Parima y Orinoco no compartían, como se sospechaba, las mismas fuentes.
En una ocasión, el piloto creyó ver algo moviéndose entre los árboles y descendió hacia el dosel arbóreo: había una congregación de indios «blancos» yanomami. El avión amerizó y el doctor Rice intentó establecer contacto con los indígenas, ofreciéndoles abalorios y pañuelos. A diferencia de lo ocurrido en su anterior expedición, los indígenas aceptaron sus ofrendas. Tras pasar varias horas con la tribu, el doctor Rice y su partida se dispusieron a abandonar la selva. La RGS pidió al operador de la Caterham que transmitiera «la felicitación y los buenos deseos de la Royal Society».37
La expedición, pese a la desafortunada muerte de Koch-Grünberg, supuso un logro histórico. Además de los hallazgos cartográficos que efectuó: por primera vez pudo verse la región del Amazonas desde el otro lado del dosel arbóreo, invirtiendo la balanza del poder que siempre había favorecido a la selva sobre sus intrusos. «En las regiones donde los nativos son tan hostiles o los obstáculos físicos son tan grandes para efectivamente impedir [el acceso a pie] -declaró el doctor Rice-, el avión las sobrevuela con facilidad y rapidez.»38 Además, la radio inalámbrica le había permitido mantenerse en contacto con el mundo exterior. («La selva brasileña ha dejado de ser solitaria»,39 proclamó el The New York Times.) La RGS aclamó en un comunicado la primera «comunicación por radio con la Royal Society de una expedición sobre el terreno».40 Al mismo tiempo, reconocía con nostalgia que se había pasado un rubicón: «Si constituye o no una ventaja despojar de glamour a una expedición a lo desconocido informando a diario es una cuestión en la que las opiniones difieren».41 Debido al tremendo coste del equipo, la voluminosidad de las radios y la ausencia de lugares seguros donde aterrizar en la mayor parte de las regiones del Amazonas, los métodos del doctor Rice no serían ampliamente adoptados hasta al menos una década después, pero él había mostrado el camino.
Para Fawcett, sin embargo, tan solo un dato era importante: su rival no había encontrado Z.
Al salir del hotel una mañana de abril, Fawcett sintió el sol abrasador en la cara. La estación seca había llegado. Tras el anochecer, el 19 de abril, llevó a Raleigh y a Jack por la ciudad, donde forajidos armados con rifles Winchester de calibre 44 solían merodear a la entrada de cantinas penumbrosas. Varios bandidos habían atacado a un grupo de buscadores de diamantes que se alojaba en el mismo hotel que Fawcett y su partida. «[Un buscador] y uno de los bandidos resultaron muertos, y otros dos gravemente heridos -refirió Jack a su madre-. La policía empezó a trabajar en el caso varios días después, y, compartiendo una taza de té… ¡preguntaron a los asesinos por qué lo habían hecho! Y ahí quedó todo.»42
Los exploradores hicieron una visita a John Ahrens, un diplomático alemán asentado en la región, con quien habían trabado amistad. Ahrens ofreció a sus invitados té y galletas. Fawcett le preguntó si sería tan amable de reenviar a Nina y al resto del mundo las cartas o las noticias de la expedición que llegaran desde la selva. Ahrens contestó que estaría encantado de hacerlo, y más tarde escribió a Nina para comentarle que las conversaciones de su esposo con respecto a Z eran tan insólitas e interesantes que nunca se había sentido más feliz.
La mañana siguiente, bajo la atenta mirada de Fawcett, Jack y Raleigh se ataviaron con su equipo de exploradores, que incluía unos pantalones ligeros e irrompibles y sombreros Stetson. Cargaron los rifles de calibre 30 y se armaron con machetes de cuarenta y cinco centímetros de largo, que el propio Fawcett había diseñado y encargado al mejor cuchillero de Inglaterra. La NANA envió un informe que tituló: «Equipo único para el explorador […]. Producto de años de experiencia en la exploración de la selva. Peso de los utensilios reducido al mínimo».
Fawcett contrató a dos porteadores y a guías nativos para que acompañaran a la expedición hasta el territorio más peligroso, situado a unos ciento sesenta kilómetros al norte. El 20 de abril, una muchedumbre se congregó para ver partir al grupo. Con el restallar de los látigos, la caravana empezó a avanzar; Jack y Raleigh estaban rebosantes de orgullo. Ahrens acompañó a los exploradores durante una hora a lomos de su caballo. Luego, según refirió a Nina, los vio alejarse hacia el norte, hacia «un mundo hasta el momento completamente incivilizado y desconocido».43
La expedición cruzó el cerrado, o «bosque seco», que constituía el tramo menos complejo del viaje. El terreno estaba formado en su mayor parte por árboles bajos y retorcidos, y pasto similar al de la sabana, donde varios rancheros y buscadores habían establecido asentamientos. Aun así, según explicó Fawcett a su esposa por carta, supuso «una excelente iniciación»44 para Jack y Raleigh, que avanzaron despacio, deshabituados como estaban al terreno rocoso y al calor. Este era tan intenso, escribió Fawcett en un despacho especialmente fervoroso, que en el río Cuiabá «los peces literalmente se cocían vivos».45
Al anochecer habían recorrido algo más de once kilómetros, y Fawcett ordenó que se montara el campamento. Jack y Raleigh aprendieron que antes de que la oscuridad los envolviera y los mosquitos los devoraran, suponía toda una carrera contrarreloj colgar las hamacas, lavarse los rasguños para prevenir infecciones, recoger leña y amarrar a los animales de carga. La cena consistió en sardinas, arroz y galletas, todo un festín en comparación con lo que comerían cuando tuvieran que sobrevivir con lo que encontraran.
Aquella noche, mientras dormía en la hamaca, Raleigh notó que algo le rozaba. Se despertó presa del pánico, como si le estuviera atacando un jaguar, pero solo se trataba de una de las muías que se había soltado. Después de volver a atarla, intentó conciliar de nuevo el sueño, pero faltaba poco para que amaneciera y Fawcett gritaba ya para que todo el mundo se pusiera en marcha. Cada uno de ellos engulló un cuenco de gachas de avena y media taza de leche condensada: la ración hasta la cena. A continuación los hombres volvieron a ponerse en marcha, apurando el paso para alcanzar a su jefe.
Fawcett aumentó el ritmo de once kilómetros diarios a dieciséis, y después a veinticuatro. Una tarde, cuando los exploradores se aproximaban al río Manso, a unos sesenta y cuatro kilómetros de Cuiabá, el resto de la expedición se rezagó. Según escribió más tarde Jack a su madre: «Papá se había adelantado a tal velocidad que lo perdimos de vista».46 Era justo lo que Costin había temido: nadie podía detener a Fawcett. El sendero se bifurcaba y los guías no sabían qué camino había seguido Fawcett. Finalmente, Jack vio hendiduras de cascos de caballo en uno de los senderos y dio la orden de seguirlas. Empezaba a oscurecer y los hombres tuvieron que ir con cuidado de no distanciarse. Oían un rugido constante en la distancia. Con cada paso, se iba intensificando y de pronto los hombres atisbaron un torrente. Habían alcanzado el río Manso. Pero no se veía rastro de Fawcett. Jack, tras asumir el mando de la partida, indicó a Raleigh y a uno de los guías que disparasen al aire con sus rifles. No hubo respuesta. «¡Papá!», gritó Jack, pero lo único que oyó fue el rumor de la selva.
Jack y Raleigh colgaron las hamacas y prendieron una hoguera; temían que Fawcett hubiese sido secuestrado por los indios kayapó, que se insertaban grandes discos en el labio inferior y atacaban a sus enemigos con garrotes. Los guías brasileños, que recordaban vividos relatos de los asaltos indígenas, no contribuyeron a calmar los nervios de Jack y de Raleigh. Los hombres permanecieron despiertos, atentos a los ruidos de la selva. Cuando amaneció, Jack ordenó que todos disparasen al aire e inspeccionasen el área circundante. Pero entonces, mientras desayunaban, Fawcett apareció a lomos de su caballo. Había perdido la pista al grupo mientras buscaba pinturas en las rocas y había dormido en el suelo, con la silla de montar a modo de almohada. Cuando Nina supo lo que había ocurrido, temió lo «ansiosos» que debieron de estar todos. Había recibido una fotografía de Jack con un aspecto insólitamente lúgubre, y se la había enseñado a Large. «Es obvio que [Jack] ha estado pensando en el enorme trabajo que tiene por delante»,47 dijo Large. Ella comentó tiempo después que el orgullo de Jack le haría seguir adelante, porque él mismo se diría: «Mi padre me eligió para esto».48
Fawcett dejó que la expedición pasara un día más en el campamento para recuperarse de la terrible experiencia. Cobijado bajo la mosquitera, redactó los despachos, que a partir de aquel punto serían «llevados a la civilización por medio de corredores indígenas a lo largo de una ruta larga y peligrosa», tal como especificaron más tarde las notas de los editores.
Fawcett describió aquella región como «el lugar con más garrapatas del mundo»;49 enjambres de insectos lo cubrían todo, como una lluvia negra. Varios picaron a Raleigh en un pie, y las picaduras se le infectaron; se «envenenó», según palabras de Jack. Al día siguiente, a medida que avanzaban, Raleigh fue apagándose. «Se dice que uno conoce bien a un hombre cuando vive junto a él en la selva -dijo Fawcett a Nina-. Raleigh, en lugar de mostrarse alegre y vital, está aletargado y silencioso.»50
El fervor de Jack, en contraste, iba en aumento. Nina estaba en lo cierto: parecía haber heredado la extraña y curiosa constitución de su padre. Jack escribió que había ganado masa muscular, «pese a comer mucho menos. Raleigh ha perdido más de lo que yo he ganado, y es él quien parece resentirse más de los efectos del viaje».51
Tras saber de Jack en palabras de su esposo, Nina dijo a Large: «Creo que se alegrará conmigo al saber que Jack se está volviendo muy competente, y que se mantiene fuerte y animado. Veo que su padre está muy complacido con él, ¡y no hace falta decir que yo también!».52
Debido al estado de Raleigh y al debilitamiento de los animales, Fawcett, más precavido esta vez con el fin de no volver a distanciarse demasiado de los demás, decidió hacer una parada de varios días en un rancho propiedad de Hermenegildo Galváo, uno de los granjeros más despiadados del Mato Grosso. Sus propiedades eran las únicas que sobrepasaban la frontera que delimitaba el territorio indígena, y se sabía que disponía de un pelotón de bugueiros, «cazadores de salvajes», encargados de matar a los indios que supusieran una amenaza para su imperio feudal.53 Galvão no estaba habituado a las visitas, pero acogió a los exploradores en su gran casa de ladrillo rojo. «Por sus modales, resultaba evidente que el coronel Fawcett era un caballero y un hombre de personalidad atrayente»,54 dijo Galvão a un periodista tiempo después.
Durante varios días, los exploradores permanecieron allí, comiendo y descansando. Galvão sentía curiosidad por lo que había atraído a los ingleses a un lugar tan inhóspito. Fawcett, mientras le explicaba cómo se imaginaba Z, sacó un extraño objeto envuelto en una tela. La desenvolvió con cuidado y dejó a la vista el ídolo de piedra que le había dado Haggard. Lo llevaba consigo como un talismán.
Los tres ingleses pronto volvieron a estar en marcha, rumbo al este, en dirección a Puesto Bakairí, donde en 1920 el gobierno había establecido una guarnición: «el último punto de civilización», como los colonos se referían a él. Ocasionalmente, en la selva se abría un claro y los exploradores podían ver el sol cegador y las montañas en la lejanía, tiznadas de azul. El camino se tornó más difícil y los hombres tuvieron que descender cañones pronunciados y enlodados, y vadear rápidos entre grandes rocas. Uno de los ríos era demasiado peligroso para que los animales lo cruzasen con la carga a lomos. Fawcett vio una canoa abandonada en la orilla opuesta y dijo que la expedición podría utilizarla para transportar el equipo, pero que alguien tendría que ir hasta ella a nado, una hazaña que implicaba, según lo definió Fawcett, «un peligro considerable, que empeoró aún más por una repentina y violenta tormenta».55
Jack se ofreció voluntario y empezó a desnudarse. Aunque más tarde admitió que estaba «muerto de miedo», comprobó que no tuviese ningún corte o rasguño que pudiera atraer a las pirañas y se lanzó al río. Sacudía con fuerza los brazos y las piernas oponiendo resistencia a las corrientes que amenazaban con arrastrarlo. Cuando emergió en la orilla opuesta, se subió a la canoa y regresó remando; su padre lo recibió ufano.
Un mes después de que los exploradores partieran de Cuiabá y tras lo que Fawcett describió como «una prueba de paciencia y resistencia para experiencias de mayor envergadura» que les deparaban, los hombres llegaron al Puesto Bakairí. El asentamiento consistía en una veintena de chozas destartaladas, acordonadas con alambre de espino para protegerlas de las tribus agresivas. (Tres años después, otro explorador describió el puesto como «un agujerito en el mapa: aislado, desolado, primitivo y dejado de la mano de Dios».)56 La tribu bakairí era una de las primeras en la región a las que el gobierno había intentado someter a un proceso de aculturación, y a Fawcett le horrorizó lo que denominó «los métodos brasileños para civilizar a las tribus indígenas».57 En una carta destinada a uno de sus patrocinadores estadounidenses, observó: «Los bakairí no han dejado de morir desde que los han civilizado. Solo quedan unos ciento cincuenta».58 Y proseguía: «Los han traído aquí en parte para cultivar arroz, mandioca […] que luego se envía a Cuiabá, donde alcanza, en la actualidad, precios elevados. Los bakairí no reciben remuneración alguna, visten harapos, en su mayoría uniformes gubernamentales caquis, y predomina la miseria general y la falta de higiene que está provocando que todos enfermen».59
Fawcett fue informado de que una chica bakairí acababa de enfermar. Con frecuencia intentaba tratar a los nativos con su equipo médico, pero, a diferencia del doctor Rice, sus conocimientos eran limitados, y no pudo hacer nada para salvarle la vida. «Dicen que los bakairí están muriendo a consecuencia de un fetiche [brujería], pues hay un fetichista en el poblado que los odia -escribió Jack-. Ayer mismo murió una niña… ¡por el fetiche, dicen!»60
El brasileño al mando del puesto, Valdemira, alojó a los exploradores en la recién construida escuela. Los hombres se remojaron en el río para limpiarse la mugre y el sudor. «Todos nos hemos afeitado la barba y nos sentimos mejor sin ella»,61 dijo Jack.
Miembros de otras tribus remotas visitaban de cuando en cuando el Puesto Bakairí para conseguir provisiones, y Jack y Raleigh pronto vieron algo que los dejó atónitos: «Unos ocho indios salvajes, absolutamente desnudos»,62 según escribió Jack a su madre. Los indígenas llevaban arcos de dos metros y flechas de un metro ochenta. «Para gran deleite de Jack, hemos visto aquí los primeros indios salvajes, salvajes desnudos del Xingu»,63 escribió Fawcett a Nina.
Jack y Raleigh se apresuraron a recibirlos. «Les dimos un poco de queso de guayaba -escribió Jack-, que les gustó muchísimo.»64
Jack intentó llevar a cabo una rudimentaria autopsia: «Son gente menuda, de algo menos de metro sesenta, y muy corpulentos -escribió sobre los indígenas-. Solo comen pescado y verduras, nunca carne. Una mujer llevaba un magnífico collar hecho con discos diminutos de concha de caracol, cuya confección debió de requerir una tremenda paciencia».65
Raleigh, a quien Fawcett había designado fotógrafo de la expedición, preparó la cámara y retrató a los indios. En una de las fotografías, Jack se colocó junto a ellos para dar muestra de «las estaturas comparativas»; los indios le llegaban por los hombros.
Por la noche, los tres exploradores fueron a la choza de barro donde se alojaban los indígenas. Un fuego iluminaba el interior y el aire estaba saturado de humo. Fawcett sacó un ukelele y Jack un flautín que habían incluido en su equipaje. (Fawcett dijo a Nina que «la música era un gran consuelo "en la selva", y que podría incluso salvar de la locura a un hombre solo».)66 Los indios fueron congregándose a su alrededor, y Jack y Fawcett prolongaron el recital hasta bien entrada la noche; la música envolvió al pueblo como una brisa.
El 19 de mayo, un día fresco, Jack se despertó entusiasmado: era su vigésimo segundo cumpleaños. «Nunca me había sentido tan bien»,67 le escribió a su madre. Para la ocasión, Fawcett permitió que se bebiera alcohol, y los tres exploradores celebraron el acontecimiento con una botella de licor brasileño. A la mañana siguiente prepararon el equipo y los animales de carga. Al norte del puesto se veían las imponentes montañas y la jungla. Era, escribió Jack, un «territorio absolutamente inexplorado».68
La expedición puso rumbo a aquella terra incógnita. No se veían senderos definidos, y la luz que se filtraba a través del dosel que formaban los árboles era escasa. Se esforzaban por ver no solo lo que pisaban sino también lo que había en lo alto, pues era allí donde acechaban la mayoría de los depredadores. Sus pies se hundían en charcos de barro. Las manos les ardían por el uso de los machetes. La piel les sangraba por las picaduras de los mosquitos. Incluso Fawcett confesó a Nina: «Los años pasan factura, pese al espíritu de entusiasmo».69
A Raleigh se le había curado ya el pie, pero se le infectó el otro, y al quitarse el calcetín se llevó con él un considerable trozo de piel. Parecía estar desmoronándose; ya había padecido ictericia, tenía un brazo hinchado y se sentía, según sus propias palabras, «descompuesto».
Al igual que su padre, Jack tendía a la intolerancia con la debilidad ajena, y se quejó a su madre de que su amigo era incapaz de cargar con su parte de trabajo -iba a caballo, descalzo- y de que siempre se sentía asustado y abatido.
La selva agrandaba las fisuras que habían surgido a raíz del romance que Raleigh había vivido en el barco. Abrumado por los insectos, el calor y el dolor en el pie, Raleigh fue perdiendo el interés en «la Búsqueda». Ya no pensaba en regresar como un héroe: lo único que quería, según él, era montar un pequeño negocio y formar una familia. («¡Los Fawcett pueden quedarse con toda mi ración de fama y disfrutarla cuanto les plazca!»,70 escribió a su hermano.) Cuando Jack habló de la relevancia arqueológica de Z, Raleigh se encogió de hombros y dijo: «Eso es demasiado profundo para mí».71
«Me gustaría que [Raleigh] fuera más listo, porque apenas puedo comentar nada con él ya que no sabe absolutamente nada -escribió Jack-. Solo conversamos sobre Los Ángeles o Seaton. No sé qué hará durante un año en "Z".»72
«Me encantaría que estuvieras aquí -dijo Raleigh a su hermano, y añadió-: ¿Sabes?, hay un dicho en el que creo: "Dos, compañía; tres, multitud". ¡Y ahora lo estoy comprobando bastante a menudo!»73 Jack y Fawcett, afirmaba, trataban con cierta «inferioridad a los demás. Por eso a veces me siento "fuera de todo". Por supuesto, no lo demuestro […], pero, aun así, como ya te he dicho, me siento "terriblemente solo" y falto de una amistad verdadera».74
Nueve días después, los exploradores alcanzaron al fin el Dead Horse Camp, donde pudieron ver los «huesos blancos» del antiguo animal de carga de Fawcett. Los hombres se aproximaban al territorio de los belicosos suya y kayapó. En una ocasión, un indio describió a un periodista una emboscada que los kayapó habían tendido a su tribu. Él y otros, escribió el periodista, huyeron a la otra margen del río y «presenciaron a lo largo de toda la noche la macabra danza de sus enemigos alrededor de sus hermanos masacrados». Durante tres días, los invasores permanecieron allí, tocando flautas de madera y danzando entre los cadáveres. Cuando finalmente se marcharon, los pocos indios que habían escapado regresaron a su poblado: no quedaba nadie con vida. «Las mujeres, a quienes creían que habrían perdonado la vida, yacían boca arriba; sus cuerpos exánimes estaban ya en un avanzado estado de descomposición, con las piernas separadas con un puntal encajado entre las rodillas.»75 En un despacho, Fawcett describió a los kayapó como un violento «puñado de apaleadores que mutilan y matan a los individuos que encuentran solos […]. Su única arma es un garrote corto, similar a la porra de la policía»,76 que, añadía, utilizan con gran destreza.
Tras cruzar el territorio de los suya y de los kayapó, la expedición viraría hacia el este y se enfrentaría a los xavante, que eran tal vez incluso más temibles. A finales del siglo xviii, muchos miembros de la tribu habían establecido contacto con los portugueses, quienes los habían trasladado a pueblos donde fueron bautizados en masa.77 Diezmados por las epidemias y sometidos a la brutalidad de los soldados brasileños, finalmente huyeron de vuelta a la selva, cerca del río de la Muerte. Un viajero alemán del siglo xix escribió que «desde entonces [los xavante] no han vuelto a confiar en ningún hombre blanco […]. Los nativos de este pueblo maltratado han dejado por tanto de ser compatriotas para convertirse en enemigos peligrosos y resueltos. Por lo general, matan a todo aquel al que puedan apresar fácilmente».78 Varios años después del viaje de Fawcett, miembros del Indian Protection Service intentaron establecer contacto con los xavante. Cuando regresaron al campo base, se encontraron con los cadáveres desnudos de cuatro de sus colegas. Uno tenía aún en la mano los presentes que había ofrecido a los indios.
A pesar de los riesgos que entrañaba todo aquello, Fawcett se sentía confiado: a fin de cuentas, siempre había salido airoso donde otros habían fracasado. «Es obvio que resulta peligroso penetrar en un territorio habitado por grandes hordas de indios tradicionalmente hostiles -escribió-, pero creo en mi misión y en su propósito. Lo demás no me preocupa, pues he visto ya a muchos indios, y sé qué hacer y qué no hacer.»79 Añadió: «Creo que nuestra pequeña partida de tres hombres blancos trabará amistad con todos ellos».80
Los guías, aquejados ya por las fiebres, eran reticentes a seguir avanzando, y Fawcett decidió que había llegado el momento de enviarlos de vuelta. Seleccionó aproximadamente una docena de animales, los más fuertes, para llevarlos consigo unos días más. Luego los exploradores tendrían que seguir con sus pocas provisiones cargadas a la espalda.
Fawcett se llevó a un lado a Raleigh y le animó a regresar con los guías. Tal como había escrito a Nina: «Intuyo en él una debilidad constitucional, y temo que esta acabe debilitándonos a todos».81 Tras aquel punto, explicó Fawcett a Raleigh, no habría modo de sacarle de allí, pero este último insistió en que proseguiría. Quizá, pese a todo, seguía profesando lealtad a Jack, o tal vez no quería que se le considerase un cobarde, o simplemente le daba miedo volver sin ellos.
Fawcett acabó de redactar las últimas cartas y despachos. Escribió que intentaría enviar otros comunicados durante el siguiente año, aproximadamente, pero añadió que era improbable. Tal como observó en uno de sus últimos artículos: «Para cuando se imprima este despacho, podríamos llevar ya tiempo desaparecidos en lo desconocido».82
Tras plegar las misivas, Fawcett se las dio a los guías. Raleigh había escrito antes a su «queridísima madre» y a su familia: «Estaré impaciente por volver a veros en la vieja California cuando regrese -les dijo, y se dirigió a su hermano con coraje-: Intenta estar siempre alegre y todo saldrá bien, como me ha ocurrido a mí».83
Los exploradores se despidieron por última vez de los brasileños, se dieron la vuelta y se encaminaron hacia las profundidades de la jungla. En sus últimas palabras a su esposa, Fawcett escribió: «No temas ningún fracaso».84