Con qué facilidad puede engañar el Amazonas.
El río más poderoso del mundo, más poderoso que el Nilo y el Ganges, más que el Mississippi y que todos los ríos de China empieza siendo apenas un arroyo. En los Andes, por encima de los cinco mil quinientos metros, entre nieve y nubes, emerge por una grieta rocosa, apenas un reguero de agua cristalina. En ese punto no se diferencia de otros muchos arroyos que surcan la cordillera andina, algunos de los cuales se derraman en cascadas por la vertiente occidental hacia el Pacífico, que se encuentra a unos cien kilómetros. Otros, como el Amazonas, bajan por la vertiente oriental en un viaje aparentemente imposible hasta el océano Atlántico, recorriendo una distancia mayor que la que separa Nueva York de París. A tanta altura, el aire es demasiado frío para que haya selva y depredadores. No obstante, es en ese lugar donde nace el Amazonas, alimentado por el deshielo y la lluvia, para luego ser arrastrado precipicios abajo por la fuerza de la gravedad.1
Desde sus fuentes, el río desciende bruscamente. A medida que va ganando velocidad, se suman a él centenares de arroyos, la mayoría tan pequeños que incluso carecen de nombre. Unos dos mil doscientos metros más abajo, la corriente accede a un valle donde se ven los primeros indicios de verde. Enseguida, otros riachuelos algo más caudalosos convergen en él. En su agitado trayecto hacia las llanuras más bajas, el río tiene aún que recorrer cerca de cinco mil kilómetros más hasta alcanzar el océano. Es imparable. También lo es la selva, que, debido al calor ecuatorial y a las lluvias torrenciales, poco a poco va engullendo las riberas. Esta masa selvática, que se expande en el horizonte, alberga la mayor variedad de especies del mundo. Y, por primera vez, el río aparece en toda su grandeza: es el Amazonas.
Pese a ello, no es lo que parece. Serpenteando hacia el este, el Amazonas penetra en una región inmensa en forma de cuenca poco profunda y, dado que fluye por la base de la misma, cerca del cuarenta por ciento de las aguas de Sudamérica -procedentes de ríos de países tan lejanos como Colombia, Venezuela, Bolivia y Ecuador- se vierten en él. Y así, va volviéndose más poderoso. Con una profundidad que en ciertos puntos supera los noventa metros, ya no necesita precipitarse; va conquistando terreno marcando su propio ritmo. En su sinuoso recorrido, deja atrás el río Negro y el Madeira; el Tapajós y el Xingu, dos de los afluentes meridionales de mayor envergadura, y la isla Marajó, más grande que Suiza, hasta que, finalmente, tras atravesar cerca de seis mil kilómetros y recoger agua de mil afluentes, el Amazonas alcanza su desembocadura de trescientos veinte kilómetros de anchura y se derrama en el Atlántico. Lo que empezó como un arroyo expele en el océano doscientos quince millones de litros por segundo, un vertido sesenta veces mayor que el del Nilo. Las aguas dulces del Amazonas se internan en el océano hasta tal distancia que, en el año 1500, Vicente Pinzón, un capitán español que había acompañado con anterioridad a Colón en sus travesías, descubrió el río cuando navegaba a muchas millas de la costa de Brasil. Lo llamó Mar Dulce.
Resulta difícil explorar esta región en cualquier circunstancia, pero, en noviembre, la llegada de las lluvias la torna infranqueable. Las olas -junto con el macareo de la marea, de unos veinticuatro kilómetros por hora, conocido como pororoca, o «gran rugido»- estallan contra la orilla. En Belém, el caudal del Amazonas a menudo se eleva tres metros y medio; en Iquitos, seis; en Óbidos, diez y medio. En el caso del Madeira, el afluente más largo del Amazonas, el cauce puede aumentar incluso más, superando los veinte metros. Tras meses de inundación, muchos ríos estallan sobre sus riberas y se derraman por la selva, arrancando de cuajo plantas y rocas, y transformando la región sur de la cuenca prácticamente en una isla interior, lo que era en su inicio hace millones de años. Luego el sol aparece y agosta la zona. La tierra se agrieta como si se hubiese producido un terremoto. Las ciénagas se evaporan y las pirañas quedan varadas en pantanos desecados, devorándose las unas a las otras. Las ciénagas se transforman en prados; las islas, en lomas.
Así se manifiesta la estación seca cuando llega a la cuenca meridional del Amazonas. Según recuerdan los habitantes de la zona, así ha sido siempre. Y esas eran las condiciones en junio de 1996, cuando una expedición de científicos y aventureros brasileños pusieron rumbo a la selva. Buscaban indicios sobre lo sucedido al coronel Percy Fawcett, que había desaparecido junto con su hijo Jack y Raleigh Rimell hacía más de setenta años.
La expedición2 estaba liderada por un banquero brasileño de cuarenta y dos años, llamado James Lynch. Después de que un periodista le contara la historia de Fawcett, Lynch leyó todo cuanto encontró sobre el tema. Así supo que la desaparición del coronel, acaecida en 1925, había conmocionado al mundo; un hecho que se contaba «entre las desapariciones más célebres de la era moderna»,3 tal y como la había descrito un observador de la época. Durante cinco meses, Fawcett había enviado despachos que, arrugados y sucios, eran transportados a través de la selva por corredores indígenas, y, en lo que parecía una proeza rayana en lo mágico, enviados después por medio de telégrafos e impresos en prácticamente todos los continentes. En un temprano ejemplo de lo que luego serían los reportajes y documentales actuales que tanto interés despiertan, ese lejano acontecimiento fascinaba por igual a africanos, asiáticos, europeos, australianos y americanos. La expedición, según afirmaba un periódico, «cautivó la imaginación de todos los niños que, en algún momento, habían soñado con tierras ignotas».4
Sin embargo, un buen día los despachos cesaron. En su búsqueda de información, Lynch descubrió que Fawcett había advertido de la posibilidad de estar unos meses incomunicado, pero transcurrió un año, luego dos, y con el tiempo la fascinación del público fue aumentando. ¿Estarían Fawcett y los dos jóvenes retenidos como rehenes por los indios? ¿Habrían muerto de hambre? ¿Se habrían quedado deslumbrados con Z y por ello se negaban a regresar? Se producían debates por múltiples salones y tabernas clandestinas; en las más altas esferas gubernamentales se intercambiaban cablegramas. Este misterio dio lugar a radionovelas, novelas (se cree que en Un puñado de polvo, de Evelyn Waugh, hay una clara influencia de la saga Fawcett),5 poemas, documentales, películas, sellos postales, cuentos infantiles, cómics, baladas, obras de teatro, novelas gráficas y exposiciones en museos. En 1933, un autor de literatura de viajes exclamó: «En torno a esta cuestión se ha generado suficiente leyenda para dar lugar a una rama de folclore nueva e independiente».6 Fawcett se había granjeado un lugar en los anales de la exploración, no por lo que había desvelado al mundo sino por lo que ocultaba. Había hecho la promesa de llevar a cabo «el gran descubrimiento del siglo»; en lugar de eso, había dado vida al «mayor misterio del siglo xx en el ámbito de la exploración».
Lynch también descubrió, para su asombro, que infinidad de científicos, exploradores y aventureros se habían internado en la selva con la determinación de encontrar a los integrantes de la partida de Fawcett, vivos o muertos, y regresar con pruebas que confirmasen la existencia de Z. En febrero de 1955, el The New York Times afirmó que la desaparición de Fawcett había propiciado más búsquedas «que las organizadas a lo largo de los siglos para dar con el fabuloso El Dorado».7 Algunas de estas expediciones habían perecido a causa del hambre; otras, a manos de tribus. Luego llegaron aquellos aventureros que partieron en busca de Fawcett y acabaron desapareciendo, al igual que él, en la selva a la que los viajeros habían bautizado hacía mucho tiempo como el «infierno verde». Dado que muchos de estos buscadores no publicitaron sus viajes, no existen estadísticas fidedignas del número de personas que han muerto en el intento. Una estimación reciente, no obstante, eleva el total a un centenar.
Lynch no parecía dado a dejarse llevar por las fantasías. Alto, esbelto, de ojos azules y tez pálida muy sensible al sol, trabajaba en el Chase Bank de Sao Paulo. Estaba casado y tenía dos hijos. Pero, cuando contaba treinta años, empezó a sentir ciertas inquietudes: desaparecía durante días recorriendo a pie la selva del Amazonas. Pronto pasó a participar en competiciones de riesgo extenuantes: en una ocasión, caminó setenta y dos horas seguidas, sin dormir, y cruzó un cañón haciendo equilibrios sobre una soga. «La idea era agotarse física y mentalmente, y ver cómo reaccionaba uno en esas circunstancias -dijo, y añadió-: Algunas personas se desmoronaban, pero a mí siempre me pareció estimulante.»
Lynch era más que un aventurero. Se sentía atraído tanto por la investigación intelectual como por las proezas físicas, y confiaba en arrojar luz con sus indagaciones sobre temas poco conocidos. Con frecuencia pasaba meses encerrado en la biblioteca investigando sobre algún tema. Se había aventurado, por ejemplo, a buscar las fuentes del Amazonas y había encontrado una colonia de menonitas que vivían en el desierto boliviano. Pero nunca había topado con un caso como el del coronel Fawcett.
Las partidas expedicionarias anteriores no solo no habían hallado pista alguna sobre lo ocurrido a Fawcett -todas habían desaparecido, convirtiéndose ellas mismas en un misterio-, sino que tampoco ninguna había desentrañado lo que Lynch consideraba el mayor enigma de todos: Z. De hecho, Lynch descubrió que, a diferencia de otros exploradores desaparecidos -como Amelia Earhart, que desapareció en 1937 mientras intentaba dar la vuelta al mundo pilotando un avión-, Fawcett había imposibilitado el rastreo de su ruta. La había mantenido tan en secreto que incluso ocultó detalles cruciales a su esposa, Nina, según confesó ella misma. Lynch estudió antiguos artículos periodísticos, pero apenas halló en ellos claves tangibles. Más tarde encontró una copia (con la esquina de algunas páginas doblada) de Exploration Fawcett [A través de la selva amazónica], una recopilación de escritos del explorador editados por su otro hijo, Brian, y publicados en 1953. (Ernest Hemingway conservaba un ejemplar en su biblioteca personal.) El libro resultó contener uno de los pocos indicios del trayecto definitivo del coronel, pues citaba como palabras de Fawcett: «Nuestra ruta partirá del Dead Horse Camp [Campamento del Caballo Muerto], a 11°43' sur y 54°35' oeste, donde mi caballo murió en 1921».8 Aunque las coordenadas indicaban tan solo el punto de partida, Lynch las introdujo en su GPS. Este señalizó un punto situado en la cuenca meridional del Amazonas, en el Mato Grosso -cuyo nombre significa «bosque denso»-, un estado brasileño más grande que Francia y Gran Bretaña juntas. Llegar al Dead Horse Camp requeriría cruzar parte de la jungla más inaccesible del Amazonas, e implicaría a la vez acceder a territorios controlados por tribus indígenas que se habían instalado en la espesura de la selva y custodiaban sus tierras con fiereza.
El desafío parecía insalvable. Pero, mientras examinaba atentamente hojas de cálculo en el trabajo, Lynch se preguntaba: «¿Y si realmente existe Z? ¿Y si la selva hubiese ocultado un lugar como ese?». Incluso hoy, el gobierno brasileño calcula que existen más de sesenta tribus indígenas que no han tenido contacto alguno con foráneos.9 «Estos bosques son […] casi el único lugar de la tierra donde los pueblos indígenas pueden sobrevivir aislados del resto de la humanidad», 10 escribió John Hemming, el célebre historiador, gran conocedor de los indígenas de Brasil y antiguo director de la Royal Geographical Society. Sydney Possuelo, que estaba al cargo del organismo brasileño creado para proteger a las tribus indígenas, ha comentado al respecto de estas últimas: «Nadie sabe a ciencia cierta quiénes son, dónde están, cuántos son y qué lenguas hablan».11 En 2006, en Colombia, miembros de una tribu nómada llamada nukak-makú emergieron del Amazonas y anunciaron que estaban dispuestos a integrarse en el mundo moderno, aunque ignoraban que Colombia era un país y preguntaron si los aviones que los sobrevolaban viajaban por una carretera invisible.12
Una noche, Lynch, incapaz de conciliar el sueño, fue a su estudio, que estaba repleto de mapas y reliquias de sus expediciones anteriores. En uno de los documentos que poseía sobre Fawcett, encontró la advertencia que el coronel había hecho a su hijo: «Si con toda mi experiencia no lo conseguimos, no habrá mucha esperanza para los demás». Lejos de desalentar a Lynch, estas palabras le convencieron. «Tengo que ir», dijo a su esposa.
Pronto consiguió un compañero, Rene Delmotte, un ingeniero brasileño a quien había conocido en una competición de riesgo. Durante meses, los dos hombres estudiaron imágenes de satélite del Amazonas, con el fin de afinar su ruta. Lynch se proveyó del mejor equipamiento: jeeps equipados con turbo-compresores y neumáticos antipinchazos, walkie-talkies, equipos de radio de onda corta y generadores. Al igual que Fawcett, Lynch tenía experiencia en el diseño de barcos, y junto con un constructor naval fabricó dos embarcaciones de aluminio de siete metros y medio lo bastante planas para navegar por ciénagas y marismas. Preparó asimismo un botiquín que contenía decenas de antídotos contra picaduras de serpiente.
Con el mismo esmero escogió a los miembros de su partida. Reclutó a dos mecánicos que, en caso de necesidad, sabrían reparar el equipamiento y a dos veteranos conductores todoterreno. Alistó también al doctor Daniel Muñoz, un afamado antropólogo forense, que en 1985, había contribuido a identificar los restos de Josef Mengele, el fugitivo nazi, y que ayudaría a confirmar los orígenes de cualquier objeto que encontraran del equipo de Fawcett: la hebilla de un cinturón, un fragmento de hueso, una bala.
Aunque anteriormente Fawcett ya había advertido que todas las expediciones de gran envergadura habían «acabado en desastre»,13 la partida pronto creció hasta incluir a dieciséis hombres. Con todo, había aún otra persona que quería ir: James Jr., el hijo de dieciséis años de Lynch. Atlético y más musculoso que su padre, con una poblada mata de pelo castaño y grandes ojos del mismo color, había participado en una expedición anterior y se había desenvuelto bien. De modo que Lynch accedió, al igual que Fawcett, a llevar consigo a su hijo.
El equipo se reunió en Cuiabá, capital del Mato Grosso, que se extiende a lo largo del extremo meridional de la cuenca del Amazonas. Lynch repartió camisetas en las que había estampado el dibujo de unas huellas que se dirigían hacia la selva. En Inglaterra, el Daily Mail publicó un artículo sobre la expedición con el título «¿Estamos a punto de resolver el eterno misterio del coronel Percy Fawcett?». Durante días, el grupo se desplazó en jeep por la cuenca del Amazonas, recorriendo carreteras sin asfaltar repletas de surcos y zarzas. La vegetación empezó a volverse más densa, y James Jr. apretaba la cara contra la ventanilla. Tras limpiar el vaho del vidrio, veía las frondosas copas de los árboles desplegándose en lo alto, los * resquicios por los que se filtraban haces de luz del sol que dejaban ver de pronto las alas amarillas de unas mariposas y guacamayos. En una ocasión vio una serpiente de dos metros, semioculta en el barro, con una honda depresión entre los ojos. «Es una jararaca», le informó su padre. Era una víbora lora, una de las serpientes más venenosas del continente americano. (La mordedura de una jararaca hace que la víctima sangre por los ojos y se vaya convirtiendo, según describe un biólogo, en «un cadáver palmo a palmo».)14 Lynch esquivó a la serpiente con un volantazo y el rugido del motor ahuyentó a otros animales, incluso a los monos aulladores, que treparon hasta las copas de los árboles; tan solo los mosquitos parecían seguir impertérritos mientras rondaban los vehículos al igual que centinelas.
Tras varias paradas para montar el campamento y pernoctar, la expedición siguió un sendero que la condujo hasta un claro situado junto al río Xingu. Una vez allí, Lynch intentó obtener una lectura del GPS.
– ¿Qué ocurre? -preguntó uno de sus compañeros.
Lynch estudió las coordenadas que aparecían en la pantalla.
– No estamos lejos del lugar donde Fawcett fue visto por última vez -contestó.
Un zarzal de enredaderas y lianas cubría los caminos que partían del claro, y Lynch decidió que la expedición debía seguir su incursión en barco. Dio la instrucción a varios miembros de que regresaran con parte del equipo más pesado. En cuanto encontrara un lugar donde pudiera aterrizar una avioneta híbrida, enviaría por radio las coordenadas para que se lo llevaran por aire.
Los demás miembros del equipo, entre ellos James Jr., trasladaron las dos embarcaciones al agua e iniciaron su viaje bajando el río Xingu. Las corrientes los arrastraron a notable velocidad, mientras iban dejando atrás helechos espinosos y palmeras morete, plantas trepadoras y mirtos; una maraña infinita de vegetación que se alzaba a ambos lados. Poco antes del anochecer, Lynch enfilaba otro meandro cuando creyó atisbar algo en la lejana ribera. Se alzó el ala del sombrero. Por un hueco entre las ramas vio varios pares de ojos escrutándolos. Cuando las barcas llegaron a la orilla, arañando la arena, Lynch y sus hombres bajaron a tierra. Al mismo tiempo, los indígenas -desnudos, con las orejas perforadas y ataviados con deslumbrantes plumas de guacamayo- surgieron de la selva. Finalmente, un hombre de fuerte complexión y ojos ribeteados con pintura negra se adelantó a los demás. Según varios de los indígenas que chapurreaban portugués y hacían las veces de intérpretes, se trataba del jefe de la tribu kuikuro. Lynch indicó a sus hombres que sacaran los regalos, que consistían principalmente en cuentas, caramelos y cerillas. El jefe parecía amistoso y permitió a la expedición que acampara junto al poblado kuikuro; incluso dejó que una avioneta aterrizara en un claro cercano.
Aquella noche, mientras intentaba dormir, James Jr. se preguntó si Jack Fawcett se habría acostado en un lugar como aquel y si habría visto cosas tan asombrosas. El sol le despertó al amanecer del día siguiente. El muchacho asomó la cabeza por la entrada de la tienda de su padre.
– Feliz cumpleaños, papá -dijo.
Lynch lo había olvidado: cumplía cuarenta y dos.
Aquel día, varios indios kuikuro invitaron a Lynch y a su hijo a ir a una laguna próxima, donde se bañaron acompañados de tortugas de unos cincuenta kilos. Lynch oyó el sonido de un motor: era su avioneta que aterrizaba con el resto de sus hombres y del equipo. La expedición volvía a reunirse al fin.
Instantes después, un indio kuikuro llegó corriendo desde el sendero, gritando en su lengua nativa. Los demás salieron del agua a toda prisa.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Lynch en portugués.
– Problemas -contestó un kuikuro.
Los indígenas echaron a correr hacia el poblado, y Lynch y su hijo los siguieron, con las ramas arañándoles la cara. Cuando llegaron, un miembro de la expedición se acercó a ellos.
– ¿Qué está pasando? -le preguntó Lynch.
– Están rodeando el campamento.
Lynch vio a más de una veintena de indígenas, presumiblemente de tribus vecinas, precipitándose hacia ellos. También habían oído el avión. Muchos lucían brochazos de pintura roja y negra en sus cuerpos desnudos. Llevaban consigo arcos y flechas de casi dos metros, rifles antiguos y lanzas. Cinco de los hombres de Lynch echaron a correr hacia el avión. El piloto seguía en la cabina y los cinco saltaron dentro, aunque el aparato solo tenía capacidad para cuatro pasajeros. Gritaron al piloto que despegara, pero este parecía no advertir lo que ocurría. Entonces miró a través de la ventanilla y vio que varios indígenas se precipitaban hacia él enarbolando los arcos y las flechas. Mientras ponía en marcha el motor, los indígenas se aferraron a las alas, tratando de retener la avioneta en tierra. El piloto, consciente de la peligrosa sobrecarga que llevaba, arrojó por las ventanillas todo cuanto tenía a mano, es decir, ropa y documentos, que revolotearon a merced de la propulsión de las hélices. El avión recorrió con gran estruendo la improvisada pista de aterrizaje, bamboleándose, rugiendo y virando bruscamente entre los árboles. Justo antes de que las ruedas se alzaran del suelo, el último de los indígenas se soltó del aparato.
Lynch vio cómo el avión desaparecía, envuelto en la nube de polvo rojo que el aparato había levantado. Un joven indígena, que llevaba todo el cuerpo cubierto de pintura y parecía liderar el asalto, se acercó a Lynch agitando en el aire una borduna, una especie de garrote de más de un metro de largo que los guerreros usaban para aplastar la cabeza de sus enemigos. Hostigó a Lynch y a los once miembros restantes de su equipo hasta unas pequeñas embarcaciones.
– ¿Adónde nos lleváis? -preguntó Lynch.
– Sois nuestros prisioneros de por vida -contestó el joven.
James Jr. se palpó la cruz que llevaba colgada al cuello. Lynch siempre había creído que una aventura no era tal hasta que, según sus propias palabras, «llega la mala suerte». Pero aquello era algo que no había previsto. No contaba con ningún plan de emergencia, ni experiencia a la que recurrir. Ni siquiera disponía de un arma.
Apretó con fuerza la mano de su hijo.
– Pase lo que pase -le susurró-, no hagas nada a menos que yo te lo diga.
Las embarcaciones enfilaron el río principal y después un angosto arroyo. A medida que se internaban en la jungla, Lynch observó el entorno: el agua cristalina rebosante de peces iridiscentes, la vegetación cada vez más densa. Aquel era, pensó, el lugar más hermoso que jamás había visto.