17. El mundo entero está loco

Fawcett había acotado la ubicación. Estaba seguro de que había encontrado pruebas de restos arqueológicos, entre ellos pasos elevados y cerámica, dispersos por el Amazonas. Creía incluso que había más de una ciudad antigua; con toda probabilidad, la que el bandeirante describía se encontraba, dado el terreno, cerca del estado brasileño de Bahía. Pero Fawcett, tras consultar registros archivísticos y entrevistar a miembros de varias tribus, había deducido que existía una ciudad monumental que posiblemente aún albergara cierta población, en la jungla aledaña al río Xingu, en el Mato Grosso brasileño. En consonancia con su naturaleza reservada, otorgó a la ciudad un nombre tan críptico como atrayente, un nombre que jamás explicó en ninguno de sus escritos ni entrevistas. La llamó sencillamente Z.

En septiembre de 1914, tras efectuar un viaje de reconocimiento de un año con Manley y Costin, Fawcett se consideró preparado para partir de expedición en busca de la ciudad perdida. Sin embargo, al salir de la jungla le esperaba la noticia de que, más de dos meses antes, el archiduque austríaco Francisco Fernando -quien fuera el improbable catalizador del primer encuentro entre Fawcett y Nina en Ceilán- había sido asesinado. La Primera Guerra Mundial había comenzado.

Fawcett y sus dos compañeros británicos zarparon de inmediato rumbo a Inglaterra. «Obviamente, se precisan hombres experimentados como usted: hay un gran déficit de oficiales adiestrados -dijo Keltie a Fawcett por carta aquel mes de diciembre-. Como puede ver, hemos sufrido tremendas pérdidas en el frente; en proporción, muchas más, me inclino a pensar, de las que nunca antes se habían producido entre los oficiales.»1 Aunque Fawcett contaba cuarenta y siete años y era un «renegado» de la vida europea, se sintió obligado a presentarse voluntario. Informó a Keltie de que estaba a punto de efectuar «importantes descubrimientos» en el Amazonas, pero que le obligaba «el deseo patriótico de todo hombre capacitado de aplastar a los teutones».2

La mayor parte de Europa era presa de un fervor similar. Conan Doyle, que producía propaganda en serie en la que retrataba la guerra como un enfrentamiento entre auténticos caballeros, escribió: «No temas, pues nuestra espada no se quebrará ni caerá jamás de nuestras manos».3

Tras una breve visita a su familia, Fawcett se dirigió al frente occidental, en el que, según dijo a Keltie, pronto estaría «metido de lleno».4

Como comandante de la Royal Field Artillery, Fawcett fue puesto al mando de una batería de más de cien hombres. Cecil Eric Lewis Lyne, un subteniente de veintidós años, recordaba el momento en que el explorador del Amazonas llegó con su uniforme de color caqui oscuro y armado con un revólver. Era, escribió Lyne en un diario, «una de las personalidades más atractivas que he conocido en mi vida», un hombre de «físico magnífico y gran capacidad técnica».5

Como siempre, Fawcett era una figura electrizante y polarizante, y sus hombres se dividieron en dos bandos: los Costin y los Murray. Los Costin gravitaban hacia él, fascinados por su osadía y su ímpetu, mientras que los Murray despreciaban su ferocidad y su inclemencia. Un oficial de los Murray dijo que Fawcett «era probablemente el hombre más repugnante que jamás he conocido en este mundo y la antipatía que él me profesaba solo era superada por la antipatía que le profesaba yo a él».6 Pero Lyne era un Costin. «Fawcett y yo, pese a la diferencia de edad, nos hicimos muy amigos.»7

Junto con sus hombres, Fawcett y Lyne cavaron trincheras -en ocasiones a solo varios centenares de metros de los alemanes- en la zona circundante a Ploegsteert, una aldea del oeste de Bélgica próxima a la frontera con Francia. Un día,8 Fawcett avistó en el pueblo una figura de aspecto sospechoso que llevaba un abrigo de pieles, un casco francés de acero tres tallas más pequeño de lo que le correspondía y un guardapolvo de pastor,9 «un atuendo extraño», según lo describió Fawcett. Fawcett alcanzó a oír que el hombre decía, con voz gutural, que aquella zona era idónea para instalar un puesto de observación, aunque a Fawcett le parecía «un lugar absolutamente inapropiado». Se rumoreaba que espías alemanes se estaban infiltrando en las líneas británicas ataviados como civiles belgas, y Fawcett, que había sido agente secreto, corrió de vuelta a los cuarteles generales e informó: «¡Tenemos un espía en nuestro sector!».10

Antes de que se enviara una partida de arresto, posteriores pesquisas revelaron que el hombre no era otro que Winston Churchill, que se había ofrecido voluntario para comandar un batallón en el frente occidental tras ser obligado a dimitir como ministro de Marina después de la desastrosa invasión de Gallipoli. Mientras visitaba las trincheras situadas al sur de la posición de Fawcett, Churchill escribió: «Mugre y basura por todas partes, tumbas cavadas en las defensas y desperdigadas indiscriminadamente, pies y ropa asomando de la tierra, agua y porquería por doquier, y en medio de esta escena, a la resplandeciente luz de la luna, ejércitos de murciélagos enormes por tierra y cielo, acompañando el incesante ruido de los rifles y las metralletas, y al ponzoñoso gemido y zumbido de las balas que nos sobrevuelan».11

Fawcett, que estaba habituado a vivir en condiciones inhumanas, defendió su posición de forma admirable, y en enero de 1916 fue ascendido a teniente coronel y puesto al mando de una brigada de más de setecientos hombres. Nina mantuvo informados de sus actividades a Keltie y a la Royal Geographical Society. En una carta fechada el 2 de marzo de ese mismo año, escribió: «Está muy bien, a pesar de llevar tres meses bajo bombardeos constantes».12 Varias semanas después, dijo que estaba supervisando nueve baterías, muchas más de las que constituían una brigada estándar. «De modo que ya puede imaginar lo duro que es su trabajo -comentaba, y añadía-: Por supuesto, me alegro de que tenga una oportunidad para poner en práctica su capacidad de organización y liderazgo, ya que todo ello ayuda en la lucha por la victoria.»13 Nina no era la única que pregonaba sus habilidades. Fawcett era continuamente citado en despachos por sus «airosos» y «distinguidos» servicios en el campo de batalla.

Incluso estando en las trincheras, Fawcett intentó mantenerse al corriente de los acontecimientos que tenían lugar en el Amazonas. Supo de expediciones encabezadas por antropólogos y exploradores de Estados Unidos, que aún no participaba en la guerra, y esta información solo intensificó su temor a que alguien descubriera Z antes que él. En una carta dirigida a su profesor y mentor Reeves, confesó: «Si supiera el desgaste físico que suponen estas expediciones, estoy seguro de que valoraría lo mucho que significa para mí concluir el trabajo que he iniciado».14

Tenía razón al inquietarse, en particular, por el doctor Rice. Para indignación de Fawcett, la RGS le había condecorado en 1914 con la medalla de oro por su «meritorio trabajo en las fuentes del Orinoco y los afluentes septentrionales del Amazonas». A Fawcett le enfureció que sus esfuerzos no recibieran un reconocimiento equiparable. Más tarde, a principios de 1916, supo que Rice estaba preparando otra expedición. Un comunicado15 en el Geographical Journal anunciaba que «nuestro» medallista, el doctor Rice, remontaría el Amazonas y el río Negro con «el fin de ampliar aún más nuestro conocimiento de la región previamente explorada por él». ¿Por qué regresaba Rice a la misma zona? El comunicado poco más decía, aparte de que Rice estaba construyendo una embarcación propulsada a motor, de doce metros de eslora, y capaz de navegar por tremedales y llevar a bordo dos mil seiscientos cincuenta litros de combustible. Debía de haber costado una fortuna, aunque ¿qué importancia tenía eso para un millonario?

Aquella primavera, en pleno fragor del combate, Fawcett recibió una carta de la Royal Geographical Society. En ella le comunicaban que, en tributo a su histórica contribución a la cartografía de Sudamérica, él también había sido galardonado con una medalla de oro. (La Royal Society concedía dos medallas, ambas de igual prestigio: la de Fawcett era la Medalla del Fundador y la del doctor Rice, la del Patrono.) El galardón suponía el mismo honor que había sido otorgado a figuras como Livingstone y Burton; «el sueño de su vida»,16 según lo definió Nina. Ni siquiera la perspectiva de la expedición del doctor Rice ni la prolongación de la guerra conseguirían atenuar el entusiasmo de Fawcett. Nina, que dijo a Keltie que una oportunidad así solo llega «una vez en la vida», se apresuró a planificar la entrega del premio, el 22 de mayo. Fawcett obtuvo un permiso para asistir. «Tengo la medalla y estoy satisfecho»,17 comentó.

Tras la ceremonia, regresó de inmediato al frente: había recibido órdenes relacionadas con el asalto sin precedentes que el ejército británico estaba planificando con el objetivo de poner fin a la guerra. A principios de julio de 1916, Fawcett y sus hombres tomaron sus puestos a lo largo de un plácido río en el norte de Francia, para cubrir a decenas de miles de soldados británicos que trepaban por escalerillas apoyadas contra las lodosas paredes de la trinchera y marchaban hacia el campo de batalla, con las bayonetas refulgentes y los brazos oscilando a ambos costados del cuerpo, como en un desfile. Desde su puesto, Fawcett debía de ver a los artilleros alemanes, que se suponía habían sido aniquilados tras semanas de bombardeo. Salían de agujeros cavernosos y disparaban con la ametralladora. Los soldados británicos caían uno tras otro. Fawcett intentó cubrirlos, pero no había modo de proteger a unos hombres que se dirigían hacia una lluvia de proyectiles, bombas de ocho kilos y explosiones líquidas de lanzallamas. Ninguna fuerza de la naturaleza le había preparado en la jungla para aquel ataque generado por el hombre. Fragmentos de cartas y fotografías que los hombres llevaban consigo al campo de batalla revoloteaban sobre los cadáveres como si fuera nieve. Los heridos reptaban hasta los cráteres abiertos por las bombas entre gritos de dolor. Fawcett lo denominó «Armagedón».

Era la batalla del Somme,18 a la que los alemanes, que también sufrieron cuantiosas bajas, hacían referencia en las misivas que enviaban a su hogar como «el baño de sangre». El primer día de la ofensiva, cerca de veinte mil soldados británicos murieron y casi cuarenta mil fueron heridos. Era la mayor pérdida de vidas humanas de la historia militar de Gran Bretaña, y en Occidente muchos empezaron a retratar al «salvaje» como un europeo y no como un nativo en la jungla. Fawcett, parafraseando a un compañero, escribió que el canibalismo «al menos proporciona un motivo razonable para matar a un hombre, lo cual es más de lo que puede decirse de la guerra civilizada».19

Cuando Ernest Shackleton, que había viajado a pie por la Antártida durante cerca de año y medio, apareció en 1916 en la isla de South Georgia, preguntó de inmediato a un hombre: «Dígame, ¿cuándo acabó la guerra?». El hombre contestó: «La guerra no ha acabado […]. Europa está loca. El mundo entero está loco».20

El conflicto se prolongaba y Fawcett pasaba la mayor parte del tiempo en el frente, viviendo entre cadáveres. El aire olía a sangre y a gases. Las trincheras se habían convertido en ciénagas de orina y excrementos, de huesos, piojos, gusanos y ratas. Las paredes se desmoronaban por efecto de la lluvia y, ocasionalmente, los hombres se ahogaban en el cieno. Un soldado se hundió durante días en un agujero de barro sin que nadie consiguiera llegar hasta él. Fawcett, que siempre había buscado refugio en el mundo natural, ya no reconocía aquella naturaleza compuesta por pueblos bombardeados, árboles desintegrados, cráteres y esqueletos endurecidos al sol. Tal como Lyne escribió en su diario: «Dante nunca habría condenado a vagar a las almas perdidas en un purgatorio tan terrible».21

Periódicamente, Fawcett oía un sonido similar al de un gong, lo cual significaba que se aproximaban los gases. Los proyectiles despedían fosgeno, cloro o gas mostaza. Una enfermera describió a pacientes «con todo el cuerpo quemado y lleno de grandes ampollas supurantes de color mostaza, ciegos […], pringosos y pegados entre sí, y siempre con dificultades para respirar, con la voz reducida a un mero susurro, diciendo que se les cerraba la garganta y que estaban seguros de que iban a asfixiarse».22 En marzo de 1917, Nina envió una carta a la RGS informando que su esposo había sido «gaseado» después de Navidad. Por primera vez, Fawcett estaba herido. «Tuvo problemas durante algún tiempo por el efecto del veneno», dijo Nina a Keltie. Algunos días eran peores que otros: «Se encuentra mejor, pero aún no del todo recuperado».23

Alrededor de Fawcett, las personas a las que conocía o con las que había tenido relación iban pereciendo. La guerra había arrebatado la vida a más de ciento treinta miembros de la RGS.24 El primogénito de Conan Doyle, Kingsley, murió a causa de las heridas y de la gripe. Un topógrafo con quien Fawcett había trabajado para la comisión fronteriza en Sudamérica cayó en combate. («Era un buen hombre, todos así lo creíamos -dijo Fawcett a Keltie-. Lo lamento.»)25 Un amigo de su misma brigada falleció en un bombardeo cuando corría a ayudar a alguien; un acto, según escribió Fawcett en un informe oficial, «de sacrificio personal puramente desinteresado».26

Hacia el final de la guerra, Fawcett describió parte de la carnicería que había presenciado en una misiva publicada en un periódico inglés con el título «Coronel británico habla aquí en una carta de una tremenda masacre»: «Si puede imaginar casi cien kilómetros de frente, con una profundidad de entre dos y cincuenta kilómetros, literalmente tapizado de cadáveres, a menudo formando pequeños montículos… -escribió Fawcett-. Es una medida del precio que estamos pagando. Masas de hombres llevados a la masacre en oleadas infinitas sortearon alambradas y llenaron las trincheras de muertos y moribundos. Era la fuerza irresistible de un ejército de hormigas, y la presión de las subsiguientes oleadas obligaba a las brigadas a avanzar en el frente, de forma voluntaria o no, hacia el caos y el desastre absolutos. Ninguna fila podría resistir la marea humana, o seguir matando eternamente. Es, considero, el testimonio más terrible del implacable efecto de un militarismo desenfrenado». Y concluía: «¡Civilización! ¡Dioses! Para ver lo que uno ha visto, el mundo es una absurdidad. Ha sido una explosión demente de las más bajas emociones humanas».27

En medio de esta carnicería, Fawcett seguía siendo citado en despachos por su coraje, y, tal como anunció el London Gazette el 4 de enero de 1917, fue galardonado con la medalla al Orden del Servicio Distinguido. No obstante, si bien su cuerpo permanecía intacto, en ocasiones su mente parecía titubear. Al volver a casa durante un permiso, a menudo pasaba horas sentado en silencio, con la cabeza entre las manos. Buscaba solaz en el espiritualismo y los rituales ocultos que ofrecían un medio de comunicarse con los seres amados perdidos, un refugio al que muchos europeos recurrieron en su duelo. Conan Doyle describió una sesión de espiritismo a la que asistió y en la que oyó una voz:


Yo dije: «¿Eres tú, muchacho?».

Él dijo en un susurro muy intenso y en un tono muy suyo: «¡Padre!», y, tras una pausa: «¡Perdóname!».

Yo dije: «Nunca ha habido nada que perdonar. Fuiste el mejor hijo que jamás ha tenido hombre alguno». Una fuerte mano descendió sobre mi cabeza, que fue empujada lentamente hacia delante, y sentí un beso justo encima de una ceja.

«¿Eres feliz?», grité.

Hubo una pausa y después oí, con voz muy dulce: «Soy muy feliz».28


Fawcett escribió a Conan Doyle sobre sus propias experiencias con médiums. Relató cómo su temida madre le había hablado durante una sesión de espiritismo. El médium, que había canalizado su espíritu, dijo: «Te quiso mucho cuando eras pequeño y ahora siente remordimientos por haberte tratado mal». Y: «Le gustaría enviarte su amor, pero teme que no quieras aceptarlo».29

En el pasado, y durante mucho tiempo, el interés de Fawcett por el ocultismo había sido una expresión de rebeldía y fruto de la curiosidad científica de su juventud, y había contribuido a su voluntad de desafiar las ortodoxias que prevalecían en su propia sociedad y a respetar las leyendas y las religiones tribales. En aquel momento, sin embargo, su enfoque se desvinculó de la rigurosa formación que había recibido en la RGS y de su aguda capacidad de observación. Fawcett se imbuyó de las doctrinas más estrafalarias de madame Blavatsky acerca de los hiperbóreos, de los cuerpos astrales, de los Señores del Rostro Oscuro y de las claves para abrir el universo, pues el Otro Mundo parecía más atractivo que el real. (En La tierra de la niebla, la secuela que Conan Doyle publicó de El mundo perdido en 1926, John Roxton, el personaje del que se dice está inspirado en Fawcett, se hace adepto al espiritualismo e investiga la existencia de los fantasmas.) Entre algunos oficiales corría el rumor de que Fawcett utilizaba una ouija, una popular herramienta de los médiums, para tomar decisiones tácticas en el campo de batalla. «Él y su oficial de informaciones […] se retiraban a una sala oscura y colocaban las cuatro manos, aunque no los codos, sobre el tablero -escribió en unas memorias inéditas Henry Harold Hemming, en aquel entonces capitán del cuerpo de Fawcett-. Fawcett preguntaba entonces al tablero, en voz alta, si la ubicación [de la posición del enemigo] estaba confirmada, y si el desdichado tablero se deslizaba en la dirección correcta, no solo incluía la posición en el listado de ubicaciones confirmadas, sino que a menudo ordenaba que se disparasen veinte ráfagas de obuses del calibre 9,2 en el lugar en cuestión.»30

No obstante, más que cualquier otra cuestión, lo que consumía a Fawcett eran las visiones de Z, que, en pleno horror de la guerra, no hacía sino adquirir mayor luminosidad: un lugar refulgente al parecer inmune a la podredumbre de la civilización occidental. O, como dijo a Conan Doyle, algo de «El mundo perdido» realmente existía.31 A decir de todos, Fawcett pensaba en Z cuando disparaba obuses, cuando era objetivo del fuego enemigo en las trincheras, cuando enterraba a los muertos. En un artículo publicado en el Washington Post en 1934, un soldado de la unidad de Fawcett recordó cómo «muchas veces, en Francia, cuando el comandante "marcaba el paso" entre asaltos y ataques, hablaba de sus exploraciones y de sus aventuras en las selvas de Sudamérica, de las lluvias torrenciales y de la maraña de hierba y maleza que se enzarzaba con enredaderas y ramas colgantes, y de la quietud profunda e ininterrumpida del interior».32 Un oficial de su brigada escribió en una carta que Fawcett ya estaba «lleno de ciudades ocultas y tesoros […] que tenía previsto ir a buscar».33

Fawcett envió un aluvión de cartas a Costin y a Manley, que también estaban luchando en el frente occidental, intentando asegurarse sus servicios en el futuro. Y solició financiación a la RGS.

«Como comprenderá, en estos momentos nos resulta un poco incómodo efectuar una promesa en firme con respecto a lo que podría hacerse tras la guerra -respondió Keltie a una de sus solicitudes-. Si, al menos, pudiera esperar…»34

«Me hago viejo y, me atrevería a decir, me estoy volviendo impaciente con los meses y los años perdidos»,1' se quejaba

Percy Harrison Fawcett fue considerado «el último de los exploradores individualistas», aquellos que se aventuraban a internarse en zonas sin cartografiar con poco más que un machete, una brújula y una determinación casi divina. Esta es una fotografía de 1911, el año de su cuarta gran expedición al Amazonas.

A los dieciocho años, Fawcett se graduó en la Royal Military Academy de Gran Bretaña, donde aprendió a ser «un líder natural tic los hombres […] audaz».

Sandhurst Collection, Royal Military Academy Sandhurst



A los dieciocho años, Fawcett se graduó en la Royal Military Academy de Gran Bretaña, donde aprendió a ser «un líder natural de los hombres […] audaz».

Sandhurst Collection, Royal Military Academy Kandharst



E. A. Reeves, el conservador cartográfico de la Royal Geographical Society fue el encargado de convertir a Fawcett en un caballero explorador.

Durante siglos, los europeos concibieron el Amazonas como un paisaje mítico donde los indígenas podían tener la cabeza en el centro del pecho, tal como refleja esta ilustración del siglo XVI. Cortesía de la Hispanic Society of America (Nueva York)

El legendario reino de El Dorado según una ilustración del siglo XVI impresa en Alemania.

Cortesía de la Hispanic Society of America (Nueva York)

(Arriba) Un miembro de la expedición de 1919-1920 del doctor Rice pone en funcionamiento un equipo de radiotelegrafía -precursor de la radio- que permitía a la expedición recibir mensajes del mundo exterior.

Cortesía de la Royal Geographical Society

(Derecha) La expedición del doctor Rice de 1924-1925 incorporaba un anclado que revolucionaría la exploración: el avión.


(Arriba) Brian, el hijo menor de Fawcett, estudió a fondo los diarios de su padre e ilustró sus aventuras con algunos dibujos. Los que, como este, se publicaron en A través de la selva amazónica en 1953 y contribuyeron a alimentar aún más la leyenda de Fawcett.


Henry Costin, ayudante de Fawcett durante muchos años, posa en 1914 con una tribu amazónica que nunca antes había visto a un hombre blanco.


El aclamado biólogo James Murray fue miembro de la Expedición Antártica Británica de Shackleton, y tiempo después acompañó a Fawcett en un terrible viaje al Amazonas.

Un indígena del río Xingu pesca con arco y flecha en 1937. Muchos científicos creían que el Amazonas no podía proveer suficiente alimento para sustentar a una civilización extensa y compleja.


Jack, el hijo mayor de Fawcett, que soñaba con ser una estrella de cine, acompañó a su padre en su letal búsqueda de Z.

«Fuertes como caballos y muy entusiastas»: Jack Fawcett y su mejor amigo, Raleigh Rimell, en la expedición de 1925.

Cortesía de la Royal Geographical Society

Percy Fawcett con Raleigh Rimell y un guía poco antes de que la expedición desapareciera.

Cortesía de la Royal Geographical Society

«Nunca rae había sentido tan bien», escribió Jack

Fawcett a su madre durante la fatídica expedición.

En 1928, e1 comandante George M. Dyott organizó la primera gran expedición para rescatar a Fawcett.


Relato periodístico sobre Albert de Winston, el actor de Hollywood que, en 1933, había prometido encontrar a Fawcett vivo o muerto.

Extracto de «Deep in the Fearful Amazon Jungles, Savages Seize Movie Actor Seeking to Rescue Fawcett» («En las profundidades de la temible jungla amazónica, unos salvajes secuestran a un actor que trataba de re sea lar a Fawcett»), Washington Post, 30 de septiembre de 1934


(Abajo) Brian Fawcett, a quien su padre no reclutó para la expedición de 1925, finalmente también acabó sintiéndose atraído por la jungla.

(Arriba) El periodista brasileño Edmar Morel con Dulipé, el «dios blanco del Xingu», que en la década de 1940 se convirtió en la figura central del misterio de Fawcett


En 1951, Orlando Villas Boas, el venerado pionero brasileño, creyó haber encontrado pruebas del destino de Fawcett.


Se creía que los indios kalapalo -entre ellos los que aparecen en esta fotografía que tomó un misionero en 1937- sabían lo que realmente les ocurrió a Fawcett y su partida.


(Abajo) James Lynch y su hijo de dieciséis años, James Jr., partieron a la jungla en 1996 con la esperanza de resolver el misterio de Fawcett de una vez por todas.

Cortesía de James Lynch

Paolo Pinage (izquierda), que guió al autor al Amazonas, descansa en el hogar de un indio bakairí durante el Viaje.

El autor (en primer plano) camina con indios bakairí por la jungla siguiendo la misma ruta que Fawcett recorrió ochenta años atrás.

Dos indios kuikuro danzan para celebrar el espíritu «torbellino». Cortesía de Michael Heckenberger

Indios kuikuro participan en uno de sus rituales más sagrados, el Kuarup, que venera a los difuntos.

El arqueólogo Michael Heckenberger charla con Afukaká, jefe de los indios kuikuro.

Cortesía de Michael Heckenberger


Toma aérea del asentamiento kuikuro con una plaza circular y casas abovedadas a lo largo de su perímetro.

Cortesía de Michael Heckenberger

Fawcett a Keltie a principios de 1918. Ese mismo año afirmaría en la revista Travel: «Sabiendo lo que estos viajes por el corazón de la selva significan para hombres mucho más jóvenes que yo, no quiero demorar la acción».36

El 28 de junio de 1919, casi cinco años después de que Fawcett regresara del Amazonas y poco antes de cumplir cincuenta y dos años, finalmente los alemanes firmaron un tratado de paz y se rindieron. Unos veinte millones de personas habían muerto y al menos otros veinte millones habían quedado heridas. Fawcett describió «todo el asunto» como un «suicidio»37 para la civilización occidental, y pensaba que «muchos miles [de personas] habrán sobrevivido a esos cuatro años de barro y sangre con un desencanto similar».38

De regreso en su hogar, en Inglaterra, vio a su esposa y a sus hijos con regularidad por primera vez en años. Le sorprendió cuánto había crecido Jack, cómo se le habían ensanchado los hombros y fortalecido los brazos. Jack había celebrado recientemente su decimosexto cumpleaños y era «¡casi tres centímetros, como mínimo, más alto que su padre!»,39 escribió Nina en una carta dirigida a Harold Large, un amigo de la familia que vivía en Nueva Zelanda. Jack se había convertido en un atleta de fuerte complexión y preparaba su cuerpo para el día en que fuera lo bastante mayor para aventurarse con su padre en la jungla. «Todos asistimos a los juegos deportivos y le vimos ganar el segundo premio en salto de altura y en alzamiento de pesas»,40 dijo Nina.

Fawcett y Jack practicaban juntos sus deportes habituales, pero ahora el hijo a menudo superaba al padre en habilidad. Jack escribió a Large, alardeando: «He jugado un partido de criquet fantástico, pues soy el segundo capitán del equipo [de la escuela] y he ganado el promedio de bolas y he quedado segundo en promedio de bateo. Tampoco he fallado recogiendo la bola ni una sola vez en toda la temporada». Escribía con una mezcla de petulancia e inocencia juveniles. También le contó que se había aficionado a la fotografía y que había hecho «algunas fotos fantásticas».41 Ocasionalmente, en sus cartas incluía una caricatura en tinta de su hermano o hermana.

Pese a su desparpajo y a su complexión atlética, en muchos sentidos Jack seguía siendo un adolescente torpe que se sentía inseguro a la hora de relacionarse con las chicas y que se empeñaba desesperadamente en respetar los dictados monacales de su padre. Solo parecía realmente cómodo en la compañía de su amigo de la infancia, Raleigh Rimell. Brian Fawcett dijo que Raleigh era el «capaz y voluntarioso teniente»42 de Jack. Durante la guerra, los dos amigos disparaban a los estorninos que se posaban en los tejados de las casas aledañas, escandalizando con ello a los vecinos y a la policía local. Una vez, Raleigh destrozó un buzón y fue requerido por la policía, que le impuso una multa de diez chelines para reemplazarlo por uno nuevo. Siempre que Raleigh pasaba junto al buzón nuevo, le sacaba brillo con un pañuelo y proclamaba: «Eh, ¿sabéis?, es mío».43

En las raras ocasiones en que Raleigh no estaba con Jack, era Brian Fawcett quien le seguía a todas partes. Brian era diferente de su hermano mayor; de hecho, era diferente de la mayoría de los varones Fawcett. Carecía de su destreza atlética, y con frecuencia, tal como él mismo admitió, era víctima de los abusos de otros niños «hasta el estupor». Sufriendo a la sombra de su hermano, Brian recordó: «En la escuela, siempre era Jack quien destacaba en los juegos, en las peleas y soportando los severos azotes del director».44

Aunque Nina creía que sus hijos no albergaban «sentimientos ocultos de miedo o desconfianza»45 para con ella o con Fawcett, a Brian le afectaba la actitud de su padre, pues daba la impresión de que siempre quería jugar con Jack y que trataba a este como a un futuro explorador; incluso le regaló el mapa del tesoro de Ceilán. En una ocasión, Brian comentó en una carta a su madre que al menos cuando su padre estaba de viaje no había «favoritos»46 en casa.

Un día, Brian siguió a Jack hasta la habitación en la que su padre guardaba su colección de artefactos. Entre ellos había una espada, hachas de piedra, una lanza con punta de hueso, arcos y flechas, y collares de conchas. Los chicos ya habían devorado una bolsa de frutos que el jefe de los maxubi había regalado a Fawcett. Aquel día, Jack sacó un hermoso mosquete artesanal llamado jezail que Fawcett había conseguido en Marruecos. Intrigado por saber si dispararía de verdad, Jack llevó afuera el jezail y lo cargó con pólvora. Dado lo oxidado que estaba y lo viejo que era, había muchas probabilidades de que el arma detonara por la culata con consecuencias letales, y Jack propuso a Brian que se jugaran a cara o cruz quién apretaría el gatillo. Perdió Brian. «Mi hermano mayor se apartó bien lejos y me acosó para que cumpliera con mi honrosa obligación de correr el riesgo de suicidarme -recordó Brian-. Apreté el gatillo, la cazoleta refulgió y crepitó… y no pasó nada. Pero sí estaba pasando algo. Un buen rato después de haber apretado el gatillo, se oyó una especie de tos fuerte y asmática, ¡y la boca del arma vomitó una inmensa nube de polvo rojo!»47 El arma no se disparó, pero Brian había demostrado, al menos durante un instante, que era tan osado como su hermano mayor.


Mientras tanto, Fawcett intentaba frenéticamente organizar lo que él llamaba su «camino a Z». Ya no podía contar con sus dos compañeros de mayor confianza: Manley había muerto a consecuencia de una dolencia cardíaca poco después de la guerra, y Costin se había casado y había decidido asentarse. La pérdida de estos hombres fue un golpe que quizá solo Costin podía apreciar en su justa medida. Dijo a su familia que el único talón de Aquiles de Fawcett como explorador era que detestaba demorarse en su avance por la selva, y que necesitaba a alguien en quien confiara lo bastante para que cuando esa persona dijera: «¡Basta!», él accediera a parar. Sin él y sin Manley, temía Costin, no habría nadie que detuviera a Fawcett.

Fawcett sufrió entonces un contratiempo aún más grave: la RGS y varias instituciones más le denegaron la financiación que había solicitado. La guerra había dificultado la consecución de fondos para la exploración científica, pero ese no era el único motivo. Antropólogos y arqueólogos formados en universidades empezaban a desplazar a los aficionados a Hints to Travellers; la falta de especialización había provocado que los hombres y las mujeres que osaban intentar proporcionar una autopsia de toda la tierra quedaran en cierto modo obsoletos. Otro explorador sudamericano y contemporáneo de Fawcett se quejó amargamente de que «en este mundo cotidiano nuestro, el practicante general se está quedando sin espacio».48 Y, aunque Fawcett seguía siendo una leyenda, la mayoría de los nuevos especialistas cuestionaban su teoría de Z. «No consigo inducir a los científicos a aceptar siquiera la suposición de que existen indicios de la existencia de una civilización ancestral»49 en el Amazonas, escribió Fawcett en sus diarios.

Algunos colegas habían dudado de su teoría de Z, ante todo por razones biológicas: los indígenas eran físicamente incapaces de crear una civilización compleja. Ahora muchos de los científicos de nueva generación dudaban por razones medioambientales: el entorno físico del Amazonas era demasiado inhóspito para que tribus primitivas erigieran ningún tipo de sociedad sofisticada. El determinismo biológico había ido dando paso al determinismo medioambiental. Y el Amazonas -el gran «paraíso ilusorio»- era la prueba más concluyente de los límites malthusianos que el entorno imponía a las civilizaciones.

Para muchos componentes de la élite científica, las crónicas de los primeros buscadores de El Dorado que Fawcett citaba confirmaban que no era sino un «aficionado». Un artículo publicado en la Geographical Review concluía que la cuenca del Amazonas estaba tan exenta de humanidad que era como «uno de los grandes desiertos del mundo […], comparable al Sahara».50 El distinguido antropólogo sueco Erland Nordenskióld, que había conocido a Fawcett en Bolivia, admitió que el explorador inglés era «un hombre sumamente original, absolutamente audaz», pero que adolecía de una «imaginación ilimitada».51 Un alto cargo de la RGS opinó: «Es un hombre visionario que a veces dice disparates».52 Y añadió: «No confío en que su incursión en el espiritualismo haya mejorado su juicio».53

Fawcett protestó ante Keltie: «Recuerde que soy un sano entusiasta y no un excéntrico cazador del snark»,54 una referencia al animal imaginario del poema de Lewis Carroll. (Según el poema, los cazadores del snark con frecuencia «desaparecen, / y nunca se los vuelve a ver».)

En el seno de la RGS, Fawcett conservaba una facción fiel de partidarios, entre ellos Reeves y Keltie, quien en 1921 se erigió en vicepresidente de la Royal Society. «No se preocupe por lo que la gente diga de usted y de sus presuntos "cuentos chinos" -le dijo Keltie-. Eso no importa. Hay mucha gente que cree en usted.»55

Fawcett podría haber persuadido a sus detractores con tacto y delicadeza, pero, tras muchos años en la jungla, se había convertido en una de sus criaturas. No se vestía con elegancia y en su casa prefería dormir en una hamaca. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, como un profeta del día del Juicio Final, e, incluso para los excéntricos de la RGS, había algo vagamente aterrador en lo que un alto cargo denominó sus modales «más bien extraños».56 Después de que por la Royal Society circulasen informes de que era demasiado temperamental, demasiado incontrolable, Fawcett se quejó al cuerpo directivo: «No pierdo los nervios. No soy tempestuoso por naturaleza»,57 si bien su protesta sugería que seguía acumulando resentimiento.

En 1920, después de Año Nuevo, Fawcett invirtió los pocos ahorros de que disponía para trasladar a su familia a Jamaica, arguyendo que quería que sus hijos tuvieran «una oportunidad de crecer en el ambiente varonil del Nuevo Mundo».58 Aunque su hijo Jack, de dieciséis años de edad, tuvo que dejar la escuela, estaba encantado porque Raleigh Rimell también se mudó allí con su familia tras la muerte de su padre.

Mientras Jack trabajaba como peón en un rancho, Raleigh se dejaba la piel en una plantación de la United Fruit Company. Por la noche, los dos solían encontrarse y planear su incandescente futuro: irían a Ceilán a desenterrar el tesoro de Galla-pita-Galla y recorrerían el Amazonas en busca de Z.


Aquel febrero, Fawcett volvió a partir rumbo a Sudamérica, con la esperanza de conseguir financiación del gobierno brasileño. El doctor Rice, cuyo viaje de 1916 había concluido de forma prematura debido a la entrada de Estados Unidos en la guerra, estaba de vuelta en la jungla, cerca del Orinoco, en una región situada al norte de una zona que Fawcett tenía como objetivo y de la que durante siglos se había especulado que podía ser una de las posibles ubicaciones de El Dorado. Como era habitual en él, el doctor Rice viajó con una partida numerosa y bien armada, que raramente se alejaba de los ríos principales. Siempre obsesionado con los artilugios, había diseñado una embarcación de casi catorce metros de eslora para superar, según sus palabras, «la dificultad de los rápidos, las corrientes fuertes, las rocas sumergidas y las aguas poco profundas».59 La embarcación fue transportada hasta Manaos por piezas, del mismo modo que se había hecho con la ópera, y montada allí por obreros que trabajaron día y noche. El doctor Rice la bautizó como Eleanor II, por su esposa, que le acompañó en el tramo menos arriesgado del viaje. También llevó consigo una misteriosa caja negra de algo más de dieciocho kilos de peso, de la que asomaban diales y cables. Jurando que transformaría el arte de la exploración, cargó el artefacto en la embarcación y se lo llevó a la jungla.

Una tarde, en el campamento, cogió la caja y la colocó con cuidado sobre una mesa improvisada. Tras ponerse unos auriculares y hacer girar los diales mientras las hormigas le subían por los dedos, oyó sonidos vagos y crepitantes, como si alguien estuviera susurrando desde detrás de los árboles…, solo que las señales llegaban, nada más y nada menos, que desde Estados Unidos. El doctor Rice había contactado con sus emisores por medio de un equipo de radiotelegrafía -una temprana radio- equipada especialmente para la expedición. El dispositivo había costado alrededor de seis mil dólares, el equivalente actual de unos sesenta y siete mil dólares.

Todas las noches, bajo las gotas de lluvia que se desprendían de las hojas y los monos que se balanceaban en las ramas, el doctor Rice montaba el aparato y escuchaba las noticias: que el presidente Woodrow Wilson había sufrido una apoplejía, que los Yankees habían comprado a Babe Ruth a los Red Sox por ciento veinticinco mil dólares… Aunque la máquina no podía enviar mensajes, captaba señales que indicaban la hora del día en diferentes meridianos de todo el planeta, lo cual permitía al doctor Rice calcular la longitud con mayor precisión. «Los resultados […] excedieron con creces a las expectativas», comentó John W. Swanson, un miembro de la expedición que ayudaba a hacer funcionar la radio. «Las señales de la hora se recibían allí donde lo deseábamos, y un diario que se elaboraba y publicaba con noticias recibidas desde estaciones de radio ubicadas en Estados Unidos, Panamá y Europa mantenía perfectamente informados de los acontecimientos a los miembros de la expedición.»60

La partida siguió el Casiquiare, un canal natural de trescientos veintidós kilómetros que conectaba los sistemas fluviales del Orinoco y del Amazonas. En un punto determinado, el doctor Rice y sus hombres abandonaron las embarcaciones y siguieron a pie para explorar una parte de la jungla en la que, según se rumoreaba, había artefactos indígenas. Tras abrirse paso a lo largo de apenas ochocientos metros, encontraron varias rocas inmensas con curiosas marcas. Los hombres se apresuraron a rascar el musgo y a retirar las enredaderas. El frontal de las rocas estaba pintado con figuras que semejaban animales y cuerpos humanos. Sin tecnología más moderna (no se dispuso de la datación por radiocarbono hasta 1949) era imposible determinar su antigüedad, pero eran muy similares a las pinturas de aspecto ancestral que Fawcett había visto en rocas y había reproducido en sus cuadernos de bitácora.

La expedición, emocionada, regresó a la embarcación y siguió remontando el río. El 22 de enero de 1920, dos miembros del equipo del doctor Rice investigaban en la orilla cuando creyeron advertir que alguien los observaba. Regresaron al campamento a toda prisa e hicieron correr la alarma. En un instante, los indígenas se desplegaron en la orilla opuesta del río. «Un individuo alto, corpulento, oscuro y horrendo gesticulaba violentamente y no dejaba de gritar airado -escribió más tarde el doctor Rice en un informe para la RGS-. Una mata de pelo densa y corta adornaba su labio superior, y un diente grande colgaba del inferior. Era el jefe de una banda de la que en un principio se veían unos sesenta miembros, pero con cada minuto que pasaba iban apareciendo más, hasta que la ribera quedó repleta de ellos hasta donde alcanzaba la vista.»61

Llevaban largos arcos, flechas, garrotes y cerbatanas. Lo más sorprendente, sin embargo, era su piel. Era casi «de color blanco», afirmó el doctor Rice. Se trataba de la tribu de los yanomami, uno de los grupos de los llamados «indios blancos».

Durante sus expediciones anteriores, el doctor Rice había adoptado una actitud precavida y paternalista cuando contactaba con tribus. Mientras que Fawcett creía que los indígenas, en su mayor parte, debían permanecer «no contaminados» por los occidentales, el doctor Rice opinaba que debían ser «civilizados», y él y su esposa crearon una escuela en Sao Gabriel, junto al río Negro, así como varios centros médicos gestionados por misioneros cristianos. Tras una visita a la escuela, el doctor Rice dijo a la RGS que el cambio en «la vestimenta, los modales y la apariencia general» de los niños y «la atmósfera de orden y diligencia» estaban en «notable contraste con la mísera aldea de pequeños salvajes desnudos»62 que había sido en el pasado.

Mientras los yanomami se acercaban a ellos, los hombres del doctor Rice permanecieron en guardia pertrechados con un amplio surtido de armas, entre ellas rifles, una escopeta, un revólver y un arma de fuego que se cargaba por el cañón. El doctor Rice depositó en el suelo ofrendas de cuchillos y espejos, donde la luz pudiera hacerlos centellear. Los indígenas, tal vez al ver las armas apuntándoles, se negaron a aceptar los presentes; por el contrario, algunos siguieron acercándose a los exploradores con los arcos tensados. El doctor Rice ordenó a sus hombres que disparasen al aire a modo de advertencia, pero aquello solo consiguió provocar a los indígenas, que empezaron a disparar flechas, una de las cuales cayó junto a los pies de Rice. Este dio entonces la orden de abrir fuego, de disparar a matar. Se desconoce cuántos indígenas murieron en aquella encarnizada lucha. En una misiva dirigida a la RGS, el doctor Rice escribió: «No hubo alternativa, pues ellos fueron los agresores, rehusando toda tentativa de parlamento o tregua, y provocando un ataque defensivo que resultó desastroso para ellos y supuso una gran desilusión para mí».63

Mientras los indígenas se retiraban ante la descarga de fusilería, el doctor Rice y sus hombres regresaron a sus embarcaciones y huyeron. «Oíamos sus gritos escalofriantes, pues nos pisaban los talones»,64 refirió el doctor Rice. Cuando la expedición finalmente salió de la jungla, los exploradores fueron aclamados por su coraje. Fawcett, sin embargo, se sintió horrorizado y dijo a la RGS que disparar de forma indiscriminada a los indígenas era censurable. Tampoco pudo resistirse a señalar que el doctor Rice había «puesto pies en polvorosa»65 en el instante en que topó con el peligro y que había sido «demasiado blando para la verdadera experiencia de la jungla».66

Con todo, la noticia de que el doctor había encontrado pinturas ancestrales y tenía intención de regresar a la jungla con aún más artilugios intensificó la ansiedad de Fawcett, que seguía intentando conseguir financiación en Brasil. En Río se alojó con el embajador británico, sir Ralph Paget, un buen amigo, que presionó por su cuenta al gobierno brasileño. Aunque la RGS se había negado a consagrar sus escasos recursos a la expedición, recomendó a su famoso discípulo al gobierno brasileño, escribiendo en un cable que «es cierto que tiene reputación de ser de trato difícil […], pero al mismo tiempo posee una capacidad extraordinaria para superar dificultades que disuadirían a cualquier otro».67 El 26 de febrero, se acordó una reunión con el presidente de Brasil, Epitácio Pessoa, y el célebre explorador y responsable del Indian Protection Service, Cándido Rondón.68 Fawcett se presentó como coronel, aunque tras la guerra se había retirado como teniente coronel. Recientemente había solicitado al Ministerio de Guerra británico que le ascendieran, ya que iba a regresar a Sudamérica para conseguir financiación y «es una cuestión de cierta importancia».69 En una petición posterior, fue más explícito: «Tener un rango superior tiene cierta importancia al tratar con los altos funcionarios locales, ya que el de teniente coronel no solo es allí equivalente al de comandante, un grado inferior al de coronel, sino que además ha perdido gran parte de su prestigio debido al gran número de oficiales eventuales que lo han conservado».70 El Ministerio de Guerra rechazó su solicitud en ambas ocasiones, pero aun así él infló su rango, un subterfugio que mantuvo de modo tan categórico que prácticamente todo el mundo, incluso su familia y sus amigos, lo conocían como «coronel Fawcett».

En el palacio presidencial, Fawcett y Rondón se saludaron cordialmente. Rondón, que había sido ascendido a general, iba de uniforme y llevaba una gorra con ribetes dorados. El pelo canoso le confería un aire distinguido, y su cuerpo permanecía erguido como una baqueta. Tal como observó otro viajero inglés en una ocasión, atraía una «atención inmediata; una atmósfera de dignidad y poder conscientes que le hacían destacar».71 Aparte del presidente, no había nadie más en la sala.

Según Rondón, Fawcett expuso su teoría de la existencia de Z, enfatizando la importancia de su investigación arqueológica para Brasil. El presidente pareció simpatizar con la idea y preguntó a Rondón qué opinaba de «este valioso proyecto». Rondón sospechaba que su rival, que se mostraba muy reservado en cuanto a la ruta que pretendía seguir, podría tener algún otro motivo para llevar a cabo ese viaje, tal vez explotar la riqueza mineral de la jungla en beneficio de Inglaterra. Corrían también rumores, más tarde aireados por los rusos en Radio Moscú, de que Fawcett seguía siendo espía, aunque no existían pruebas de ello. Rondón insistió en que no era necesario que «extranjeros realicen expediciones en Brasil, ya que nosotros disponemos de civiles y militares muy capaces de hacer ese trabajo».

El presidente señaló que había prometido al embajador británico que le ayudaría. Rondón repuso que, en tal caso, era imperativo que la búsqueda de Z la efectuara una expedición conjunta de Brasil y Gran Bretaña.

Fawcett estaba convencido de que Rondón intentaba sabotearle, y su temperamento fue encendiéndose. «Tengo intención de ir solo», espetó.

Los dos exploradores se enfrentaron. En un principio, el presidente se puso de parte de su compatriota y dijo que la expedición debía incluir a los hombres de Rondón. Pero las dificultades económicas provocaron que el gobierno brasileño se retirase de ella, aunque concedió a Fawcett suficiente dinero para llevar a cabo una modesta exploración. Antes de que Fawcett se marchara de su última reunión, Rondón le dijo: «Rezo por la buena suerte del coronel».

Fawcett había alistado para la expedición a un oficial del ejército británico y miembro de la RGS a quien Reeves había recomendado, pero en el último momento el oficial renunció. Sin inmutarse, Fawcett publicó un anuncio en los periódicos y reclutó a un boxeador australiano de casi dos metros de estatura llamado Lewis Brown y a un ornitólogo estadounidense de treinta y un años, Ernest Holt.72 Brown era de naturaleza agreste y desenfrenada, y antes de partir con la expedición satisfizo su apetito sexual. «¡Soy de carne y hueso como los demás!»,73 dijo a Fawcett. Holt, por el contrario, era un joven sensible que, durante su infancia en Alabama, había coleccionado lagartos y serpientes, y hacía mucho tiempo que aspiraba a ser explorador naturalista a semejanza de Darwin. Al igual que Fawcett, escribió poemas en su diario para recitarlos en la jungla, y también algunos versos de Kipling: «¡El soñador cuyo sueño se hizo realidad!». Además, anotó en la cubierta de su diario, con letras mayúsculas, la dirección de un pariente, acompañada de una aclaración: «EN CASO DE ACCIDENTE MORTAL».

Los tres se reunieron en Cuiabá, la capital del Mato Grosso. Durante los seis años que Fawcett había permanecido alejado del Amazonas, la venta del caucho se había desmoronado, y en su caída había desempeñado un papel esencial un antiguo presidente de la Royal Geographical Society, sir Clements Markham. En la década de 1870, Markham había ideado el modo de pasar de contrabando a Europa semillas del árbol del caucho, que luego se distribuyeron entre las plantaciones de las colonias británicas en Asia.74 En comparación con la extracción brutal, ineficaz y costosa del caucho en la jungla, cultivarlo en las plantaciones de Asia resultaba fácil y barato, y el producto era abundante. «Las luces eléctricas se apagaron en Manaos -escribió el historiador Robin Furneaux-. La ópera quedó en silencio y las joyas que lo habían llenado desaparecieron […]. Los murciélagos colgaban de las lámparas de araña de los palacios en ruinas y las arañas correteaban por el suelo.»75

Fawcett describió Cuiabá como una población «empobrecida y atrasada», un lugar que había degenerado en «poco más que una ciudad fantasma».76 Las calles estaban cubiertas de barro y hierba; solo la avenida principal estaba iluminada con bombillas eléctricas. Mientras reunía provisiones para la expedición, Fawcett temía que estuvieran espiándole. De hecho, el general Rondón había prometido no perder de vista al inglés hasta que averiguara sus verdaderas intenciones. En su correspondencia, Fawcett empezó a utilizar una clave para ocultar su ruta. Tal como Nina explicó en una carta a un amigo de confianza: «Lat. x + 4ax + 5, y Long. y + 2, donde "x" es dos veces la cantidad de letras que tiene el nombre de la ciudad donde estuvo con nosotros, e "y" es el número del edificio de Londres donde yo solía visitarle. -Y añadía-: No desveles absolutamente a nadie este código».77

Fawcett recibió una nota de despedida de su hijo Jack. En ella le decía que había tenido un «sueño» en el que entraba en un templo antiguo de una ciudad como 2. Que la «protección» esté «contigo en todas las etapas de tu viaje»,78 dijo Jack a su padre, y le deseó buena suerte. Fawcett pidió a un intermediario local que si su familia y sus amigos «se alarman por no recibir noticias, por favor tranquilícelos con la certeza de que no llegáremos a ningún final adverso y que se sabrá de nosotros en el debido momento».79 Y en una carta a Keltie prometió: «Voy a llegar a ese lugar y a regresar de él».80 Seguido de sus dos acompañantes y de dos caballos, dos bueyes y un par de perros, se puso en marcha rumbo al norte, hacia el río Xingu, blandiendo el machete como lo haría un caballero con su espada.

Poco después, todo empezó a torcerse. La lluvia inundó el camino y destrozó su equipamiento. Brown, pese a su feroz apariencia, sufrió una crisis nerviosa y Fawcett, temiendo otro desastre parecido al vivido con Murray, le envió de vuelta a Cuiabá. Holt también se tornó débil; dijo que era imposible hacer ningún trabajo de campo en aquellas condiciones terribles, y se dedicó a catalogar como un poseso las chinches que le atacaban, hasta el punto de que su diario apenas contenía nada más. «Algo más que un poco enfermo por los insectos -garabateó, y añadió-: Días de esfuerzo, noches de tortura… ¡la vida del explorador! ¿Dónde está ahora el romanticismo?»81

Fawcett estaba furioso. ¿Cómo iba a llegar a ninguna parte con «este lisiado»?, escribió en sus diarios. No obstante, con cincuenta y tres años, tampoco él era inmune ya a las fuerzas de la naturaleza. Se le había inflamado e infectado una pierna, «provocándome tanto dolor por la noche que me costaba dormir»,82 confesó en su diario. Una noche tomó píldoras de opio y enfermó violentamente. «Era bastante insólito para mí verme tan derrotado por algo y me sentí terriblemente avergonzado de mí mismo»,83 escribió.

Al mes de viaje, los animales empezaron también a flaquear. «Destroza los nervios ver cómo los animales de carga de uno van muriendo lentamente»,84 escribió Holt. Uno de los bueyes, invadido por los gusanos, se tumbó y no volvió a levantarse. Un perro se estaba muriendo de hambre y Holt lo mató de un disparo. Un caballo se ahogó. Y después el otro se desplomó y Fawcett le ahorró más sufrimiento con una bala; aquel era el lugar al que se acabó conociendo como el Dead Horse Camp. Finalmente, Holt se postró y dijo: «No se preocupe por mí, coronel. Siga usted, déjeme aquí».85

Fawcett sabía que aquella expedición podía ser su última oportunidad para demostrar la veracidad de su teoría de la existencia de Z, y maldijo a los dioses por conspirar contra él: propició imprecaciones contra el tiempo, contra sus compañeros y contra la guerra que le había retenido tanto tiempo. Pero comprendió que si dejaba a Holt allí, el hombre moriría. «No había más opción -escribió Fawcett después- que llevarle de vuelta y abandonar este viaje como un fracaso, ¡un fracaso exasperante, desgarrador!»86

Lo que no estaba dispuesto a admitir era que su pierna infectada prácticamente le imposibilitaba seguir adelante. Durante el penoso trayecto de regreso hasta el puesto fronterizo más próximo, soportando treinta y seis horas sin agua, Fawcett dijo a Holt: «La salida del infierno siempre es difícil».87

Cuando aparecieron en Cuiabá, en enero de 1921, el embajador Paget envió un telegrama a Nina diciéndole únicamente: «Su esposo ha regresado». Nina preguntó a Harold Large: «¿Qué cree que significa eso? ¡No puede tratarse de un fracaso! Posiblemente no haya dado con las "ciudades perdidas", pero me inclino a pensar que ha encontrado algo importante o sin duda no habría vuelto».88 Sin embargo, había vuelto sin nada. El general Rondón envió un ufano comunicado a la prensa: «La expedición del coronel Fawcett ha concluido en abandono […] pese a todo su orgullo como explorador […]. Regresó delgado, obviamente decepcionado por haberse visto obligado a retirarse antes de acceder a la zona más dura del Xingu».89 Desolado, Fawcett hizo planes para volver a la jungla con Holt, quien seguía bajo contrato y cuyos servicios era todo cuanto Fawcett podía permitirse. La esposa del vicecónsul estadounidense en Río, que era amiga del ornitólogo, envió a Holt una carta suplicándole que no fuera:


Eres un hombre joven, fuerte y sano, así que ¿por qué […] desperdicias deliberadamente tu vida como harás volviendo al Mato Grosso? […] Todos comprendemos que estás profundamente interesado por la ciencia y enamorado de ella, pero ¿qué bien va a hacerte a ti o al mundo internarte sin rumbo en las profundidades de la nada? […] ¿Y tu madre y tu hermana? ¿Acaso no cuentan en absoluto? […] Algún día una de ellas, o las dos, te necesitarán y ¿dónde estarás tú? No tienes derecho a sacrificar tu vida solo porque un hombre al que no conoces quiere que vayas con él. Muchas vidas se han perdido para que la humanidad mejore, es cierto, pero ¿cómo va un ganso salvaje a contribuir o a aportar nada al mundo?90


Aun así, Holt estaba decidido a participar en la expedición y fue a Río para comprar suministros. Fawcett, mientras tanto, barruntaba sobre todos los aspectos de su comportamiento: cada queja, cada paso en falso, cada error. Incluso empezó a sospechar, aunque carecía de pruebas, de que Holt era un Judas que pasaba información al doctor Rice o a algún otro rival. Al cabo de un tiempo, le envió un mensaje en el que le decía: «Desgraciadamente, vivimos y pensamos en mundos diferentes y no podemos mezclarnos más de lo que se mezclan el aceite y el agua […]. Y, dado que el objetivo de este viaje es lo primero para mí y las consideraciones personales están en un segundo plano, prefiero llevarlo a cabo en solitario que poner en riesgo los resultados innecesariamente».91

Holt, perplejo, escribió en su diario: «Tras una estrecha colaboración con el coronel Fawcett durante un período de un año, […] veo que la lección que con mayor claridad ha quedado impresa en mi mente es: nunca más, por ninguna circunstancia, volveré a establecer conexión alguna con ningún inglés, jamás». Lamentaba que, en lugar de granjearse fama, seguía siendo un «ornitólogo vagabundo, o quizá "trampero desollador de aves" se acercaría más al verdadero título». Y concluyó: «Por lo que he podido deducir de mi observación parcial, [Fawcett] únicamente posee tres cualidades que yo admiro: coraje, piedad con los animales y capacidad para olvidar al instante».92

Fawcett dijo a un amigo que había despedido a otro acompañante de la expedición, quien estaba «convencido, no me cabe la menor duda, de que estoy loco».93

Por primera vez, la idea empezó a cobrar fuerza: «Si mi hijo pudiera venir…». Jack era fuerte y abnegado. No se quejaría como un blando afeminado. No exigiría un sueldo elevado ni se amotinaría. Y, lo más importante, creía en Z. «Ansiaba que llegara el día en que mi hijo fuera lo bastante mayor para trabajar conmigo»,94 escribió.

Por el momento, sin embargo, Jack, que solo tenía dieciocho años, no estaba preparado, y Fawcett no tenía a nadie. La opción lógica era posponer el viaje, pero en lugar de hacerlo se gastó la mitad de la pensión militar en provisiones -jugándose los pocos ahorros que tenía- e ideó un nuevo plan. Esta vez intentaría llegar a Z desde la dirección opuesta, viajando de este a oeste. Partiría de Bahía, pasando por donde creía que el bandeirante había descubierto la ciudad en 1753, y caminaría centenares de kilómetros tierra adentro, hacia la jungla del Mato Grosso. El plan parecía disparatado. El propio Fawcett admitió a Keltie que si iba solo «las probabilidades de regresar se reducen».95 Sin embargo, en agosto de 1921 partió en solitario. «La soledad no es intolerable cuando el entusiasmo por una búsqueda colma la mente»,96 escribió. Sediento y hambriento, entre delirios y casi trastornado, avanzó sin cesar. En un momento dado, alzó la mirada hacia las colinas que perfilaban el horizonte y creyó ver la silueta de una ciudad… ¿o empezaba a fallarle la razón? Se le habían acabado las provisiones, le flaqueaban las piernas. Después de tres meses en la jungla viéndole la cara a la muerte, no tuvo más opción que abandonar. «Tengo que volver -juró-. ¡Volveré!»97

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