Capítulo 7

AVE de Madrid a Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006,22.00


Si en el viaje de tren de Sevilla a Madrid había sufrido un leve ataque paranoico, el trayecto de vuelta se caracterizó por una grave proliferación de los parásitos de la incertidumbre en su flujo sanguíneo. La oscuridad del paisaje exterior significaba que lo único que podía ver por la ventanilla era el reflejo de su rostro desconcertado, que, con el movimiento del tren, parecía temblar como su mente vacilante.

Yacub no sólo le había prohibido hablar con ninguno de los agentes secretos del CNI, sino que además había urdido un plan para rescatar a Abdulá de las filas del GICM. Yacub había rogado a los oficiales de alto rango del ala militar que solicitasen a su comandante que enviasen a su hijo a una misión lo antes posible, con la condición de que él fuese el responsable de su planificación, logística y ejecución.

– ¿Por qué hiciste eso? -preguntó Falcón-. Lo único que necesitamos en una situación como ésta es tiempo.

– En esta fase, más importante que el tiempo -dijo Yacub- es demostrarles lo honrado que me siento de que mi hijo haya sido elegido. El retraso significaría que yo volvería a ser objeto de suspicacia y quedaría excluido del futuro de mi hijo. Ésta era la única manera de mantenerme dentro.

El alto mando estaba sopesándolo. Yacub le había dicho a Falcón que la mañana siguiente regresaría a Rabat, donde esperaba que le comunicasen su decisión. Nada de esto resultaba precisamente tranquilizador, pero no era la causa de la paranoia de Falcón, que empezó con los calambres de miedo en las tripas. Intentó hacer caso omiso, como el hombre con apendicitis aguda que se convence de que son meros gases, pero se había vuelto muy aprensivo. El hombre que había llegado a ser su mejor amigo, con el que compartía un grado de intimidad que sólo había conocido con el hombre que creyó que era su padre, Francisco Falcón, en un instante se había transformado en una persona que no le inspiraba una confianza absoluta. Se había interpuesto la duda. Aquel último abrazo ante las cortinas cerradas fue un intento de reforzar la relación, pero parecía que se había interpuesto entre los dos una barrera impenetrable, como un tejido de Kevlar.

Tal vez ése había sido el error fatal; la única ocasión, aparte de ésta, en que había alcanzado ese grado de intimidad se había basado en la mentira y el fraude: cuando Javier tenía cinco años, su padre lo engañó para utilizarlo como agente de la muerte de su propia madre. ¿Pero cómo pudo haber ido tan rápido con Yacub? Le invadió la suspicacia, ¿pero por qué? Repasó todo el encuentro minuto a minuto, casi plano a plano, para extraer hasta el menor matiz.

El corte de pelo influyó, ¿o quería pensar que había influido? ¿Era una suspicacia a posteriori? A Yacub siempre le había gustado llevar el pelo largo, una melena exuberante. A lo mejor sólo estaba metiéndose en el papel. En realidad, ya antes del corte de pelo estaba el piso. No le había preguntado por ese detalle. ¿De quién era? Tendría que averiguarlo. Llamó a un viejo amigo de sus tiempos de Madrid, un detective que, en aquel instante, se encontraba en un bar camino de casa. Falcón le dio la dirección, le dijo que no se lo contara a nadie. Quería saber la identidad y los antecedentes del propietario y debía contárselo únicamente a Falcón, sin dejar ningún mensaje en la oficina.

– Ni siquiera voy a preguntar -dijo su amigo, y añadió que probablemente tendría que esperar hasta el lunes.

Los faros titilaban en la oscuridad del campo, giraban y desaparecían. Alguien lo observaba al otro lado del pasillo. Se levantó, atravesó el vagón hacia el bar, pidió una cerveza. ¿Qué otra cosa podía pedir? Cogió el cuaderno, anotó sus ideas. Confianza. Yacub había insistido ante Falcón en lo mucho que confiaba en él: «El único hombre en el que puedo confiar […]. Tú siempre tienes que estar entre ellos y yo […]». Fue entonces cuando empezaron los calambres y cuando cuestionó por primera vez la fiabilidad de Yacub. «Eres un buen amigo. El único amigo de verdad que tengo.» Fue a partir de ahí cuando se abrieron paso en su cabeza las ideas más desagradables: ¿Está utilizándome? Falcón rebobinó hasta la pregunta que le hizo: «¿De dónde viene esta influencia?». Se encogió de hombros. ¿Es que alguien había estado importunando a Yacub? Sabía que al GICM no le gustaba su relación con el inspector jefe. ¿Estaban intentando romperla, y utilizaban para ello al joven Abdulá?

Las notas manaban de su bolígrafo. El taco que soltó. El plan. No había plan, pero Yacub quería implicarlo a él. ¿Por qué? «Eres mi amigo. Estoy en esto por ti.» Matizó la frase de inmediato, pero no cabía duda de que quería que Falcón se sintiese culpable. Luego vino la visión de su propia muerte. ¿Exageró la autocompasión? Por último, cometió el desliz. ¿El desliz indicaba que había visto a Abdulá desde que se fue al campo de entrenamiento? Yacub estaba bajo presión. El estrés resultante provocaba extremos emocionales y se cometían errores.

Cerró el cuaderno, bebió un trago de cerveza. Volvía a tener una sensación de desequilibrio que no podía describir con mucha concreción. ¿Cómo describir la sensación que se tiene cuando uno empieza a pensar que su propio hermano puede estar explotándolo? No había palabras para expresarlo. No era posible que fuese tan poco común como para que nadie se hubiese molestado en inventarla. La gente siempre ha explotado y traicionado a los seres más próximos. ¿Pero cuál era la palabra que designaba la sensación de la víctima? Los americanos tienen un buen término, suckered, que literalmente significa «sorbido», pero se emplea en el sentido de «embaucado, burlado, engañado». Porque, en efecto, era como si a uno le absorbiesen la médula.

Cogió el móvil, y no sólo para dedicarse a la cháchara banal tan común en los trenes de todo el mundo; necesitaba oír el sonido de una voz en la que creía y que creía en él. Llamó a Consuelo. Darío, su hijo más pequeño, de ocho años, cogió el teléfono.

– Hola, Darío, ¿cómo estás? -dijo Falcón.

– Javi-i-i -exclamó Darío-. Mamá, mamá, es Javi.

– Trae el teléfono a la cocina -dijo Consuelo.

– ¿Estás bien, Darío? -preguntó Falcón.

– Estoy bien, Javi. ¿Por qué no estás aquí? Tendrías que estar aquí ya. Mamá lleva mucho tiempo esperando…

– ¡Trae el teléfono, Darío!

Oyó que el chico corría por el pasillo. El teléfono cambió de manos.

– No quiero que pienses que estoy por aquí como una adolescente enamorada -dijo Consuelo-. Darío está deseando que llegues.

– Estoy en el AVE y llegaré tarde.

– No se irá a dormir hasta que vengas, y mañana nos vamos de compras. A comprar unas botas de fútbol nuevas.

– Tengo que ver a alguien en la ciudad antes de salir para tu casa -dijo Falcón-. No llegaré antes de las doce de la noche.

– Podríamos salir a cenar -dijo Consuelo-. Es mejor idea. La verdad es que quiero que se vaya a dormir ya. Lo llevaré a casa de los vecinos. Está enamorado de la hija de dieciséis años. Hagamos eso, Javier.

– Dile que jugaré con él al fútbol en el jardín mañana por la mañana.

Una vacilación.

– ¿Crees que caerá esa breva esta noche? -dijo Consuelo en tono burlón.

No habían comentado la posibilidad de que se quedase a dormir. La incertidumbre formaba parte de su nuevo acercamiento. No había presuposiciones.

– He rezado para que pase -dijo-. ¿Me habrá escuchado la Virgen?

Otra vacilación.

– Se lo diré a Darío -dijo-. Pero si haces una promesa así, prepárate, porque mañana te vendrá a dar la matraca a las ocho de la mañana.

– ¿Dónde nos vemos?

Consuelo dijo que se encargaba de organizado todo. Lo único que tenía que hacer él es reunirse con ella en el bar La Eslava de la plaza de San Lorenzo, y luego irían juntos desde allí.

Se restauró la tranquilidad. Se sentía casi como un padre de familia. Los dos hijos mayores de Consuelo, Ricardo y Matías, no se interesaban tanto por él. Tenían catorce y doce años, respectivamente. Pero a Darío todavía le entusiasmaba la idea de tener padre. El chico había conseguido acercarlo a Consuelo. La madre veía que Javier le caía bien a Darío y, aunque nunca lo decía, Darío era su hijo predilecto. También les distraía de la seriedad de lo que se proponían hacer, les hacía sentirse más informales, menos ansiosos.

Y con ese pensamiento, el sueño se apoderó por fin de él.

Se despertó sentado en el vagón en la estación de Santa Justa, mientras la gente salía del tren. Eran las once y media pasadas. Salió de la estación, se desplazó en coche a la calle Hiniesta. Falcón quería que Marisa durmiese intranquila, sabiendo que después de su conversación de aquella misma tarde había recibido una llamada amenazadora anónima y que no le daba miedo.

Mientras aparcaba en la parte posterior de la iglesia de Santa Isabel, vio que había una luz encendida en el ático, las plantas estaban iluminadas en la terraza. Tocó el timbre del interfono.

– Ya bajo -dijo Marisa.

– Soy el inspector jefe Javier Falcón.

– ¿Qué hace usted aquí? -replicó Marisa, enfadada-. Voy a salir.

– Podemos hablarlo en la calle, si quiere.

Abrió el portal desde el interfono. Falcón subió en un ascensor pequeño hasta el último piso. Marisa le dejó pasar, mientras apagaba el móvil, nerviosa, como si hubiera pedido a su cita que retrasase su llegada si no quería encontrarse con la policía.

– ¿Va a algún sitio especial? -preguntó Falcón, observando el vestido largo ceñido de color turquesa, la melena cobriza hasta los hombros, los pendientes de oro, las veintitantas pulseras de oro y plata, el perfume caro.

– Una inauguración de una galería y luego una cena.

En cuanto entró Falcón, Marisa cerró la puerta. Las manos intranquilas no sabían cómo colocarse a ambos lados del cuerpo. Las pulseras tintineaban. No le invitó a sentarse.

– Pensaba que ya habíamos hablado bastante esta tarde -dijo Marisa-. Me robó usted una hora de mi tiempo de trabajo y ahora ha irrumpido en mi rato de relajación…

– Recibí una llamada de un amigo suyo esta tarde.

– ¿Un amigo mío?

– Me dijo que no metiera la nariz en sus asuntos.

Marisa abrió los labios. No emitió ningún sonido.

– Fue un par de horas después de que hablásemos -dijo Falcón-. Iba camino de Madrid para ver a otro amigo suyo.

– No conozco a nadie en Madrid.

– El inspector jefe Luis Zorrita.

– No se confunda -dijo Marisa, haciendo acopio de cierta osadía-. No es amigo mío.

– Zorrita tiene tanto interés como yo en su historia -dijo Falcón-. Me ha dicho que puedo meter la nariz todo lo que quiera.

– ¿De qué me habla? -preguntó Marisa, arqueando la ceja de furia-. ¿Historia? ¿Qué historia?

– Todos tenemos alguna historia -dijo Falcón-. Todos tenemos versiones de esas historias para adaptarlas a cada ocasión. Una versión de su historia ha metido en la cárcel a Esteban Calderón. Ahora vamos a encontrar la versión verdadera, y será interesante ver en qué lugar la deja a usted.

A pesar de la armadura de la belleza, la sutil sexualidad enfundada en la cubierta aguamarina, Falcón advirtió que se había metido en su piel. Se había puesto nerviosa. Se intuía la incertidumbre tras los grandes ojos marrones. Objetivo cumplido. Era el momento de salir.

– Dígale a sus amigos -dijo Falcón, mirándola fijamente mientras pasaba por delante de ella camino de la puerta- que estaré esperando su próxima llamada.

– ¿Qué amigos? -repuso Marisa cuando él ya estaba de espaldas-. No tengo amigos.

Al salir del piso volvió a mirarla: estaba de pie, sola, en medio de la habitación. La creyó. Y por algún motivo no pudo evitar compadecerse de ella.

Al volver al coche quería esperar a ver quién aparecía a buscarla. Entonces la vio asomada a la terraza, con el móvil en la oreja, mirándolo. No quería hacer esperar a Consuelo. Arrancó el coche y volvió a casa, donde se dio una ducha rápida para intentar limpiarse todo el trabajo de policía. Se cambió de ropa y, al cabo de diez minutos, iba camino de la plaza San Lorenzo. El taxi lo dejó en la plaza, que estaba repleta de gente que caminaba tranquilamente bajo los árboles altos en la cálida noche, delante de la impresionante fachada de terracota de la iglesia de Jesús del Gran Poder. De pronto vibró el móvil de policía en el bolsillo. Atendió la llamada sin pensar, resignado a su destino.

– Oiga -dijo la voz-. Cuando se haya pasado de la raya con esto, se dará cuenta porque ocurrirá algo. Y cuando eso suceda, sabrá que la culpa es suya. Lo reconocerá. Pero no habrá conversaciones ni negociaciones, porque, inspector jefe Javier Falcón, no volverá a saber nada de nosotros.

Y colgó. No aparecía ningún número en la pantalla. Anotó las palabras que había oído en un cuaderno que siempre llevaba consigo. Como acababa de ver a Marisa, esperaba esa llamada, pero ahora que la había recibido no le reconfortaba nada. La psicología de la voz le había puesto nervioso. Era a causa del estilo frío y calculador de la voz, pero debería haberse preparado para ello. Y no fue así. A semejanza de una pregunta perspicaz de la psicóloga ciega, Alicia Aguado, la voz había levantado la tapa de algo y, a pesar de que ignoraba su naturaleza exacta, temía que saliese a la superficie.

El bar La Eslava estaba abarrotado. Consuelo estaba de pie delante del local, fumando y bebiendo una manzanilla. Los sevillanos no se caracterizaban por respetar el espacio personal del prójimo, pero habían hecho una excepción con Consuelo. Su carisma parecía crear un campo de fuerzas. El pelo rubio corto destacaba bajo las luces de la calle. Consuelo lograba que el sencillo minivestido rosa fucsia pareciese aún más caro de lo que era, y los altos tacones le alargaban aún más las piernas ya de por sí fuertes y esbeltas. Falcón se alegró de haberse duchado y cambiado antes de acudir a la cita. Atravesó la multitud hacia Consuelo y ella no lo vio hasta que estaba ya delante.

Se besaron. Saboreó la barra de labios sedosa, le rodeó la fina cintura con las manos, sintió sus contornos acoplados a los suyos. Inhaló su olor, sintió el pinchazo del pendiente de diamantes en la mejilla mientras buscaba su cuello con los labios.

– ¿Estás bien? -preguntó Consuelo, acariciándole la cabeza de manera que la electricidad se conectaba a tierra a través de los talones de Falcón.

– Ahora genial -respondió, mientras las manos de Consuelo le recorrían el perfil de los hombros y su sangre cobraba vida.

Consuelo le deslizó el muslo entre las piernas. A él le dio un vuelco el estómago, se empalmó, el perfume le embriagó la cabeza y volvió a ser humano por primera vez aquel día.

Se separaron, sintiendo las miradas de la gente que los rodeaba.

– Voy a pedir una cerveza -dijo él.

– He reservado una mesa ahí enfrente -dijo ella.

El bar era un hormiguero más ruidoso que el parqué de un mercado de metales. Se abrió paso entre la gente. Conocía al propietario que estaba sirviendo. Un tipo al que no reconoció de inmediato le agarró por los hombros. «Hola, Javier. ¿Qué tal?» El propietario le sirvió una cerveza y no quiso cobrarle. Dos mujeres le besaron mientras atravesaba la multitud. Estaba seguro de que conocía a una. Salió a la calle como pudo.

– No sabía que hoy te ibas a Madrid -dijo Consuelo.

Consuelo conocía a Yacub, pero no sabía que era espía de Falcón-

– Tuve una reunión con otro policía sobre lo de junio -dijo Falcón, sin entrar en detalles, pero todavía topándose con el recuerdo de su encuentro con Yacub, Marisa, la segunda llamada.

– Parece que has tenido un día difícil.

Sacó el móvil, lo apagó.

– Así mejor -dijo él, después de beber un trago de cerveza-. ¿Y tú qué tal?

– Tuve varias conversaciones interesantes con un par de agentes inmobiliarios y fui a una sesión con Alicia.

– ¿Qué tal va la cosa?

– Estoy casi cuerda -dijo Consuelo, sonriendo, ensanchando histéricamente los ojos azules-. Sólo me queda un año.

Se rieron.

– Hoy he visto a Esteban Calderón.

– No estoy tan chalada como él -dijo Consuelo.

– El director de la prisión me ha llamado cuando iba camino de Madrid para decirme que había cursado una solicitud para consultarse con Alicia.

– No sé si ni siquiera ella podría sacarlo de la locura -dijo Consuelo.

– Era la primera vez que lo veía desde que ocurrió -dijo Falcón-. No tenía buen aspecto.

– Si lo que tiene en la mente ha empezado a notársele en la cara, debe de tener un aspecto horrible -dijo ella.

– ¿Te vas a mudar? -preguntó él.

– ¿A mudar?

– Lo digo por lo de los agentes inmobiliarios -dijo Falcón-. ¿No te habrás cansado ya de Santa Clara?

– Es por mis planes de expansión empresarial.

– ¿Sevilla no es bastante grande para tus ideas?

– Puede que no, pero ¿qué tal Madrid o Valencia? ¿Qué te parece?

– ¿Seguirás dirigiéndome la palabra cuando salgas en el Hola? -dijo él-. Consuelo Jiménez en su maravillosa casa, rodeada por sus hijos guapísimos.

– ¿Y mi amante… el policía? -dijo ella, mirándolo con tristeza-. Tendré que dejarte si no aprendes a navegar en yate.

Era la primera vez que lo llamaba amante y lo sabía. Él se acabó la cerveza, cogió el vaso vacío y lo dejó en un alféizar. Ella lo cogió por el brazo y cruzaron la plaza hacia el restaurante.

A Consuelo la conocían en el restaurante, que a pesar de su nombre árabe tenía un aire neoclásico, todo pilares y mármol y mantelería blanca, sin cosas tan normales como un sencillo plato redondo. Salió el chef a saludarla y, de inmediato, llegaron a la mesa dos copas de cava por cortesía de la casa. Se interrumpió un instante el alboroto del restaurante cuando los demás clientes se pararon a mirarlos, pues los reconocieron por las noticias escandalosas ya lejanas; al cabo de unos instantes, se olvidaron de ellos y volvió la algarabía. Consuelo pidió por los dos. A él le gustaba que ella tomase la iniciativa. Se tomaron el cava. Él deseaba estar ya en casa con ella y besarle el cuello. Hablaron del futuro, lo cual era buena señal.

Llegaron los entrantes. Tres tapas en un plato oblongo: un diminuto monedero de hojaldre relleno de queso de cabra tierno, una tostada crujiente de foie de pato embutido en dulce de membrillo pegajoso, y un chupito de ajo blanco con una bola de helado de melón flotando en la parte superior y copos de atún curado anidado en el fondo. Cada bocado estallaba en su boca como un petardo.

– Esto es sexo oral -dijo Consuelo.

Les retiraron los platos con las copas vacías. Descorcharon una botella de Pesquera 2004, Ribera del Duero, lo decantaron y llenaron las copas de ese vino tinto oscuro. Hablaron de la imposibilidad de volver a vivir en Madrid después de la calidad de vida sevillana.

Consuelo pidió para él pechuga de pato, que iba servida en un abanico con un montículo de cuscús. Consuelo pidió lubina con la piel plateada crujiente y una salsa blanca muy fina. Él sintió la pantorrilla de Consuelo contra la suya y decidieron renunciar al postre y coger un taxi.

Casi se tumbaron en el asiento trasero y él le besó el cuello mientras pasaban en lo alto las farolas de la calle y la gente joven se desplazaba de los bares a las discotecas. Las luces seguían encendidas en la casa del vecino y la hija les dejó pasar. Falcón levantó a Darío de la cama. Estaba profundamente dormido.

Mientras caminaban hacia la casa de Consuelo, el niño se despertó.

– Hola, Javi -dijo somnoliento, y hundió la cabeza rubia en el pecho de Falcón y la dejó ahí, como escuchando su latido.

Falcón casi se derretía al sentir la confianza del niño. Subieron las escaleras y Falcón acostó al niño. Darío parpadeó por el peso de la somnolencia.

– Mañana fútbol -murmuró-. Lo prometiste.

– Ronda de penaltis -dijo Falcón, mientras lo arropaba y le besaba en la frente.

– Buenas noches, Javi.

Falcón se quedó en la puerta mientras Consuelo se arrodillaba para darle las buenas noches a su hijo con un beso y una caricia en la cabeza; sintió la compleja punzada de ser padre, o de no haberlo sido nunca.

Bajaron las escaleras. Consuelo sirvió un whisky a Falcón y se preparó un gin tonic. Ahora Falcón podía verla bien por primera vez aquella noche. Las piernas esbeltas y musculosas, la línea sutil de la pantorrilla. De pronto sintió el impulso de besarle las corvas.

Se apreciaba una diferencia en el modo en que lo había tratado Consuelo esta noche. No era que no hubieran hecho el amor desde que se reconciliaron tras el atentado de Sevilla. Consuelo no había sido comedida en ese aspecto, aunque, entre las vacaciones de verano y los niños siempre alrededor, no había habido muchas oportunidades. La primera vez que se liaron, un par de años antes, había sido distinto. Los dos estaban algo desenfrenados después de una larga temporada de sequía. Esta vez habían ido tanteándose con cautela. Necesitaban asegurarse de que hacían lo correcto. Pero esta noche él había notado algo distinto. Ella lo dejaba entrar. Quizás era que Alicia, su psicóloga, le decía que debía dejarse llevar, no sólo físicamente esta vez, sino también en el plano emocional.

– ¿Qué pasa? -preguntó Consuelo.

– Nada.

– Todos los hombres dicen eso cuando están pensando en cosas guarras.

– Estaba pensando en lo extraordinaria que fue la cena.

– Entonces te mientes.

– ¿Cómo es que siempre sabes lo que estoy pensando?

– Porque te tengo totalmente subyugado -dijo ella.

– ¿Quieres saber en serio lo que estaba pensando?

– Sólo si tiene que ver conmigo.

– Estaba conteniendo un intenso deseo de besarte las corvas.

Una lenta sonrisa se abrió paso en el rostro de Consuelo, mientras un escalofrío le recorría la parte posterior de los muslos.

– Me gusta que los hombres tengan un poco de paciencia -dijo Consuelo, mientras bebía un sorbo de gin tonic y tintineaban los cubitos en el vaso.

– El truco del hombre paciente está en reconocer el aburrimiento antes de que llegue.

Consuelo ahogó un falso bostezo.

– Joder -dijo Falcón, levantándose.

Se besaron y subieron corriendo las escaleras, dejando las copas temblando en la mesa. Consuelo se quitó el vestido rosa y unas bragas pequeñas. Era todo lo que llevaba. Él luchó por liberar las manos atrapadas en los puños de la camisa, y se quitó los zapatos de una patada. Ella se sentó al borde de la cama con las manos sobre las rodillas, con todo el cuerpo moreno excepto en un pequeño triángulo blanco. Después de unos violentos instantes con la ropa, Falcón logró desnudarse del todo y se inclinó sobre Consuelo, de pie entre sus piernas. Ella lo acarició, observando su agonía. Tenía los labios húmedos, con vestigios de la barra de labios sedosa que hacía juego con las uñas. Se fue elevando desde los muslos de Falcón, por encima del abdomen, hasta la altura del pecho. Deslizó las manos hacia la espalda y le clavó las uñas en la piel. Mientras él sentía la boca de Consuelo, las uñas de ésta se abrían camino hacia sus nalgas. A él le faltaba poco para perder la paciencia.

Ella se tumbó en la cama, rodó para ponerse boca abajo, inclinó la cabeza para mirarlo y señaló las corvas. Se le estremecieron los muslos cuando él se arrodilló en la cama. Falcón le besó el tendón de Aquiles, la pantorrilla, una corva, luego la otra. Se abrió camino entre sus ligamentos, que temblaban en contacto con los labios. Ella levantó las nalgas hacia él, extendió la mano hacia atrás para agarrarlo, y ya ni hablar de paciencia. Se fusionaron, mientras él la rodeaba con las manos. Consuelo comprimía las sábanas en sus puños. Y todo el infierno del día se disipó para los dos.

Yacían donde se habían derrumbado, todavía unidos, en la habitación sólo iluminada por el brillo de la luz de la calle que se filtraba por las persianas.

– Estás distinta esta noche -dijo Falcón, acariciándole el vientre, besándola entre los omóplatos, soldado a ella por el sudor.

– Me siento distinta.

– Fue como hace dos años.

Ella miraba fijamente en la oscuridad, con la visión todavía verdosa en los bordes, como si se recuperase de una luz intensa.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó él.

– Ahora estoy preparada -dijo ella.

– ¿Por qué ahora?

Él sintió que Consuelo se encogía de hombros bajo sus manos.

– A lo mejor es porque mis hijos me están abandonando -dijo.

– Darío todavía te necesita.

– Y a su Javi -dijo ella-. Te quiere mucho. Te lo aseguro.

– Yo también a él… desde siempre.

Ella le cogió la mano apoyada en el vientre, le besó los dedos y la presionó entre sus pechos. Había oído esas palabras en otros hombres, pero ésta era la primera vez que casi llegaba a creérselas.

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