Capítulo 6

Distrito de La Latina, Madrid. Viernes, 15 de septiembre de 2006,19.45


Todavía brillaba el sol del atardecer, pero ya estaba en un punto bajo del cielo, así que las calles tortuosas de Madrid ya habían oscurecido. Falcón viajaba en el asiento trasero de un coche patrulla que le había proporcionado Zorrita. Se sintió idiota al salir de la Jefatura y acomodarse en el vehículo. El conductor le vio por el rabillo del ojo. Falcón le dijo que siguiera mirando al frente.

El conductor lo dejó en la estación de metro de Ópera y Falcón hizo un trayecto de una sola parada hasta La Latina. Examinó a los otros ocupantes del vagón de metro. Todavía le dolía la reacción desdeñosa de Zorrita con respecto a su teoría sobre Marisa Moreno. ¿Estaba sacando de quicio los elementos del caso? Todo parecía peligrosamente plausible a las tres de la mañana, pero ridículo a las diez. ¿Y de verdad era necesaria tanta cautela en su cita con Yacub? ¿En serio había espías en cada esquina vigilándole? Una vez que la mente flaqueaba, siquiera una sola vez, siempre quedaba una sombra de duda, no sólo para la gente que le veía desde fuera.

Entró un coche en el garaje del edificio de pisos de la calle Alfonso VI y Falcón entró detrás, sin que lo vieran, mientras se cerraba la puerta. Se adentró en la oscuridad, subió en ascensor al tercer piso, salió a un rellano vacío, tocó el timbre y esperó. Percibió la órbita ocular al otro lado de la mirilla. Se abrió la puerta. Yacub le indicó por señas que entrara. Pasaron a los cumplidos de rigor. Falcón le preguntó por la esposa de Yacub, Yusra y sus dos hijos, Abdulá y Leila. Hubo asentimientos y agradecimientos, pero Yacub estaba extrañamente decaído.

Un cenicero lleno era el centro de la sala de estar, con un cigarrillo humeante sin filtro en el borde. Las cortinas estaban corridas. La única lámpara encendida, situada en la esquina, apenas iluminaba la habitación. Yacub llevaba unos vaqueros descoloridos y una camisa blanca por fuera del pantalón. Iba descalzo y se había afeitado el pelo largo casi al cero, y se pasaba la palma por la cabeza pelada como si acabara de raparse. La cabeza ahora hacía juego con la barba de tres días. Sus ojos parecían más hondos y oscuros que de costumbre, como si la cautela le hubiera inducido a retirarse a un lugar más seguro. Se sentó en el sofá con el cenicero a su lado y fumó con entusiasmo, con labios más trémulos que en otras ocasiones, por lo que recordaba Falcón.

– He preparado té -dijo-. Te gusta el té, ¿verdad?

– Siempre me preguntas eso -dijo Falcón, mientras se quitaba la americana y se remangaba la camisa-. Ya sabes que me encanta el té.

– Lo siento por el calor -dijo Yacub-. No quiero encender el aire acondicionado. No debería estar aquí. Estoy escondido.

– ¿De quién?

– De todo el mundo. De mi gente. Del mundo -dijo, y, tras una reflexión posterior, añadió-: Quizá también de mí mismo.

Sirvió el té, se levantó y empezó a caminar por la habitación para controlar los nervios.

– Así que nadie sabe nada de este encuentro -dijo Falcón, animando a Yacub a desembuchar.

– Sólo tú y yo -dijo Yacub-. El único hombre en el que puedo confiar. El único con el que puedo hablar. El único que sé que no va a utilizar en mí contra lo que ha ocurrido.

– Ya veo que estás nervioso.

– Nervioso -dijo, asintiendo-. Por eso me caes bien, Javier. Me tranquilizas. No estoy sólo nervioso. Estoy paranoico. Estoy paranoico de remate, joder.

Estas últimas palabras fueron acompañadas de un impetuoso manotazo al aire en sentido lateral, justo delante de sus narices. Falcón intentó recordar si alguna vez había oído a Yacub decir algún taco.

Yacub entonces empezó a despotricar sobre todo lo que había tenido que hacer para llegar a aquel piso sin que lo vieran.

– Has venido con cuidado, ¿verdad, Javier? -dijo al final.

Falcón correspondió con su propio procedimiento, que parecía tener una influencia ligeramente tranquilizadora en Yacub, mientras éste le escuchaba y se mordía un padrastro. Después encendió otro cigarrillo, bebió un poco de té, que estaba demasiado caliente, se sentó en el sofá y volvió a levantarse.

– La última vez que te pusiste así fue después de los cuatro días que pasaste en París -dijo Falcón-. Pero estabas bien. Estabas volviendo al redil.

– No han descubierto mi tapadera -dijo Yacub rápidamente-. No, no hay problema con eso. Lo malo es que han averiguado la manera perfecta de mantenerme… cerca.

– ¿Mantenerte cerca? -dijo Falcón-. ¿Quieres decir en el sentido de no apartarte? O sea que sospechan de ti, ¿no?

– Sospechar es una palabra demasiado fuerte -dijo Yacub, metiendo la mano debajo de la axila y cortando el aire con el cigarrillo-. Les intereso. Me necesitan. Pero por naturaleza desconfían de mí. La parte de mi cerebro que no es marroquí es lo que les pone nerviosos.

– Somos andaluces, Yacub, el mismo pueblo, el mismo indicador genético beréber -dijo Falcón.

– El problema para ellos es que no pueden confiar en que yo piense de una determinada manera. No soy un marroquí coherente -dijo Yacub-. Y eso les preocupa.

Falcón esperó. Si hubiera estado con otro europeo habría formulado la pregunta: «¿Todo esto tiene algo que ver con que eres gay?». Pero tenía el mismo problema que el grupo islamista radical, el GICM, con Yacub, sólo que en sentido inverso; Falcón no podía confiar en que Yacub pensase como un europeo. Su mentalidad para la discusión era más marroquí. La pregunta directa no servía.

– El viernes de la semana pasada, antes de las oraciones de mediodía, Abdulá, mi hijo, vino a verme -dijo Yacub-. Yo estaba solo en mi estudio. Cerró la puerta y se acercó al borde de mi mesa. Me dijo: «Voy a contarte algo que te hará sentir muy feliz y muy orgulloso». Yo estaba confuso. El chico sólo tiene dieciocho años. No recordaba ninguna conversación acerca de una chica y, en cualquier caso, estas cosas no suelen decirse así. Me levanté como si fuera a oír una noticia importante. Se acercó a mi lado de la mesa y me dijo que se había hecho muyahidín y me abrazó como un guerrero camarada.

– ¿Lo ha reclutado el GICM? -dijo Falcón, que saltó disparado de su sillón.

Yacub asintió, dio una calada al cigarrillo, se llenó los pulmones de humo y luego abrió los brazos de par en par en un gesto de total impotencia.

– Justo después de las oraciones de mediodía del viernes, se marchó para continuar con su formación.

– ¿Continuar?

– Exacto -dijo Yacub-. El chico lleva tiempo mintiéndome. Ha estado fuera cuatro fines de semana en los dos últimos meses. Pensaba que había ido a ver a sus amigos de Casablanca, pero estaba fuera del país en ejercicios de entrenamiento militar.

– ¿Cómo lo reclutaron?

Yacub se encogió de hombros y negó con la cabeza. Falcón dudó que fuese a oír la verdad exacta.

– Ha estado trabajando conmigo en la fábrica, como algo temporal antes de irse a la universidad a final de mes. Vamos a una mezquita en Salé. Allí hay… ciertos elementos. Pensé que no tenía nada que ver con ellos… claramente no tenía relación alguna.

– ¿Has comentado esto con alguien?

– Tú eres la primera persona de fuera que lo sabe.

– ¿Y dentro del GICM?

– El comandante militar no está allí en este momento. Y cuando está, no es fácil verle. Le he transmitido mi gratitud a través de un intermediario.

– ¿Tu gratitud?

– ¿Qué se supone que debía hacer? Debería estar contento y orgulloso -dijo. Volvió a sumirse en el sofá, hundiendo la cara entre las manos, y sollozó dos veces.

– Y presupones que todo esto lo han hecho para mantenerte «cerca», para controlarte, para estar menos intranquilos contigo.

– Nadie salvo el radical más loco querría que su hijo fuera muyahidín… potencialmente un terrorista suicida. Todas esas patrañas que se oyen en la televisión de Francia o Inglaterra sobre el honor y el paraíso y las setenta y dos vírgenes no es más que una gilipollez. Hay gente que piensa así en Gaza, o en Irak, o en Afganistán, pero en Rabat ni hablar, al menos en mi círculo.

– Vamos a pensar todo esto despacio -dijo Falcón-. ¿Qué pretenden conseguir con esta maniobra? Si es para mantenerte cerca, entonces…

– Quieren infiltrarse en mi hogar -dijo Yacub. Y luego, tocándose la sien, añadió-: Quieren infiltrarse en mi mente.

– Como no están convencidos de que puedan controlarte, ¿han decidido controlar a la gente de tu entorno?

– Lo único por lo que les intereso es que saben que puedo vivir «convincentemente» en los dos mundos: el islámico y el laico, en Oriente y Occidente. Eso no significa que les guste. No les gusta que mi hija de dieciséis años, Leila, vaya a la playa en bañador.

– ¿Os han estado vigilando en la playa?

– Cuando estábamos de vacaciones en Esauira, nos observaban, Javier -dijo Yacub-. Abdulá ha dejado de tocar música, cosa que pensé que era una bendición al principio, pero ahora me desespero por que vuelva a ser normal. Y lee el Corán, ¿te imaginas? Ya no juega con juegos de ordenador. Eché un vistazo al historial de su navegador… son todo sitios web islámicos, política palestina, Hamas frente Al Fatah, la Hermandad Musulmana…

– ¿De dónde viene esta influencia?

Yacub volvió a encogerse de hombros.

¿Lo sabe? ¿Por qué no me lo dice?, pensó Falcón. ¿Es alguien cercano a él? ¿Alguien de su familia extensa? Cuando lo reclutaron, Yacub declaró que no renunciaría a ningún miembro de su familia.

– Encontraron la manera de adentrarse en la familia -dijo Yacub-. Y ya sabes, hasta que Abdulá vino a contarme la noticia el viernes pasado, no pensé que la evolución de los últimos tiempos fuera nada malo. Es bueno que los adolescentes tengan algo serio en la vida, algo distinto de los videojuegos violentos y el hip-hop…, pero ¿hacerse muyahidín?

– Sé que te resulta difícil mantener la calma con todo esto -dijo Falcón-. Pero no hay peligro inmediato si, tal como dices, intentan mantenerte cerca. Tenemos tiempo.

– Han alejado a mi hijo de mí -dijo Yacub, que se tapó los ojos y volvió a sollozar, antes de volver a mirar a Falcón, irritado-. Está en uno de los campos de entrenamiento. Veinticuatro horas al día y siete días por semana. Cuando no corren por las montañas o en pistas americanas, hacen adiestramiento en el manejo de las armas y la fabricación de bombas. Y cuando todo eso se acaba, los enchufan al islam radical. No tengo idea de lo que volverá a mí, pero estoy seguro de que no será el Abdulá que conocía. Será su Abdulá. ¿Y entonces cómo viviré? ¿Mirando por encima del hombro a mi propio hijo?

La enormidad del aprieto de Yacub fue un gran golpe para Falcón. Tres meses antes, le había pedido a Yacub que diese lo que habría debido ser un paso personal hacia el islam radical. Le habida sorprendido la rapidez con que Yacub se adentró en la organización del GICM. Eso sólo podía significar que tenía algo que les interesaba. Y ahora el GICM se estaba protegiendo por medio de la estrategia de cercar no sólo a Yacub, sino también a toda su familia. Y, lo que es peor, no había salida. El islam radical no era algo de lo que uno pudiera retractarse. Una vez admitido en la estrecha fraternidad y sus secretos, no había vuelta atrás. No lo permitían. No era muy distinto -y Falcón no daba crédito a que estuviese pensando esto- a formar parte de una familia mafiosa.

– No tienes que decir nada, Javier. No hay nada que decir -dijo Yacub-. Sólo necesitaba contárselo a alguien y eres la única persona que tengo.

– ¿No quieres que hable de esto con Pablo en el CNI?

– ¿Con Pablo? ¿Qué ha pasado con Juan? -dijo Yacub-. Juan es el que tiene experiencia.

– A Juan lo prejubilaron la semana pasada -dijo Falcón-. Lo echó todo a perder con el atentado de Madrid. Además, la valoración que hicieron de su trabajo en el atentado de Sevilla tampoco fue muy buena. Pablo es bueno. Tiene cuarenta y dos años. Cuenta con mucha experiencia en el norte de África. Está totalmente comprometido.

– No, Javier, no debes contárselo a nadie -dijo Yacub, afrontando con la palma de la mano la amenaza de una cuchilla de picar-. Si lo haces, lo utilizarán. La gente de los servicios secretos razona así: es vulnerable, vamos a utilizarlo. Y por eso tienes que estar tú siempre entre ellos y yo. Tú eres y siempre serás el único que de verdad entiende mi situación.

Falcón empezó a sentir algo parecido a un calambre en las tripas. Esto era distinto al peso muerto de su responsabilidad en este asunto. Eran unas cuantas piedras más en la mochila ya sobrecargada. Era el nudo del miedo. Se veía abocado a decidir si Yacub era fiable o no. Dada la elección entre su hijo, Abdulá, y la cara anónima de los servicios secretos españoles, no había duda de lo que elegiría Yacub. Lo había dicho desde el principio y el CNI había aceptado las condiciones.

– ¿Qué puedo hacer para aliviar tu situación? -preguntó Falcón.

– Tú eres un buen amigo, Javier. El único amigo de verdad que tengo -dijo Yacub-. Serás el único que me ayude en el plan de salvar a mi hijo.

– Dudo que pueda dejar de ser muyahidín muy fácilmente, sobre todo después de haber estado en uno de los campos.

– Creo que la única manera de apartarlo de ahí sería conseguir que lo detuviesen cuando se dirigiese a una misión -dijo Yacub.

– Serían circunstancias extraordinarias -dijo Falcón-. Para que el GICM te informase de lo que se planeaba… a no ser que tú estuvieses directamente implicado.

– Ahí lo tienes, Javier -dijo Yacub-. También dependería mucho de si mi supervivencia se considerase crítica.

Falcón y Yacub se miraron durante un tiempo, mientras el humo se elevaba constantemente desde los dedos de Yacub y se disipaba sobre su cabeza rasurada.

– ¿Cómo? -preguntó Falcón-. Me parece increíble que tú hayas dicho esas palabras.

– Éramos ingenuos, Javier. Tenemos una mentalidad absurdamente idealista. No fue casual que te eligieran a ti para reclutarme. Todas las agencias de servicios secretos tienen personal específicamente contratado para evaluarte, para percibir si tienes la fortaleza y la debilidad necesarias para el trabajo que se requiere de ti. No me refiero a si eres un buen gestor de recursos humanos o si controlas el estrés, sino a si, en terminadas circunstancias, serías capaz de torturar a alguien para obtener la información necesaria o…

– O si eres lo bastante ingenuo para ser totalmente maleable, o quizá, totalmente predecible -dijo Falcón.

– El CNI vio en ti una necesidad. Conocían tu historial. Sabían que ya no veías el mundo con la estrechez de miras que caracteriza a la mayor parte de la gente, que exigías una perspectiva distinta. Te lo inculcaron. Y tú me lo inculcaste a mí. No sabíamos con qué clase de gente íbamos a tratar. Posiblemente nos figurábamos que serían como nosotros, y que podríamos adentrarnos en su mundo bajo la superficie de la vida cotidiana y cambiar las cosas. ¿Y qué sucede? Nos encontramos con mentes absolutamente implacables que nos ponen contra las cuerdas y nos obligan a comportarnos, pues si no…

Falcón echó un vistazo a la sala casi a oscuras. Aquella situación -el encuentro en un piso anónimo de Madrid para discutir una dramática evolución secreta- estaba tan apartada de la vida real que de pronto se desesperó por salir a la superficie; sin embargo, a semejanza del buzo rodeado de tiburones que todavía tiene que descomprimir, debía tener paciencia, sin caer presa del pánico.

– Te enfrentas a una situación en la que nos puedes proporcionar información sobre un atentado inminente, lo que nos permitirá interceptar al grupo de Abdulá y detenerle, pero…

– Esto socavará irrevocablemente mi posición en el GICM y seré ejecutado de inmediato.

– No -dijo Falcón.

– Sí -dijo Yacub-. Es la única manera.

– Pero date cuenta de que lo que ocurrirá es que Abdulá acabará en la cárcel, donde se aproximará a los elementos radicales que existen en las cárceles españolas, y saldrá aún más convencido de lo que entró. Después de cumplir condena, será acogido de nuevo en el grupo, y lo único que habrás conseguido es tu propia muerte -dijo Falcón-. Déjame que me asesore con alguien que tenga experiencia en este asunto. Pablo y otros miembros del CNI han debido de enfrentarse a este tipo de situación con anterioridad. Tendrán alguna idea sobre cómo abordarla.

– Eres mi amigo -dijo Yacub-. Estoy en esto por ti. Vamos, yo quería hacer esto y tú eras el único en quien podía confiar. No quiero que se lo digas a los demás. En cuanto lo hagas, perderé el control y empezarán a controlar ellos la situación; y, créeme, velarán por sus intereses, no por los míos. Cuando te des cuenta, estaremos en un salón lleno de espejos, sin saber en qué dirección seguir. Y se trata de mi hijo, Javier. No puedo permitir que lo absorban, que lo manipulen, que lo conviertan en una pieza más del juego, un asesino en masa fanático, que en su mente adolescente crea que si mata y se deja mutilar…

– Yacub, estás sacando el tema de quicio.

– Es mi lado marroquí -dijo, mientras se levantaba de golpe y empezaba a pasear por la habitación, rascándose las cicatrices infantiles de la cabeza, que habían salido a la luz con la severidad del corte de pelo-. Me emociono mucho. Parece que no puedo tranquilizarme, o mejor dicho, sí que puedo tranquilizarme. Ya me tranquilizo. ¿Y sabes cómo lo hago?

Falcón esperó a que Yacub volviese a su línea de visión, pero Yacub se inclinó sobre el respaldo del sillón, con la cara tan cerca que Falcón percibió el intenso aliento de tabaco.

– Me imagino a Abdulá a salvo… de todo esto… de esta locura. Me imagino bajo una mortaja y veo salir el sol a través del algodón, siento la brisa que roza la tela, y estoy en paz por primera vez en mi vida.

– Prueba con una visión alternativa, Yacub. No seas tan fatalista. Imagínate en casa con Abdulá, con su mujer y sus nietos en tu regazo. Prueba a conseguir eso en lugar de tu muerte y su encarcelamiento.

– Lo haría si no fuese un sueño absurdo, un ideal imposible -dijo Yacub-. El chico ya forma parte de la organización. No piensa en chicas, ni en casarse ni en tener hijos. La vida normal se ha convertido en una existencia miserable para él. Desprecia su infancia de lujos y caprichos. Lamenta las horas perdidas con la Gameboy. Toda su adolescencia es una trágica inconsciencia para él. No hay manera de convencerlo de que se eche atrás. La ironía de todo eso es que, al ingresar en ese nuevo mundo, para mí se ha convertido en un alma perdida. Deambula por un mundo de muerte, destrucción y martirio. Mientras se me revuelve el estómago sólo de pensar en un mercado de Bagdad con doscientos muertos civiles, mujeres y niños, como un osario humeante y ennegrecido, Abdulá sonríe beatíficamente ante la gracia imaginada del mártir que ha cometido esa impía atrocidad.

– Entonces, ¿has vuelto a verle desde que se fue al campo de entrenamiento hace una semana? -preguntó Falcón, confuso por cómo podía haber sabido todo eso Yacub.

– La intención fundamental de mi ingreso en el GICM desde el principio era propiciar uno de sus atentados internacionales -dijo Yacub, eludiendo la pregunta, para ganar tiempo-. Esto significa, como sabes, que tengo acceso sin precedentes al ala militar del GICM. En cuanto Abdulá me contó la noticia, conseguí que me mostrasen su campo de entrenamiento. Pasé algún tiempo allí. Pasamos un par de tardes juntos en las que pude ver el profundo cambio de su mente juvenil.

– ¿Pero no conseguiste ver al comandante del ala militar?

– No, como te dije, no estaba -dijo Yacub, dando la espalda a Falcón para observar las cortinas corridas-. Tuve que transmitirle mi gratitud por este honor a través de uno de sus oficiales.

«¿Fue realmente así?», se preguntó Falcón mientras se acercaba a Yacub junto a la ventana. Se abrazaron y pudo vislumbrar su propia cara confusa por encima del hombro de Yacub en el único espejo de la sala.

– Amigo mío -dijo Yacub, con su aliento cálido en el cuello de Falcón-. Qué bien me conoces.

«¿De verdad?», pensó Falcón. «¿De verdad te conozco?»

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