Calle Bustos Tavera, Sevilla. Viernes, 15 de septiembre de 2006,15.50.
Había dos personas en el mundo por las que Falcón lo dejaría todo. Una era Consuelo Jiménez y la otra Yacub Diuri. Desde que localizó a Yacub cuatro años antes, se había convertido en el hermano menor que nunca había tenido. Debido a su pasado difícil, Yacub tenía una habilidad especial para comprender la complejidad de los horrores familiares que provocaron la crisis mental absoluta de Falcón en 2001. Gracias a las mutuas confidencias, Yacub se había convertido en sinónimo de la reafirmación de la salud mental de Falcón. Ahora, después del atentado de Sevilla, era algo más que un amigo y un hermano. Había pasado a ser el espía de Falcón. Los servicios secretos españoles, el CNI, en su repentina y desesperada necesidad de agentes en los países árabes más próximos, había investigado la especial relación entre Falcón y Yacub Diuri. Después de ver que otros servicios secretos occidentales fracasaban en el intento de reclutar a Yacub, utilizaron a Falcón para traerlo a su redil.
Por este motivo, cuando Falcón recibió un mensaje de texto de Yacub Diuri mientras cruzaba el patio delante del estudio de Marisa, fue inmediatamente en busca de una cabina. No habían vuelto a hablar desde el breve respiro en Esauira el mes anterior. Su única comunicación había sido de «trabajo», a través de la página web cifrada de los servicios secretos. El CNI había hecho hincapié en que no se mantuviera contacto físico con Yacub desde que éste logró penetrar en el grupo islámico combatiente marroquí, el GICM, en los días posteriores al atentado de Sevilla. Era este grupo el que había almacenado cien kilos de un fuerte explosivo, el hexógeno, en una mezquita situada en un sótano de un barrio residencial de Sevilla. Yacub había averiguado cómo se iba a utilizar ese hexógeno, y por tanto al CNI le preocupaba que hubiesen descubierto su tapadera. Hubo unos días de tensión en París, durante los cuales llegaron a pensar que podrían haber asesinado al nuevo agente. Tales temores eran infundados. Yacub regresó a Rabat, pero el CNI seguía tan nervioso que el único contacto que autorizaron fue durante las vacaciones de agosto de Falcón, que se habían programado en abril, dos meses antes del reclutamiento de Yacub Diuri.
Tardó tiempo en encontrar una cabina. Falcón dedujo por el SMS, tal como habían acordado en Esauira, que debía ser una conversación privada y no convenía utilizar el teléfono de casa ni el móvil para hacer la llamada.
– Estoy en Madrid -dijo Yacub, con la voz algo trémula.
– Te noto un poco nervioso.
– Tenemos que vernos.
– ¿Cuándo?
– Ahora… lo antes posible. No te pude avisar antes porque… bueno, ya sabes por qué.
– No sé cómo puedo escaparme de aquí sin previo aviso.
– No te estoy pidiendo esto sin motivo, Javier. Es complicado e importante. Es lo más importante que ha ocurrido hasta ahora.
– ¿Es de trabajo?
– Es de trabajo y es personal.
Falcón tenía otra cosa «personal» programada para esa noche. Tenía una cena con Consuelo, los dos a solas. Otra cita en el proceso gradual de acercamiento entre ambos.
– ¿Quieres decir esta noche? -preguntó Falcón.
– Antes.
– Parece que quieres que coja el próximo tren.
– Eso estaría bien -dijo Yacub-. Es muy importante.
– Tendré que idear una razón plausible para…
– Estás inmerso en una investigación internacional. Debe de haber cientos de razones para venir a Madrid. Llámame cuando sepas en qué tren vienes. Te informaré de dónde voy a estar. Y, Javier… no le digas a nadie que vienes a verme.
Era curioso que, después de tanto tiempo, siguiera habiendo momentos que requerían un cigarrillo inmediato. Fue en coche a la estación de Santa Justa, se topó con un atasco y llamó al inspector jefe Luis Zorrita para decirle que necesitaba hablar con él sobre las pruebas de Marisa Moreno. ¿Tenía tiempo esa misma tarde? Zorrita se sorprendió; el caso estaba cerrado. Falcón dijo que quería tratar también otros asuntos. Acordaron verse lo más cerca posible de las siete de la tarde.
Se le ocurrió una cosa mientras reproducía en su mente la conversación con Yacub. Se preguntaba si ese problema «de trabajo y personal» guardaría relación con la homosexualidad de Yacub. Aunque Yacub era un hombre felizmente casado con dos hijos, tenía esa otra vida secreta, cosa que, para el GICM radical islámico, sería inaceptable.
El tráfico se despejó. Falcón siguió adelante, llamó a su número dos, el inspector José Luis Ramírez, cuya pugnacidad imperturbable había dado paso a una mezcla de ira y entusiasmo por ver los discos que habían encontrado en el maletín de Vasili Lukyanov.
– No te lo vas a creer -dijo-. Un concejal con dos chicas a la vez. Un urbanista dándole por el culo a una adolescente. Un inspector urbanístico esnifando cocaína en las tetas de una negra. Ese tipo de cosas. Va a ser una bomba en la Costa del Sol, si sale a la luz.
– No lo permitas. Ya conoces las normas. Un solo ordenador en nuestro departamento…
– Relájate, Javier. Está todo bajo control.
– Hoy no voy a volver por la oficina -dijo Falcón-. ¿Te veo mañana?
– Elvira no está. Anda la cosa tranquila por aquí. Vendré por la mañana y me quedaré más si quieres, aunque preferiría irme.
– Ya veremos cómo va la cosa -dijo Falcón-. Que tengas buen fin de semana.
– Espera un segundo, el tipo del GRECO, Vicente Cortés, ha venido hace un rato a buscarte. Quería decirte que ha recibido un informe sobre un ruso que ha aparecido en las montañas, detrás de San Pedro de Alcántara, con una bala de nueve milímetros en la cabeza. Alexei no sé qué. Buen amigo del tipo que encontrasteis en la autopista con una barra de acero clavada en el corazón. ¿Significa algo?
– Más para Cortés que para mí -dijo Falcón, y colgó.
En la estación de Santa Justa, Falcón averiguó que el siguiente AVE para Madrid era a las 16.30, de manera que llegaría justo a tiempo para reunirse con el inspector jefe Zorrita. Llamó a Yacub desde un teléfono de la estación, intentando averiguar cuándo volvería a Sevilla y si sería posible llegar a la cena con Consuelo. Lo deseaba. Lo necesitaba. Aunque el avance fuera lento.
– Reúnete primero con Zorrita -dijo Yacub-. Ya te diré después dónde nos vemos.
Falcón comió algo poco memorable, se bebió una cerveza, se tomó un café solo y subió al tren. Quería dormir, pero tenía demasiadas interferencias cerebrales. La mujer que iba delante de él hablaba con su hija por el móvil. Tenía intención de volver a casarse y a su hija no le hacía mucha gracia. Vidas complicadas, que se complicaban más a cada minuto.
El director de la cárcel llamó para decir que Esteban Calderón había presentado una solicitud para consultarse con un psicólogo.
El tren pasaba como un rayo por las ocres llanuras resecas del norte de Andalucía.
¿Qué había sido de la lluvia?
– No quiere que le visite el psicólogo de la cárcel -dijo el director-. Quiere que sea esa mujer que tú conoces, pero no recuerda cómo se llama.
– Alicia Aguado -dijo Falcón.
– Tú no eres el encargado de la investigación del caso del señor Calderón, ¿verdad?
– No, pero voy a reunirme esta tarde con el encargado del caso. Le diré que se ponga en contacto contigo.
Colgó. La mujer de delante acabó de hablar con su hija. Giró el móvil en la mesa con una larga uña pintada. Levantó la vista, esa clase de mujer que siempre sabe cuándo la observan. Ojos peligrosos de sálvame la vida, pensó Falcón. La hija se preocupaba con razón.
Llevaba despierto desde antes de las tres y todavía no había entrado en letargo. Cerró los ojos ante la peligrosa mirada de los ojos de enfrente, pero no logró descender de ese estado confuso al borde de la inconsciencia. Ahora que le preocupaba no poder verla esa noche, Consuelo emergió en su mente. Se habían conocido cinco años antes, cuando Consuelo era la principal sospechosa en el asesinato de su marido, el restaurador Raúl Jiménez. Un año después volvieron a encontrarse y se liaron. Falcón lo pasó mal cuando ella decidió cortar, pero, según había descubierto recientemente, Consuelo tenía ya bastantes problemas, que la habían llevado a la consulta de la psicóloga clínica ciega Alicia Aguado. Ahora llevaban tres meses intentando volver. Él la veía más feliz. Consuelo estaba introduciéndolo en su vida gradualmente: sólo lo veía los fines de semana y casi siempre en situaciones familiares, con su hermana y los niños. A él no le importaba. Su trabajo había sido agotador. Consuelo también estaba ampliando el negocio del restaurante que le dejó Raúl Jiménez. Falcón disfrutaba con la integración que sentía en la mesa familiar. No le hubiera importado tener más sexo, pero la comida siempre estaba bien, y en los momentos de soledad iban avanzando poco a poco.
Cuando pensaba en Consuelo siempre aparecía Yacub. Ambos estaban inextricablemente unidos en su mente. Uno había llevado a la otra. La atracción inicial de Falcón y Consuelo surgió a raíz de la fascinación por la fatalidad del hijo menor de Raúl Jiménez de su primer matrimonio, Arturo, que había desaparecido a mediados de la década de los sesenta y nunca volvió a aparecer. El chico había sido secuestrado por un empresario marroquí como acto de venganza contra Raúl Jiménez, que había dejado embarazada a la hija del empresario, de doce años, y luego huyó de nuevo a España. Después de su breve aventura con Consuelo, Falcón decidió buscar a Arturo, con la esperanza de que eso la acercase de nuevo a él. No funcionó, pero la recompensa fue descubrir que Arturo se había criado como uno de los hijos del empresario marroquí y había recibido el apellido familiar, de manera que se convirtió en Yacub Diuri.
Los pasados extraños -Falcón, que se había criado en España con Francisco Falcón hasta que descubrió que su verdadero padre era un artista marroquí, y Yacub, nacido en España, abandonado por su padre Raúl Jiménez y criado por su secuestrador marroquí en Rabat- habían sido el extraño fundamento de su intensa amistad. Y por primera vez, quizá como consecuencia de su estado de agotamiento, Falcón se percató de que su mente un tanto confusa reflexionaba, con la comprensión emocional de estos acontecimientos inusuales, sobre dónde estaría el hijo de la niña de doce años que se quedó embarazada de Raúl Jiménez: qué habría sido de él. Tenía que preguntárselo a Yacub.
La vibración de su móvil contra el pecho le hizo volver en sí con un sobresalto mientras pasaban como un rayo los campos polvorientos. Era su móvil de policía y atendió la llamada sin mirar el nombre en la pantalla.
– Oiga, inspector jefe Javier Falcón. No meta la nariz en lo que no es asunto suyo.
– ¿Quién es?
– Ya está avisado.
Se cortó la llamada. Verificó el número. Oculto. Plegó y guardó el teléfono. La mujer de enfrente lo miraba de nuevo. Al otro lado del pasillo también lo miraban. La paranoia, esa horrible enfermedad contagiosa, se acercaba. La voz en el móvil. ¿Tenía algún acento? ¿Cómo habían dado con su número de policía? Algo más incómodo que la satisfacción se abrió paso entre sus omóplatos cuando se percató de que, al presionar a Marisa Moreno, iba por buen camino. Escudriñó su mente en busca de algo de lo que pudiera hablar con el inspector jefe Zorrita. No quería molestarle con unas fisuras insignificantes en su caso de férrea solidez. Ahora las cosas empezaban a reafirmarse en su mente.
El tren entró en la estación de Atocha. Falcón llevaba años sin llegar a Madrid en el AVE y, cuando entró en la explanada principal, le llamó la atención el monumento conmemorativo a las víctimas de los atentados del 11 de marzo de 2004. Estaba allí de pie, observando las flores y las velas, cuando la mujer del tren apareció a su lado. Aquello era demasiado, pensó.
– Disculpe, creo que debe de ser usted -dijo-. Usted es Javier Falcón, ¿verdad? Quisiera darle la mano y decirle lo mucho que le admiro por lo que dijo por televisión, que iba a detener a los autores del atentado de Sevilla. Ahora que le he visto en persona, sé que no nos defraudará.
Le dio la mano, casi en estado de trance, y le dio las gracias. La mujer sonrió al pasar por delante de él y, en ese momento, Falcón se dio cuenta de que su otra mano ahora contenía un trozo de papel doblado. No sabía quién lo había puesto ahí, pero era suficientemente sensato para no mirarlo. Salió de la estación, cogió un taxi para desplazarse a la Jefatura. La nota doblada contenía una dirección cercana a la plaza de la Paja, en el distrito de Latina, e instrucciones para entrar por el garaje.
El inspector jefe Luis Zorrita le dio la bienvenida en su despacho. Vestía un traje azul oscuro, corbata roja y camisa blanca, estilo que insinuaba, salvo por la corbata, que iba todo lo informal que podía. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás, con raíles bien marcados que revelaban una frente con tres líneas atraídas hacia un punto focal situado sobre el puente de la nariz. A Falcón le sorprendió la notoria pinta de policía: no era posible confundirlo con ninguna otra cosa. Tenía capas de dureza superpuestas; el esmalte de la experiencia. Una mirada a los ojos, un apretón de manos, disipó toda posibilidad de que este hombre fuera un funcionario público o un empresario. Lo había visto todo, lo había oído todo, y toda su estructura familiar y su sistema de creencias le habían mantenido poderosamente sano.
– Pareces cansado, Javier -dijo, mientras se acomodaba en la silla-. Es el cuento de nunca acabar, ¿verdad?
Contemplaron por la ventana el mundo brillante y soleado que los mantenía tan ocupados. Los ojos de Falcón se volvieron hacia la mesa, donde había una foto de Zorrita con su mujer y sus tres hijos.
– No quería hablar de esto por teléfono -dijo Falcón-. Tengo un enorme respeto por el trabajo que hiciste el pasado junio en circunstancias muy difíciles…
– ¿Qué has averiguado? -preguntó Zorrita, interrumpiendo los preliminares, interesado por oír qué había pasado por alto.
– Por el momento… nada.
Zorrita se reclinó en el respaldo y cruzó las manos sobre el vientre plano y duro. Ahora que sabía que no tenía que enfrentarse a ningún error suyo, ya no estaba tan preocupado.
– Mi interés por este caso no es sacar del atolladero a un maltratador de mujeres y presunto asesino -dijo Falcón.
– Ese tío es un cabrón -dijo Zorrita con profundo desagrado desde detrás de su fotografía familiar-. Un cabrón… asqueroso y arrogante.
– Eso mismo está empezando a reconocerlo él mismo -dijo Falcón.
– Lo creeré cuando lo vea -dijo Zorrita, que era un hombre incapaz de complicarse en su vida amorosa, porque sólo habría en ella una mujer.
– El director de la cárcel acaba de llamarme para decirme que ha solicitado voluntariamente consultarse con un psicólogo.
– Por mucho que se hable del tema, por mucho que se desenmarañe la mierda que ocurrió entre él y sus padres, por mucha «luz» que se arroje sobre los «sentimientos», no se disipará el hecho de que pegó a la pobre mujer y luego la mató y, si tuviera la mínima oportunidad, como todos esos otros animales cobardes, volvería a hacerlo.
– No es de eso de lo que he venido a hablar contigo hoy -dijo Falcón, al observar que éste era un tema que encendía a Zorrita-. ¿Te importa que exponga el problema básico que tengo? En parte ya lo conoces, pero otras partes del asunto deben de ser nuevas para ti.
– Adelante -dijo Zorrita, todavía alterado.
– Como sabes, la destrucción de la escuela infantil y el edificio de pisos en el atentado de Sevilla del 6 de junio, hace tres meses, fue consecuencia de la detonación de unos cien kilos de hexógeno por medio de un artefacto más pequeño. Este fuerte explosivo fue almacenado por una célula logística del grupo terrorista marroquí, el GICM, en la mezquita situada en un sótano del edificio. El artefacto más pequeño estaba constituido por Goma 2 Eco, el mismo explosivo utilizado en los atentados del 11 de marzo aquí en Madrid en 2004. Antes de la explosión, la mezquita fue inspeccionada por dos hombres que se hicieron pasar por inspectores de obras municipales y que, según creemos, insertaron algún artefacto en la caja de fusibles, que se fundió y provocó un corte de electricidad. Estos hombres no han aparecido, ni tenemos a los electricistas que acudieron a reparar la caja de fusibles, a restaurar el suministro eléctrico y a hacer algún otro apaño, momento que aprovecharon, según creemos, para colocar el artefacto de Goma 2 Eco en el falso techo de la mezquita.
»La idea de la llamada Conspiración Católica era utilizar este atentado para culpar a los extremistas islámicos, de modo que pareciera que tenían planes de reconquistar Andalucía como parte del Imperio musulmán. Los conspiradores querían inclinar la opinión pública a favor del partido derechista minoritario llamado Fuerza Andalucía, que, al convertirse en nuevo socio del dirigente Partido Popular, pondría a los conspiradores al frente del Parlamento Autonómico Andaluz. No salió bien y los presuntos autores intelectuales de la trama, César Benito, miembro del consejo de administración de Horizonte, y Lucrecio Arenas, ex director ejecutivo del Banco Omni, que eran banqueros de Horizonte, fueron ejecutados pocos días después del atentado.
– ¿Y qué me dices de las tarjetas de llamada islámicas que aparecieron cerca de los cadáveres? -preguntó Zorrita.
– Nadie cree que esos asesinatos fuesen obra de ningún grupo islamista radical -dijo Falcón-. Se cree que fueron liquidados por sus conspiradores.
– Que hasta el momento son desconocidos.
– Estamos dando con ellos.
– ¿Y la compañía propietaria de Horizonte? -preguntó Zorrita, mirando con los ojos entreabiertos el sol de la tarde que entraba por la ventana-. Los medios intentaron presentarlos como un par de fundamentalistas cristianos americanos.
– I4IT es propietaria de Horizonte. Es un grupo de inversión americano dirigido por dos cristianos conversos, llamados Cortland Fallenbach y Morgan Havilland. Hasta ahora han permanecido apartados de esta situación para ser completamente intocables y, por motivos legales, todavía no hemos podido obtener acceso a las oficinas europeas de I4IT aquí en Madrid.
– Y presumiblemente se han quitado del medio a los Reyes Católicos, como ahora llama la prensa a César Benito y Lucrecio Arenas.
– Esto ha sido, y sigue siendo, un asunto peliagudo. El departamento de Contabilidad y Finanzas del CNI se está abriendo camino en el mundo de los paraísos fiscales. Benito y Arenas eran lo que se conoce en ese mundo como jengüís, individuos de elevado patrimonio. Sus activos están ocultos detrás de directores fiduciarios y accionistas y fondos de inversiones ocultos, no registrados. Sería una chiripa increíble que en los próximos meses alguien lograse, encontrar alguna pista sobre la que podamos trabajar.
– Así que estás bloqueado -dijo Zorrita-. Y toda España sabe lo que va buscando Javier Falcón.
– Sólo quiero lo que querría cualquier policía en mi lugar -dijo Falcón, inclinándose hacia adelante en la silla-: atrapar a los responsables de la inspección de la mezquita y de la colocación del artefacto de Goma 2 Eco, junto con los jefes que les ordenaron hacerlo.
Zorrita levantó la mano para tranquilizar a Falcón y asintió con la cabeza.
– No estáis consiguiendo nada de los sospechosos detenidos y los dos cabecillas han sido «ejecutados» -dijo Zorrita-. ¿Así que adonde más tienes que ir?
– He decidido examinar de cerca la violencia -dijo Falcón-. ¿Dónde accede a esa clase de violencia una panda de tipos sofisticados y conspiradores, como Lucrecio Arenas y César Benito?
– Tal como decías, todos los informativos y periódicos, aparte del ABC, llaman a esto Conspiración Católica. En vista de la obsesión nacional con el Opus Dei, la campaña de relaciones públicas de la Iglesia para contrarrestar todo esto ha sido una campaña sin precedentes -dijo Zorrita-. ¿Tiene el Opus Dei alguna división de Artefactos Explosivos Improvisados?
Los dos hombres se sonrieron.
– Lo que sabemos por nuestros sospechosos detenidos y otras investigaciones es que las motivaciones de Arenas no eran precisamente sus creencias católicas -dijo Falcón-. El jengüí hablaba desde el corazón.
– Y César Benito se dedicaba a la construcción -dijo Zorrita.
– Donde siempre hay grandes cantidades de dinero negro, que puede esconderse en el mundo de los paraísos fiscales.
– Pero no vais a llegar a ninguna parte siguiendo la pista del dinero -dijo Zorrita.
– Sólo a que indudablemente existe una labor de blanqueo de dinero en todo esto y que los dos hombres estaban forrados de propiedades en la Costa del Sol.
– La mafia rusa -dijo Zorrita-. Sé que hay una reacción visceral cuando se oyen las palabras «blanqueo de dinero» y «Costa del Sol» en la misma frase, pero después del reciente escándalo del Ayuntamiento de Marbella…
Falcón asintió.
– ¿Y tú crees que van a ser más fáciles de investigar que el mundo de los paraísos fiscales? -preguntó Zorrita.
– Simplemente observemos de cerca la violencia -dijo Falcón, levantando el dedo-. En las fechas próximas al atentado del 6 de junio hubo cinco manifestaciones violentas. La primera fue el asesinato de Tateb Hassani, que era una pieza fundamental de la conspiración, porque redactó en caracteres árabes los planes extremistas de tomar Andalucía. Apareció en el basurero de Sevilla, envenenado y mutilado, la mañana de la explosión. Asesinado porque: a) sabía demasiado, b) siempre sería un punto vulnerable de la conspiración y. c) con aquel suceso se manchaban las manos de todo el mundo. La segunda manifestación violenta fue la bomba en sí, que, como decía, estaba pensada para apuntar como sospechoso al extremismo musulmán, al tiempo que se incrementaba el prestigio de Fuerza Andalucía, convirtiéndolo en el socio predilecto del dirigente Partido Popular.
– La tercera, presumiblemente, fue el asesinato de la mujer de Esteban Calderón -dijo Zorrita-, que desbarató la investigación sobre el atentado de Sevilla.
– Y la cuarta y la quinta fueron las ejecuciones de Lucrecio Arenas y César Benito -dijo Falcón-. Tenían que morir en cuanto detuvimos a la otra mitad de la conspiración, porque había vínculos directos entre ellos. Era cuestión de tiempo hasta que Arenas y Benito delatasen a los terroristas que habían contratado.
– Así que hay un motivo claro en cada caso.
– Excepto en el de Calderón -dijo Falcón.
– Él pegaba a su mujer, eso estaba claro, y nunca lo ha negado -dijo Zorrita-. Si no la mató, ¿por qué no llamó a la policía cuando descubrió el cadáver de su mujer en el piso? ¿Por qué intentó deshacerse del cadáver en el río?
– Cometió un grave error de juicio.
– Y que lo digas.
– Otra perspectiva -dijo Falcón-. ¿Qué era lo peor que le podía pasar a nuestra investigación sobre el atentado de Sevilla?
– Estoy de acuerdo, perder a Calderón en aquel momento fue un desastre para vosotros.
– Estaba en la cúspide de su carrera -dijo Falcón-. Iba bien encaminado. Mantenía alejados a los medios de mi equipo, de los tipos de contraterrorismo y del CNI. Si estuvieras en la cima de tu carrera, ¿elegirías ese momento para matar a tu mujer?
– Eligió ese momento para empezar a maltratarla.
– Y eso es importante.
– ¿Por qué?
– Porque creo que cuando Marisa Moreno vio a Inés en los jardines Murillo de alguna manera descubrió que estaba siendo maltratada -dijo Falcón-. Acabo de hablar con ella, para formarme una idea de sus orígenes familiares. Su madre natural «desapareció» en Cuba. Su actitud ante su padre muerto no es precisamente respetuosa. Era, como Calderón, un mujeriego empedernido. Tenía más tiempo para la madrastra sevillana que ella para él.
– Esto no va a llevar a ninguna parte en los tribunales, Javier.
– Lo sé; lo que intento hacer aquí es encontrar debilidades. El único asesinato sobre el que tengo una muy ligera duda es el de Inés.
– Pero yo no, Javier.
– Dos horas después de ir a ver a Marisa, esta tarde recibí una llamada anónima que me dijo que no metiera la nariz en los asuntos que no eran de mi incumbencia.
– No fui yo -dijo Zorrita con cara de póquer.
Se rieron.
– ¿Qué más te contó Marisa? -preguntó Zorrita-. Tendrás algo más que eso.
– Decidí ir a ver a Marisa para clavar un clavo en el avispero, para ver qué pasaba -dijo Falcón-. Lo único que tenía para ir allí era algo que encontró una de mis agentes mientras intentaba sacar a la luz algún trapo sucio sobre Marisa.
– Marisa no tenía antecedentes penales, lo sé -dijo Zorrita.
– Lo único que encontró mi agente fue que Marisa había dado parte de la desaparición de su hermana.
– ¿Cuándo?
– Hace ocho años.
– Te estás aferrando a una esperanza vana, Javier.
Falcón estaba tentado de contarle a Zorrita lo de la talla de madera de Marisa, pero otro vistazo al álbum de fotos de la mesa le disuadió de hacerlo. Se sentía débil ante la firmeza de Zorrita, pero aun así resistió la tentación de señalar todos los demás defectos menores que había encontrado.
– Marisa no es tonta -dijo Falcón-. Si despreciases a tu padre mujeriego, ¿te sentirías atraído por un mujeriego incorregible?
– Dudo que fuera la primera vez que ocurría -replicó Zorrita, que aún se sentía tan sólido como una roca.
– Su hermana volvió a desaparecer, pero esta vez era mayor de edad.
– Así que Marisa no recurrió a la policía.
– Su hermana es la única pariente que tiene Marisa. El padre, la madre y la madrastra murieron. ¿Te encogerías de hombros si tu hermana se volviese a escapar?
– Si no me importase, sí -dijo Zorrita.
– A ella sí le importa -dijo Falcón.
– Te queda mucho camino que recorrer con esto, Javier.
– Lo sé -dijo Falcón-. Sólo quería preguntarte si te importaría que escarbase un poco.
– Escarba, Javier. En vista de cómo vas, acabarás en Buenos Aires.