Casa de Consuelo, Santa Clara, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 13.30
Consuelo encontró un móvil viejo, pero sin batería, así que decidió recargarlo. Calculó que con media hora de carga tendría suficiente energía. Abajo se oían voces. La ponía nerviosa hacer la llamada en casa. Si ocurría algo y tenía una reacción emocional, la oirían y eso pondría en peligro la seguridad de Darío.
El policía de la puerta no se inmutó cuando Consuelo pasó por delante. Se fijó en que el poli tenía la cabeza apoyada en la pared. Estaba dormido. En la cocina, el técnico y el agente de enlace de la familia mantenían una de esas inacabables conversaciones sevillanas sobre todo lo que les había ocurrido a ellos y a sus familias en la vida. Consuelo les preparó café, se lo sirvió y se llevó el suyo al salón. Observó al segundo policía sentado junto a la piscina. Estaba desplomado en la silla. La temperatura exterior era de 40º C. También debía de estar dormido. Siguió pasando el tiempo hasta que ya no pudo más.
Volvió a subir. El teléfono se había cargado lo suficiente. Guardó el número de teléfono del correo electrónico en la memoria del teléfono, pues no sabía si, en su estado emocional, podía confiar en la memoria. Llamó al proveedor del servicio y cargó veinticinco euros en la tarjeta prepago. Se calzó unas bailarinas planas, volvió a bajar las escaleras, pasó por delante del primer policía, por delante de la cocina y atravesó las puertas correderas. Bordeó la piscina. El policía no se movió. Al fondo del jardín había una tosca interrupción del seto en el punto donde se abría una puerta que daba a la propiedad contigua. Estaba oxidada y, que ella supiera, nunca se había abierto. Saltó por encima y apareció en la caseta de la piscina del vecino.
Marcó el número. Sonó el tono de llamada infinidad de veces. Contuvo el miedo, la aprensión y la galopante inquietud, pero cuando descolgaron, seguía sintiendo algo como acero frío en el estómago.
– Diga.
No salió nada de su garganta paralizada.
– ¡Diga!
– Soy Consuelo Jiménez y me han dicho que llame a este número. Ustedes tienen a mi…
– Momentito.
Se oyó una conversación ahogada. El teléfono cambió de manos.
– Escuche, señora Jiménez -dijo una nueva voz-. ¿Entiende por qué le hemos quitado a su hijo?
– No sé muy bien quiénes son ustedes.
– ¿Pero entiende por qué le han quitado a su hijo?
Dicho así casi se desmorona.
– No -respondió.
– Su amigo, Javier Falcón, el inspector…
– No es mi amigo -le espetó Consuelo.
– Qué lástima.
Consuelo no estaba segura de por qué el hombre había dicho eso: ¿le entristecía que hubieran roto, o lo sentía porque Falcón podría ser útil?
– Se necesitan amigos en un momento así -dijo la voz.
– ¿Para qué lo necesito a él? -preguntó Consuelo-. Él es la causa de todo esto.
– Es bueno que comprenda eso.
– Lo que no entiendo es por qué me han quitado a mi hijo a causa de sus investigaciones.
– Se le advirtió.
– ¿Pero por qué mi hijo?
– No me cabe duda de que usted es buena persona, señora Jiménez, pero hasta usted, en su negocio, debe de comprender la naturaleza de la presión.
– La naturaleza de la presión -dijo ella, con la mente en blanco.
– La presión directa siempre encuentra resistencia. Sin embargo, la presión indirecta es una cosa mucho más complicada.
Silencio, hasta que Consuelo se dio cuenta de que se requería su respuesta.
– Y quieren que yo aplique… cierta presión indirecta, ¿verdad?
– Hubo un accidente de coche en la autopista entre Jerez y Sevilla hace unos días, en el que murió un ruso llamado Vasili Lukyanov -dijo la voz-. El inspector jefe Falcón se hizo cargo de este accidente, porque había mucho dinero en el maletero, ocho millones doscientos mil euros, y numerosos discos, que contenían vídeos de hombres y mujeres en situaciones comprometidas. Quisiéramos que nos devolvieran el dinero y los discos. Si logra convencer al inspector jefe Falcón de que actúe por usted, no le ocurrirá nada a su hijo. Lo liberaremos, le doy mi palabra. En cambio, si usted decide implicar a otras instancias, o si su amigo echa mano de otros recursos, le devolveremos a su hijo, señora Jiménez, pero a trozos.
Se cortó la llamada. Consuelo vomitó la horrible bilis que le ardía en la garganta y las narinas. Dio vueltas bajo el inmenso cielo blanco y cayó contra la caseta de la piscina, jadeando, con la cara y el cuello sudorosos. Se limpió la nariz, tosió, resolló. Estallaron más lágrimas de frustración. Se acordó del policía que estaba junto a la piscina. Se tranquilizó. Volvió a su jardín. Entró subrepticiamente en la casa. Subió las escaleras. Se desnudó y se dio una ducha. La primera idea sólida que tomó forma en su mente era: ¿acababa de hacer algo muy estúpido?
– ¿Dónde estás? -preguntó Falcón.
– Estoy con el inspector Ramírez en la Jefatura -dijo Cristina Ferrera-. Estamos redactando el informe sobre Marisa Moreno.
– ¿Habéis conseguido algo más, aparte de los trajes de papel?
– Un testigo. Una mujer de veintitrés años vio a los tres hombres en la calle Bustos Tavera, pero no sabe con seguridad a qué hora. Cree que fue alrededor de medianoche, lo que probablemente encaja. Volvía a casa antes de lo previsto, porque se encontró mal en una discoteca de La Alameda.
– ¿Pudo verlos bien?
– Perdió los nervios, no le gustaba la… no le gustaba mucho la pinta que tenían, porque no había mucha luz en aquella calle por la noche. No había farolas encendidas. Pero le dio mala espina la situación. Dio un rodeo para evitarlos.
– ¿Altura, peso, complexión?
– Dos tipos más o menos de la misma estatura, de un metro ochenta y cinco o metro noventa, y parecían pesar más de cien kilos. El tercero era muy bajo y fornido. Dijo que era fornido y musculoso. Con el cuello ancho. Le pareció que podía haber sido culturista. Uno de los tipos más altos llevaba una bolsa de basura llena. La otra cosa que dijo es que, aunque no pudo ver sus facciones, sabía que no eran españoles. Algo relacionado con la forma de la cabeza.
– La descripción del último tipo es muy interesante -dijo Falcón-. Coincide con la descripción que me dio un testigo del doble asesinato de Las Tres Mil.
– Lo recibimos por la radio de policía.
– Dile a Ramírez que los dos cadáveres del piso del camello de Las Tres Mil están relacionados con lo que él está investigando. Aníbal Parrado es el juez de instrucción de los dos casos. Nos reuniremos todos en el edificio de los juzgados esta tarde, aún no se ha fijado la hora. ¿Qué me dices de los tres nombres de empresarios que te pedí que inspeccionases?
– Juan Valverde está en Madrid en este momento y Antonio Ramos está en Barcelona, pero dónde van a estar próximamente es otro asunto. Sus ayudantes personales han recibido instrucciones de no comunicar ese tipo de información -dijo Ferrera-. Así que saqué todos sus datos de los archivos de identificación y se los envié a un contacto mío de la Comisaría General de Información, que trabaja en antiterrorismo. Tienen acceso a las líneas aéreas, trenes, aviones privados, y pueden averiguar si esas personas se van a desplazar en los próximos días… suponiendo que hayan hecho alguna reserva. También van a inspeccionar al asesor americano, Charles Taggart. Obtuve sus datos en la oficina de visados. No pude averiguar dónde está en este momento. No está directamente contratado por I4IT Europa. Lo único que sé es que no estaba en su oficina de Madrid, ni en la oficina de Horizonte en Barcelona.
– No pretendía que llegases a ese nivel de detalle -dijo Falcón-. Tenemos que hablar con esos hombres cara a cara. No quisiera ir a Madrid y encontrarme con que están en Frankfurt.
– Pensaba que era más siniestro que eso -dijo Ferrera-. Aun así, mi contacto conseguirá toda la información y la puedes utilizar contra ellos si la cosa se pone difícil. El inspector Ramírez quiere hablar contigo.
– Sólo quería avisarte, Javier -dijo Ramírez-, de que el comisario Elvira ha llamado para preguntar dónde estabas. Y acabo de ver a nuestro querido amigo, el jefe superior Andrés Lobo; después de darme uno de sus típicos saludos de «vete a tomar por culo», también me preguntó dónde estabas.
– ¿Y por qué no me llaman?
– Según mi experiencia, nunca te llaman cuando te van a dar una patada -dijo Ramírez-. ¿Has molestado a alguien recientemente?
– ¿Has oído hablar de un tipo llamado Alejandro Spinola?
– Ese cabrón lameculos.
– ¿Así que lo conoces?
Pausa.
– No -dijo Ramírez, como si eso fuera evidente-. Pero sé reconocer a un cabrón lameculos en cuanto lo veo. Y sé que trabaja en la Alcaldía y es el hijo del juez decano… así que no le llamo gilipollas a la cara.
– Fue él quien presentó a Marisa a Esteban Calderón.
– ¡Aja! -dijo Ramírez, como si todo el caso se le hubiera abierto de pronto ante sus narices-. ¿Qué cojones significa eso?
– Tuvimos un pequeño torneo de esgrima muy interesante -dijo Falcón-. Es todo un maestro. Estoy empezando a pensar que es posible que la conspiración del 6 de junio siga viva y coleando en otro frente, o que quizá se estaban intentando desarrollar dos ámbitos de influencia, el Parlamento y la Alcaldía.
– ¿Ya se la cargaron al intentar controlar la política regional y ahora están intentando infiltrarse en la Alcaldía? -dijo Ramírez-. ¿No crees que estás leyendo demasiado entre líneas, Javier?
– Me huelo algo en Spinola -dijo Falcón-. Ese tipo es un manipulador y es muy ambicioso. Tengo la impresión de que en su círculo familiar Esteban Calderón está considerado el modelo de inteligencia y capacidad. Y Alejandro se ha pasado la vida intentando demostrar que no es menos. No tenía cabeza para ser abogado, pero tiene otras cualidades.
– ¿Y las utilizó para joder a su primo?
– No me extrañaría.
– Párate un segundo -dijo Ramírez-. Cristina me acaba de decir que te han llamado de arriba. Elvira quiere hablar contigo, y parece impaciente.
– Y eso en sí es un síntoma -dijo Falcón-. Están haciendo acopio de fuerzas. Dile al comisario que llegaré en cuanto pueda.
Consuelo estaba sentada en bragas y camiseta, con el pelo mojado, la cara iluminada por la pantalla del ordenador. Había sido estúpida e impetuosa; ahora tenía que tomarse las cosas con más calma, sopesar el siguiente paso más despacio que el primero. Había transcrito el diálogo de la llamada, lo mejor que lo recordaba, en el ordenador. Lo leyó, hizo ajustes cada vez que en su memoria se encendía otra frase medio olvidada.
El trabajo tenía un efecto apaciguador sobre la histeria. Después de la ducha, se vistió con la idea de que iba a llamar a Javier, iría a verle y le contaría las novedades. Pero cuando se disponía a coger el teléfono, se dio cuenta de que eso era lo que se esperaba de ella. Se desnudó, por si le daba de nuevo el ataque impetuoso, y se sentó para empezar a pensar en serio.
Empezó por responder la pregunta del secuestrador: ¿por qué le habían quitado a Darío? Porque no les gustaba la intrusión de las investigaciones de Javier. Al secuestrar a Darío, sabían que ella recurriría directamente a la posición y experiencia de Javier en las investigaciones criminales. Tal vez esperaban que Javier no le contase el motivo que había detrás del secuestro de Darío y se implicase directamente en la búsqueda del niño. Esto distraería la atención de Javier de sus investigaciones, que tanto les afectaban. Pero Javier prefirió que el Grupo de Menores participase también en la investigación del secuestro, lo que significaba que el recurso de la presión indirecta por parte de los rusos no había tenido el efecto deseado. Ahora la estaban utilizando como agente para involucrar a Javier en el aprieto de Darío. Querían que utilizase su considerable influencia sobre Javier, que se sentía profundamente culpable, para inducirle a corromperse robando el dinero y los discos de la Jefatura. La estricta condición de que no participasen otras instancias o recursos, pues en caso contrario lo pagaría Darío, podía significar que tenían informantes en la Jefatura. Si a Javier lo sorprendían robando pruebas, sería inmediatamente suspendido de su cargo y ése sería un buen resultado para los rusos.
Ésta fue la primera cadena lógica de pensamiento que logró desarrollar desde que raptaron a Darío. Le dio fuerzas, sintió que su cerebro se centraba en el problema.
Hasta ahora he hecho exactamente lo que esperabais de mí, pensó. Me habéis hecho sudar cuarenta y ocho horas hasta que estaba tan desesperada que era capaz de hacer cualquier cosa que me pidierais. Ahora me toca a mí mostraros qué clase de adversario habéis elegido.
Los comisarios Lobo y Elvira, los jefes de Falcón. La extraña pareja. La Bestia y el Contable. El primero, con sus labios finos y oscuros en una tez de comino, parecía tan irritado como si tuviera arena entre los dientes, mientras que el otro se dedicaba a poner más orden en una mesa ya bien organizada.
– ¿En qué casos estás trabajando en este momento, Javier? -preguntó Elvira suavemente, mientras Lobo le clavaba la mirada, inclinándose ligeramente hacia delante, como si bastase la más leve provocación para violentarlo.
– El asesinato de Marisa Moreno es mi preocupación fundamental, porque creo que guarda relación con los dos crímenes de Las Tres Mil.
– Te han visto recientemente en Madrid, donde hablaste con el inspector jefe Zorrita y le pediste permiso para «meter la cuchara» en el caso de Esteban Calderón -dijo Elvira-. Caso que, como sabes, se juzga aquí en Sevilla a finales de mes.
– ¿A qué viene todo eso, Javier? -preguntó Lobo, incapaz de contenerse más.
– Cortesía.
– ¿Cortesía? -dijo Lobo-. ¿Qué cojones tiene que ver la cortesía con todo esto?
– Le dije al inspector jefe Zorrita que iba a investigar a Marisa Moreno. Había leído el sumario y había escuchado el interrogatorio de Calderón, y encontré algunas anomalías que merecían atención. Informé a Zorrita, porque eso podría tener alguna repercusión en su caso, lo cual, como acabáis de…
– Y después del encuentro con Zorrita, ¿adónde fuiste? -preguntó Elvira-. El conductor del coche patrulla dijo que te «escondiste» en el asiento trasero.
– Tenía que ocuparme de ciertos asuntos del CNI que no estoy autorizado a comentar con vosotros.
– Estás, y has estado, sometido a mucha tensión -dijo Elvira, queriendo llevar las cosas a la conclusión que ya tenía pensada.
– Tenemos un acuerdo con el CNI sobre tu colaboración con ellos en comisión de servicios -dijo Lobo, que quería dirigir esta reunión sin Elvira.
– Primera noticia.
– El elemento esencial es que tu colaboración con ellos no debe ir en detrimento de tus deberes como inspector jefe del Grupo de Homicidios -dijo Elvira-. Si no, tenemos que decidir dónde debes concentrar mejor tus recursos, de manera que puedas ser liberado de parte de la presión.
– El CNI ha indagado qué grado de estrés laboral tienes aquí -dijo Lobo.
– ¿En serio? ¿Quieres decir que Pablo ha hablado con vosotros?
– Alguien más elevado que Pablo -dijo Lobo.
– Como comisario tuyo -dijo Elvira-, tengo en mi poder tu historial laboral, donde está perfectamente documentado que sufriste una grave crisis nerviosa en abril de 2001 y no reanudaste la plena actividad hasta el verano de 2002.
– Lo cual fue hace cuatro años y creo que coincidiréis conmigo en que no sólo las circunstancias eran sumamente excepcionales, sino que me he recuperado plenamente hasta el punto de dirigir con éxito una de las investigaciones más complejas y difíciles de la historia de la Jefatura de Sevilla, la del atentado de Sevilla de hace tres meses -dijo Falcón-. Y debo añadir que, al mismo tiempo, hice algunas intervenciones muy delicadas para el CNI, lo que permitió evitar un importante atentado terrorista en Londres.
– También comprendemos que tu compañera, Consuelo Jiménez, ha sufrido el secuestro de su hijo menor hace dos días -dijo Elvira.
– Por cierto, podéis retirarme la escolta de mi casa en la calle Bailen. No necesito protección -dijo Falcón.
– Fue una medida temporal -precisó Elvira.
– No me digas, Javier, que todo esto no es bastante estrés, incluso para un hombre como tú -dijo Lobo-. Todos sabemos la promesa que le hiciste al pueblo de Sevilla por televisión en junio pasado y, aunque no conocemos los pormenores del trabajo del CNI, nos han estado preguntando por tu habilidad mental. A lo cual se añaden los tres crímenes que hay que investigar en tu departamento y el secuestro de Darío Jiménez…
– ¿Y si os digo que todo está relacionado? -dijo Falcón.
– ¿El trabajo de los servicios secretos también? -preguntó Elvira.
– Eso es una consecuencia inevitable de la situación que se produjo en junio -dijo Falcón-. Se está presionando con la máxima habilidad posible para conseguir que alguien haga algo que va en contra de su naturaleza. Yo soy el responsable de que esa persona esté en esa posición. No puedo abandonarle.
– ¿Pero qué tiene eso que ver con lo que está ocurriendo aquí en Sevilla? -preguntó Lobo.
– No lo sé con seguridad, al margen de que aquí existe la misma situación: se está presionando a toda clase de gente para que actúe -dijo Falcón-. Y en eso incluyo esta reunión.
Lobo y Elvira se miraron y luego miraron a Falcón.
– ¿Esta reunión? -dijo Lobo, con el nivel de amenaza de su voz cercano al rojo.
– Me estáis trasladando a mí las presiones que habéis recibido -dijo Falcón.
– Si lo que quieres decir es que el CNI se ha puesto en contacto con nosotros…
– No sólo el CNI.
– No entiendo por qué estás revisando el caso de Calderón -dijo Elvira, a quien la turbación estaba irritando sobremanera-. ¿Es a causa de tu ex mujer?
– Parece que no sólo el CNI está preocupado por tu estado mental -dijo Lobo, furibundo porque Elvira se apartase del guión-. Recibí una llamada del juez decano quejándose de que interrumpiste una conferencia de prensa en el Parlamento Andaluz, con el fin de interrogar a su hijo sobre cómo presentó exactamente a Marisa Moreno a Esteban Calderón. El juez Decano opina, y yo estoy de acuerdo, que fue un acoso innecesario.
– Mis métodos han sido cuestionados en otras ocasiones -dijo Falcón-, pero nunca los resultados.
– Creemos que estás haciendo demasiadas cosas a la vez, Javier -dijo Elvira.
– Dos comentarios sobre tu estado mental de diferentes fuentes el mismo día -dijo Lobo-. Eso nos enciende las señales de alarma, Javier.
– En vista de tu historial -añadió Elvira.
– Lo que queréis decir es que el juez decano, a quien, dicho sea de paso, no vi, se convenció, por lo que le dijo su hijo, de que mi conducta era inestable -dijo Falcón-. ¿Tengo pinta de loco? ¿Algún miembro de mi grupo, que son los más próximos a mí y los más capaces de observar posibles cambios, ha expresado preocupación por mi conducta?
– Si hasta yo puedo ver que estás cansado -dijo Elvira-. Agotado.
– No queremos correr riesgos contigo, Javier.
– ¿Y cuál es el acuerdo?
– ¿El acuerdo? -preguntó Lobo.
– Si hay un solo comentario más que cuestione tu estado mental, serás suspendido del servicio -dijo Elvira.
– Y por mi parte -dijo Falcón-, prometo no hablar con Alejandro Spinola de ningún asunto relacionado con Marisa Moreno o Esteban Calderón.
Los dos hombres lo miraron, arqueando las cejas.
– ¿No era ése el objetivo de esta reunión? -preguntó Falcón.
Era el final de la tarde y la temperatura había descendido de los 40º C por primera vez desde las once de la mañana. El inspector jefe Tirado estaba sentado en el salón de Consuelo, preparándose para darle un breve informe de los últimos acontecimientos sobre el secuestro de su hijo. Estaba desconcertado por la pose de Consuelo. La mayoría de las mujeres que pasaban en vilo más de cuarenta y ocho horas, sin saber nada de los secuestradores, solían estar al borde del ataque de nervios. La mayoría de las madres que él había conocido quedaban reducidas a un estado de agotamiento y tristeza por la constante oscilación entre la esperanza y la desesperación en las primeras doce horas. Le miraban con ojos suplicantes, rogándole con todas las células de su cuerpo el menor indicio de buenas noticias. Consuelo Jiménez estaba sentada delante de él, vestida y maquillada, hasta con las uñas de las manos y los pies pintadas de rojo. Nunca se había encontrado con una mujer en tales circunstancias que hubiera mostrado semejante compostura, rechazando incluso el apoyo de los familiares. Esa actitud le desconcertaba.
La puso al corriente del interrogatorio de Carlos Puerta, su atracador de junio.
– ¿Dijo eso? -preguntó Consuelo indignada, recordando su inestabilidad de aquel momento-. Me palpó la falda, me robó el dinero del bolso y luego se largó corriendo por la calle. Al menos fue un atraco.
– Encontré una fotografía de este hombre. He preguntado por el vecindario, y nadie lo ha visto en Santa Clara recientemente -dijo Tirado-. Los de la Brigada de Estupefacientes de Las Tres Mil dicen que lleva dos meses sin moverse de allí.
– Así que no creen que esté implicado en el secuestro de Darío.
– Además estaba en un estado muy lamentable -dijo Tirado, hojeando sus notas-. Por lo que me ha dicho el ingeniero de sonido, deduzco que no ha habido comunicaciones aquí.
Consuelo negó con la cabeza. La tensión de ocultar información a Tirado la indujo a fijarse, absurdamente, en el funcionamiento de las vértebras del cuello. En ese instante comprendió que la llamada que había hecho a los secuestradores había transformado a Tirado en una persona en la que ya no podía confiar.
Tirado alzó la vista al no oír respuesta.
– No -dijo Consuelo-. Nada.
– También he estado en el colegio de Darío -dijo Tirado- y he interrogado a muchos profesores y alumnos. Lamento decirle que no tengo novedades en ese sentido, aunque me han pedido que le diera esto.
Le entregó un sobre. Consuelo lo abrió y sacó una tarjeta hecha a mano. El dibujo de la cara principal hecho con lápices de colores mostraba a un niño con el pelo mecido por el viento bajo la luz del sol, con árboles y un río detrás. Dentro decía: «Darío está bien. Sabemos que volverá pronto a casa». Estaba firmada por todos los compañeros de su clase.
Sólo entonces Tirado descubrió que la procesión iba por dentro. Consuelo cerró los ojos, frunció la boca, y dos arroyos plateados le surcaron la cara tímidamente.