Capítulo 21

Restaurante de Consuelo Jiménez, La Macarena, Sevilla. Martes, 19 de septiembre de 2006, 00.15


Consuelo se cayó de la silla, se deslizó bajo la mesa como si la arrastrase alguna corriente invisible. Se escondió en el espacio para las piernas, sujetándose la cara, con los ojos bien prietos, aferrada a su cuerpo. Luchaba contra el dolor hasta que un crujido salió de su garganta, pero por mucho que lo intentaba no lograba exhalar gritos de horror de su cabeza. Estaban ya ahí para la eternidad y le habían roto algo en las entrañas. Ese tejido conectivo, que nos mantiene unidos y nos vincula a los demás, había sido acuchillado con la inconsciencia de un gamberro. Falcón se agachó a su lado.

– ¡No me toques! -gritó, pegándole con los tacones.

No quería cariño. No quería ternura ni compasión. Lo que quería era algo que la colgase por los tobillos, le cortase la garganta y la hiciera sangrar hasta perder el sentido. Quería aplicarse la violencia que acababan de administrar a su hijo.

Un inmenso silencio se apoderó del despacho. Tal era la quietud que por primera vez oyeron a los comensales en el restaurante al otro lado de la puerta insonorizada. Como un tenue canto coral. Estaban sentados en el suelo. La silla caída a su lado. Las manos de Consuelo aferradas a su pecho, las rodillas contra la cara. Falcón al lado, mirando. No derramaba lágrimas. Estaba más allá del llanto. Se pasó siglos mirando la veta de la madera.

– La voz tenía razón -dijo en voz baja-. No tenemos ni idea de con quién estamos tratando. No hay normas. No hay código. No hay lógica. Es una sinrazón. Es como intentar ganar tiempo a la muerte.

– Y la voz quería que lo averiguásemos por nosotros mismos -dijo Falcón.

– La voz es cruel -dijo Consuelo-, pero no tanto como la otra voz.

– La otra voz habla desde una posición de debilidad.

– Hablo de la voz de mi cabeza -dijo Consuelo-. He perdido la razón, Javier. No se puede oír lo que acabamos de oír y quedarse como si nada. No sé qué sustancias químicas se han liberado con esos gritos en mi flujo sanguíneo, pero ya no soy la misma. He cambiado de forma irreversible en el espacio de un cuarto de hora.

– No dejes que eso decida por ti.

– Tú estás acostumbrado a esto, Javier.

– Nadie se acostumbra a esto -replicó, pensando en Marisa Moreno, el pie gris en el lago negro, la cabeza sobre la estatua de madera.

– El único modo de tratar con un monstruo como Donstov -dijo Consuelo, con los puños apretados, los nudillos blancos de rabia- es echarle a los perros.

– ¿Y Darío?

– No puedo imaginar que esté en mayor peligro del que sufre ahora mismo.

Se levantaron. Consuelo se cepilló la ropa, se sentó en el borde de la mesa.

– Cogeré los discos -dijo Falcón.

Consuelo pudo ver el daño que causaba en Javier ir contra corriente, pero era lo que él quería. Por su parte no había ni un ápice de duda.

– Ya sabes que una vez que sigamos por este camino no hay vuelta atrás -dijo Falcón-. Y puede que tampoco vuelva él. Tienes otros dos hijos que…

– ¿Quieres que firme un certificado de exención de responsabilidades? -preguntó Consuelo, clavándole la mirada.

– No te voy a fallar, Consuelo -dijo Falcón-. Me corrompería. Hasta entregaría el dinero, si fuera necesario. Arruinaría mi carrera. Dejaría que me expulsaran del cuerpo aunque tuviera que pasarme el resto de mis días en la cárcel, siendo objeto de ignominia, si estuviera seguro de que Darío saldría bien de esto.

Ella le acarició la cara con las dos manos y le besó.

– Así que vamos a llamar a Revnik -dijo Falcón, colocando bien la silla, para que Consuelo se sentase.

– Lo siento, Javier. Sé lo que esto supone para ti -dijo, y a continuación marcó el número y puso el teléfono en modo altavoz con el dictáfono encendido.

– ¿Diga? -dijo la voz.

– Hemos hablado con la gente de Yuri Donstov -dijo Consuelo.

– ¿Y?

– Dijo que tendría que poner el dinero yo.

– ¿Cuánto tiempo le ha dado?

– Una semana.

– Interesante -dijo la voz-. Debe de estar sufriendo. ¿Y los discos?

– Los quiere antes de mediodía, y recalcó que quería los originales.

– Claro, en las copias pueden eliminarse cosas -dijo la voz-. ¿Ha podido hablar con su hijo?

– Cuando le pedí una prueba de que mi hijo estaba bien, respondió cortándole un dedo del pie.

– Probablemente sólo fue un poco de teatro -dijo la voz.

– Usted no oyó los gritos.

– ¿Esto significa que quiere que intercedamos en este negocio?

– Tengo unas preguntas -dijo Consuelo-. ¿Sabe dónde tienen a mi hijo?

– Todavía no, pero tenemos a nuestra gente dentro.

– ¿Y ellos no lo saben?

– Donstov tiene mucho cuidado con quién sabe cada cosa. Lo único que sabemos es que el chico no está en el cuartel general de Donstov en Sevilla. En cuanto intervengamos, averiguaremos la respuesta.

– ¿Cuál es la «pequeña recompensa» que mencionó antes? -preguntó Consuelo.

– Los discos originales.

– Espere -dijo Consuelo.

Puso el teléfono en espera, apagó el altavoz, apretó los puños y apoyó la frente en las muñecas. El tormento de las decisiones imposibles.

– Sé que me están dando tres opciones -dijo, antes de que Falcón pudiera decir una palabra-. El monstruoso Donstov, el impenetrable Revnik, o las lentas e indecisas fuerzas de seguridad del Estado. El primero es inaceptable. El tercero queda descartado por el primero, porque nos han dado menos de doce horas. Esto significa que tenemos que tomar la segunda opción con todas sus reacciones imprevisibles. Podemos agonizar, pero eso no nos servirá de nada.

Miraron el teléfono. Consuelo pulsó los botones de altavoz y espera.

– Les entregaremos los discos cuando tengan a Darío a salvo -dijo Consuelo.

– Necesitaríamos los discos con antelación -dijo la voz.

– Inaceptable -dijo Consuelo.

– No cuelgue.

Dejó de oírse la voz.

– Necesitarán los discos donde aparece la gente de I4IT y Horizonte antes de las seis de la tarde -dijo Falcón-. Sin ellos no pueden comprometer el pacto que se está cociendo entre el consorcio y la Alcaldía. Ofréceles una selección aleatoria de la mitad de los discos. A ver qué dicen.

Volvió la voz.

– Cada disco está numerado con rotulador del uno al veintisiete. Aceptaremos la mitad de los discos, del uno al ocho y del veintidós al veintisiete incluidos.

– ¿Cuándo prevén actuar? -preguntó Falcón.

– Vuelva a llamar a este número dentro de un cuarto de hora.

Colgó. Falcón volvió a sentarse, agotado.

– ¿Qué hay en los discos que han pedido?

Ramírez estaba en la cama cuando le llamó Falcón. Le dijo que lo único que recordaba era que el primer tío no identificado estaba en el primer disco y que los dos últimos discos estaban «bloqueados» y requerían una contraseña y un programa de encriptación. Los técnicos están trabajando para descifrarlo. Colgó.

Falcón y Consuelo reflexionaban sobre la naturaleza de los valiosos datos guardados en los dos últimos discos y volvieron a guardar silencio; la tensión era tan insoportable que la charla se había convertido en irritación. El ruido del restaurante se reafirmó como una broma subliminal, recordándoles que ésa era la vida que deberían estar llevando.

Sonó el móvil de Consuelo en su bolso.

– Debe de ser la gente de Donstov -dijo ella, y atendió la llamada.

– ¿Algún avance, señora Jiménez?

– Tendrá los discos a mediodía.

– ¿Entonces ya se ha puesto en contacto con el inspector jefe Falcón?

– Está aquí ahora.

– El señor Donstov quiere darle un incentivo para que actúe con rapidez -dijo la voz-. Si nos trae los discos antes del amanecer, el señor Donstov liberará a su hijo en cuanto reciba sólo cuatro millones de euros y seguirá teniendo una semana para conseguir el dinero.

– ¿Podré ver a mi hijo?

Falcón hizo una anotación en el bloc de notas, y se lo mostró a Consuelo.

– Sí -dijo la voz.

– Tiene que entender también que en tan poco tiempo no podremos suministrarle todos los discos. Los dos últimos están en un departamento diferente, al que el inspector jefe no tiene acceso.

– Espere.

Consuelo cogió un pañuelo de una caja que tenía en la mesa, se secó el sudor de los ojos y la cara.

– ¿Cuándo pueden conseguir los dos últimos discos? ¿A qué hora los tendrían? -preguntó la voz.

Falcón escribió en el bloc, subrayó una pregunta anterior que Consuelo no había formulado todavía.

– A las diez -dijo Consuelo-. ¿Y dónde nos encontraremos?

– Espere.

La hicieron esperar un tiempo que parecía interminable. No hablaban. La vida estaba suspendida. Consuelo se imaginó cómo un feto sin concepto del tiempo, esperando a nacer sin entender siquiera que en eso consistía esperar.

– En cuanto tengan los primeros veinticinco discos en su poder -dijo la voz- se dirigirá al norte de Sevilla por la carretera de Mérida. Hay una gasolinera donde se bifurca la N433 hacia la Sierra de Aracena y Portugal. Allí aguardará nuevas instrucciones.


* * *

El aparcamiento estaba vacío, la Jefatura oscura y en silencio. El calor del día seguía irradiando desde el asfalto cuando Falcón entró por la puerta de atrás del edificio. Subió las escaleras de su despacho, encendió todos los ordenadores, cogió la llave de la sala de pruebas y volvió a bajar las escaleras. Subió todos los discos a las oficinas del Grupo de Homicidios y empezó a hacer copias, de cinco en cinco, en todos los ordenadores.

Pensando que Donstov no captaría la diferencia entre el original y la copia de ninguno de los discos, fue en busca de un rotulador negro. El tiempo, que era insoportablemente lento cuando estaba con Consuelo, ahora corría a una velocidad incontrolable. Encontró un rotulador en el despacho de la secretaria de Elvira y bajó corriendo al departamento de Homicidios, casi se cae por las escaleras, ralentizó la marcha, no quería acabar con el cráneo roto, tumbado en el rellano, y que lo encontrasen allí las señoras de la limpieza por la mañana.

Al cabo de treinta y cinco minutos iba por la cuarta serie de copias. ¿Por qué no era más rápida la tecnología? Numeró los discos. Le corría el sudor por la cara. No había aire acondicionado y las temperaturas nocturnas seguían superando los treinta grados. Llegó un momento en que lo único que podía hacer era esperar. Maldijo horriblemente la indiferencia de los ordenadores. Se agarró a los brazos de la silla, pensó en lo que había ocurrido con él. Poco tiempo antes estaba tomando unas cervezas en la plaza, delante de Santa María la Blanca, y de repente iba a contravenir todos sus principios, sin que nadie le pusiera una pistola en la cabeza, sin que ningún lunático le amenazase con una navaja en el costado, sin que ningún fanático se atase una bomba a la cintura. Y sin embargo el infierno parecía inminente. Vibró su móvil.

– ¿Dónde estás? -preguntó Consuelo.

– Enseguida llego.

Últimas copias. Respiró para calmar el estrés. Puso bien los números con el rotulador. Volvió a bajar a la sala de pruebas. Guardó los originales en la caja fuerte, la cerró. Se guardó en el bolsillo la llave de la sala de pruebas. Corrió al aparcamiento. Se metió corriendo en el coche, con las manos resbaladizas de sudor, que se escurrían por el cambio de marcha y el volante. Encendió el aire acondicionado. La ráfaga fresca le dio en el pecho. Volvió al centro, se detuvo delante del restaurante. Consuelo abrió la puerta, entró en el coche. Falcón volvió a arrancar.

– ¿Qué? -preguntó Falcón, ante la mirada inquisitiva.

– ¿Qué has estado haciendo? -dijo ella-. Estás empapado de sudor.

– Hay una camisa en el asiento de atrás -dijo-. Revnik. La Voz. ¿Qué nos dijo que hiciéramos?

– Cambiaron de plan -dijo Consuelo-. Por suerte coincide con el nuestro. Querían que primero le ofreciéramos los discos a Donstov. Les dije que ya lo habíamos hecho. Se lo tomaron bien. Ya se han puesto en marcha.

Falcón condujo en paralelo al río, frente a las instalaciones de la Expo 92, en la isla de la Cartuja.

– Saben que nos han mandado a esta gasolinera precisamente para que Donstov tenga la certeza de que no nos siguen.

– La voz de Revnik me dijo que tiene a dos hombres, ex agentes de la KGB, trabajando para él -dijo Consuelo-. Y hace cuatro años el Ministerio del Interior ruso desarticuló un grupo llamado el SOBR, una unidad especial de reacción rápida. Todos esos tíos muy bien entrenados de pronto perdieron el empleo y se quedaron con una pensión muy pequeña. Revnik tiene ahora a tres trabajando con él.

– Parece que has conversado bastante con la voz.

– Se abrió cuando le dije que te habías ido a buscar los discos -dijo Consuelo-. Me han dado una visita guiada por la mafia rusa. ¿Sabes lo que te digo? No es muy distinta de Sevilla. Si tienes amigos en los lugares adecuados, todo funciona.

– El Ayuntamiento todavía no ha llegado a matar a nadie.

– Pero la mayor parte de los miembros del consistorio de Marbella están en la cárcel por corrupción.

– ¿Y la voz te dijo algo práctico? Por ejemplo, ¿cómo iban a seguirnos?

– Dijo que tenían «sistemas de escucha». Con mi número de móvil pueden captar mi señal y escuchar -dijo Consuelo-. ¿No te desespera cuando ves que desprecian tanto a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado?

Falcón no respondió.

Ella le apretó el brazo. Falcón giró a la izquierda, cruzó el río por el puente arpa de Calatrava, se alejó de las luces de la ciudad, pasando por delante del estadio olímpico hacia la oscuridad.

Apenas había tráfico. Algún que otro camión. La nueva autopista que pasaba por encima de Las Pajanosas estaba lisa y vacía. Las luces incrustadas en el asfalto eran un extraño confort, una muestra del interés de alguien. Consuelo estaba sentada con las piernas cruzadas a la altura del tobillo, las manos en el regazo, jugueteando con los anillos. Tenía la cabeza apoyada en el reposacabezas, los ojos abiertos, bebiendo la carretera iluminada. Ocasionalmente respiraba profundamente con cierto temblor.

– Te oigo pensar -dijo Falcón.

– Lo que se dice y se exige en las negociaciones empresariales es una cosa -dijo Consuelo-. Pero siempre hay un trasfondo.

– ¿Quieres decir que por qué el brutal Donstov de repente se convirtió en un hombre razonable media hora después? -preguntó Falcón.

– ¿Es importante para él conseguir esos discos siete u ocho horas antes del momento en que los pidió inicialmente? -dijo Consuelo-. ¿Por qué han reducido su petición a cuatro millones de euros? ¿Por qué se muestra débil?

– A lo mejor porque el dinero es mucho más importante para Donstov de lo que pensamos -dijo Falcón-. Es lo que pensaba el hombre de Revnik.

– Y se acerca mucho más a la cantidad de dinero que sabe que puedo conseguir -dijo Consuelo-. Por eso pienso: ¿por qué Donstov ha eliminado la presión que ejercía sobre mí?

– A mí no me parece que la haya eliminado. Más bien la ha incrementado. Nos obliga a actuar más rápido. Nos ha dado menos tiempo para planificar.

– ¿Y qué te parece esto? Cuando le dije que otro grupo había dicho que tenían a Darío, pudo haber sospechado que hemos entablado el tipo de relación que en efecto hemos forjado con el grupo en cuestión.

– Así que nos obliga a acelerar -dijo Falcón-. Y, al mismo tiempo, confirma que seguimos creyendo en él y que no hemos picado con el farol del otro bando.

Llegaron a la gasolinera donde les habían dicho que esperaran, Falcón llenó el depósito y sacó dos cafés solos de la máquina, los llevó al coche. Aparcaron delante del hostal contiguo. Aprovechó para cambiarse de camisa. Contemplaron la oscuridad mientras se tomaban el café.

– Si logramos salir de todo esto, no vuelvo a la Costa del Sol en mi vida -dijo Consuelo.

– No ha cambiado nada en la Costa del Sol en los últimos cuarenta años. ¿Por qué vas a cambiar de costumbres ahora?

– Porque hasta ahora no había tenido que afrontar la clase de actividad a la que se dedica esta gente -dijo Consuelo-. Casi todos los edificios de pisos, todas las urbanizaciones, todos los campos de golf, puertos deportivos, parques de atracciones, casinos, todos los centros recreativos de los turistas se construyen con los beneficios de la miseria humana. Cientos de miles de chicas se ven forzadas a trabajar en puticlubs. Cientos de miles de drogadictos se pican. Cientos de miles de personas decadentes y descerebradas esnifan un polvo blanco para poder pasarse la noche bailando y follando. Por no hablar de los inmigrantes que llegan muertos a las playas maravillosas. No, ni por asomo pienso volver.

Clavaba el tacón en el suelo del coche con cada sílaba vehemente. Falcón acercó la mano para tranquilizarla y fue entonces cuando sonó el móvil. Ella lo cogió del salpicadero. El irritante sonido de recepción de un SMS inundó el coche.

El hombre de Donstov enviando un mensaje de texto.

– Nos dicen que vayamos al norte, dirección Mérida.

Falcón apartó el coche del hostal con un chirrido de neumáticos y cruzó el asfalto caliente, girando a la izquierda.

– ¿Crees que nuestros amigos pueden «oír» un mensaje de texto? -preguntó Consuelo, nerviosa, lanzando una mirada a la cara impasible de Falcón.

– La tecnología no es mi fuerte -dijo, reprimiendo la sensación de absoluta locura de lo que estaban haciendo-. Tenemos que creer que saben hacer su trabajo.

Al cabo de diez kilómetros, les dijeron que se apartasen de la carretera principal hacia el norte y, siguiendo inacabables instrucciones de mensajes de texto por el móvil, recorrieron estrechas carreteras de firme desigual, llenas de baches y parches, y pueblecitos con un par de farolas, subiendo por laderas rodeadas por una profunda negrura a cada lado, mientras el olor a piedra, a pinos piñoneros que refrescaban el ambiente, a hierbas silvestres y tierra seca se filtraba por las ventanillas entreabiertas. Consuelo se retorció en el asiento, mirando, no sólo al frente, sino a los lados y por el espejo retrovisor.

– Si los hombres de Revnik nos siguieran y pudiéramos verlos, serían también visibles para la gente de Donstov -dijo Falcón-. Así que mantén la calma, Consuelo. Mira al frente.

– ¿Dónde demonios estamos?

Los neumáticos retumbaban por la carretera. Una señalización. Castilblanco de los Arroyos. Giro a la izquierda. De nuevo oscuridad.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que salimos de Sevilla? -preguntó Consuelo.

– Cuarenta minutos.

Consuelo apoyó la mano en el antebrazo de Falcón.

– Ahí fuera no hay nada. No hay nadie con nosotros. No puede haber nadie en medio de esta negrura. Verían cualquier faro a kilómetros de distancia -dijo Consuelo, desalentada-. Vamos a tener que prolongar esto todo lo que podamos.

– Les llevará tiempo inspeccionar los discos -dijo Falcón.

Sonó el móvil, esta vez era una llamada. El hombre de Donstov.

– Verán un letrero de «Embalse de Cala» a la izquierda. Sigan por ahí, y avísenme cuando lleguen.

Cuatro minutos.

– Hemos llegado.

– Cojan el segundo camino a la derecha.

Salieron del asfalto por una pista de tierra.

– Letrero pintado a mano: «Granja de las Once Higueras». Sigan por ahí.

Siguieron las indicaciones a través de hierbas altas y encinas bajas y amplias. Siguieron así varios kilómetros hasta que atravesaron un portal abierto de una casa de una sola planta. Los faros rozaron los muros encalados, las ventanas con postigos y barrotes, la puerta con pintura roja desconchada.

– Guarden el coche en el granero -dijo la voz-. Dejen las llaves en el contacto. Salgan con las manos en alto… sostengan los discos en alto. Quédense de pie delante del garaje, con las piernas separadas.

En el granero había una excavadora amarilla oxidada. Consuelo sintió la irradiación del calor de la máquina.

Javier y ella permanecieron a escasos metros de la parte posterior del coche, con las manos en la cabeza. Dos hombres con gorras de béisbol, indiscernibles tras el foco de sus linternas, se acercaron al coche. Tenían la cara cubierta con pañuelos. Uno entró en el garaje mientras el otro ponía a Falcón un antifaz de dormir en los ojos. Oyó que abrieron el maletero y, al cabo de unos segundos, lo cerraron. El segundo hombre se acercó a Consuelo, se agachó por detrás. Debería haberse puesto pantalones. El hombre empezó por los tobillos, con la linterna de bolsillo en la boca.

– Como verá, no escondo nada ahí abajo -dijo Consuelo.

No hubo respuesta. Las manos continuaron palpándole la falda de abajo arriba. Ella se apretó los dientes mientras los dedos y el pulgar le alcanzaban la entrepierna, las nalgas, manoseándola arriba y abajo varias veces. La parte baja de la espalda, el vientre, le agarró los pechos, un leve gruñido en el hombro. Y le colocó también un antifaz en los ojos.

– Venga conmigo -le dijo, y se llevó a Consuelo del brazo.

El otro hombre se ocupó de Falcón. Se dirigieron a la alquería de planta baja. Les bajaron la cabeza para pasar por una puerta de escasa altura.

– Siéntense.

Los presionaron para sentarlos en las sillas. El que hablaba era el cubano con el que habían conversado por teléfono. Falcón tenía ahora la caja de discos sobre las piernas. No le gustaba el antifaz, no estaba preparado para eso.

– No sé cómo voy a ver a mi hijo con esta cosa -dijo Consuelo-, así que me lo voy a quitar.

– ¡Espere! -dijo el cubano.

– Cuidado, Consuelo -le advirtió Falcón.

– No voy a hacer esto con los ojos vendados -dijo, y se quitó el antifaz.

Falcón se quitó el suyo también, para que los hombres tuvieran más ocupaciones simultáneas y se quedasen indecisos. Dos de los rusos ya tenían un pañuelo sobre la cara, los otros dos llevaban pasamontañas con agujeros para los ojos y la boca. Uno de esos hombres dio un paso al frente con una pistola y apuntó a Consuelo en la cabeza. Le temblaba levemente la mano, pero más de rabia que de miedo. Tenía el dedo en el gatillo y el seguro no estaba puesto. Los globos oculares de Consuelo temblaron y se le tensó el cuello, agazapado en el hombro, mientras sentía el roce del cañón en la piel. El cubano habló en ruso. Hubo un diálogo violento y el hombre dio un paso atrás.

– Si quiere permanecer con vida para ver a su hijo, tiene que hacer lo que le digamos -dijo el cubano-. A estos hombres les da igual lo uno o lo otro, que sobreviva a esto o no. Para ellos, matarla sería tan sencillo como encender un cigarrillo.

El cubano dio la vuelta para quedarse de pie delante de ellos. Era el único de los hombres de la sala que no resultaba físicamente intimidatorio. Llevaba gafas encima del pañuelo.

– No hagan nada por propia iniciativa. Si les pido que hagan algo, muévanse despacio. Lo más importante: mantengan la calma.

Los cuatro rusos alineados detrás de él eran de complexión robusta y Falcón sabía, sólo con mirarlos, que, aunque les lanzase un puñetazo con la máxima potencia, no les causaría el menor efecto. Tenían la solidez de los peones de albañil. No lucían un físico de gimnasio, aunque dos llevaban chándal sin camiseta, de manera que el pelo del pecho sobresalía por la cremallera. Los músculos parecían forjados en varias décadas de palizas, no sólo propinadas, sino también recibidas. Todos llevaban relojes de oro macizo en sus gruesas muñecas; las manos llenas de tatuajes parecían endurecidas por la ruptura de huesos faciales.

– ¿Vamos a conocer al señor Donstov? -preguntó Falcón.

– Llegará a su debido momento -dijo el cubano-. Primero tenemos que ver los discos.

– Antes de que hagan nada, quiero ver a mi hijo.

– Verá a su hijo en cuanto veamos si los discos son auténticos -dijo el cubano-. Supongo que lo comprenderá.

El cubano sacó una de las cuatro sillas de rafia, se sentó delante de la mesa y abrió un portátil. Falcón le entregó los discos. Había una sala detrás de donde estaba sentado el cubano, con la puerta cerrada, y otra detrás de los cuatro rusos, que ahora estaban fumando. No había electricidad. La habitación estaba iluminada por un surtido de lámparas de gas y queroseno, que proyectaban una luz blanca intensa y amarilla aceitosa bajo la techumbre de madera. El suelo era de baldosas de arcilla sin esmaltar, unas claras y lisas, otras oscuras y curtidas por el salitre que penetraba desde el exterior. Las paredes eran gruesas y no se habían encalado desde hacía años, por eso se desconchaban y las baldosas más próximas estaban cubiertas de un polvo blanco.

El cubano examinó los veinticinco discos e iba tomando notas en un bloc. Tenía el volumen bajo para que no hubiera gemidos y gruñidos de fondo mientras reproducía los vídeos, le daba al botón de avance rápido, reproducía, volvía a avanzar.

– ¿Qué va a pasar aquí? -preguntó Falcón, que no se había perdido ni un detalle de los rusos, incluido el hecho de que se mantenían totalmente separados de sus cautivos. No sabía exactamente lo que significaba esta distancia, pero sabía que le intranquilizaba.

– Paciencia, inspector jefe -dijo el cubano-. Todo se revelará a su debido momento.

– Mi hijo no está aquí, ¿verdad? -dijo Consuelo, mientras la histeria sé elevaba en su voz-. Algo me dice que no está en este lugar. ¿Dónde está? ¿Qué han hecho con él?

– Su instinto maternal se equivoca. Está aquí -dijo el cubano, mirando la habitación que estaba detrás de los rusos-. Está sedado. Tuvimos que ponerle una inyección. No se puede mantener quieto o en silencio a un chaval así.

– Entonces déjenme verle. Ya tienen lo que quieren. Ha estado examinando todos esos discos, pero saben que están todos.

– Yo sólo hago lo que me han dicho que haga -dijo el cubano-. Si me desvío de las órdenes, las cosas saldrán mal.

– Voy a verle -dijo Consuelo, que se levantó de la silla y atravesó la habitación.

Los rusos tiraron los cigarrillos. El que estaba más cerca de la puerta sacó el arma que tenía detrás de la espalda. Dos le impidieron el paso. Ella les pegó con los puños, les pegó patadas. Eran inmunes, ni siquiera cerraron los ojos ante sus manotazos, no hicieron siquiera el más leve gesto de incomodidad. El cubano habló en ruso. La levantaron del suelo. Consuelo sacudía las piernas. La llevaron en volandas por la habitación y la sentaron de golpe en la silla. Uno le levantó una mano espantosa. El cubano habló de nuevo en ruso.

– Les estoy pidiendo que sean amables con usted -dijo, ahora en español-. Si le pegasen, dudo que se despertara antes de dentro de una semana, o podrían romperle el cuello accidentalmente. Estos hombres no controlan la fuerza que tienen.

– Esto no me gusta -dijo Consuelo, con miedo en los ojos por primera vez, un miedo que no era por su propia vida-. Esto no me gusta nada.

– El único motivo por el que está contrariada es que intenta ir contra corriente -dijo el cubano-. Sé que es difícil, pero relájese.

– Entonces díganos lo que va a ocurrir -dijo Falcón-. Se tranquilizará si le dice cómo van a proceder.

– Voy a inspeccionar los discos. Ya he revisado más de la mitad-dijo el cubano-. Cuando esté satisfecho, haré una llamada y el señor Donstov vendrá a recogerles. En ese momento usted podrá ver a su hijo antes de que se lo lleve el señor Donstov. Su hijo se quedará con él hasta que usted cumpla el resto del trato. ¿De acuerdo?

Falcón y Consuelo se miraron. Con la cabeza, aunque sin el menor movimiento, Consuelo le dijo que no estaba tan de acuerdo. Todo esto iba muy, muy mal. El cubano levantó los ojos de la pantalla. Sabía lo que tenía entre manos. Había estado anteriormente en situaciones similares. Sabía que no había nada que un ser humano intuyese mejor que la aproximación de su propia muerte. Sabía cómo se mataba en las guerras civiles de todo el mundo; a veces se mataban los vecinos del mismo pueblo, aunque se conocían y conocían a sus familias desde pequeños. Lo que hacían era acorralarlos, en rediles y, de ese modo, rebajaban su humanidad, los convertían en poco más que ovejas camino del matadero. El cubano vio que Falcón captaba también la idea, pues había estado observando a los rusos, intentando comprenderlos, entender qué estaban haciendo allí. Entonces Falcón comprendió el sentido de la separación; la distancia era para que los matarifes no oliesen la dulzura de su humanidad y el animal no presintiese la cercanía del machete.

– ¿Por qué hace esto? -preguntó Falcón.

– ¿Qué?

– No me haga decirlo.

– Tranquilo, inspector jefe. Todo va a salir bien -dijo el cubano, perezosamente, como si hablase desde una hamaca.

Hizo una llamada por el móvil, habló en ruso.

– ¿Conocía a Marisa Moreno? -preguntó Falcón.

El cubano se encogió de hombros. Colgó el teléfono. Hizo señas a los rusos, empezó a meter los discos en las cajas, cerrando el portátil. Un duro día en la oficina y ahora venía la molestia final.

– ¿Y el dinero? -dijo Falcón-. ¿No quieren el dinero?

– Eso va a ser demasiado complicado ahora -dijo el cubano.

– ¿Y los discos protegidos con los datos cifrados? -preguntó, mientras iban a por él.

– No tenemos medios para descifrar ese código -dijo el cubano.

Dos rusos, uno por cada lado, cogieron a Falcón y lo sacaron a la oscuridad exterior. Consuelo corrió a la puerta donde tenían a Darío sedado. Uno de los rusos la agarró por la cintura, la levantó del suelo por la fuerza, la giró en el aire y la acercó a su pecho. El otro la agarró por las piernas inquietas y la sacaron de la casa.

Rodearon la casa. Sacaron las linternas. No había luna. La oscuridad tenía una densidad tan palpable que sorprendió a Falcón sucumbiendo a cada uno de sus pasos renqueantes. Olía a agua en la brisa. Estaban cerca del lago. Las linternas iluminaban el suelo y ocasionalmente apuntaban al frente sobre dos montículos de tierra recién apilada al borde de la hierba alta. No podía creer que esto le estuviera pasando a él… a ellos. ¿Cómo podía él, con toda su experiencia, haber permitido semejante locura?

La fosa era profunda. La excavadora del granero. Absurdamente, todo cobraba un sentido convincente ahora. ¿Qué se puede hacer con esa clase de brillante conocimiento retrospectivo? Lo colocaron junto al borde más lejano, luego le dieron la vuelta para que estuviera de espaldas al lago y mirando hacia la alquería baja. Los otros rusos llegaron con Consuelo, ahora pasiva. La pusieron de pie y la colocaron junto a él. Él le agarró la mano, la entrelazó con la suya, la besó.

– Lo siento, Consuelo -dijo, ya resignado.

– Soy yo quien debería sentirlo -repuso ella-. Me impliqué demasiado en el juego.

– No puedo creer que yo haya permitido esto.

– Ni siquiera conseguí ver a Darío -dijo, mientras su angustia la debilitaba-. ¿Qué van a hacer con él ahora? ¿Qué han hecho con mi pobre y dulce niñito?

Él la besó, un beso a tientas, algo torpe, pero que plantó su forma en la de ella y la de ella en él. Los rusos los separaron, los arrodillaron al borde de la fosa. Tenían las manos todavía entrelazadas. Los dos hombres que habían llevado a Consuelo a la fosa ya estaban otra vez en la casa. La linterna restante cayó al suelo, donde su luz apuntaba hacia la fosa, iluminando el suelo oscuro y húmedo por la proximidad del lago. Amartillaron las pistolas. Unas manos pesadas les apuntaron a la coronilla. Ellos se apretaron las manos hasta que crujieron los huesos. Un búho ululó. Su pareja respondió con una risita ahogada. ¿Era el último sonido de esta vida? No, hubo sólo uno más.

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