Capítulo 15

Afueras de Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 13.30


Falcón recibió el aviso al volver de la cárcel.

– Dos agentes de la Brigada de Estupefacientes de Las Tres Mil han dado parte de un doble asesinato en el piso de un traficante de drogas llamado Roque Barba, también conocido como el Pulmón -dijo la operadora-. Un varón cubano llamado Miguel Estévez apareció en la sala de estar, con dos tiros en la espalda y apuñalado en el costado, y una mujer española, Julia Valdés, que se cree que era la novia del Pulmón, apareció en el dormitorio con una herida de bala en la cara.

Falcón salió de la autopista hacia la circunvalación. Tomó la salida anterior al club de golf y enlazó con la carretera de Su Eminencia, una vía que siempre había pensado que tenía un nombre ridículo, dado que albergaba uno de los proyectos de viviendas de protección oficial más lúgubres de Sevilla.

En las décadas de los sesenta y los setenta, el Ayuntamiento había desplazado a los gitanos del centro hacia esta urbanización de edificios de pisos situada en el límite de la civilización. Varios años de pobreza, falta de vida comunitaria y dignidad habían transformado un intento poco entusiasta de ingeniería social en un barrio de drogas, asesinatos, robos y vandalismo. Esto no significaba que el barrio fuese desalmado. Algunas de las mejores voces de flamenco provenían de ahí, y unas cuantas habían cumplido condena en la cárcel que acababa de visitar Falcón. Pero lo cierto es que el alma no se reflejaba en el paisaje desnudo desprovisto de árboles, ni en los mugrientos muros de hormigón, ni en la ropa barata tendida en barrotes metálicos delante de ventanas y rellanos, ni en la basura acumulada en los sótanos y huecos de escalera, ni en las pintadas y el ambiente de absoluta desolación que indicaban que aquélla era gente olvidada en un lugar dejado de la mano municipal.

La operadora de la Jefatura no se tomó la molestia de proporcionar una dirección. Era sólo cuestión de patrullar por la zona, buscar la concentración de gente, la acumulación de coches de policía y las ambulancias verdes fosforito, que encontró enseguida al pie de un edificio de ocho plantas. Los policías estaban nerviosos. Parte de la gente congregada alrededor del enrejado metálico de seguridad, a la entrada del edificio, parecía más desesperada que los ciudadanos corrientes de Las Tres Mil. Algunos estaban agachados en la tierra sin hierba, con los brazos alrededor de las espinillas, aferrándose a sí mismos, trémulos. El nombre del Pulmón llegó a sus oídos. Ésos eran sus clientes, que acababan de perder su fuente de suministro.

Un policía le indicó que subiese con cuidado. Había gotas de sangre rodeadas de un círculo amarillo en algunos de los numerosos escalones que subían al cuarto piso. El hedor de basura le perseguía. No había ascensor. El piso estaba repleto de los agentes habituales de criminología. Los cadáveres seguían en la posición original. Falcón dio la mano al médico forense y al juez de instrucción, Aníbal Parrado. El subinspector Emilio Pérez, con su porte apuesto y su tez morena de estrella de cine de los años treinta, y su total devoción a los detalles, dirigía la investigación. Le explicaron a Falcón la escena del crimen.

– No hemos reconstruido todavía la secuencia exacta de los acontecimientos, pero presuponemos que el arma encontrada en el suelo, junto a la ventana, estaba sujeta a la mesa con esos tornillos. Se ha disparado una sola vez y la salpicadura de sangre de la pared, debajo del espejo, parece indicar que estamos buscando a un hombre herido. No hay otra arma de fuego en el piso. Ha aparecido un cuchillo de caza junto al cadáver del cubano, cuchillo que no se utilizó. Por las heridas de entrada, los agentes de balística piensan que la misma arma que mató a Miguel Estévez también mató a Julia Valdés en la habitación de al lado. Evidentemente, dado que fueron dos los disparos que mataron a las víctimas, éstas no fueron asesinadas por el arma encontrada en el suelo, que pensamos que es de un calibre diferente. Lo confirmarán cuando extraigan las balas de las dos víctimas. Una inspección inicial de las heridas de bala de Miguel Estévez sugiere que le disparó alguien que estaba tendido en el suelo. El cuerpo parece haber caído sobre el que disparaba, lo cual indica que alguien lo estaba utilizando como escudo y lo empujó hacia el asesino. A juzgar por las gotas de sangre en el umbral de la puerta del dormitorio, se cree que el hombre herido disparó a la chica desde allí.

Por encima del hombro del médico forense, Falcón pudo ver la cara arruinada de la chica. El torso se estampó contra la pared, que estaba cubierta de sangre y materia cerebral. El cuello estaba torcido sobre el cabecero bajo de la cama, mientras que la mano izquierda estaba extendida hacia la ventana. La otra mano descansaba entre sus piernas estiradas, pero, con la palma hacia arriba, indicaba la inoportunidad de una muerte repentina más que el recato de una modestia final. Estaba desnuda, pero con la pierna derecha atrapada en la sábana retorcida. La escena hablaba de miedo, pánico, parálisis y, por último, muerte violenta.

– Las gotas de sangre salen del piso y bajan las escaleras hasta la acera, donde desaparecen. Suponemos que el tirador entró en un coche.

– ¿Y la puñalada de Estévez?

– Los de Estupefacientes dicen que el Pulmón era muy dado a llevar navaja -dijo Pérez-. Y parece que se la llevó.

Falcón examinó el arma del suelo, los tornillos de la mesa, la revista de toros en el suelo, delante del espejo.

– Hay huellas claras en el arma -dijo Jorge, levantándose de debajo de la mesa con sus gafas de inspección hechas a medida.

– Tenemos las huellas del Pulmón en un expediente por detenciones anteriores por tráfico de drogas -comentó Pérez.

– Tenemos que suponer que esta arma no pertenecía al cubano Miguel Estévez. Dos hombres con armas de fuego no equivalen a un solo hombre con una navaja. Lo que significa -dijo Falcón- que ésta era el arma sujeta a la mesa y que el Pulmón contaba con que podía tener problemas.

– Ha debido de comprar el arma hace poco -dijo uno de los de la Brigada de Estupefacientes-. Antes sólo era hombre de arma blanca. ¿Sabes que fue torero?

– ¿Habéis visto antes a este tío? -preguntó Falcón al de Estupefacientes, señalando a Estévez.

– No, pero las cosas han cambiado por aquí. El producto es diferente al del año pasado. Todavía no hemos sido capaces de averiguar de dónde viene la mercancía.

– ¿Os habéis encontrado con algún ruso?

Negó con la cabeza.

– ¿Encontraste tú los cadáveres? -preguntó Falcón.

– Mi compañero y yo -dijo el de Estupefacientes.

– ¿Sabéis a qué hora ocurrió?

– El vecino de arriba dijo que oyó el primer disparo a la una -respondió el de Estupefacientes.

– ¿Llamó a la policía para avisar del tiroteo?

– En Las Tres Mil nadie llama a la policía -dijo el de Estupefacientes.

– ¿Qué hacíais por aquí? -preguntó Falcón-. ¿Os envió alguien?

– A la una y cuarto nos llamó el inspector jefe Tirado para pedirnos que buscásemos a un yonqui llamado Carlos Puerta, al que quería interrogar. Nos dijo que lo llamásemos si lo encontrábamos, y que él vendría por aquí.

– ¿Lo encontrasteis?

– Está abajo con mi compañero, esperando al inspector jefe.

– Avísame cuando llegue Tirado.

Aparecieron dos de los jóvenes detectives de Falcón, Serrano y Baena, listos para iniciar una inspección puerta a puerta.

– Quiero que tú y tu compañero trabajéis con estos dos detectives de mi equipo -dijo Falcón al agente de Estupefacientes-. Quiero ideas sobre dónde vamos a encontrar al Pulmón… antes de que lo encuentre otra persona.


* * *

Consuelo recorría de lado a lado las largas puertas acristaladas de su salón. El aire acondicionado estaba demasiado fuerte para sentarse mucho rato. Había un policía desplomado a la sombra de la sombrilla, al otro lado de la piscina. Consuelo pensó que el policía debía de estar durmiendo bajo las gafas de sol de espejo. El brazo pendía sin fuerzas junto a la silla.

Un técnico experto que había venido a instalar un equipo de grabación profesional, en lugar del equipo temporal que había dejado el inspector jefe Tirado el sábado por la noche, estaba sentado en la cocina. Estaba hablando con el agente de enlace de la familia. Había otro policía en la puerta principal. Consuelo le había dicho que entrase para protegerse del calor. El agente miraba por la cristalera de la puerta con aire taciturno. Consuelo había llamado al gerente de su restaurante para decirle que contactase con los agentes inmobiliarios con los que estaba en negociaciones y les pidiese que no la volvieran a llamar hasta que ella se lo dijese. Sólo había atendido una llamada, de Alicia Aguado. Había desconectado el cable del móvil, que estaba conectado al equipo de grabación, y había subido a su habitación para atender allí la llamada.

Alicia no se lo dijo, pero Consuelo sabía que el único motivo por el que ella llamaba era que había recibido la noticia por Javier. Todavía no habían informado a la prensa y la televisión, y a las emisoras de radio que colaboraron en las fases iniciales les habían pedido que guardasen silencio por el momento. El inspector jefe Tirado no querría un circo mediático, ni tener que tratar con embaucadores, hasta que se estableciera contacto con los secuestradores, o se viese claramente que no habría contacto.

La llamada de Aguado la había tranquilizado. Consuelo empezó por desahogar su bilis contra Javier, y Aguado la escuchó hasta el final sin preguntarle lo que había ocurrido realmente. A Consuelo le sentaba bien hablar con alguien que la escuchara. Eso la calmó. Empezó a ver la ira desde otra perspectiva. El culparse o culpar a otro era natural. La ira era inevitable. La llamada no aplacó la animadversión hacia Falcón, ni impidió que recordarse una y otra vez el momento en que perdió de vista a Darío, pero facilitó que cierta resolución se afirmase en su interior. Se sentía más fuerte, menos nerviosa. Sus oscilaciones de estado de ánimo entre la desesperación y la furia no eran tan violentas. Seguía llorando, pero de forma más espaciada.

Después de la llamada, Consuelo mandó a sus otros dos hijos con su hermana. No quería que los chicos se viesen inmersos en un ambiente tan opresivo y potencialmente tan volátil, en el que todo el mundo estaba pendiente del teléfono, deseando que sonase. No quería que vieran su esperanza ni su desesperación, la posible alegría y el probable desencanto. A pesar de la llamada de Alicia, sabía que sus emociones eran incontrolables porque se sentía desprotegida.

Arriba tenía un estudio pequeño junto al dormitorio: una silla, una mesa, un portátil, nada más. Alicia Aguado la había animado a que se pasase el tiempo escribiendo sus pensamientos y sentimientos, para exteriorizarlos y poder verlos mejor. Cerró las persianas y se sentó allí en la penumbra, intentó desterrar de su cerebro todos los ruidos blancos carentes de importancia. Encendió el ordenador y automáticamente se conectó a Internet. Vio que tenía correo nuevo. Esa dirección era diferente de la del restaurante y era la única que utilizaba con su familia y sus amigos íntimos. Había un mensaje nuevo enviado ese mismo día a las 14.00 titulado «Darío». Nada más ver el nombre, le dio un vuelco el corazón y se le congeló el estómago. El remitente era alguien llamado Manolo Gordo. No conocía a nadie con ese nombre. Le tembló la mano al abrir el mensaje.


Si quieres volver a ver a tu hijo llama al 655147982. No le digas nada a la policía. No intentes grabar la llamada. Usa tu móvil fuera de la casa. Borra este mensaje, no te ayudará a encontrar a tu hijo.


Lo leyó varias veces. Poca gente conocía esa dirección de correo, pero sus hijos sí. Le infundió esperanzas. Se apoderó de ella cierto entusiasmo. Habían entablado contacto. Se volvió para mirar atrás, como si tuviera que esconderse de alguien. Guardó el mensaje en la carpeta de Spam, apagó el ordenador y pensó en cómo iba a hacer esta llamada.


* * *

– El inspector jefe Tirado te está esperando fuera -dijo Baena.

Falcón bajó corriendo las escaleras, procurando no pisar las gotas de sangre rodeadas de círculos amarillos. No había sombra en el exterior y tenían que estar en medio del hedor a pis y basura en el hueco de la escalera.

– ¿Quién es ese tal Carlos Puerta? -preguntó Falcón.

– Es el que asaltó a la señora Jiménez cerca de la plaza del Pumarejo en junio y al que vio la hermana de la señora Jiménez después, merodeando alrededor de su casa -dijo Tirado-. Me he pasado la mañana siguiéndole la pista. Sus amigos de la plaza del Pumarejo me dijeron que era yonqui, así que le pedí a la Brigada de Estupefacientes que me ayudase.

– ¿Te importa que escuche?

– Qué va -dijo Tirado, que hizo señas al de Estupefacientes-. No parece gran cosa ahora, ¿verdad? Pero tiene buena voz. Nada más verlo lo reconocí. Hace cinco años sacó un disco, hizo algo de dinero, se metió en drogas, no salió airoso en una audición con Eva Hierbabuena para ir a Londres. Y éste es el estado en que se encuentra ahora.

El agente empujó a Carlos Puerta hacia el edificio de pisos. Avanzaba a pasos pequeños y nerviosos, arrastrando los pies como un actor cómico. El pelo, que le llegaba hasta la altura del hombro, no había visto el agua ni el cepillo durante al menos seis semanas. Tenía el grosor de un libro, estaba apelmazado y cubierto de polvo del edificio en ruinas donde lo habían encontrado. Le pasaba algo en el brazo izquierdo, que parecía atrofiado, y tenía la mano hinchada. La camiseta que llevaba tenía un estampado blanco tan descolorido que casi se confundía con el tejido del fondo. Falcón pudo deducir que era de la Bienal de Flamenco de 2004.

– Estaba con una mujer -dijo Tirado-. La pobre estaba tan escuálida que los de Estupefacientes llamaron a una ambulancia.

Tirado se identificó y presentó a Falcón. La cara enjuta de Puerta, picada de viruela, era un amasijo de tics. Suplicaba que le dieran un cigarrillo. Le dieron uno y lo sentaron en un par de bloques de cemento.

– ¿Reconoces a esta mujer? -preguntó Tirado, mostrándole delante de sus narices una foto de Consuelo.

Puerta se asomó por debajo de las cejas negras que formaban un ángulo agudo hacia la nariz. Un párpado pestañeó mientras el humo emanaba de su cara. Negó con la cabeza.

– Sabes cómo se llama, Carlos.

– No creo -dijo Puerta, que se tocó el pecho y se rió casi sin aliento-. No es mi tipo.

– También sabes dónde vive.

– Toda la gente que conozco vive en Las Tres Mil, y ella no tiene pinta de vivir ahí -dijo Puerta-. Con esos pendientes, ese collar, ese pelo y el maquillaje. Si apareciese con esa pinta en mi mundo, la dejarían limpia.

– La viste en la plaza del Pumarejo -dijo Tirado-. Tiene un restaurante cerca de allí. Lo conoces.

– Yo no como en restaurantes.

– También conoces a su marido, Raúl Jiménez. Lo mataron.

– Conozco a bastante gente a la que han matado. Y unos cuantos más que han muerto de sobredosis, pero no recuerdo cómo se llamaban. ¿Era el dueño de algún sello discográfico?

– Hay testigos que han declarado que te vieron atracar a Consuelo Jiménez una noche de junio pasado en una calle, junto a la plaza del Pumarejo.

– ¿Qué clase de testigos? -preguntó Puerta, sacando a relucir cierto sarcasmo-. Si te refieres a esos cretinos de la plaza, te contarían lo que fuera por un litro de Don Simón.

– Tenemos otro testigo. No es ningún cretino. La hermana de esa mujer, que te vio merodeando alrededor de la casa de la señora Consuelo Jiménez en Santa Clara el día después de que la asaltaras -dijo Tirado-. Si me cuentas a qué venía todo eso, no te llevaré a la Jefatura y te meteré en una celda hasta que se te pase el efecto del último chute.

– No entiendo muy bien lo que quieres decir -dijo, escuchando atentamente.

– La señora Jiménez no quiere presentar cargos por atraco ni por entrada ilícita en propiedad ajena -dijo Tirado-. Pero si has tenido algo que ver con el secuestro de su hijo de ocho años…

Esto atrajo toda su atención. Su cabeza empezó a temblar, no a modo de negación, sino con cierto tipo de temblor inducido por la heroína.

– Yo soy yonqui -dijo-. Así que reconozco a la gente vulnerable e intento sacarles dinero. Conocí a esa mujer y su historia. Es famosa, salió en todos los telediarios. La había visto por ahí. Me pareció que era un poco inestable. Una noche apareció en la plaza del Pumarejo un poco aturdida, posiblemente borracha, y le gorroneé algo de pasta.

– ¿Qué hacías en los alrededores de su casa al día siguiente?

– Fui a buscarla otra vez, para ver si podía conseguir algo más -dijo Puerta-. Es lo que hacemos los yonquis. Y te aseguro que no he vuelto a verla desde entonces.

– ¿Por qué no seguiste persiguiéndola? -preguntó Tirado.

– Santa Clara está muy lejos y encontré dinero más cerca de casa.

Tirado y Falcón se alejaron de él para conversar.

– Creo que dice la verdad -dijo Tirado-. Encaja con lo que sabemos por la señora Jiménez y su hermana… más o menos. Ella me contó que estaba deprimida en aquel momento, y su hermana dijo que empezó con la terapia poco después. Y ninguna de las dos ha vuelto a verlo desde entonces. Mandaré a uno de mis hombres para que enseñe la foto a los vecinos de la señora Jiménez, por si acaso.

– ¿Te importa que hable con él ahora? -dijo Falcón-. Para ver lo que sabe sobre el asesinato de ahí arriba.

Tirado le dio una palmada en el hombro, volvió a su coche. Falcón pidió otro cigarrillo y se acercó de nuevo a Puerta, que sonrió y mostró la dentadura, que tenía una capa de mugre marrón.

– ¿El Pulmón es tu camello? -preguntó Falcón, dándole el nuevo cigarrillo.

– Sí, y es amigo mío.

– ¿Sabes lo que ha pasado ahí arriba?

Puerta negó con la cabeza, manoseándose un espasmo en la mejilla.

– Alguien ha matado a su novia.

– ¿A Julia? -dijo Puerta, que alzó la vista con sus brillantes ojos verdes, debilitados como limo.

– Le pegaron un tiro en la cara.

Parecía que a Puerta le costaba tragar. La mano del cigarrillo temblaba al acercarla a la boca. Tosió. El humo salía deshilachado. Se encorvó, apoyó la frente en la mano buena y sollozó para sus adentros, en silencio. Falcón le dio una palmada en el hombro.

– ¿Por qué no me cuentas lo que viste -dijo-, y así podremos echarle el guante al tipo que mató a Julia antes de que mate a tu amigo?


* * *

– Así que ahora estamos seguros de que hay un ingrediente de la mafia rusa -dijo Aníbal Parrado, el juez de instrucción, caminando por la ventana del piso del Pulmón.

– Pero sólo tenemos el testimonio de una ruina de yonqui y ni una sola prueba -dijo Falcón-. Marisa Moreno ni siquiera nos dijo que los rusos tenían retenida a su hermana; sólo lo hemos conjeturado por el hallazgo del disco en posesión de Vasili Lukyanov. Los de Estupefacientes nunca habían visto a este cubano, no saben nada de ninguna implicación rusa. No puedo darte nada que puedas utilizar en los tribunales, a no ser que encontremos al Pulmón.

– ¿Y adónde vas ahora?

– Estoy buscando a gente que haya tenido contacto directo con los rusos -dijo Falcón-. Marisa Moreno ha muerto. Vamos a tardar en encontrar al Pulmón. Tengo a otro candidato.

Falcón se sentó en el coche para hacer varias llamadas, con el fin de averiguar dónde estaba Alejandro Spinola en ese momento de la tarde. Pero estaba en una conferencia de prensa en el edificio del Parlamento Andaluz. Falcón salió de Las Tres Mil, optó por tomar la circunvalación para evitar el tráfico del centro.

Alejandro Spinola era todo lo guapo que puede ser un hombre sin traspasar la línea del género. Le gustaba acariciarse el largo pelo negro con raya al medio, y sujetárselo con el puño en la parte posterior de la cabeza. Tenía el cuerpo atlético de un jugador de tenis profesional ligeramente desmejorado. Llevaba un traje de buen corte, una corbata de seda azul claro y una camisa blanca, cuyos puños sobresalían de las mangas. Tenía facilidad de palabra y entretenía a la prensa mientras giraba un anillo de oro en un dedo de la mano derecha. Aparentemente, no tenía intención de ser el segundo violín del alcalde el resto de su vida. Rezumaba excesiva vanidad por todos sus poros. Era un hombre que había aprendido a no parpadear ante los flashes y a bailar claque al son de la percusión de los obturadores.

La prensa se arremolinaba alrededor de Spinola, en busca de una declaración extraoficial. Falcón se abrió paso entre los periodistas y mostró a Spinola su placa policial.

– ¿Esto no puede esperar? -preguntó, con cuidado de no utilizar el rango de Falcón delante de la prensa política.

– Probablemente no -dijo Falcón.

Spinola lo cogió del brazo y lo guió hacia el exterior de la sala, lanzando bromas y cumplidos a su paso. Atravesaron el pasillo; Spinola buscó un despacho vacío, encontró uno. Se sentó al otro lado de la mesa, abrió uno de los cajones laterales y apoyó sus caros mocasines en el borde. Se acomodó en el respaldo con las manos apoyadas en el vientre, que presentaba la primera acumulación de grasa de la mediana edad.

– ¿Qué puedo hacer por usted, inspector jefe? -preguntó, vagamente entretenido por toda la situación.

– Quiero hablar con usted sobre Marisa Moreno.

– ¿La novia de Esteban? -dijo, frunciendo el ceño-. Apenas la conozco.

– Pero la conoció usted antes.

– Eso es cierto. La conocí en la inauguración de una galería -dijo, asintiendo, mientras desviaba la vista hacia la ventana-. En los últimos años Esteban no ha tenido mucho tiempo para el arte. Antes siempre iba a las inauguraciones. Siempre le ha interesado la pintura, la literatura, ese tipo de cosas, mucho más que a mí.

– ¿Entonces por qué fue usted?

– Por la gente. Un buen marchante de arte siempre reúne a su alrededor a gente interesante. Los coleccionistas suelen tener dinero e influencia. Y ése es mi trabajo.

– ¿Cuál es su trabajo?

– Trabajo para el alcalde.

– Eso es lo que me dijo Esteban -dijo Falcón-. Supongo que tendrá algo más que añadir.

– Procuro que el alcalde esté en contacto con la gente adecuada para lograr sus objetivos -dijo Spinola-. Las cosas no ocurren solas, inspector jefe. Para cualquier cosa, ya sea construir una mezquita en Los Bermejales, o peatonalizar la Avenida de la Constitución, o remodelar La Alameda o construir un metro debajo de la ciudad, hay que tratar con numerosas personas. Residentes airados, grupos religiosos descontentos, contratistas decepcionados, taxistas furiosos, por mencionar sólo algunos.

– Presumiblemente también hay gente contenta.

– Claro. Mi trabajo consiste en ayudar al alcalde a convertir a los descontentos en… bueno, quizá no totalmente contentos, pero al menos más callados, más manejables.

– ¿Y cómo lo consigue?

– Seguramente conocerá a mi padre, inspector jefe, es abogado -dijo Spinola-. Nunca he tenido el temperamento necesario para sentarme a aprender infinidad de cosas en los libros, como Esteban. Pero a mi manera soy como ellos dos. Un tipo muy persuasivo.

– ¿Y qué pasó con Marisa? -preguntó Falcón, sonriente.

– Ah, sí, justo, exacto. Qué pasó con Marisa… -dijo Spinola, dedicándole una risa de dilación-. La conocí en la Galería Zoca. ¿La conoce? Junto a la Alfalfa. Ella no exponía. No tiene tanto nombre para esa sala. Pero es muy guapa, ¿verdad? Así que José Manuel Domecq, el propietario, siempre la invita, ya sabe, para embellecer la habitual reunión de sapos y truchas con bolsos y carteras de piel de cocodrilo, repletos de dinero. Yo ya conocía a todo el mundo, así que no tenía que trabajar mucho, y salimos todos a cenar. Marisa y yo nos sentamos juntos y, ya sabe, inspector jefe, hicimos buenas migas. Hicimos muy buenas migas.

– ¿Se acostó con ella?

Spinola al principio entrecerró los ojos, como si se preparase para ofenderse, pero al final optó por la sutileza. Se rió, con un gesto algo amanerado.

– No, no, no, que no, inspector jefe. De eso nada.

– Ya -dijo Falcón-. Disculpe que le haya entendido mal.

– No. Nos dimos los teléfonos y la llamé a la semana siguiente para invitarla a la recepción al aire libre en la casa de la Duquesa de Alba. Es una celebración anual y pensé que sería… exótico aparecer con una belleza negra del brazo.

Cuando los ojos de Spinola volvían a recorrer la sala desde la ventana, se detuvieron un instante para comprobar qué tal le iba a Falcón, y luego continuaron hacia la puerta. Para ser un hombre tan persuasivo, a Spinola no se le daba bien el contacto ocular.

– ¿Y cómo fue el momento en que presentó a Marisa a su primo?

– Bueno, la verdad es que no fue una presentación, porque Esteban se plantó a mi lado pocos segundos después de que yo llegase y él mismo se presentó a Marisa.

– Creo que hay algo que no recuerda bien.

– Qué va. Lo recuerdo perfectamente. Esteban la alejó de mí mientras yo me ahogaba entre la multitud. La acaparó toda la noche.

– Creo que eso es dudoso -dijo Falcón-, porque Esteban estaba casado con Inés y, en aquel momento de su relación, no tenía la costumbre de exhibir abiertamente su propensión a la infidelidad, sobre todo delante de sus padres y sus suegros y, por supuesto, de su padre, el juez decano de Sevilla, para el que trabajaba.

Una pausa para pensar. Cierta reordenación de los detalles. Falcón oía el ajetreo de los muebles cambiando de sitio en el cerebro de Spinola. De pronto, el conseguidor del alcalde se encogió de hombros y levantó la mano.

– Son sólo datos generales, inspector jefe -dijo-. Piense en la cantidad de fiestas a las que voy, en cuántos encuentros sociales participo. ¿Cómo voy a recordar con pelos y señales todos los encuentros y presentaciones?

– Los tienes que recordar, porque, tal como me ha dicho -dijo Falcón-, en eso consiste su trabajo. Su trabajo es saber lo que mueve a la gente. Lo que les gusta y lo que les disgusta. Y la gente en los encuentros sociales no exhibe sus necesidades e intenciones, sobre todo, supongo, cuando anda usted por ahí y son muy conscientes de la impresión que quieren causar en la Alcaldía. Sí, yo habría pensado que, en tales circunstancias, lo recordaría todo en detalle. Y su lectura de esos pormenores es su clave del éxito.

Por fin, contacto ocular, muy estable y sostenido. Una mezcla de respeto y miedo. Spinola estaba pensando: ¿qué sabe este hombre?

– ¿Cómo lo recuerda Esteban? -preguntó, con el fin de evitar otra mentira y darse la oportunidad de construir un punto de vista diferente sobre la roca de la verdad.

– Él recuerda que usted hizo un aparte con él y lo separó de un grupo familiar con el que estaba. Usted se encontraba solo en aquel momento. Le dijo que tenía que presentarle a una maravilla escultural que había conocido en una inauguración la semana anterior. Dice que lo condujo al interior de la casa, a una habitación con unos cuadros impresionantes donde usted había dejado sola a Marisa. Recuerda que se la presentó y lo siguiente que recuerda es que usted ya no estaba en la habitación. ¿Le refresca la memoria todo esto?

Sí. Los ojos de Spinola se dispersaron sobre la cabeza de Falcón mientras intentaba reordenar los hechos que acaba de oír en algo perfectamente comprensible.

– ¿Cuántos años tiene, señor Spinola?

– Treinta y cuatro -dijo.

– ¿No está casado?

– No.

– Tal vez podría explicarme por qué usted, siendo soltero, decidió presentar a una mujer muy atractiva, también soltera, a su primo casado.

Algo semejante al alivio recorrió la cara de Spinola y Falcón se percató de que se le había ocurrido una estrategia.

– Lamento decir esto, inspector jefe, pero Marisa no era la primera mujer que presentaba a mi primo.

– ¿Qué significa eso exactamente?

– Significa lo que acabo de decir. Ya le había presentado a Esteban otras mujeres solteras y ha tenido aventuras con… algunas de ellas.

– Me pregunto si tenían algún amaño, cierta clase de servicio de alcahuetería informal -dijo Falcón suavemente, pero con calculada agresión.

– Eso me ofende, inspector jefe.

– Entonces acláreme el acuerdo que tenía con su primo.

– Yo soy más joven que él. No estoy casado. Conozco a mujeres jóvenes, disponibles…

– ¿Pero cuál es el acuerdo? ¿Han hablado alguna vez entre los dos sobre lo que hace usted en su trabajo?

– Como usted ha dicho, inspector jefe, mi trabajo consiste en saber lo que le gusta a la gente.

– En ese caso, ¿cuál era su objetivo, señor Spinola?

– Mi objetivo, inspector jefe, es acumular favores en todos los ámbitos de la vida, de manera que en momentos cruciales del alcalde, o en los míos propios, pueda contar con el apoyo de la gente -dijo Spinola-. La política local sólo es bonita en la superficie, y la superficie es muy importante. Nadie pide nunca un soborno. Nadie pide nunca que le traigan a una chica joven y guapa que le haga una mamada por debajo de la mesa. Yo tengo que saber, y luego tengo que aparentar que es como si no lo supiera, para que todavía podamos mirarnos a la cara en la siguiente fiesta.

Spinola ganó el primer round por los pelos. Falcón se levantó. Se dirigió a la puerta, apoyó la mano en el picaporte. Spinola levantó los pies del cajón, lo cerró.

– A lo mejor no se ha enterado, señor Spinola -dijo Falcón-. Anoche asesinaron a Marisa Moreno. Con su propia motosierra. Le cortaron la mano. Le cortaron el pie. Le cortaron la cabeza.

El pequeño triunfo desapareció de la cara de Spinola y dio paso a algo que no era pena ni horror, sino un tipo de miedo muy vivo.

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