Aquella noche calurosa no se quedaron mucho tiempo en Fez.
Las mujeres de la casa de Diuri no parecían muy atormentadas por la muerte de la madre de Barakat. Estaban mucho más preocupadas por la herida de Abdulá y confundidas por la presencia de un niño y un perro en la casa. Cuando Abdulá les dijo que la loca le había apuñalado, y encontraron la cuchilla ensangrentada todavía en la mano de la mujer, se horrorizaron. Falcón examinó la herida. Era un corte profundo en el músculo del hombro y, aunque sangraba mucho, la cuchilla no había cortado nada serio. Las mujeres trajeron alcohol y vendas. Falcón le vendó la herida, pero dijo que necesitaba puntos de sutura. Dadas las circunstancias, le dijo a Abdulá que era mejor hacer eso en Ceuta. Yusra y Leila se quedarían en Fez.
Los acompañaron al coche por los callejones de la medina. Consuelo no dejaba que Falcón llevase al niño. Le asustaba la total falta de animación de Darío, pero le alentaba la constancia de su pulso. Partieron para Ceuta a las 9.30 de la noche. Por el camino, Falcón llamó a Alfonso, el conserje del hotel Puerta de África, y le dijo que llegarían a la una de la mañana, hora marroquí, a la frontera, y que necesitaba ayuda para pasar. Abdulá se había cambiado la ropa manchada de sangre y había vuelto a ponerse la de luto. Llevaba el carné de identidad, pero se había dejado el pasaporte en Rabat. Consuelo había tenido la previsión de llevar los documentos de Darío. Falcón también le dijo a Alfonso que necesitaban un médico a la llegada al hotel y un par de habitaciones para lo que quedaba de noche.
En la frontera los pasaron a pie hacia el lado español, sin inspección oficial. Un taxi les estaba esperando. Darío todavía no se había movido. Tenía la inquietante flaccidez de una gran muñeca de trapo. El médico esperaba en el hotel y subieron directos a la habitación. Abdulá insistió en que atendiera primero a Darío. El médico levantó los párpados de Darío, le iluminó las pupilas con la linterna. Le auscultó el corazón y los pulmones. Examinó minuciosamente el cuerpo del niño y encontró pinchazos de aguja en la parte interior de los dos codos. Declaró que no le pasaba nada, aparte de que lo habían sedado mucho.
Echó un vistazo a la herida de Abdulá y dijo que tenía que acompañarle a su consulta para que le limpiasen y cosiesen bien la herida. Falcón y Consuelo lavaron a Darío en el baño y lo metieron en la cama. Durmieron con el niño entre los dos y se despertaron poco antes de mediodía con sus gritos. No recordaba nada de lo que había pasado. Recordaba vagamente que se lo llevaron de la tienda del Fútbol Club de Sevilla, pero no sabía cómo había sido ni quién lo había hecho.
Decidieron que Abdulá viajase con ellos y se quedase en Sevilla con Falcón hasta que las autoridades hubiesen esclarecido el asesinato de Barakat y la muerte de la madre. Cogieron un taxi hasta el hidroplano y llegaron al otro lado del estrecho a las 3.30 de la tarde. Volvieron a Sevilla, donde Falcón dejó a Consuelo y Darío en Santa Clara con la hermana de Consuelo y los niños, Ricardo y Matías. Abdulá y él se fueron a la Jefatura, donde entregó a Jorge la muestra de ADN de Barakat en el laboratorio forense y le pidió que comprobase si coincidía con alguna muestra de la base de datos de la Jefatura.
– ¿Sabes que te está buscando el comisario Elvira? -dijo Jorge.
– Siempre me está buscando. Me voy a casa a dormir -dijo Falcón-. Tú no me has visto.
Abdulá y él se fueron a casa. Encarnación les preparó la comida. Falcón apagó todos los móviles y desconectó el teléfono fijo. Durmió el resto de la tarde y toda la noche sin despertarse.
Por la mañana examinó la herida de Abdulá y la volvió a vendar. Desayunaron con calma en el patio, contemplando las losas de mármol. A mediodía llamó a Jorge y le preguntó si había hecho el análisis de ADN.
– Hay una coincidencia con Raúl Jiménez -dijo Jorge-. El ADN que me diste probablemente era de su hijo. ¿Te aclara algo?
– Interesante.
– Quizá también te interese saber que tu grupo está de enhorabuena. Anoche detuvieron a dos inspectores de obras en Torremolinos, a los que habían identificado por los discos de Lukyanov. Ya les han imputado el cargo de conspiración para provocar una explosión -dijo Jorge-. Esta mañana pescaron al propietario de un hotelito de Almería, que también resultó ser un electricista entrenado por el ejército en el manejo de explosivos. Llegará a Sevilla esta tarde. Ramírez ha intentado llamarte y el comisario Elvira sigue muy ansioso por saber dónde estás. Yo no he dicho nada.
Falcón colgó, llamó a Consuelo. Darío estaba jugando con sus hermanos y unos amigos en la piscina.
– Parece que no le ha afectado todo eso -dijo, asombrada-. Iba a pedirle a Alicia que hablase con él, pero no sé si le sentará bien.
– A ver qué te dice Alicia. No hay prisa -dijo Falcón.
Le comentó la coincidencia de ADN de Barakat con Raúl. Consuelo no entendía cómo Raúl Jiménez, su ex marido, podía ser el padre de Mustafá Barakat.
– El motivo por el que Raúl tuvo que salir repentinamente de Marruecos en la década de 1950 era que había dejado embarazada a la hija de doce años de Abdulá Diuri padre. Diuri padre había pedido a Raúl que se casase con la chica para preservar el honor de la familia. Raúl no podía, porque ya estaba casado, así que huyó. Diuri se vengó secuestrando al hijo pequeño de Raúl, Arturo. Y por algún motivo -sentimiento de culpa, o porque lo quería-, Diuri dio a Arturo el mismo estatus que a sus propios hijos con su apellido familiar. Así que Arturo Jiménez se convirtió en Yacub Diuri. Pero como la hija de doce años de Diuri había traído la deshonra a la familia, no permitieron que su hijo, que era hijo de Raúl, llevase el apellido familiar. Sin embargo, Diuri padre no lo rechazó del todo. Los estrechos vínculos entre los Diuri y los Barakat hicieron que el chico fuese presentado a la familia como Mustafá Barakat.
– Ese tipo de conocimiento en una mente un poco torcida pudo engendrar un tipo de odio especial -dijo Consuelo.
– ¿Y qué crees que debía sentir Mustafá Barakat ante la presencia de Yacub Diuri?
– Imagínate la amargura de la pobre chica ante su propio rechazo por ser mancillada por Raúl, y encima presenciar la integración de Yacub en la familia Diuri, mientras que su propio hijo era expulsado.
– ¿El perfil de un terrorista?
Consuelo invitó a Javier a cenar esa noche, y le pidió que llevase a Abdulá.
Falcón se desplazó en coche a la cárcel de Alcalá de Guadaira. Había llamado antes, así que Calderón ya estaba esperándolo en la sala de visitas. No fumaba. Tenía las manos firmemente apoyadas en la mesa, delante de él, para impedir que jugueteasen. Todavía parecía demacrado, pero no tan consumido como la última vez que lo había visto. No había recuperado la confianza en sí mismo, pero parecía más sólido.
– ¿Te has enterado? -dijo Falcón.
– Mi abogado vino ayer a verme -dijo Calderón, asintiendo-. Aun así, me imputarán cargos de agresión, pero…
Interrumpió la frase, miró la ventana alta de barrotes en lo alto.
– Vas a recuperar tu vida.
– Al final parece que sí -dijo-. Pero será una vida distinta. Tendré que intentarlo.
– ¿Qué tal te ha ido con Alicia Aguado?
– Ha sido duro -dijo Calderón, inclinándose hacia atrás, sujetando la rodilla con las manos-. Me paso gran parte del día pensando en mí mismo, y pocas cosas agradables. Alicia me dijo, en la última sesión, que era poco común que un paciente varón se analizase de un modo tan exhaustivo como yo. Le dije: «Esta última semana ha sido el período más largo de mi vida en que he afrontado la verdad». Lo dice un jurista, Javier.
Los dos soltaron una carcajada.
– También me paso mucho tiempo pensando en ti. Creo que te debo una explicación.
– No es necesario, Esteban.
– Ya, pero tú me metiste en este viaje con Alicia, y tenemos esta curiosa relación que se entrelaza con Inés y Marisa. Así que quiero aclararte algunas cosas, si tienes la paciencia de escucharme. Lo que te voy a contar no son cosas muy bonitas, pero tú ya estás acostumbrado a eso.
Permanecieron en silencio unos instantes mientras Calderón se preparaba.
– Como sabes, hace cuatro años estuve a punto de perder mi carrera. Tuve que recurrir a todos mis contactos familiares, y los de Inés, para mantenerme en el edificio de los Juzgados. Inés fue fantástica en todo momento. Era fuerte. Yo era débil. Y, como sabes por tus casos de asesinato, Javier, el hombre débil está lleno de autoodio y desarrolla un pozo sin fondo de crueldad, que en justicia debiera desencadenar contra sí mismo, pero inevitablemente vuelve contra la persona más próxima a él.
– ¿Fue entonces cuando empezó todo?
– ¿Te refieres a las palizas? No. El odio, sí. Cuando Inés se casó conmigo y la balanza del poder se inclinó a mi favor, empecé a minarla con mis desmedidos devaneos amorosos -dijo Calderón-. Cuando estalló la bomba el 6 de junio los dos estábamos preparados para la violencia. Quiero decir: yo estaba preparado para darla y ella para recibirla. Yo me sentía suficientemente fuerte e irritado, y ella lo bastante frágil y humillada. No sé si no había algo sadomasoquista en el estado de nuestra relación. Cuando volví de casa de Marisa aquella mañana, podríamos haber tenido otra pelea más, pero esta vez ella quería ir más allá. Me provocó, y yo, inexcusablemente, entré al trapo.
– ¿Te provocó para que la agredieses?
– Probablemente la cosa no estaba tan clara en su mente; gritábamos y nos decíamos cosas a gritos, nos tirábamos cosas, y supongo que era el único escalón posible. Ya sabes lo importante que era la imagen pública para Inés, no podía asumir un segundo fracaso matrimonial. Y a mí me habría costado mucho separarme de ella. Lo que ella quería era que yo le pegase, para que me quedase lleno de remordimiento, y en ese proceso de ablandamiento volviésemos a unirnos. La sorprendí a ella y a mí mismo. No sabía que tenía esa rabia reprimida dentro de mí.
– ¿Sentiste algún remordimiento?
– En aquel momento, no. Comprendo que esto te resulte patético, pero me sentía inmensamente poderoso -dijo Calderón-. Haber maltratado a una mujer de cincuenta kilos hasta reducirla a un estado de sumisión y terror debería haberme consternado, pero no fue así. Posteriormente, después de que Marisa me dijese que se había enfrentado con Inés en los jardines Murillo, me indigné una vez más y le di una paliza aún peor. Y tampoco sentí remordimientos. Sólo locura y rabia.
– ¿Qué ocurrió después de aquella paliza?
– Deambulé por las calles diciéndome que se había acabado. No podía haber vuelta atrás.
– Pero ya sabías lo mucho que te iba a costar separarte de Inés -dijo Falcón-. Entonces, ¿se te ocurrió entonces… ese comentario en broma que le hiciste a Marisa sobre la «solución burguesa» al complicado divorcio?
– Sí. No fue exactamente así. Yo estaba enfurecido. Sólo quería librarme de Inés.
– ¿Y qué pasó? ¿Te pusiste en manos de Marisa?
– No -dijo, negando con la cabeza.
– ¿Por qué le diste a Inés la paliza más salvaje de tu vida por hablar pestes de una mujer a la que no querías?
– Al llamar a Marisa «la puta del puro», Inés me indicó lo que yo pensaba de ella -dijo Calderón-. Marisa era una artista, pero eso nunca me había interesado. Durante nuestra relación yo la traté como una puta. Gran parte del sexo que teníamos era así. Y Marisa me despreciaba. De hecho, bien pensado, me odiaba. Y tengo que reconocer que mi conducta era detestable.
– Entonces, ¿qué dices ahora sobre Inés y Marisa?
– Cuando viniste a verme la última vez, te dije que Alicia me había acusado de que odiaba a las mujeres. ¿Yo? Esteban Calderón. ¿El mayor donjuán del edificio de los Juzgados? Pues sí, eso es lo que descubrí: yo trataba a Marisa como a una puta y a Inés peor que a un perro. Y eso es lo que me ha costado asimilar.
Falcón asintió, miró al suelo.
– El primer atisbo de verdad que recordaba, el que realmente me tocó hasta el fondo, fue cuando recuperé la conciencia después del desvanecimiento y encontré a Inés muerta en la cocina. Fue entonces cuando vi el daño de mis palizas anteriores y eso me infundió pánico, porque sabía que mis evidentes palizas me convertían en el principal sospechoso de su asesinato -dijo Calderón-. Cada vez que recordaba aquella noche, siempre me concentraba en mi falta de intención de matarla.
– Porque ésa sería tu defensa en los tribunales -dijo Falcón.
– Exacto, pero lo que recordé en mis sesiones con Alicia fue que, al volver a casa y ver luz en la cocina, me molestaba la posibilidad de otra confrontación y deseé que desapareciera de mi vida, y entonces la vi tendida en aquel enorme charco de su propia sangre. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo podría haberla matado. Verla allí, bajo aquella luz terriblemente brillante, fue como enfrentarme a la imagen de mi propia culpa. Me desmayé con aquella visión y aquel pensamiento.
Al atardecer, Falcón se dirigió a la Jefatura. Todo el grupo estaba en el despacho. El ambiente era optimista. Habían tenido dos días de muchos éxitos. Serrano le dio una cerveza fría.
– ¿A que no te lo imaginas? -dijo Ramírez-. Elvira quiere verte.
– Cualquiera diría que ese tío no tiene mi número de móvil -dijo Falcón.
– Va a rehabilitarte en el cargo. -Lo dudo.
– Lo primero, Spinola -dijo Ramírez-. Díselo, Emilio.
– Registramos su piso y encontramos setenta y ocho gramos de cocaína, cuarenta gramos de heroína y ciento cincuenta gramos de resina de cannabis -dijo Pérez.
– Así que era consumidor de drogas -dijo Falcón, encogiéndose de hombros.
– Y… copias de todas las ofertas rivales para la urbanización de la isla de la Cartuja.
– Que también han aparecido en poder de Antonio Ramos, el jefe de construcción de Horizonte -acabó Ramírez.
– Qué suerte -dijo Falcón, asintiendo, bebiendo un trago de cerveza.
– El juez decano designó al juez de instrucción, que estuvo presente durante todo el registro del piso, y ha aceptado por completo nuestros hallazgos.
– ¿Y Margarita? -preguntó Falcón a Ferrera.
– Está en el hospital en Málaga -dijo-. Cuando descubrieron que Vasili Lukyanov se había ido a Sevilla, uno de los hombres de Leonid Revnik le dio una paliza muy fuerte.
– ¿Era su novia?
– No exactamente. Margarita era especial para él, no creo que ella lo considerase nada más, pero estaba en muy mal estado. Van a llamarme cuando se recupere lo suficiente para hablar bien. Tiene fractura de mandíbula, un brazo roto y fisuras en dos costillas.
– ¿El Pulmón?
– Ha identificado a Sokolov. Estamos en conversaciones sobre el apuñalamiento y el arma de fuego ilegal.
– ¿Y qué van a hacer con Mark Flowers?
– No le van a imputar la muerte de Yuri Donstov, pero se le ha acabado su estancia aquí en Sevilla -dijo Ramírez-. Lo van a mandar de vuelta a Estados Unidos, y allí tendrá que enfrentarse a un expediente disciplinario.
– Y la gran pregunta para mí -dijo Falcón-. ¿Qué ha sido de Cortland Fallenbach? ¿Estaba implicado en la conspiración inicial?
– Le han requisado el pasaporte -dijo Ramírez-, y ha contratado a un equipo de abogados para que luchen por recuperarlo. No sé. Sin Lucrecio Arenas y César Benito, será difícil de probar.
Sonó el teléfono. Baena lo descolgó y luego lo sostuvo contra el pecho.
– Adivina…
– Vale -dijo Falcón-. Subo para allá. Dile que sólo quería ver primero a la gente más importante. Habéis hecho un trabajo excelente.
El comisario Elvira no le hizo esperar. Su secretaria le ofreció un café. Esto no ocurría casi nunca.
– Estoy redactando el comunicado de prensa -dijo Elvira.
– ¿Para qué?
– Las imputaciones finales relacionadas con la colocación de la bomba de Sevilla.
– ¿Las imputaciones finales?
– Sí, las personas que colocaron el artefacto explosivo han sido detenidas y tienen que enfrentarse a la justicia.
– ¿Y la cadena de mando desde los sospechosos que tenemos detenidos desde junio, a través de Horizonte y I4IT?
– Sobre eso no podemos hacer ninguna declaración.
– ¿Vais a trabajar en esa línea?
– Tendremos que sopesarlo -dijo Elvira-. De todos modos, esta tarde va a haber una conferencia de prensa televisada. El alcalde y el comisario Lobo quieren que estés tú allí para leer la declaración que te estoy preparando.
– Estoy suspendido de servicio a la espera de ulteriores investigaciones -dijo Falcón.
– Te rehabilitaron anoche cuando concluimos que Alejandro Spinola estaba implicado en la filtración de información sobre el proyecto urbanístico de la isla de la Cartuja.
– ¿Y mi improvisación no autorizada en el hotel La Berenjena?
– Mira, Javier, tengo que escribir este comunicado de prensa y la declaración -dijo Elvira-. Me gustaría que te reunieras conmigo en mi coche dentro de una hora para ir al Parlamento autonómico.
Falcón asintió, salió del despacho. La secretaria le trajo el café. Se lo tomó de pie delante de ella. Volvió a la oficina de Homicidios.
– Va a haber una conferencia de prensa en el Parlamento Andaluz dentro de una hora y media -dijo Falcón-. Me gustaría que lo escuchaseis todos.
Entró en su despacho y se disponía a cerrar la puerta cuando vio el gráfico de la pared. Lo desenganchó y lo sacó del despacho.
– Podéis descolgar esto y archivarlo -dijo a los agentes del grupo-. Por ahora hemos acabado con esto.
Sonó el teléfono. Era la línea cifrada por la que hablaba con el CNI. Entró en su despacho, cerró la puerta, respondió.
– Recibí un informe completo de mis agentes en Fez -dijo Pablo-. Y Alfonso me ha informado de lo que pasó después. Habéis encontrado al niño.
– Está en buen estado, dadas las circunstancias. No recuerda nada de lo que pasó… por ahora -dijo Falcón-. ¿Cómo se lo han tomado los marroquíes?
– También recibieron una llamada de los saudíes, así que… se lo toman con filosofía. El petróleo se hace oír -dijo Pablo-. Aun así, no todo está perdido. Los alemanes han descubierto una red relacionada con el negocio de exportación de Barakat. Los marroquíes están investigando dos pistas ligadas al GICM a partir de otras conexiones que han establecido con Barakat. También había un enlace argelino. Y el MI5 está trabajando en la célula de la que le hablaron los franceses, que, según parece, estaba relacionada con el negocio de alfombras de Barakat en Londres. Así que, aunque no conseguimos al hombre…
– ¿Y tú? -preguntó Falcón-. ¿Has sacado algo en limpio?
– Yacub dejó todos los detalles de la célula logística del GICM que utilizaba en la Costa del Sol con los saudíes -dijo Pablo-. Y de otras dos de las que tenía conocimiento en Madrid y Barcelona. Estamos contentos.
– Me alegro.
– Quería preguntarte por Abdulá -dijo Pablo.
– Han tenido que darle doce puntos en el hombro…
– ¿Le interesaría colaborar con nosotros?
– ¿Con vosotros? ¿Cómo va a colaborar? Ha estado expuesto.
– Puede que sí y puede que no -dijo Pablo-. Sólo quería saber qué le parecería meterse en este juego.
– La carta le ha dado mucho que pensar -dijo Falcón.
– ¿Y tú, Javier?
– ¿Yo? -dijo Falcón-. ¿El aficionado?
– Piénsalo -dijo Pablo, y colgó.
Falcón se acercó a la ventana, se asomó al aparcamiento a la luz del atardecer. Los vencejos se lanzaban en picado y se esquivaban en zigzag, garabateando el aire con sus acrobacias. Se sentía vacío e inmensamente solo. El trabajo de policía le infundía esa sensación. Cuando todo se acababa, sólo le quedaba un sentimiento de decepción. Desaparecía el misterio, concluían las pesquisas. Lo único que quedaba era una abrumadora sensación de pérdida y absurdo.
Mientras observaba las hileras de coches anodinos, cada uno dentro de sus líneas de demarcación, empezó a buscar una razón. Y lo que le vino a la cabeza era una imagen que vio por primera vez cuando volvía en coche desde Fez: Yacub, en medio del océano, en una lancha motora, en medio de una absoluta oscuridad, con la fuerza del sacrificio en sus manos para salvar a su hijo de los fanáticos y, de ese modo, restaurar cierta nobleza a la especie humana.
Se sentó y dejó que el mundo oscureciera a su alrededor hasta que Ferrera llamó a la puerta, se asomó al despacho y le dijo que el coche de Elvira estaba listo. Bajó, entró en el asiento trasero con el comisario, que le entregó el comunicado de prensa y su declaración. Los leyó y observó por la ventanilla las luces de la ciudad y la gente anónima que hacía su vida.
La conferencia de prensa estaba abarrotada. No había habido tanta expectación desde el día en que el comisario Lobo anunció que habían encontrado a Calderón intentando deshacerse del cadáver de su mujer en el Guadalquivir y lo iban a sustituir como juez de instrucción del atentado de Sevilla.
Empezó el largo y tedioso proceso. Todo el mundo tenía algo que decir y todos querían regodearse con el éxito: Lobo, Elvira, el alcalde. En condiciones normales, el juez decano Spinola habría estado presente, pero, dadas las circunstancias, no parecía apropiado. Falcón dejó de atender a lo que se decía, volvió a fijarse en las caras ávidas que lo miraban, parpadeó ante los flashes. Llegó su turno. Tenía el último turno de palabra, pero en este caso era el menos importante. Leyó la declaración que le había preparado Elvira y luego añadió la suya propia: «Nadie en esta sala debería olvidar que todo lo que se ha dicho aquí hoy sólo podría haberse descubierto gracias a la dedicación extraordinaria y, en muchos casos, no remunerada, de personas desconocidas, nunca vistas y raras veces oídas. Trabajan incansablemente, en circunstancias peligrosas, para mantener a salvo al pueblo de Sevilla, retirando de las calles a asesinos y gánsteres para que los hombres, las mujeres y los niños puedan vivir en esta ciudad sin miedo. Son el inspector José Luis Ramírez, el subinspector Emilio Pérez, el detective Julio Baena, el detective Carlos Serrano y la detective Cristina Ferrera. Y quisiera dar las gracias a todos ellos».
Se sentó. Al comisario Elvira le molestó que se apartase del texto. Un par de periodistas aplaudieron, cuatro más se sumaron y luego toda la sala aplaudió al unísono a los nunca vistos ni oídos. Elvira sonrió y se regodeó con la adulación parcialmente merecida.
Cuando se dirigían a las oficinas privadas del alcalde, donde se sirvió un vino, Falcón solicitó hablar un instante con el comisario Elvira. Duró unos dos minutos, se separaron y volvieron a juntarse con el grupo. Había una cena prevista a continuación, y Falcón estaba invitado, pero declinó amablemente el ofrecimiento. Los que mandaban se alegraron. La presencia del taciturno inspector jefe parecía suponer cierta crítica implícita.
Falcón se fue a casa. Se duchó y se cambió. Abdulá declinó la invitación de la cena de Consuelo. Iba a ser una celebración y él seguía de luto. Falcón fue en coche a Santa Clara, donde tuvieron una cena familiar. Estaba también la familia de la hermana de Consuelo. Fue una bienvenida a Darío. Consuelo le había hecho una tarta. Era como si fuese su cumpleaños. Comieron y bebieron. La gente se marchó. Otros se fueron a dormir.
Poco después de la una de la mañana, Consuelo y Falcón yacían desnudos, abrazados, con los contornos alisados por una suave sábana.
– Quiero que vengas a vivir conmigo, Javier -dijo Consuelo.
– De acuerdo -dijo Falcón-. Pero tendría que ser en otro sitio diferente.
– ¿Qué tiene de malo Sevilla?
– Nada -dijo-. Sólo es que esta noche he dimitido como inspector jefe del Grupo de Homicidios de Sevilla.
– ¿Te fuiste tú o te empujaron?
– Me fui yo.
– Pues menuda decisión. ¿Cuándo lo decidiste?
– Se me ocurrió por primera vez cuando volvíamos después de la noche con los rusos. Luego, cuando salí a matar a Mustafá Barakat, me di cuenta de cuánto había cambiado y de que ya no podía con ese trabajo -dijo-. Deberías estar contenta. Sé que nunca te gustó.
– No me entristece mucho, la verdad -dijo ella-. ¿Y a qué te vas a dedicar?
– Todavía no lo he pensado.
– Vende tu casa. Vive con lo que saques. Podrías pintar…
– Puede que aprenda a navegar en yate -dijo Falcón, aplastándole el hombro-, para que no me abandones.
– Podríamos vivir cerca del mar, en Valencia -dijo Consuelo-. El agente inmobiliario ha vuelto a llamar hoy.
– Ya estoy oliendo la paella en la playa.
Y en lugar de pensar en el futuro, recordó lo que había hecho justo antes de salir a cenar aquella noche: encontró la hojarasca de una planta marchita en el rincón oscuro bajo la galería, la cogió por el cogote y la tiró a la basura.