Las Tres Mil Viviendas, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 12.15
Se llamaba Roque Barba, pero en el barrio decadente y marginal de Las Tres Mil Viviendas todo el mundo lo conocía como el Pulmón, porque sólo tenía uno. Había perdido el otro dos meses antes de cumplir diecisiete años en una corrida en el pueblecito del este de Andalucía donde todavía era novillero. Le gustaba el aspecto de su segundo toro de la tarde y le dijo al picador que no picase demasiado fuerte con la garrocha porque quería demostrar a la afición lo que era capaz de hacer. Fue justo al principio de la faena, cuando el toro todavía tenía la cabeza alta. El Pulmón tenía dos problemas: no era lo bastante alto y el toro tenía un gancho de derecha a izquierda que él no había visto. Esto significaba que en el primer pase el cuerno del toro, en lugar de pasar de largo por delante de su pecho, lo alcanzó bajo la axila, y cuando quiso darse cuenta estaba en el aire. No hubo dolor, ni ruidos. La vida se ralentizó. La multitud y la arena se le acercaban en oleadas enfermizas mientras el cuello inmensamente poderoso del toro se erguía y lo sacudía de un lado a otro. Luego se golpeó con el suelo, sintió la arena en la cara y oyó el crujido de su clavícula.
El cuerno del toro le rompió dos costillas y le hizo fisuras en otras dos. Le desgarró el pulmón y le clavó esquirlas de hueso cerca del corazón. Los cirujanos le extirparon el pulmón roto esa misma noche. Ése fue el final de su carrera de torero. No porque sólo tuviese un pulmón; el otro se expandía y podía compensarlo. Sino porque ya no podía levantar el brazo izquierdo por encima de la altura del hombro.
Ahora residía en la cuarta planta de uno de los muchos bloques anodinos de Las Tres Mil Viviendas. Tenía un arma en la mesa, que acababa de limpiar. La había comprado la semana anterior. Hasta entonces sólo había usado navaja. Todavía la tenía, y la llevaba en un mecanismo de muelle adherido a la cara inferior de una muñequera de cuero repujado muy llamativa en el antebrazo derecho.
Había comprado la pistola por dos motivos. El producto de alta calidad que había empezado a vender unos meses antes le había traído muchos más clientes, lo que significaba que ahora manejaba más dinero periódicamente. Él era el único que lo sabía, junto con su novia Julia, claro, que estaba dormida en la habitación. Pero el Pulmón sabía que la gente era chismosa, y en Las Tres Mil eran muy chismosos con el único producto que escaseaba: el dinero. De ahí el arma. Aunque eso no era todo.
No necesitaba la pistola para controlar a ninguno de sus clientes. Todos sabían que tenía cojones. Cualquiera que estuviera preparado para meterse en un espacio cercado con un toro de media tonelada no tenía carencias en ese aspecto. Y todavía tenía reflejos. No, el arma era necesaria, porque, aunque ahora recibía producto de alta calidad de los rusos, no había dejado de vender la mercancía que recibía de los italianos. De hecho, había empezado a cortar una con la otra. Así que, no sólo estaba el problema potencial de la gente de fuera interesada por el dinero, sino que además había un factor imprevisible en sus proveedores.
Ahora, cuando entregaba sus diez mil euros semanales, nunca estaba seguro de si le iban a dar otro paquete para vender o si lo iban a colgar por la ventana boca abajo, desde una altura de cuatro pisos. Ya había ocurrido una vez. El levantador de pesas, el que se llamaba Nikita, se había pasado por allí para recordarle que su suministro era exclusivo y que, si no le gustaba, pondrían a otro distribuidor. Los cuatro pisos que lo separaban de la acera de hormigón fue la razón que le dio Nikita para explicárselo. Al Pulmón no le había gustado el subidón de adrenalina.
Los putos rusos. Éste nunca había sido un negocio agradable. Comerciar con la muerte nunca lo sería. Pero los italianos hablaban en su lengua, y él no sabía cuánto tiempo iba a durar la mercancía rusa. Así que pensaba seguir adelante con su triquiñuela hasta que las cosas se aclarasen un poco más, y por eso ahora iba armado.
Su novia suspiraba en sueños. Él cerró la puerta de la habitación y echó un vistazo por la sala de estar. Desplazó la mesa a una posición más central entre la ventana y la pared, de la que pendía un espejo alargado. Con un destornillador introdujo un tornillo de cinco centímetros en el centro de la mesa. Quitó el seguro de la pistola y la colocó de manera que el gatillo se apoyase contra el tornillo y el cañón apuntase a la derecha del espejo. Insertó otro par de tornillos para mantener la línea del cañón. Colocó un ejemplar de la revista 6 Toros sobre la pistola. Colocó una silla junto a la mesa, la cual, cuando se sentase en ella, le dejaría libre el brazo derecho bueno y el pobre brazo izquierdo cerca del arma. Se sentó y verificó las vistas que tenía desde el espejo. Le daba ángulos de las dos esquinas de la habitación a sus espaldas. Bajó las persianas de la ventana, dejó fuera la luz del sol y las vistas de la bulliciosa carretera de Su Eminencia. No se ocupó de las otras sillas. El proveedor, con su traductor cubano, nunca se sentaba. Fumaban, aunque sabían que a él no le gustaba. Él era el camello con un solo pulmón que no fumaba, no bebía y no se drogaba. El Pulmón respiró despacio, como hacía siempre para controlar el miedo.
Ramírez estaba de pie, mirando por la ventana del despacho de Falcón. Ferrera estaba en su ordenador.
– Tengo identificados a los tres hombres misteriosos de los discos del ruso -dijo Falcón-. El tío que está con Margarita es Juan Valverde, el jefe del I4IT Europa en Madrid. El americano es Charles Taggart, ex predicador televisivo, que es asesor del I4IT, e informa al propietario, Cortland Fallenbach. El último es Antonio Ramos, que es ingeniero y el nuevo director de la rama de construcción de Horizonte. Quiero que averigüéis dónde están esos tres hombres, porque quiero hablar con ellos lo antes posible.
Cristina Ferrera asintió. Acto seguido, Falcón se reunió con Ramírez en su despacho, le dio la información que había obtenido de Pablo sobre la banda rusa de renegados organizada por Yuri Donstov en Sevilla. Ramírez dijo que había ordenado a los detectives Serrano y Baena una inspección puerta a puerta, empezando en la calle Garlopa de Sevilla Este, que era la dirección que habían encontrado en el GPS del Range Rover de Vasili Lukyanov. Luego pasaron a otros asuntos.
– La sangre que había en los monos de papel que encontramos en los cubos de basura de la calle Feria se ha confirmado que coincide perfectamente con la de Marisa Moreno -dijo Ramírez.
– ¿Tenían algo dentro? -preguntó Falcón.
– Los dos capirotes contenían pelos, y hemos recogido algunas manchas de sudor de los monos -dijo Ramírez-. Uno de ellos tenía secreciones de semen.
– ¿Manchas de sudor? ¿Semen? ¿Iba desnudo debajo del mono?
– No creo, si se lo quitó, dobló la esquina de la calle Gerona y lo tiró en la papelera -dijo Ramírez-. Pero hacía calor por la noche, a lo mejor tenían coche.
– ¿Unos gánsteres conduciendo por ahí en calzoncillos? -dijo Falcón, dirigiéndose a la puerta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Ramírez-. Si acabas de llegar.
– A hablar con Esteban Calderón.
– El juez del caso de Marisa Moreno va a querer vernos en algún momento -dijo Ramírez-. Es el nuevo: Aníbal Parrado. Buen tío. ¿Cómo lo lleva Consuelo?
– No está bien -dijo Falcón-. No estamos bien.
– Así que le contaste lo de Marisa y las llamadas amenazadoras.
– Y se acordó de los rusos que irrumpieron en su casa cuatro años antes y dejaron una cruz roja en una fotografía de familia.
– Lo siento -dijo Ramírez-. No sé en qué estaba pensando cuando te dije lo de las secreciones de semen. No es algo agradable… quiero decir, dada la situación de Darío.
– Tengo que saberlo -dijo Falcón-: Llámame cuando tengas todo el informe del forense. Vamos a llevar el ADN del semen a Vicente Cortés y Martín Diez. Ellos pueden ver si coincide con el ADN de las bases de datos del GREGO y el CICO de algún ruso que hayan tenido detenido. Y procura que todo el Grupo de Homicidios tenga presente que todo está relacionado: el atentado de Sevilla, el asesinato de Inés, el descuartizamiento de Marisa y el secuestro de Darío.
– El único problema son las pruebas -dijo Ramírez, chasquean-do los dedos en el aire.
Era el día de la entrega, pero no sabía exactamente cuándo iba a aparecer el ruso. Lo único que sabía es que le quedaban cuatrocientos gramos del producto italiano, lo cual no iba a satisfacer a aquellos de sus clientes que ya empezaban a salir de sus cuchitriles nerviosos, farfullando, con los primeros sudores, y los típicos arañazos y roeduras en la sangre. Empezarían a buscar a sus chicos en las calles, señal de que el producto ruso había llegado y de que pronto se arreglaría todo.
El Pulmón fue a ver a Julia. Seguía dormida. ¿Debía despertarla? ¿Para qué se levantase antes de que llegasen los tíos? Se encogió de hombros; parecía una pena. Lentamente cerró la puerta. Ésa era capaz de pasarse el día durmiendo. Pero tenía que vigilarla un poco, para asegurarse de que no probase el producto. Se sentó. Respiró despacio, escondió el miedo en el fondo del estómago. Últimamente siempre estaba asustado, entre el dinero cada vez mayor y los rusos tan indescifrables.
A lo mejor debía despertar a Julia. Cálmate, sólo hablan los nervios. Guárdate el miedo. Sabía que necesitaba el miedo, pero tenía que estar donde él quería. Al fondo del estómago, no en la garganta ni encima de la cabeza. Lo había visto con los novilleros que se enfrentaban al primer toro de gran tamaño. El miedo que paralizaba y mataba.
Llamaron a la puerta a las 12.45. El primer hombre era el traductor cubano. Detrás de él estaba el levantador de pesas, con la cabeza afeitada y sólo una leve capa negra de pelo sobre el cuero cabelludo blanco, la nariz ligeramente achatada, una cicatriz roja en un pómulo. Era más bajo que el Pulmón, pero dos veces más ancho. Tenía los brazos muy peludos y cubiertos de tatuajes indiscernibles. Movía las piernas como si le subieran animales por los pantalones. El Pulmón les dejó pasar a la sala, sintió cómo sus ojos le registraban la espalda, se sentó junto a la mesa. El cubano se quedó de pie a la izquierda del espejo. El levantador de pesas seguía de espaldas a la pared, se movió a la derecha del espejo y echó un vistazo largo y meticuloso a la sala con sus ojos oscuros y hundidos. Al Pulmón no le gustó. Ahora sabía que el ruso llevaba una pistola en la zona baja de la espalda. Deseó haber despertado a Julia. Tenía el fajo de dinero en la camisa, pero no lo sacó. Sentía las preguntas que acechaban apoyadas contra la pared de enfrente.
– Quiere saber si sigues comprando a los italianos -dijo el cubano.
– No, ya te dije que lo había dejado.
– Echa un vistazo a esto -dijo el cubano, dándole un cucurucho de papel de aluminio.
El Pulmón lo abrió, vio el polvo blanco, sabía que estaba metido en un lío. Se encogió de hombros.
– ¿Dónde habéis conseguido esto? -preguntó.
– Se lo compramos a uno de tus clientes -dijo el cubano-. Pagamos ochenta euros por eso.
– No sé cuál es el problema.
– Es nuestro producto cortado con la mierda italiana que nos dijiste que habías dejado de mover.
– Me queda todavía algo de producto italiano. No quería tirarlo sin más.
– Sigues comprando a los italianos -dijo el levantador de pesas.
Eran sus primeras palabras en español, y las pronunció con un acento áspero.
– No sabía que hablabas español -dijo el Pulmón, aprovechando la oportunidad para introducir un poco de distracción.
– Sabe que sigues comprándoles -dijo el cubano.
– ¿Cómo lo sabe?
– Uno de tus clientes nos lo dijo.
– ¿Cuál? -preguntó el Pulmón-. Los de ahí fuera son todos yonquis. Hacen o dicen cualquier cosa con tal de que les den una dosis.
– El cantaor de flamenco.
– Carlos Puerta no es de fiar -dijo el Pulmón-. Ha intentado joderme desde que su novia se vino a vivir conmigo.
– Por eso hemos estado vigilando tu casa, para ver a los italianos con nuestros propios ojos -dijo el cubano, que se había desplazado a la ventana y se asomaba entre las persianas.
El Pulmón miró al ruso y no perdía de vista al cubano a través del espejo.
– Nosotros decirte última vez -dijo el levantador de pesas.
El cubano se alejó de la ventana. Tenía un cuchillo ancho de caza en la mano. Fue a agarrar al Pulmón por el pelo. El Pulmón se inclinó hacia delante y dio un manotazo sobre el ejemplar de 6 Toros. El estruendo del disparo llenó la habitación y la navaja del Pulmón se desplegó en su mano. Se agachó y giró en redondo, clavando con fuerza toda la cuchilla en el costado del cubano. No oyó nada con el zumbido del disparo en sus oídos, pero sintió que el cuerpo del cubano se tensaba. Mientras clavaba la navaja, agarró la muñeca derecha del cubano que contenía el cuchillo de caza y le dio un puntapié en todo el cuerpo para que rodara hasta acabar entre el Pulmón y el levantador de pesas, que ahora estaba en el suelo, tendido boca arriba, con el brazo extendido, empuñando el arma. Otro disparo ensordecedor en el interior de las cuatro paredes del piso y el cuerpo rígido del cubano dio un brinco y se sacudió. El Pulmón lo empujó hacia atrás mientras sonaba otra explosión espeluznante. Dejó caer el hombro y empujó al cubano hasta donde estaba el ruso, que gruñó al soportar el peso, y el Pulmón, todavía con su navaja, salió por la puerta, bajó las escaleras y cruzó al otro lado de los garajes antes de acordarse de Julia, dormida en la habitación.
Había un taxi esperando en el aparcamiento de la cárcel, con el motor en marcha, el aire acondicionado encendido, el taxista dormido, con la cabeza inclinada hacia atrás, boquiabierto. Mientras Falcón recorría la entrada hacia la recepción de la cárcel, atendió en el móvil una llamada de su viejo amigo el detective de Madrid, que lo llamaba para hablarle del piso de La Latina donde se reunió con Yacub.
– No es de propiedad privada -dijo-. Todo el edificio pertenece a la Middle East European Investment Corporation, con sede en Dubái.
– ¿Estaba alquilado ese piso?
– Es uno de los tres pisos desocupados del edificio.
Falcón colgó, encontró a Alicia con su cara blanca serena, el lápiz de labios rojo bajo una melena negro azabache, esperando pacientemente en la zona de recepción. La saludó. Se dieron besos. Alicia le apretó el hombro, contenta de oír su voz. Él le dijo que el taxi ya estaba esperando.
– Llevo veinte minutos aquí esperando -dijo, irritada-. ¿Qué pasa con esta gente?
– Es un taxista de Sevilla -dijo Falcón-. Son así por naturaleza.
– ¿Cómo estás? -preguntó Alicia.
– Muchas complicaciones -respondió Falcón.
– Parece ser lo normal en la gente de nuestra edad.
Falcón le dijo que habían secuestrado al hijo pequeño de Consuelo y le contó también el efecto que eso había tenido en su relación. Alicia se quedó asombrada, dijo que iba a llamar a Consuelo inmediatamente.
– Se estará volviendo loca.
– No le digas que te lo he contado yo -dijo Falcón.
– Claro que no.
La acompañó al taxi, mientras el calor caía de plano sobre las cabezas. Le abrió la puerta del taxi, mostró al taxista su placa de policía, y señaló el taxímetro con una mirada larga y dura. El taxista lo puso a cero y arrancó.
Cuando los guardias trajeron a Calderón a la sala habilitada por el director de la prisión, parecía tan desencajado que Falcón pensó que debería mandarlo de vuelta a la celda. Los guardias lo sentaron y lo dejaron en la sala. Calderón hurgó en los bolsillos en busca de tabaco, encendió un cigarro, dio una profunda calada, se balanceó en la silla.
– ¿Qué te trae por aquí, Javier? -preguntó.
– ¿Estás bien, Esteban? Pareces…
– ¿Desaliñado? ¿Loco? ¿Jodido? -dijo Calderón-. Elige lo que quieras. Todo eso es verdad. ¿Sabes una cosa? Antes no era muy consciente, pero no existe ningún lugar donde puedas esconderte en la psicología… tú no lo llamarías terapia exactamente, ¿verdad? Es más como… una extracción. Psicoextracción. Arrancar del cerebro los recuerdos podridos.
– Acabo de ver a Alicia en el aparcamiento.
– Ésa no dice ni papa -dijo Calderón-. Creo que el psicoanálisis no es muy distinto del póquer, salvo porque nadie sabe qué cartas tiene. ¿Te ha dicho algo interesante?
– Sobre ti no ha dicho nada. Es muy discreta. Ni siquiera me ha dicho por qué había venido -dijo Falcón-. A lo mejor no deberías verlo como una extracción, Esteban. No se pueden extraer los recuerdos, ni tampoco es posible esconderse de ellos sin consecuencias. Sólo los iluminas.
– Te lo agradezco, Javier -dijo Calderón, restándole importancia-. Ya veré si así resulta menos doloroso. La doctora Aguado me preguntó qué quería conseguir en estas sesiones. Le dije que quería saber si había matado a Inés. Es interesante. No es muy distinto de un abogado que expone los argumentos de un caso. Empieza con una premisa: Esteban Calderón odia a las mujeres. Yo, ¿te imaginas? Luego empieza a sonsacarme paridas como lo mucho que desprecio a mi estúpida madre y cómo me follaba a una novia a la que no le gustaban mis poemas.
– ¿Tus poemas?
– Yo quería ser escritor, Javier -dijo, levantando la mano-. Fue hace mucho tiempo y no voy a entrar en eso. ¿Qué haces aquí?
– Estamos avanzando en el asesinato de Inés -dijo Falcón-. Pero también nos hemos encontrado con un muro de ladrillo.
– Venga, Javier. No me vengas con gilipolleces.
– He estado trabajando sobre Marisa.
– Eso suena como el tratamiento de la toalla mojada.
– Probablemente fue algo así para ella, y le han dado por todas partes -dijo Falcón, que pasó a contarle el hallazgo del vídeo de Margarita, las llamadas amenazadoras y el secuestro de Darío.
– Disimulas la confusión interior mucho mejor que yo, Javier.
– Es la práctica -dijo Falcón-. En fin, el caso es que mandé a Cristina Ferrera a hablar con Marisa, y, aunque estaba bebida y drogada, reconoció bastante bien que la habían coaccionado para iniciar una relación contigo.
– ¿Quién?
– La gente que tiene retenida a su hermana. Un grupo mañoso ruso.
Calderón fumaba intensamente, mirando al suelo.
– Lo que necesito saber de ti, Esteban, es cómo conociste a Marisa -dijo Falcón-. ¿Quién os presentó?
Silencio unos instantes, mientras Calderón se inclinaba hacia atrás en la silla y entrecerraba los ojos.
– Ha muerto, ¿verdad? -dijo él-. Recurres a mí porque ella no te puede contar nada más.
– La asesinaron anoche -dijo Falcón-. Lo siento, Esteban.
Calderón se inclinó a través de la mesa, levantando la vista para mirar la cabeza de Falcón.
– ¿Por qué lo sientes, Javier? -preguntó, dándose golpecitos en el pecho-. ¿Lo sientes por mí, porque crees que yo la quería y que ella sólo follaba conmigo porque recibía órdenes?
– Lo siento porque era una mujer en una posición imposible, bajo una inmensa tensión, que sólo pensaba en la seguridad de su hermana -dijo Falcón-. Por eso no quiso hablar con nosotros. Un motivo singular, pero contundente.
Eso tuvo cierto efecto en el equilibrio de Calderón. Hasta se bamboleó en la silla y tuvo que reafirmarse apoyando las manos en la mesa. La emoción emergió en su pecho. Y quizá porque esta conversación vino justo después de su sesión con Alicia Aguado, logró ver más allá de sus propios intereses y comprender que tenía delante a un hombre con un eje moral propio, totalmente diferente.
– Tú la has perdonado, ¿verdad, Javier? -dijo-. Sabes que Marisa estaba de algún modo implicada en la muerte de Inés, y sin embargo…
– Sería muy útil que pudieras recordar quién te presentó a Marisa -dijo Falcón.
– ¿Quiere esto decir -dijo Calderón, conteniendo las lágrimas- que no fui yo?
– Significa que Cristina Ferrera pensó que Marisa, que estaba borracha en ese momento, había sido coaccionada para entablar una relación contigo -dijo Falcón-. Marisa nunca reconoció que hubieran sido los rusos quienes la obligaron. No tenemos una declaración firmada ni una grabación de la conversación. No hay una prueba nueva. Sin embargo, hemos perdido a Marisa. Nunca podremos oír su testimonio. Tenemos que volver a un nivel de implicación anterior, lo que requiere averiguar cómo te conoció. ¿Quién os presentó?
Falcón veía claramente que Calderón recordaba. Miraba fijamente a un punto situado encima de la cabeza de Falcón y se pasaba la uña del pulgar entre los incisivos, sopesando algo; fuera lo que fuese, tenía peso.
– Fue en una recepción al aire libre en la casa de la Duquesa de Alba -dijo Calderón-. A Marisa me la presentó mi primo.
– ¿Tu primo?
– Es el hijo del juez decano de Sevilla -dijo Calderón-. Alejandro Spinola. Trabaja en la Alcaldía.