Capítulo 22

Granja de las Once Higueras. Martes, 19 de septiembre de 2006, 04.47


Los disparos, dos ruidos sordos, simultáneos. Cayeron hacia delante, primero Consuelo y luego Falcón, pues el equilibrio al borde del hoyo era muy precario para evitarlo. Su renuencia les dio una ligera ventaja sobre los rusos, que no tenían elección. Se desplomaron como dos reses, golpeándose las rodillas con la espalda de sus antiguas víctimas, camino de la tumba. La luz de la linterna todavía se proyectaba a través del agujero oscuro e iluminaba las negras heridas abiertas en la cabeza de los dos hombres, que habían caído de bruces en la fosa. Consuelo, atrapada bajo las piernas del ruso inerte, forcejeaba y gimoteaba de pánico. Un hombre aterrizó a sus pies. Tenía la cara cubierta de pintura oscura y su uniforme de camuflaje sólo era visible a la luz de la linterna. Levantó las extremidades fláccidas de los verdugos para apartarlas, de manera que Falcón y Consuelo pudieran salir rodando. El hombre comprobó si había pulso en el cuello de los rusos muertos.

– ¿Cuántos hay dentro? -preguntó, en español con mucho acento.

– Dos rusos y un cubano -dijo Falcón.

– Quédense aquí… en el agujero -dijo, mientras salía de la fosa.

Pasaron corriendo otros hombres. Era imposible saber cuántos. Todo estaba demasiado oscuro. Uno tiró la linterna a la fosa de una patada. En silencio, Falcón acercó a Consuelo hacia su cuerpo. Se sentó de espaldas a la pared de la fosa. Ella se agachó entre sus piernas, mientras él la rodeaba con los brazos. El olor a tierra era tan denso como el chocolate, dulce como la vida. No oían nada. Esperaron. Las estrellas emitían su luz antigua e incierta. El olor del lago llenaba el agujero con la promesa de nuevos días. Él le besó la mano, perfume y tierra. Los nudillos de Consuelo se retorcieron en sus labios.

Una fuerte explosión. Consuelo se sobresaltó, dejó caer la cabeza sobre las rodillas levantadas. Disparos ahogados. Silencio. Al cabo de un rato, se encendió un motor. La excavadora en el pajar. Dio marcha atrás para salir. Los faros iluminaron la noche al otro lado de la alquería. El motor de la excavadora avanzaba con gruñidos y pedorretas. Se detuvo un minuto o dos, luego continuó lentamente. Los rayos de luz giraron, se asentaron sobre la fosa y se aproximaron, cada vez más cerca. Falcón se levantó. Se acercó la silueta de un hombre que caminaba delante de la excavadora.

– No hay peligro ahora -dijo una voz.

Una mano descendió hacia el interior de la fosa. Falcón levantó a Consuelo hacia la mano y la auparon. Ella se echó a correr de inmediato. La mano volvió a bajar. Falcón subió por la pared de tierra de la fosa y salió. Se apartó a un lado mientras la excavadora se abalanzaba. Consuelo se había caído veinte metros más adelante. La excavadora volcó su pala y dos cadáveres cayeron a la fosa encima de los rusos inertes. Consuelo se levantó y siguió corriendo. El hombre gritó una orden en ruso. Dos hombres salieron de detrás de la alquería, la cogieron, la sostuvieron allí. Ella forcejeó, pero no parecía que le quedasen muchas fuerzas.

El hombre se volvió hacia él, con la cara pintada irreal bajo la luz intensa de la excavadora.

– El chico está allí… habitación a mano derecha al entrar, pero…

– Dijeron que estaba sedado.

– No respira. Almohada en la cara. Hará dos horas -dijo el hombre-. Vaya a verlo antes que ella. No tiene buena pinta.

– ¿Lo mataron?

– ¿Usted conocía al niño? -preguntó el hombre, asintiendo.

– ¿Lo asfixiaron con una almohada? -dijo Falcón, de nuevo, totalmente perplejo.

– Hace horas. Antes de que llegasen ustedes. No se podía hacer nada.

– ¿Por qué lo hicieron? -preguntó Falcón; el inspector jefe, que nunca había visto la lógica del asesinato, cuyo trabajo consistía en aportar sensatez a lo rotundamente ilógico, estaba anonadado-. No tenían ningún motivo para hacerlo.

– Esa gente no piensa así -dijo el hombre-. Váyase ya. La mujer está muy triste.

Consuelo gritaba de impotencia en los brazos de los dos hombres. No luchaba contra ellos, toda su lucha se había reducido a un grito histérico de animal herido. Él corrió a su lado. La tumbaron en el suelo. Ella se detuvo como ahogada cuando la cara de Falcón apareció en su campo de visión.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, débilmente-. ¿Qué han hecho?

– Voy a entrar ahora para echar un vistazo -dijo Falcón-. Cuando esté listo, dentro de un minuto o dos, entonces entra tú. ¿De acuerdo?

Ella lo miró como si fuera un médico que acabara de decirle que iba a morir, pero que había probabilidades de que fuese una muerte pacífica.

– Dime -dijo, con excesivo cansancio emocional para hablar adecuadamente.

– Voy a echar un vistazo -dijo Falcón, acariciándole la cara-. Te llamaré para que entres. Dos minutos. Cuenta los segundos.

Falcón atravesó corriendo el terreno irregular hacia la alquería, se agachó para pasar por la puerta. A la izquierda, el portátil y los discos seguían en la mesa, tres sillas volcadas, los restos de una granada de mano en la esquina. Al otro lado de la mesa, detrás de la puerta, el cubano, desnudo, atado a una silla, con los brazos enganchados sobre el respaldo alto, los tobillos atados a las patas, los muslos abiertos, los genitales al aire, miedo animal, salvaje, en sus ojos.

– No es para usted -dijo una voz de fuerte acento a su derecha-. Aquí dentro.

Se dirigió a la puerta, se limpió el sudor de los ojos, intentó calmarse. Buscó el distanciamiento profesional. No lo encontraba. La puerta estaba entornada. Un ruso fornido, con la cara pintada y una pistola con un grueso silenciador cilíndrico adherido, le indicó por señas que entrase. Falcón traspasó la puerta con la garganta obstruida de dolor, cuando sólo un momento antes había respirado en la tierra húmeda con alivio. Al traspasar el umbral, la imagen de Darío jugando al fútbol con él en el jardín se filtró por la puerta de su mente, y no sabía si podría soportarlo.

La habitación estaba iluminada por una lámpara de queroseno. La luz era de un tono amarillo lento, fluido. Había una sola cama, de estructura metálica, pegada a la pared. Las ventanas tenían los postigos cerrados: estaban trancadas con una barra metálica y cerradas con candado. Darío estaba tumbado boca arriba, con la cabeza todavía bajo la almohada asfixiante, el pecho desnudo. Tenía el brazo derecho a un lado, el izquierdo formaba ángulo recto, el puño cerrado junto a la cabeza. Tenía una sábana sobre el torso, las piernas torcidas debajo, sobresalían los pies. El pie derecho estaba vendado. Había una mancha oscura en la zona donde la sábana se había impregnado de sangre.

«Flaco, el chaval», pensó Falcón, empujándose hacia delante. «Siempre moviéndose.»

Falcón comprobó el pulso en la muñeca, pero reconocía un cadáver nada más verlo. Le puso rectas las piernas, colocó los brazos a los lados del chico, reorganizó la sábana sobre el cuerpo, y entonces lo vio. Una gran cicatriz, como de una operación de apendicitis chapucera. Miró debajo de la axila en busca de la «fresa» de que le había hablado Consuelo, pero no había buena luz en la habitación. Y por primera vez se decidió a mirar debajo de la almohada. La levantó despacio, resistiéndose, como si fuera a ver algo con lo que no quería toparse. La cara que lo miraba fijamente, con los ojos bien abiertos y los labios morados, no era la de Darío.

– Tráigame una linterna -dijo.

Entró el ruso corpulento. Falcón señaló su cinturón. Él le pasó la linterna. Falcón iluminó la cara del chico. No era Darío.

– ¿Qué pasa? -preguntó el ruso.

– No es el chico.

– No entiendo.

Falcón salió a la oscuridad. Esta vez estaba enfadado, era un enfado casi delirante. Llamó a Consuelo y la soltaron, la ayudaron a levantarse. Caminó renqueante hacia Falcón por el terreno irregular. Él fue a buscarla.

– No es Darío -dijo-. Darío no está muerto.

– ¿Quién es? -preguntó, totalmente confusa.

– Un niño muerto -dijo Falcón-. Un niño sin nombre, muerto.

Se agacharon para pasar por la puerta, entraron en la habitación. Falcón cerró la puerta de golpe con un puntapié. Consuelo se arrodilló junto a la cama, cogió al niño por el brazo y sollozó mientras miraba fijamente el rostro inerte, incrédula.

Falcón quitó el vendaje del pie del niño.

– Le cortaron el dedo -dijo, con gran rabia-. Al pobre niño le cortaron el dedo.

Consuelo se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la cama y se echó a llorar, con grandes sollozos convulsos como si vinieran de la pelvis, que físicamente la levantaban de las baldosas de arcilla.

Duró unos minutos hasta que al fin se controló.

– No entiendo nada de todo esto -dijo-. Tienes que explicármelo.

– No tenían a Darío -dijo-. Nunca tuvieron a Darío. Han jugado a un juego para ver si podían conseguir lo que querían.

– Pero Revnik tampoco tiene a Darío -dijo Consuelo-. Eso ya lo sabemos. Nos lo dijo.

– Por eso el hombre de Donstov nos volvió a llamar -dijo Falcón-. Tú tenías razón. Estaba nervioso. Se enfureció cuando le dijiste que Revnik decía que tenía a Darío, y por eso le cortaron el dedo a este niño. Luego se calmó. Volvió con el incentivo, por si tú le tomabas el pelo. No tenía nada que perder al fingir que tenía a Darío, y funcionó. Llevó todo adelante, hizo que todo el mundo trabajase bajo presión. Y existe, por supuesto, la posibilidad de que todavía tenga algún amigo en el grupo de Revnik.

– ¿Pero quién tiene a Darío? -dijo Consuelo.

– No lo sé.

Se oyó un grito ahogado procedente de la otra habitación.

– Sácame de aquí -dijo Consuelo-. Esta gente es demoníaca.

Salieron a la habitación principal. El hablante de español volvió.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó.

– El chico no es su hijo -dijo Falcón-. No sabemos quién es.

– Tiene que ser -dijo, mirando a la puerta.

– Conozco a mi hijo -replicó Consuelo.

– Quédense aquí. No se muevan.

El hablante de español entró en la habitación donde estaban interrogando al cubano, que seguía atado a la silla, pero boca abajo en el suelo y ensangrentado con un trozo de tela en la boca. La puerta se cerró. Preguntas en ruso. Gritos ahogados de dolor. Luego un susurro indiscernible. Se abrió la puerta.

– Dice que nunca tuvieron al niño, que la engañaron -dijo el hablante de español-. No sé si creerle. De todos modos, lo averiguaremos. Váyanse ahora. Esperen.

Cogió sus pantalones de combate, sacó dos discos metidos en fundas.

– Éstas son réplicas exactas de los discos protegidos números 26 y 27, pero con datos cifrados diferentes. Cambie éstos por los originales. Requieren la misma contraseña y el mismo software de encriptación para descifrarlos que los que tienen en la Jefatura. Tráiganos esos originales. Y ahora váyase. Ella se queda.

– ¿Qué?

– Ella se queda como garantía -dijo el tipo, encogiéndose de hombros-. Ya no tenemos al niño.

– No -dijo Falcón-. No la voy a dejar aquí. Si ella se queda, yo me quedo también. Y no tendrá sus discos.

– Espere.

– No la necesita como garantía -dijo Falcón-. Ya sabe dónde encontrarnos.

El ruso salió de la alquería. Tres minutos. Continuaba la tortura del cubano. Consuelo tuvo que taparse los oídos. Volvió a abrirse la puerta principal. El ruso les indicó por señas que salieran.

– El señor Revnik está de acuerdo. Menos complicación para nosotros.

Los acompañó al coche. La excavadora trabajaba a lo lejos. Consuelo entró en el asiento del copiloto. El ruso sacó una linterna de bolsillo, la deslizó bajo el maletero del coche, salió con una cajita negra en la mano.

– Casi se me olvidaba -dijo-. Un dispositivo de seguimiento.

– Se tomaron su tiempo -dijo Falcón.

– Tuvimos que recorrer los últimos tres kilómetros a pie -dijo-. Pero llegamos en el momento perfecto, ¿no? No demasiado pronto para ponernos nerviosos ni demasiado tarde como para que ustedes…

Dejó la frase inconclusa, dijo adiós, volvió a la alquería. Falcón se reunió con Consuelo en el interior del coche iluminado. Emprendieron camino por la pista hacia la carretera de firme irregular. Se cruzaron con un coche aparcado entre las hierbas altas, con los faros ocultos con cinta negra, de manera que sólo eran visibles dos rendijas. Volvieron a traquetear por el asfalto. Falcón conducía encorvado sobre el volante. Paró en Castilblanco de los Arroyos, cogió el teléfono móvil de policía y recorrió los números con el dedo.

– Es un poco tarde para la policía -dijo Consuelo.

– Comprendo que olvides que yo soy la policía, se supone -dijo Falcón, todavía rabioso-. Hasta yo lo he borrado de mi mente.

– ¿A quién llamas ahora?!

– Al jefe del departamento de Tecnologías de la Información. Tiene que descifrar el código de encriptación de los dos discos lo antes posible.

– Déjalo, Javier. Son las seis de la mañana -dijo Consuelo-. Vas a tener que dar muchas explicaciones desagradables a un tío al que vas a despertar y, te lo aseguro, no saldrás bien parado. Ya lo arreglarás cuando llegues a la oficina.

– ¿Y Revnik? ¿Quieres que te persiga?

– Me da igual. Vamos. Revnik tendrá que aprender a ser paciente. Puedes postergarlo de alguna manera. Con los discos en poder de la policía, tú tienes la sartén por el mango -dijo Consuelo-. Sé que quieres hacer algo positivo después de todo ese horror, pero mi consejo ahora es que no llames a nadie, porque las consecuencias pueden ser graves.

De nuevo en el coche, conduciendo en plena noche. Después de la tensión, un cansancio colosal. Conducía con una sola mano, el otro brazo alrededor de Consuelo, que tenía la cabeza en su pecho. Ella cambiaba las marchas cuando él lo necesitaba. Guardaron silencio durante un tiempo.

– Sé que estás enfadado.

– Estoy enfadado conmigo mismo.

– Tengo la sensación de que te he arruinado.

– No estoy arruinado -replicó Falcón, pero pensó que a lo mejor sí lo estaba.

– Sé lo que te costó tener que alejarte del niño muerto. Porque a mí también me ha costado. Lo enterrarán en la fosa con esa gentuza. Lo enterrarán como un pájaro que se ha roto el cuello al entrar volando por una ventana. Y su madre nunca lo sabrá.

– Lo afrontaré por la mañana. Necesito la luz del día y un espejo para eso.

– Quiero ir contigo a tu casa -dijo Consuelo-. No quiero estar sola esta noche, ni siquiera unas horas.

Él la apretó fuerte contra su pecho.

Pero no podía impedir que su cerebro revisase los vestigios de los acontecimientos. ¿En qué punto se había equivocado? Desde el momento en que empezó a trabajar en el caso de Marisa Moreno, los rusos lo habían acosado con amenazas telefónicas. Luego habían contactado con Consuelo, y eso se había confirmado. Pero había hecho lo que Mark Flowers le advirtió que nunca hiciera: juntar fragmentos de información no corroborados para que el rompecabezas global encajase con la idea que tenía en la cabeza. Iba a tener que recordar las llamadas de teléfono, a qué hora se hicieron, qué había ocurrido antes, y entre una y otra, y qué habían dicho. Qué habían dicho exactamente.

– Estás pensando -dijo Consuelo-. No es el momento de pensar, Javier. Tú mismo lo decías. Espera a la luz del día. Las cosas se ven más claras por la mañana.

Aparcó delante de su casa en la calle Bailen. Todavía no era de día, eran casi las siete de la mañana. Subieron directamente las escaleras, se desnudaron y se metieron en la ducha. Se quitaron mutuamente la mugre. El agua desapareció negra y gris por el sumidero. Ella se lavó el pelo. Él le enjabonó los hombros, le masajeó los músculos para reanimarlos. Se sentaron en el suelo de la ducha, ella entre sus piernas, él abrazándola. El agua caía en cascada. Él le besó la nuca.

Se levantaron sin decir nada, cerraron el grifo, se secaron con las toallas en el dormitorio oscuro, sólo iluminado por un rectángulo de luz procedente del baño vacío. Ella arrojó la toalla, la de él se cayó al suelo. Después de la noche que habían pasado, Falcón no entendía cómo podía tener la polla tan dura. Ella no comprendía por qué lo deseaba como si tuviera veinte años. Toda la noche había sido ilógica. Se juntaron como contendientes, luchando por encontrar la posición. Ella le mordió el hombro con tanta fuerza que él ahogó un grito. Él la embistió con una vehemencia convulsa que la clavó en la cama. Las pieles se adherían con cada uno de los ávidos impulsos. Ella le clavó las uñas en la espalda, lo espoleó con los talones en las nalgas. Toda la profundidad era poca para él dentro de ella. Le enloquecía tanto que aceleró el ritmo y ella sintió un enorme temblor en su interior, como si el corazón de él latiese desaforadamente en la garganta, y se aferró a él mientras el escalofrío manaba en su cuerpo hasta que él se desmoronó estremecido y ella yació debajo de él, gritando y golpeando el colchón con las palmas.

Él rodó a su lado, estiró la sábana, acercó el cuerpo trémulo de Consuelo contra su pecho mientras ella palpitaba como un pájaro rescatado. Durmieron como efigies de piedra en un antiguo sarcófago de una capilla iluminada por la luna.

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