8 La mujer que mintió

La joven bajó los estores de la ventana y dejó la habitación en penumbra. Se produjo un momento de espera mientras manipulaba un aparato de vídeo. Una serie de interferencias electrónicas hizo saltar las imágenes del televisor y, un segundo después, Simon Winter vio a Sophie Millstein en la pantalla.

Se inclinó hacia delante en su silla, escuchando atentamente. La joven se sentó a su lado.

La anciana tenía una expresión mezcla de ansiedad e incomodidad. Winter se fijó en que vestía uno de sus vestidos más elegantes, el de ir a los servicios religiosos, y en que se había recogido el pelo pulcramente. Llevaba guantes blancos y sujetaba un bolso haciendo juego. Por un momento se preguntó cómo no se había fijado en su aspecto el día que salió de The Sunshine Arms vestida de aquella manera, como si fuese a una boda.

– ¿Estoy bien? -preguntó ella nerviosamente.

Una voz en off repuso:

– Está muy bien.

– Estaba preocupada. Nunca he salido en televisión y quería estar bien vestida. Este vestido… -La frase quedó suspendida con tono de pregunta.

– Está usted muy elegante, descuide.

Simon Winter reconoció la voz de la joven que estaba sentada silenciosamente a su lado.

– No sé exactamente qué se supone que debo hacer -dijo Sophie Millstein.

– Sólo relájese y no se preocupe por la cámara.

La anciana se removió en su asiento.

– No estoy segura de que esto sea buena idea…

– Sólo olvídese de la cámara, Sophie. Se acostumbrará enseguida. Todo el mundo se pone nervioso al principio.

– ¿De veras? ¿Todos?

– Todos.

– Bueno, eso me hace sentir mejor. Pero no sé qué se supone que tengo que decir.

– ¿Qué desea decir?

– En realidad no mucho. En absoluto.

– Pero usted ha venido aquí -conminó la joven con tono suave-. Algo le ha incitado a venir y contarnos algo. ¿Qué era?

Sophie Millstein dudó de nuevo y Winter vio que entornaba los ojos concentrándose.

– Todos deberían saberlo -repuso.

– ¿Quién debería saberlo?

– Toda la gente que ahora es demasiado joven para recordar.

– ¿Qué es lo que deberían saber?

– Lo que sucedió. La verdad. Porque todo aquello sucedió de verdad. -Sophie Millstein apretó la mandíbula y cruzó los brazos sobre el pecho.

Tras un instante de silencio, la voz de la joven, tranquilizadora y persuasiva, preguntó:

– ¿Por qué no empieza por contarme lo que le sucedió a usted? Sería un buen comienzo.

Sophie Millstein abrió la boca pero volvió a cerrarla con fuerza. Winter vio que el labio superior le temblaba ligeramente. Permaneció así durante casi un minuto, con el vídeo registrando su silencio.

Luego, al fin, cogió aire como si hubiese estado conteniendo el aliento. Las palabras empezaron a surgir como en cuentagotas:

– Se trata de cosas que quería olvidar, de manera que no he hablado de ellas, ni siquiera con Leo. Me gustaría que él estuviese aquí, porque él me ayudaría…

– Pero él no está aquí y usted debe hacerlo sola.

Sophie Millstein asintió. Las lágrimas afloraban a sus ojos y ella se esforzaba por mantener la compostura. De nuevo, el silencio se apoderó de la imagen, excepto por la áspera respiración de la anciana.

– Sola -dijo por fin, y miró directamente a la cámara.

Winter vio que su vecina se recomponía. Se dio un golpecito en Su tembloroso labio, enderezó la espalda y siguió mirando al objetivo, superó la incomodidad y empezó a hablar. Un torrente de palabras e imágenes estallaron, una vorágine de recuerdos. Rompió como una ola sobre Simon Winter, que se sujetó a la silla para mantener el equilibrio.

– …Estuvimos tres días metidos en un tren. Hacinados como animales junto con nuestra inmundicia y suciedad. La gente moría a nuestro alrededor; una señora, de la cual nunca supe el nombre, murió y durante ocho horas su peso apretó mi espalda, hasta que el anciano que estaba a su lado también murió y entonces pude empujarla hacia atrás; los dos cadáveres cayeron el uno sobre el otro. Aún recuerdo sus facciones pálidas, como esculpidas en piedra. Durante largo rato pensé que debía averiguar su nombre para poder decírselo a alguien. Pero no lo hice. Aún puedo sentir la fetidez que había en el aire de aquel tren. Cada mañana lo recuerdo. Tal vez por esto vine a Florida, porque aquí el aire es limpio y no tendría que recordar la pesadilla de aquellos tres días. Era como si estuviésemos comprimidos con el mal, espeso y áspero, como una enfermedad que nos cubría. Hansi me sostenía, mi hermano Hans, tenía catorce años, dos menos que yo, pero era fuerte. Siempre fue muy fuerte. Yo era baja pero él era alto y me sostenía, de manera que no podía ayudar a mamá o papá, que cada vez tosía más y se debilitaba por momentos. Pensé que moriría, pero no dejó de hacerme gestos con la mano y de decirme «estoy bien, no te preocupes por mí, todo irá bien», pero por supuesto no era así, porque yo sabía que todos moriríamos cuando llegásemos a destino, a Auschwitz. No obstante, cuando abrieron las puertas y entró aire fresco, pensé que no me importaría morir a cambio de respirar aquel aire, pero incluso en el frío, el hedor de los muertos era tan intenso que no podía respirar. Y ellos gritaban Raus! Raus! Tuvimos que agruparnos fuera del tren, pegados unos a otros, intentando permanecer juntos, pero yo no pude seguir con Hansi porque nos separaron en dos filas, mujeres a un lado y hombres al otro. Le vi sujetando a mi padre y yo no sabía dónde estaba mi madre y ellos seguían gritando, obligándonos a formar las filas, los perros ladraban y gruñían. Nadie intentó escapar, todos estábamos demasiado débiles, y avanzamos dando traspiés hacia una mesa. El oficial de las SS sólo nos miraba y formulaba una pregunta o dos, y luego señalaba un lugar u otro, pero por supuesto, ya sabes todo aquello. Se ha dicho una y otra vez, pero sucedió y me sucedió a mí. Él estaba allí sentado con su abrigo gris y su gorra, de aquellas con la insignia de la muerte en la cabeza. Y llevaba guantes negros, de forma que era aquella mano negra la que indicaba un lugar u otro, era muy rápido. Cuando mi fila avanzó. Vi a Hansi y a mi padre, que tosía y Hansi le sujetaba, y el SS apuntó a la izquierda para mi padre y a la derecha para Hansi, pero mi hermano negó con la cabeza y ayudó a mi padre a avanzar hacia la izquierda, y eso fue todo. ¡Oh, Dios mío! Él no quería abandonarle, así que fue hacia su muerte. Hansi era tan fuerte, él habría sobrevivido… Él lo habría conseguido, siempre lo he pensado. Era enjuto y fuerte, con músculos firmes aunque no hubiese comido nada durante días. Y siempre sonreía, ¿sabe? Se tomaba la vida con optimismo, catorce años, y siempre estaba feliz y sonriente, incluso cuando todo era horrible y alrededor sólo había muerte y destrucción. Él me miró en aquel breve instante, y entonces supe que él sabía que debía dejar ir a papá pero que no lo haría; sostuvo su brazo y le ayudó a ser fuerte también. Era sólo un crío, pero lo sabía. Me sonrió. Oh, Dios mío, me sonrió como diciéndome «está bien morir por una buena causa aunque todavía no haya tenido tiempo de vivir». Tenía catorce años pero era el más fuerte. Así que ayudó a nuestro padre y por ello murió y yo me quedé sola para siempre. Oh, Hansi, ¿por qué no fuiste hacia la derecha?

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Sophie Millstein, y Winter pensó: «¿Cuántas lágrimas puedes acumular en cincuenta años?»

En la pantalla, la voz de la joven preguntó:

– ¿Necesita descansar un poco?

– Sí -repuso la anciana, pero luego añadió-: No.

Miró fijamente a la cámara.

– Cuando llegué a la mesa donde estaba el hombre de las SS, ¡vi que era un doctor! ¡Un doctor! ¿Cómo un médico podía hacer aquello? Me preguntó cuántos años tenía y yo dije que dieciséis. Pensó un momento y luego empezó a alzar la mano. Supe que señalaría a la izquierda, así que añadí rápidamente: pero soy electricista. Se me quedó mirando y expliqué que mi padre era electricista y yo su ayudante, pero que me lo había enseñado todo, y entonas él debió de pensar que podría ser útil, y señaló a la derecha.

– ¿Sabía usted…?

– Nada. Nada en absoluto. Mentí y viví. -Hizo una pausa y luego añadió-: Siempre me ha preocupado, ¿sabe? Por supuesto no había nada malo en ello, pero nuestros padres, él era profesor de lingüística en la universidad, nos habían enseñado que mentir era pecado, como una pequeña mancha en tu alma que nunca podrías acabar de limpiar y que siempre, siempre, siempre era mejor decir la verdad que poner esta pequeña marca en tu corazón. Y yo odié que aquel, ya sabe, aquel hombre de las SS me hiciese mentir para salvar la vida. Y todo lo que me sucedió después, todo parecía formar parte de aquella mentira. Y yo les odié y sospecho que me odio también por esa razón.

– Pero si usted hubiera dicho la verdad…

– Habría muerto, lo sé.

– ¿Así que usted se hizo electricista?

Sophie Millstein hizo otra pausa y Simon Winter vio que entornaba los ojos al recordar con odio. Luchó con las palabras, pero enseguida brotaron.

– No… -dijo lentamente-. No. Eso es lo que le conté a Leo. Y a todos los que preguntaron. Pero también era mentira. Me raparon la cabeza, me rasuraron todo el cuerpo y me convertí en una puta. -Inspiró hondo-. Y así fue como sobreviví. Siendo una puta.

Sophie Millstein alargó el brazo y sacó un pañuelo de encaje del bolso que tenía a sus pies. Se secó los ojos y miró a la joven que estaba al otro lado de la cámara.

– Supongo que estuvo mal -dijo amargamente-. Tengo mucho que decir.

Miró de soslayo hacia la cámara con los ojos aún brillantes por las lágrimas. De nuevo respiró lenta y profundamente.

– Ha sido muy duro perdonarme a mí misma -musitó-. Todos estos años he sentido que hice algo terriblemente malo. Y no podía hacerlo desaparecer como si fuese polvo o pelusa.

Otro silencio, hasta que la voz de la joven dijo:

– Sophie, usted sobrevivió y eso es lo único que importa. No cómo o por qué o qué tuvo que hacer para ello. Usted vivió y no debería sentirse culpable.

– Sí. Es cierto. Me lo he repetido miles de veces todos estos años.

La anciana dudó de nuevo. Las lágrimas anegaron sus ojos, emborronando el maquillaje que se había aplicado con esmero.

– Creo que todo este tiempo pensé que estaba mal vivir cuando tantos otros murieron. -Otra pausa-. ¿Puedo beber algo, por favor? -preguntó con una leve y delicada sonrisa, como una niña que se da cuenta de que acaba de leer su primera palabra-. ¿Un poco de té helado?

Sophie Millstein desapareció abruptamente de la pantalla reemplazada por interferencias electrónicas seguidas de un fondo azul con su nombre, la fecha y un número de registro.

Esther Weiss se levantó y apagó el televisor. Luego se dirigió a la ventana. Los estores repiquetearon al ser alzados. La luz inundó la habitación y Simon Winter parpadeó. La joven vacilaba junto a la ventana, como si intentase recuperarse.

Se volvió hacia él. Vestía unos vaqueros y una camisa holgada de algodón. Su melena rizada caía sobre sus hombros, enmarcando la cara.

– ¿Sabía usted que Sophie era una mujer excepcional, señor Winter?

Simon sintió un nudo en la garganta y negó con la cabeza.

– Era una mujer extraordinaria. No se puede cuantificar la valentía, la perseverancia, la dedicación, las ganas de vivir: todas estas cosas que son sólo palabras, señor Winter. Las palabras que describen conceptos que parecen lejanos y perdidos en la sociedad actual. Todos los supervivientes tienen algo de ellas en algún grado, pero Sophie destacaba especialmente entre un grupo de gente ya especial, señor Winter. ¿Sabía esto de su vecina?

Él negó con la cabeza de nuevo.

Weiss continuó:

– Todo esto es extrañamente engañoso. Parecía solamente una viejecita. Un poco aturdida, tal vez. Un poco loca, quizá. -Miró a Winter-. La típica abuelita judía. Sopa de pollo y quejándose de esto y aquello, ¿verdad?

Él no respondió.

– Eso es lo que usted pensaba, ¿no?

Él asintió con la cabeza lentamente.

– Pues bien, usted estaba muy equivocado -dijo. La mujer le miró con dureza-. Maldita sea, completamente equivocado.

Esther se restregó los ojos para evitar que las lágrimas se derramaran. Inspiró hondo.

– Esto era sólo el principio, ¿sabe?, para romper un poco el hielo y poder hablar. Teníamos grandes esperanzas. Pero su vecina sólo pudo completar otro vídeo antes de ser… -Calló abruptamente-. Maldita sea, asesinada.

Simon permaneció en silencio.

– Es totalmente injusto. ¿Qué clase de mundo es éste, señor Winter? ¿Es que no hay justicia en absoluto?

Él no respondió, porque la entendía; además, ¿qué iba a decir? Ella tenía razón.

– ¿Comentó algo acerca de su época en Berlín, antes de que la deportasen? -preguntó por fin.

La joven consultó unas notas. Cuando alzó la vista, Simon vio que sus ojos buscaban en su antebrazo. Buscaba un tatuaje.

– ¿Qué exactamente? Usted no es un superviviente, ¿no, señor Winter?

– No -dijo, y al instante pensó que de alguna manera era una respuesta equivocada-. Fui policía.

– ¿Y por qué le interesa la historia de Sophie ahora?

– Por algo que ella dijo horas antes de su asesinato. Sobre un hombre que la había entregado.

U-boot, submarinos alemanes -dijo Weiss.

– ¿Perdón?

U-boot. Era uno de los apodos que usaba la gente que intentaba esconderse, porque estaban bajo la superficie. Era una vida muy difícil. Le prestaré algunos libros sobre lo que intentaban conseguir. Excepcional, sin duda. Esconderse de un estado policial dedicado a tu completa destrucción. Creo que en la Historia ha habido poca gente capaz de demostrar este tipo de creatividad, recursos, valentía, no sé… Fueron personas extraordinarias, y muy pocas sobrevivieron para contarnos sus historias. Por eso estábamos todos tan emocionados cuando Sophie acudió a nosotros y empezó a grabar vídeos. No creo que entendamos realmente hoy día la clase de valor que esta gente tuvo, sin que ellos nos den su testimonio de primera mano. ¿Y la vida que sufrieron? Hambruna. Miedo. Siempre miedo. No podían estar más de unos días en cada sitio. Tenían que trasladarse, frecuentando lugares de los que no podían salir. Cuando podían, sobornaban a la gente. Normalmente con joyas. Si tenían alguna moneda de oro, mucho mejor. Algunas veces incluso podían sobornar a los cazadores y tal vez conseguían unos días más de sufrimiento, antes de ser capturados y ser enviados a la muerte.

– Eso es lo que he sabido.

– ¿Con quién ha hablado usted?

– Con el rabino Chaim Rubinstein. Con la señora Kroner y el señor Silver.

– Los conozco. Eran U-boots, como Sophie. -La joven dudó y movió levemente la cabeza-. Los cazadores eran judíos utilizados por la Gestapo para cazar a otros judíos. En una sociedad que parecía alimentarse de ironía y traición en cantidades iguales, ellos fueron tal vez los más… No sé… ¿qué? ¿Moralmente únicos?

Hizo una pausa y Winter respiró hondo. Ella desvió la vista hacia la ventana, siguiendo con la mirada el haz de luz que se extendía por la habitación.

– ¿Cree que alguien así va a parar a algún lugar especial del infierno, señor Winter?

Él no respondió, aunque pensó que tenía una buena respuesta. Por el contrario, empezó a preguntar:

– ¿Alguna vez describió…?

– Es un tema muy importante, señor Winter. Es una especie de canibalismo moral. Traicionar a tu propia gente y entregarla a monstruos para salvar tu vida. Durante años han visitado nuestro centro importantes estudiosos para estudiar esas cintas.

Esther lo miró.

– Ella grabó otro vídeo. Se lo mostraré.

Fue a una estantería y empezó a buscar entre las cintas. Comprobó un par de veces uno de ellos con una lista.

– Aquí lo tiene -dijo-. ¿Quiere que corra las cortinas?

El negó con la cabeza. De alguna forma sentía que las pesadillas que contenían aquellas cintas estaban más seguras a la brillante luz diurna. Ella puso la cinta en el aparato de vídeo.

Sophie Millstein apareció de nuevo en la pantalla. Esta vez llevaba un vestido menos formal, uno de flores estampadas que Winter reconoció. Un par de barras de interferencias cruzaron la pantalla y los movimientos de Sophie Millstein fueron sacudidos por la velocidad de la cinta mientras la joven la avanzaba hasta el punto en que comenzaba la conversación.

– Creo que es aquí… -dijo. Apretó un botón y la voz de la anciana resonó en la habitación.

La voz en off preguntó:

– Sophie, ¿cómo los capturaron?

La señora Millstein se tapó la boca con la mano, como si quisiera evitar que las palabras salieran de su boca. Luego se irguió en la silla con rigidez, como un testigo en un juicio, y habló:

– Recuerdo que fue la única vez que vi a Hansi asustado, porque él llegó a casa aquel día diciendo que le parecía que alguien le había visto. No estaba seguro, ¿sabe?, la gente cambiaba mucho en aquellos años. Podías mirar a alguien que conocías de toda la vida y no reconocerle. La guerra hizo esto. Y el hambre y las bombas de los Aliados todo el tiempo. Pero Hansi estaba preocupado. No obstante, el día siguiente salió a buscar trabajo. Teníamos que comer y no había elección, además era posible que Herr Guttman de la imprenta le diese un poco de pan a cambio de un día de trabajo, y el pan era muy importante. Entonces salió. Regresó mucho después de anochecer, eludiendo a los guardias nocturnos del toque de queda, que era algo que no había hecho nunca, porque si le hubiesen capturado sin papeles, todo habría terminado, e incluso si ellos hubiesen visto sus documentos todo habría terminado igualmente. Llegó asustado de nuevo, y habló en privado con papá, que no permitió que mamá y yo escuchásemos. Papá fue al abrigo donde guardábamos todo nuestro dinero cosido en el forro y volvió con un anillo que entregó a Hansi. Un anillo de oro. El anillo de boda de papá. Hansi lo cogió y volvió a salir por la trampilla del sótano. Regresó al cabo de unos minutos y le dijo a papá que todo iba a ir bien, pero tal vez sólo por unos días, y entonces hablaron de trasladarnos. Yo no quería irme. El sótano era cálido y muy seguro durante los bombardeos aéreos. Tal vez por esta razón no nos trasladamos a tiempo. Ellos vinieron dos días después. La Gestapo llamó a la puerta y nos sacó fuera. Recuerdo a la pobre Frau Wattner de pie con un soldado a cada lado. Parecía tan asustada… Ella decía: ¡Pero yo no sé, no sé, yo pensaba que sólo eran Bombengeschädigte! ¡Se giró hacia papá y le escupió en la cara! Schweinjude!, dijo, y aunque todos sabíamos que para salvarse tenía que decirlo, aun así, la palabra hirió. Nos metieron en un coche; miré hacia atrás y vi que los soldados lanzaban a la pobre Frau Wattner contra la pared de la casa. Papá me hizo volver la cabeza, pero oí el ruido de la metralleta y, cuando miré otra vez atrás, ya no la vi…

Sophie Millstein estaba de nuevo luchando por contener las lágrimas. Levantó la mano.

– Lo siento Esther -dijo-. Pobre Frau Wattner. Ella nos traía sopa cuando no teníamos nada que comer. No sé si podré hablar de aquel día ahora.

– Sophie, estas cosas son importantes.

La anciana asintió hacia la cámara y prosiguió.

– Hansi no habló mucho. No aquella noche. Después de que papá y mamá se durmiesen, me arrastré hacia donde estaba echado bajo su abrigo, puesto que no teníamos mantas, y le pregunte: Hansi, ¿qué sucede? ¿Qué es esto? Al principio él no quería contestar, pero le di un codazo y él levantó la mano lo justo para que la poca luz que penetraba por el único ventanuco proyectase una sombra en la pared, y entonces lo supe…

– Supo qué.

– Supe que él estaba ahí fuera. Y supe que nos había denunciado a la Gestapo. Seguramente me puse rígida o lancé una exclamación o algo, porque Hansi dijo: «No, no te preocupes. Le he dado algo y nos dejará ir…» Pero yo no le creí y no creo que Hansi lo creyese tampoco.

– Aquel hombre. El que se encontró…

– El que nos entregó.

– Sí. Cómo fue…

– Del instituto, creo. No era compañero de clase de Hansi sino alguien un poco mayor. Debía de ser así, porque mi hermano maldijo, algo que nunca había hecho, y recuerdo que dijo que habría sido mejor no haber aprendido a leer ni escribir. -Hizo una pausa y luego añadió fríamente-: Él lo sabía. Aquella noche en la oscuridad. ¿Sabe?, recuerdo que había empezado el bombardeo en las afueras de Templehof, como era habitual, y se oía en la distancia, acercándose, y normalmente me asustaba, pero aquella noche no.

Aquella noche recuerdo haber rezado para que uno de los bombarderos británicos soltase su carga sobre nosotros y todo terminase de forma rápida e indolora.

Respiró hondo y prosiguió en voz baja:

– Hansi lo sabía, y yo lo sabía, y supongo que papá y mamá también sabían que ya estábamos todos muertos. Estuvimos muertos en el preciso instante en que él vio por primera vez a Hansi. Muertos cada vez que siguió a mi hermano por la ciudad, cada parada del tranvía, cada paso en la acera. Muertos cada segundo que observaba y esperaba su oportunidad. Muertos cuando atrapó a mi hermano en un callejón y le susurró: «¡Judío! ¡Yo te conozco!», con voz de serpiente. Estuvimos muertos cuando Hansi le suplicó. Y cuando obligó a Hansi a que le llevase al sótano de Frau Wattner y también cuando le pidió un soborno. Nos estaba matando cuando Hansi le dio el anillo y nuestro dinero y le escuchó decir aquella gran mentira. No, estábamos todos muertos, aun cuando había prometido que no nos denunciaría.

Sophie Millstein hizo una pausa. Respiraba entrecortadamente y su rostro estaba encendido de rabia.

– Pero usted vivió, Sophie. -Esther Weiss intervino suavemente.

La anciana entornó los ojos y su voz sonó ronca al responder:

– ¿Viví? ¿Usted cree que alguien que pasa por todo esto vive? ¡Ah, usted no sabe nada! ¡Todos morimos allí dentro! Tal vez el cuerpo siga funcionando. Tal vez aún respiremos, nos levantemos cada mañana y veamos la luz del día, pero por dentro estamos muertos. ¡Muertos!

– Sophie, eso no es cierto -argumentó la joven con afecto-. Usted vivió, otros vivieron. Hay una razón para ello. Es muy importante que ustedes sobreviviesen.

Sophie Millstein iba a responder, pero se abstuvo. Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo.

– Lo siento, Hansi. Lo siento por mamá y papá. Lo siento por todos los que murieron -dijo despacio, y asintió con la cabeza-. Esther, lo cierto es que yo quería vivir. Tal vez no debí hacer algunas cosas que hice, o decir algunas cosas que dije, pero lo hice y no hay vuelta atrás, ¿no?

– No, no la hay.

Sophie Millstein empezó a decir algo pero se calló. Pareció reflexionar y luego susurró:

– Y pensar que… que era uno de nosotros. Necesito hacer una pausa -dijo moviendo la cabeza.

– Sophie, esto es muy importante. ¿Qué sabe del hombre que les entregó? Necesitamos saberlo todo de él.

– Lo sé. Tal vez mañana, o la semana que viene. Pero ahora necesito pensar en cosas más alegres, Esther, porque a veces estos recuerdos hacen que mi corazón quiera detenerse.

Hubo una pausa y luego la voz de la joven repuso:

– Está bien, Sophie. Tenemos mucho tiempo, todo el tiempo que necesite.

Luego apareció otro fondo azul con una fecha y un número de registro.

Esther Weiss apagó el televisor y movió la cabeza significativamente.

– Me equivoqué. Ella no tuvo tiempo -aseveró. Suspiró y miró a Winter-. Así que no hay más que esto. Su hermano pagó al cazador, tal vez un antiguo compañero de clase, un profesor, quién sabe. No era como la mayoría de los buenos alemanes que escondían judíos a cambio de un soborno. Con él no funcionó. Les denunció de todos modos. Denunciados y enviados a la muerte. ¿Le ayuda en algo saber todo esto?

Simon estaba reflexionando sobre todo lo que había escuchado. Recordó las palabras de Sophie en su apartamento el día de su muerte: «Sólo le vi una vez, y por tan poco tiempo…» «¿Yo habría olvidado aquel rostro? -se preguntó de pronto-. ¿Reconocería aquel rostro no importa los segundos que le hubiera visto cincuenta años atrás, no importa cómo los años le hubieran cambiado? ¿Podría olvidarlo? -Y se respondió-: No.»

Luego invirtió la pregunta en su cabeza. «¿Aquel hombre olvidaría alguna vez lo que había hecho?: No.»

La joven dudó un momento. Winter vio que fruncía el ceño antes de añadir:

– ¿Sabe lo que es extraño? Que quería hablar con nosotros la noche que fue asesinada.

– ¿Qué?

– Dejó un mensaje en el contestador del Centro del Holocausto. Era tarde y ya no había nadie aquí. Sólo dijo que iba a venir y que quería hablar de su detención.

– ¿Y qué dijo exactamente?

– Sólo eso. Fue muy breve.

– ¿Se lo ha dicho a…?

– Sí, llamé a la policía, pero no parecieron demasiado interesados.

Winter asintió.

– Ellos creen que la ha asesinado un yonqui. Alguien que ha cometido otros robos cerca del apartamento de Sophie -explicó.

– Eso es lo que me dijeron -asintió ella-. Pero usted parece preocupado, señor Winter. ¿Usted no les cree?

Él hizo una pausa, recordando las palabras en alemán que había oído pronunciar a Sophie Millstein a lo largo de los años. Nunca se había dado cuenta, pensó. Todos esos años, viéndola ir y venir, viviendo justo delante de su apartamento, y nunca se había enterado. «Vaya detective que eres», se reprochó.

– Por supuesto que les creo -dijo lentamente.

– Así pues, ¿por qué ha venido aquí? -preguntó la mujer.

Pensó en lo estúpido que era. Todos aquellos años de policía, un día tras otro, conviviendo diariamente con la muerte, con todas las formas de asesinato. Y la muerte había entrado directamente en The Sunshine Arms justo cuando él había cogido su arma para quitarse la vida, y por alguna malvada razón se había llevado a la persona equivocada. No a él sino a su vecina.

– Estoy aquí porque alguien asesinó a una persona conocida -dijo con tono cortante.

Echó un vistazo a la ventana como si la luz del sol pudiese disolver el frío que impregnaba su corazón. Entonces, con cuidado y precisión, preguntó:

– La noche que ella murió, cuando ella llamó aquí… ¿usó las palabras Der Schattenmann?

La joven meneó la cabeza.

– No. No lo creo. ¿ La Sombra? No. Me habría acordado de ello.

Simon apretó los dientes.

– ¿Significa algo para usted?

– No lo recuerdo, pero…

– Podría haber sido el cazador.

– Tal vez. Todos eran conocidos por seudónimos o apodos. Y su hermano le dio a entender algo haciendo sombra en la pared con la mano…

– ¿Alguno sobrevivió a la guerra?

– Tal vez uno o dos. Uno, una mujer, fue juzgada por los rusos, cumplió condena algún tiempo y ahora vive tranquilamente en Alemania.

– ¿Y los otros?

– Desaparecieron en los campos. O bajo los escombros. ¿Quién sabe?

«Es cierto, ¿quién sabe? Ésta es la cuestión», pensó Simon.

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