10 Cómo funcionan las cosas

Espy Martínez mostró su identificación ante la mesa del sargento de recepción, que le indicó la hilera de ascensores con un críptico «Tercer piso. La están esperando», antes de volver a sumirse en la lectura de una novela barata que descansaba sobre un montón de papeles. El libro exhibía en la portada una voluptuosa mujer, semidesnuda y blandiendo una pistola antigua en la chaqueta. La joven se dirigió hacia los ascensores y sus zapatos resonaron con un sonido monótono e impaciente en el suelo de linóleo.

El ascensor subió silenciosamente hasta la mitad del edificio. Salió mientras las puertas acababan de abrirse del todo. Buscaba a Walter Robinson, pero en su lugar vio a un detective del departamento de Robos que unos meses atrás había sido su testigo principal en un juicio. El hombre alzó la vista de un bloc de notas y sonrió.

– ¡Hola, Espy! Has subido a primera división, ¿eh?

Ella se encogió de hombros y él añadió:

– El espectáculo ya ha empezado allí. Aprovechan el tiempo.

A ella no le costó adivinar a qué se refería y sonrió, a la expectativa. Siguió hacia donde apuntaba el dedo del detective, hasta el fondo de un estrecho pasillo iluminado por fluorescentes que conducía al núcleo de la jefatura de policía, que daba la impresión de estar sellado y apartado del calor implacable y el sol del exterior. Los conductos del aire acondicionado soltaban aire helado en el pequeño espacio y la joven se estremeció. El repiqueteo de sus pasos había desaparecido, apagado por una moqueta gris; todo lo que podía escuchar era su propia respiración. Por un instante, se sintió completamente sola y pensó que ésta era precisamente la sensación que los sospechosos debían de tener en aquel sitio.

En mitad del pasillo había un par de puertas una frente a otra. Un pequeño letrero de plástico en cada una rezaba INTERROGATORIO 1 e INTERROGATORIO 2. Había ventanas en las paredes, de modo que podías quedarse en el pasillo y mirar a los sujetos que había en cada sala. Espy Martínez reparó en que era cristal de un solo sentido: podías ver dentro, pero el de dentro no podía verte. Vio también que había un intercomunicador junto a la ventana.

Dudó un instante al ver que Walter Robinson estaba sentado en una habitación, delante de una joven mulata sorprendentemente atractiva y con los ojos enrojecidos, sin duda de llorar. Se dio la vuelta y vio a un hombre negro robusto, sentado en una mesa en la sala del lado opuesto. Estaba repiqueteando los dedos en la mesa de fórmica, mirando a un par de policías uniformados de Miami City, que le ignoraban de forma estudiada. Vio que el hombre encendía un cigarrillo y aplastaba la cerilla en un cenicero lleno de colillas. El detenido se removió impaciente en su asiento, un movimiento que provocó que ambos policías lo mirasen con ceño hasta que se quedó quieto de nuevo. Seguidamente procedieron a ignorarle de nuevo. La boca de aquél lanzó un escupitajo que no causó ningún efecto en los policías.

La joven se dio la vuelta y entró en la sala donde estaba Robinson.

Él se levantó rápidamente.

– Hola, señorita Martínez, encantado de que haya venido.

– Detective -repuso ella con afectada formalidad.

Robinson esbozó una media sonrisa y miró a la joven mulata.

– Yolanda, quiero que observes atentamente a esta mujer.

La joven alzó sus enrojecidos ojos hacia Espy Martínez.

– ¿Ves qué traje tan bonito lleva, Yolanda? Mira sus zapatos. Bastante finos, ¿eh? ¿Ves su maletín? Es de piel auténtica. Nada barato. ¿Ves todo esto, Yolanda?

– Sí, lo veo -replicó la chica de forma hosca.

– Está claro que no es una poli, ¿verdad, Yolanda? ¿Lo ves o no lo ves?

– No tiene aspecto de policía.

– Exactamente, Yolanda. Es la ayudante del fiscal del condado, Esperanza Martínez. Señorita Martínez, Yolanda Wilson.

Espy hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a la joven, cuyos ojos sólo reflejaban temor.

– Yolanda -prosiguió Robinson, con un tono mezcla de amenaza y seducción-, intenta causarle una buena impresión; intenta causarle la mejor impresión que puedas, porque la señorita Martínez… ¿Sabes cómo se gana la vida? ¿Sabes lo que hace cada día, uno tras otro? ¿Sabes lo que hace, Yolanda?

– No -dijo la joven mirando a Espy Martínez y luego de nuevo al detective. Se limpió los ojos con un arrugado pañuelo de papel.

– Mete a la gente como tú en el trullo -soltó Robinson con rudeza. Se levantó e hizo un gesto hacia la fiscal-. Piensa en ello, Yolanda.

La expresión de la joven mulata se demudó.

– Yo no quiero ir a la cárcel, señor Robinson.

– Lo sé, Yolanda. Pero entonces tienes que ayudarme a sacarte de aquí. Tienes que decirme todo lo que sabes.

– Lo intento. Ya le he dicho todo lo que sé.

– No, Yolanda, creo que no. Y no me he enterado de lo que necesito saber. Un nombre, Yolanda, quiero un nombre.

– No lo sé… -insistió la chica, al borde del llanto-. No lo sé. Reggie nunca me dice nombres.

– ¿A una chica lista como tú? Yolanda, no te creo.

La joven ocultó la cabeza entre las manos y se balanceó adelante y atrás. Sus hombros se agitaban. Robinson dejó que el silencio se prolongase, para aumentar el miedo de Yolanda, hasta que ella dijo:

– Yo no sé nada de ningún asesinato, detective. Por favor, tiene que creerme. Yo no sabía que habían hecho daño a alguien. ¿Dónde está el sargento Lion-man? Él se lo dirá. Por favor.

– El sargento Lion-man no puede ayudarte, Yolanda, pero esta mujer sí que puede. Piensa en ello. Ahora volvemos.

Acompañó a Espy Martínez al pasillo y cerró la puerta, dejando a la desesperada Yolanda sorbiéndose la nariz.

– Ésta es la parte que más me gusta -dijo Robinson, aunque Martínez tuvo la impresión de que le gustaban todas las partes de su trabajo.

– ¿Qué ha averiguado…? -preguntó ella.

Robinson sacó una pequeña bolsa de plástico que contenía un collar de oro. Se lo entregó a la fiscal, que vio la inicial de Sophie y el par de pequeños diamantes que adornaban la S.

– Esto llevaba puesto Yolanda.

– ¿Está seguro…?

– ¿Cree que pertenecía a otra Sophie?

– No. Pero…

– Bien, obtendremos la confirmación de los forenses después. Tal vez el hijo o los vecinos podrán identificarlo. Pero era el suyo. Confíe en mí.

– Está bien, Walter. ¿Cuál es el procedimiento?

Robinson sonrió.

– Muy bien, ya ha conocido a la pequeña miss lágrimas y contrición. El problema es que dice la verdad. En realidad no sabe mucho de todo el asunto, aunque podría saber el nombre. Pero todavía no estoy seguro. Yolanda es más lista de lo que imagina. Alguna de esas lágrimas podrían ser de cocodrilo. Bien, ya veremos. Los polis son una cosa, pero un fiscal real en persona es una experiencia nueva para ella; apuesto que está pensando y haciendo memoria en estos momentos. Por otra parte, allí, en la otra sala, tenemos al tipo listo «quiero a mi abogado». Pero yo sé que tiene la información que necesitamos. El procedimiento es simple. Es jugar el uno contra el otro.

– Pero si él ha solicitado a su abogado, entonces estamos obligados…

Robinson hizo una mueca.

– Espy, vamos. Claro que ha solicitado a su abogado. Ha estado gritando que quiere a su abogado desde que entramos en su tienda de empeños. Sólo tengo que asegurarme que comprende, cómo le diría…, las ramificaciones de su renuencia. Démosle la oportunidad de que vea la luz, la oportunidad de hacer lo correcto. Aún no le hemos formulado ninguna pregunta realmente dura.

– Pero…

– Espy, así es como funcionan las cosas. Observe.

– No estoy segura de entenderlo.

– Lo entenderá enseguida. Y apuesto a que aprenderá rápido.

– Ya lo veremos. ¿Qué quiere que haga?

Robinson sonrió irónicamente.

– Quiero que le asuste como si hubiese visto al demonio en el mismo infierno.

Antes de que Espy Martínez respondiera que no estaba segura de poder asustar a nadie, Robinson golpeó la ventana de cristal de la sala 2. Los dos policías salieron y el dueño de la casa de empeños se puso a gritar:

– ¡Eh! ¿Adónde vais?

Robinson hizo las presentaciones en el pasillo.

– Espy Martínez, éstos son los sargentos Juan Rodríguez y Lionel Anderson.

– ¿Sargento Lion-man?

– En persona. -La manaza del sargento envolvió la mano de la joven, sacudiéndola arriba y abajo-. ¿Usted es la que puso entre rejas a aquellos chicos de los robos con allanamiento?

– Mi salto a la fama -repuso Martínez.

– Fue un buen trabajo -dijo Rodríguez-. Aquellos chicos habrían acabado matando a alguien, seguro.

– Ya no podrán -dijo ella.

Ambos sargentos sonrieron.

– Eso es cierto -dijo Rodríguez-. Al menos hasta que salgan.

Anderson preguntó al detective:

– ¿Cuál es el siguiente paso?

– Escuchad, chicos. Vais a entrar y haréis que Yolanda se sienta mucho mejor y piense sobre sus oportunidades si coopera con nosotros. Hacedle pensar que todo va a salir bien si habla. Sin mentiras. ¿Entendéis?

– Será un placer, Walt, viejo amigo.

– Si hay algo que Lionel sepa hacer, es que una jovencita en apuros se sienta mejor… -dijo Rodríguez a Espy, dándole un codazo a su compañero.

– Tengo alguna experiencia, señora -afirmó Anderson con aire burlón.

Luego ambos sargentos entraron en la primera sala de interrogatorios. Robinson sonrió a Martínez.

– No es que sea una misión muy difícil -dijo-. Está bien, ¿lista para infundir el temor a Dios y al sistema penal en el señor Reginald Johnson? Vamos.

Robinson entró directamente en la habitación. Martínez apresuró el paso para permanecer junto a él.

Johnson alzó la vista y frunció el ceño.

– ¿Ha llamado a mi abogado?

– ¿Qué número has dicho que tenía, Reggie? -preguntó Walter Robinson.

El perista gruñó.

– ¿Y ésta quién es? -preguntó-. No la he visto antes.

– ¿Estás seguro?

– Claro que estoy seguro. ¿Quién es?

Robinson sonrió y se inclinó hacia delante, acercando su rostro al del perista como un padre a punto de darle un bofetón a un crío.

– Vamos a ver, Reggie -susurró-, estoy seguro de que la has visto en tus pesadillas, porque representa un problema muy grande para tu gordo culo. Ella es la persona que te va a meter entre rejas, Reggie. Directamente a la prisión de Raiford. A la sombra las veinticuatro horas, y allí no habrá nadie tan dulce como tu Yolanda. De hecho, estarás de suerte si no acabas convirtiéndote en la Yolanda de alguien. ¿Lo captas, Reggie?

Aquellas palabras parecieron clavar al fornido hombre al respaldo de la silla. Miró rápidamente a la joven fiscal.

– Tu peor pesadilla, Reggie -repitió Robinson.

– Yo no he hecho nada. No sé nada de ningún asesinato.

– ¿Eso es cierto?

– ¿Acaso cree que pregunto a todos los tipos que entran por mi puerta de dónde sacan lo que me traen? Todo lo que hago es inventarme el precio y rellenar el impreso. No necesito hacer preguntas.

– Tal vez no, pero sí que sabes quién te trajo ese collar. El que Yolanda pensó que era tan bonito que tuvo que colgárselo al cuello.

Johnson no respondió enseguida.

– No estoy obligado a hablar con la policía de mis negocios. Si lo hiciera, no habría negocios -dijo por fin, balanceándose hacia atrás en su silla y cruzando los brazos sobre el pecho, como si aquella afirmación fuese su última palabra.

– Oh, sí que puedes -replicó Robinson-. Porque tu negocio es ahora mi negocio y tu problema.

Johnson frunció el ceño pero guardó silencio.

Espy Martínez, sentada en una silla en un extremo de la mesa, observaba la actuación del detective: cómo andaba por detrás del sospechoso, se inclinaba sobre él sin pronunciar palabra, luego retrocedía y finalmente arrastraba una silla cerca de él. Observó a Robinson como si éste fuera un actor experimentado en un escenario. Cada movimiento que hacía, cada gesto, cada tono que asignaba a cada palabra, estaba calculado para conseguir un efecto. Observó cómo desestabilizaba al sospechoso, despojándole hábilmente de su arrogancia y obstinación. Estaba fascinada, preguntándose cuándo se suponía que tenía que intervenir en la actuación y dudando si estaría a la altura de las mismas habilidades que mostraba el detective.

Walter Robinson siguió mirando fijamente a Reginald Johnson; entornó los ojos, sin parpadear, hasta que el hombre apartó la cara abruptamente espetando una obscenidad.

– ¡Mierda! ¡Que no sé nada de ningún asesinato, joder! -exclamó con un ligero temblor en su voz.

El detective dejó que su silencio se prolongase, sin quitar la vista del sospechoso. Al cabo exhaló aire lentamente, haciendo que su aliento silbase en el aire enrarecido de la sala.

– Tal vez esté equivocado… Tal vez esté equivocado contigo, Reggie -dijo Robinson con calma.

Jonhson se dio la vuelta, sorprendido por el repentino cambio de actitud del policía.

– Tal vez estaba equivocado. ¿Tú qué crees, Reggie? ¿Estaba equivocado?

– Sí. Estaba equivocado -asintió el hombre, impaciente.

Sin quitar los ojos al perista, Robinson preguntó:

– ¿Y usted qué piensa, señorita Martínez? ¿Cree que estoy equivocado con Reggie?

Ella no estuvo segura de qué se suponía que tenía que responder, pero, con la voz más impersonal y fría que pudo impostar, dijo:

– Usted nunca se equivoca, detective.

– Ya, pero tal vez esta vez sí lo haya hecho con el viejo Reggie.

– No lo creo, detective -afirmó Martínez.

– ¿Estoy equivocado, Reggie? -preguntó de nuevo.

– ¡Que sí, mierda! ¡Está equivocado!

Robinson siguió mirando duramente al sospechoso. Dejó que las falsas esperanzas cobrasen vida en la pequeña sala.

– Todo este tiempo he pensado que Reggie sólo había cogido algo de mercancía robada del hombre equivocado. Y ¿sabe?, señorita Martínez… ¿Sabe?, tal vez me haya equivocado en este punto -Frunció el ceño mirando a Johnson-. Tal vez no hubo ninguna persona que entrara en su tienda a últimas horas de la noche del pasado martes, impaciente, ansioso, jadeando y dispuesto a hacer cualquier trato, ¿verdad, Reg? No, tal vez no hubo ningún cliente de última hora. Quizás me he equivocado de medio a medio en este punto, Reggie… -Hizo una pausa para que sus palabras inquietasen al sospechoso-. No, tal vez no hubo ningún otro hombre. Tal vez mantener el ritmo de vida que Yolanda te impone con sus vestidos de diseño, para poder conducir un coche caro y comprar bonitos muebles para una casa nueva y elegante, bueno, tal vez pensaste que sería necesario trabajar un poco más. Tal vez pensaste que tu vieja caja registradora pedía estar un poco más llena. Y para lograrlo lo único que tenías que hacer era coger el viejo G-75 que te llevaría directamente a Miami Beach, y entonces empezaste a cometer todos aquellos robos. Lo hiciste bastante bien, ¿verdad, Reggie? Hasta que la anciana del pasado martes se despertó de golpe y entonces te buscaste un problema, ¿eh, Reg? Un problema serio. La mataste, ¿no es así, Reggie? ¿No fue así como sucedió?

Robinson apuntó con un dedo al rostro del estupefacto Johnson.

– ¡Tú la mataste, bastardo hijo de puta!

Reginald Johnson lo miró con los ojos como platos, retrocediendo de miedo.

– ¡Yo no he matado a nadie! ¡Ya se lo he dicho! ¡Yo no sé nada de eso!

De repente, Robinson se inclinó y agarró las manos de Johnson, obligándolo a colocarlas con las palmas hacia arriba sobre la superficie con un sonoro golpe.

– Eres fuerte, Reg. Tienes unas manos muy grandes. No tendrías ningún problema para estrangular a una ancianita, ¿no? ¡Lo hiciste!

– ¡No sé nada de ningún asesinato, ni de ninguna anciana!

Intentó retirar las manos pero el detective tiró de él hacia delante, haciéndole perder el equilibrio y mirándolo de nuevo fijamente, aún con más dureza.

En el silencio que se produjo en aquel instante, Espy Martínez sintió una súbita oleada de calor. Las palabras parecían surgir de otra persona y no de ella, pero oyó cómo resonaban en la sala:

– Recibir bienes robados, de dos a cinco años. Una condena fácil, seguridad media. Luego tenemos el robo con allanamiento, de cinco a diez. Esto es un poco más serio, pero al cabo de un tiempo podrás salir por buen comportamiento, tal vez sólo cumplirás tres años. Pero luego está la agresión. Te has metido en un buen lío, Reggie. Dios, no conoces al fiscal del condado, realmente odia que los ancianos sean agredidos. Así que con esto te caen de diez a quince. Y tal vez el juez crea oportuno retener la jurisdicción del caso y no acceda a concederte la libertad condicional, dada la situación. Así que el buen comportamiento no va a…

Espy hizo una pausa para recuperar el aliento. Vio que el sospechoso se revolvía en su silla. Era como si todas las palabras y cifras de su intervención hubiesen provocado otros tantos nudos alrededor del pecho del hombre. Continuó en voz más baja, más dura, extrañamente consciente de que en algún rincón de sí misma estaba disfrutando.

– Pero luego te has superado a ti mismo, Reggie. Cómplice de asesinato en primer grado, de quince años a la perpetua. Pero nadie consigue los quince, Reggie, cuando la víctima es una viejecita. Todos cumplen la perpetua allí en Raiford. No es un lugar agradable, ya lo creo que no… -Lo miró fríamente-. Y ahora llegamos al final de tu ranking: asesinato en primer grado. Ya sabes lo que funciona en este estado, Reggie. Dos mil doscientos voltios. -Lo apuntó como si su mano fuese una pistola-. ¡Zas! Fulminado.

Johnson, con las manos aún sujetas sobre la mesa por el detective, intentó zafarse revolviéndose hacia Martínez.

– ¡Pero qué dice! -exclamó con desesperación-. ¡Ya le he dicho que no he asesinado a nadie!

Espy se inclinó hacia él.

– Ya tengo pruebas suficientes para abrir un caso, Reggie. Más que suficientes. Pero eso tampoco es tan importante. Aunque no tuviese pruebas sólidas…

– ¿Qué quiere decir?

– Una ancianita que nunca hizo daño a nadie. ¿Tú qué crees Reggie? ¿Qué piensas que va a decir un jurado de ciudadanos de Miami, blancos de clase media, cuando entres en la sala del tribunal? Un negro furioso y duro. ¿Tú crees que van a necesitar alguna prueba? Qué va. Y menos después de que yo me levante y les diga que tú estrangulaste a esa pobre viejecita. ¡Que fueron tus dedos los que la asfixiaron hasta la muerte! Sólo pensarán que podía haber sido su madre, o su tía Mabel. ¿Crees que después de oír esto les va a importar que yo no presente ninguna prueba? Solo querrán ver cómo tu maldito culo se achicharra. Así pues, ¿qué crees que va a decidir ese fantástico jurado blanco?

– ¡No lo sé!

– ¡Culpable! ¡Culpable de todos los cargos! -Y observó cómo las palabras golpeaban al hombre como si fuesen puños-. ¿Y el juez? Reggie, ¿qué crees que un juez de clase media blanco dirá al respecto? Alguien que necesita que todos esos blancos lo voten en las próximas elecciones.

– ¡Ya se lo he dicho! ¡No he hecho nada!

– Pero todos esos tipos blancos no se lo creerán, Reggie.

De nuevo un silencio tenso.

Espy Martínez inspiró hondo y apuntó con el dedo a Reginald Johnson:

– ¡Zas! ¡Adiós, Reggie! -repitió.

Walter Robinson finalmente soltó las manos del sospechoso.

Martínez lo contempló con el gesto más altivo que pudo componer.

– Detective, quédese con esta escoria. Iré a hablar con Yolanda. Ella y yo a solas, para conocernos mejor. Si voy a proponerle a alguien un buen trato, el tipo de trato que te lleva a casa por la noche y te deja recuperar tu vida, pues bien, estoy pensando en esa bonita joven. Sé que al sargento Lion-man le gustará que ella tenga una oportunidad, y no esta basura negra…

– ¡No puede ofrecerle a Yolanda ningún trato! ¡Ella no sabe nada!

– Te sorprenderías de lo que sabe, Reggie. Nos ha dado valiosa información.

– Ella no sabe…

– Pero ella será la que saldrá de aquí -repuso la ayudante del fiscal con tono desagradable.

Robinson sonrió y asintió con la cabeza. Le costaba no aplaudir la actuación de la joven. Johnson parecía calcular deprisa sus posibilidades, presa del pánico.

– Yo sólo sé que un tipo me llamó a altas horas de la noche para venir a la tienda por un negocio -se derrumbó por fin-. Yo no hago preguntas. Sólo bajé y nos encontramos fuera. ¡Esa es la verdad! Yo no sé nada de ningún asesinato.

– ¿Quién, Reggie? -preguntó Robinson.

– Se lo diré si me promete que…

– ¡Quién! ¡Maldita sea! ¡No te voy a prometer nada, negro mierdoso! ¿Quién? -le espetó a voz en cuello.

Johnson se retorció en la silla una vez más, como un hombre atrapado bajo una ola intentando salir a la superficie. Entonces se dobló hacia delante y dijo:

– Leroy Jefferson.

– ¿Es un yonqui?

– Al tío le gusta la pipa, me han contado.

– ¿Es cliente regular tuyo?

– Lo ha sido en el último mes, más o menos.

– ¿En la calle le apodan de alguna manera?

– Le llaman Hightops porque siempre lleva zapatillas chulas, de las altas de baloncesto.

– ¿Dónde vive Hightops?

– Apartamentos King, número trece, creo.

– El de la mala suerte -observó Robinson mientras se levantaba de la mesa y el interrogado se sujetaba la cabeza entre las manos.

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