El Leñador vivía en una casa modesta de tres dormitorios y dos baños en una tranquila calle sin salida de North Miami, un barrio de las afueras donde una de cada dos casas tenía un remolque con una lancha motora estacionado al lado, y donde los residentes vivían de barbacoa en barbacoa, de fin de semana en fin de semana. Era un lugar limpio y bien cuidado donde policías, bomberos y empleados municipales, en su tenaz intento de ascender socialmente, se gastaban el dinero en bungalós con una piscina pequeña en la parte trasera. Los tejados planos eran blancos o de tejas rojas. El césped de las entradas estaba bien segado y los setos, recortados. Los todoterrenos que arrastraban las lanchas motoras hasta el mar, a unos cinco o seis kilómetros, relucían al sol del mediodía.
Mientras recorría despacio la calle buscando la casa del Leñador, Walter Robinson oyó ladridos de perro. Supuso que ladrarían por el color de su piel: no había negros en ese barrio; sólo la mezcla de blancos y de hispanos bastante inevitable en el condado de Dade. Los negros de clase media como el Leñador solían agruparse en sus propios barrios, donde no había tantos árboles frondosos, ni libros para la biblioteca de la escuela primaria, pero sí había más manchas peladas en el césped de las entradas y era más difícil conseguir créditos bancarios. Esos barrios estaban más cerca de Liberty City u Overtown, más cerca de los límites de la pobreza. Cuando paró el coche delante de la casa del Leñador, tuvo un pensamiento extraño. Recordó cómo los primeros exploradores que zarparon hacia el Nuevo Mundo superaron su temor de que la Tierra fuera plana y navegaron más allá del abismo hacia el olvido. Ésta era la clase de conocimientos históricos que su madre, la maestra diligente, impartía a la hora de la cena, cuando no estaba corrigiéndole sus modales en la mesa. Pensó que estaban equivocados. La Tierra es redonda, pero es la gente que vive en ella la que crea los límites y hace que sea terriblemente fácil caer al abismo, donde todavía hay monstruos que esperan ansiosos para tragarte.
El calor lo recibió como una queja airada al salir del coche. El camino hasta la casa del Leñador relucía con una capa de aire vaporoso suspendida sobre el cemento. Vio un columpio de madera situado a un lado de la casa, y unas cuantas bicicletas y triciclos abandonados junto a la puerta del garaje. Al otro lado de la calle, una mujer de mediana edad, vestida con unos vaqueros recortados y una camiseta, estaba cortando el césped. Cuando lo vio, se detuvo y apagó el cortacésped. Robinson notó que lo seguía con la mirada mientras se acercaba a la casa.
Llamó al timbre y, al cabo de un momento, oyó unos pasos agobiados. Una mujer joven abrió la puerta. Llevaba unos pantalones cortos abombachados sobre un traje de baño y el pelo castaño recogido hacia atrás. En la cadera cargaba a un niño pequeño, aferrado a un biberón.
– ¿Sí?
– Soy el inspector Robinson. ¿Puedo ver a su marido?
– Todavía sufre dolores -respondió tras vacilar un instante.
– Necesito verlo -insistió Robinson.
– Tiene que descansar -susurró la mujer.
Antes de que pudiera contestar, una voz gritó desde el interior de la casa:
– ¿Quién es, cariño?
La mujer parecía querer cerrar la puerta, pero terminó de abrirla a la vez que contestaba:
– Es el inspector Robinson.
Señaló con la cabeza la parte trasera de la casa y Robinson entró. Enseguida observó que, para ser una casa con niños pequeños, estaba muy ordenada. Había plantas muy bien cuidadas en una estantería abierta, y no vio juguetes esparcidos por el suelo. En la entrada había un gran crucifijo colgado sobre una bendición. Vio los esperados adornos en la pared: fotografías enmarcadas de niños y padres, y una selección de pósteres que anunciaban exposiciones de arte poco memorables.
Al entrar en el salón, hubo algo que lo sorprendió. En la pared, justo sobre el sofá, había un cuadro grande, de colores alegres, exponente del realismo de la escuela primitiva haitiana, pintado por alguien con poca formación y un talento enorme. Mostraba un mercado con unas espléndidas manchas de color vivo interrumpidas por el negro impactante de las caras de los campesinos que transitaban por él. En cierto sentido, era impresionante, fascinante, porque lo transportó un momento a ese pequeño mundo, como si le permitiera captar una pequeña parte de la historia de cada persona del lienzo. Lo contempló, asombrado de verlo en casa del Leñador. Había visto muchos de estos cuadros, por lo general en las galerías de arte de las zonas ricas de South Miami y Coral Gables. Poseían un atractivo extraño para la gente adinerada: una combinación de algo indígena y algo articulado; las mejores muestras de arte de los países pobres del Caribe estaban destinadas a decorar las paredes de las casas millonarias que daban a la bahía de Vizcaíno.
– Es algo distinto, ¿eh? -dijo el Leñador en voz baja. Había entrado en el salón por una puerta lateral.
Walter Robinson se volvió hacia él.
– Es una obra bonita -comentó.
– Seguro que no esperabas que tuviera algo así.
– Pues no.
– Mi mujer estudiaba arte hace un par de siglos, es decir, antes de los niños, las hipotecas y todo eso, y lo compró en un viaje a Haití. No he entendido nunca por qué alguien puede querer ir allí de vacaciones, ¿sabes? Sólo hay un montón de gente más pobre a cada segundo que pasa. Es por eso que no cejan en intentar venir aquí.
– Una patrulla de la Guardia Costera interceptó otra embarcación delante de cayo Vizcaíno el otro día -indicó Robinson.
– Pues eso, lo que te decía. El caso es que mi mujer cargaba con este trasto dondequiera que fuera, diciendo siempre que algún día valdría algo. ¿Y sabes qué? Ahora debe de valer diez mil, o puede que quince mil. Es la mejor inversión que hemos hecho, aunque quede un poco raro aquí colgado. Tengo que asegurarlo. Yo preferiría una nueva lancha de seis metros. Pero, qué coño, uno se acostumbra a todo.
– Supongo que sí.
– Resulta irónico, ¿no crees?
– ¿Porqué?
– Bueno, verás, algún pobre desgraciado pintó este cuadro y quizá le dieron unos dólares por él, a lo mejor lo bastante para una comida, para comprarse un pollo, un bidón de gasolina o algo. Pero nada más. Y su cuadro, bueno, viaja hasta aquí, a Estados Unidos, sin ningún problema, no necesita papeles. Es probable que él estuviera dispuesto a morir para venir aquí, como muchos de esos pobres desgraciados. Y el jodido cuadro vale más de lo que él valdrá nunca. ¿Es irónico o no?
– Pues sí, desde luego.
– Joder, puedes apostarte lo que quieras a que estos cuadros no cruzan el mar en una embarcación renqueante que tiene más probabilidades de hundirse a ochenta kilómetros de la costa que de llegar a Miami Beach. -El Leñador se giró y se sentó con cuidado en una butaca-. ¿Eres aficionado al arte, Walter?
– Me interesa.
– A mí nunca me gustó demasiado. Pero bueno, mi mujer me llevaba a exposiciones y demás. Aprendí a tener la boca cerrada. Estaba allí, asentía, bebía agua con gas importada y comía entremeses. Estaba de acuerdo con todo el mundo. Así es más fácil, sobre todo si no tienes ni puñetera idea.
Todavía llevaba el brazo escayolado hasta el cuello. El yeso se lo inmovilizaba a noventa grados del cuerpo, de modo que el Leñador tenía el aspecto de un pájaro desgarbado que iba dando saltitos con un ala rota.
Hizo una mueca al cambiar de postura.
– Todavía me duele el muy cabrón -masculló.
– ¿Qué te han dicho?
– Ya no tienen que operarme más, gracias a Dios. Cuatro meses sujeto como una jodida marioneta, y después de seis a ocho meses de rehabilitación. Luego, tal vez, sólo tal vez, pueda volver al trabajo. Pero no es seguro, ¿sabes? Nadie sabe qué hará en realidad el maldito brazo hasta que intentemos comprobarlo.
– ¿Y cómo estás?
– Mi mujer se está volviendo loca conmigo en casa. Los niños también empiezan a cansarse. ¿Sabes qué pasa? Soy como un crío más, coño. No puedo conducir, no puedo hacer casi nada. Ver mucha televisión, sólo eso. ¿Qué diablos encuentra la gente en las telenovelas?
Robinson no contestó, y el Leñador sonrió.
– Yo también me estoy volviendo un poco loco -añadió. Se recostó en la butaca y retorció el cuerpo-. No consigo estar cómodo -explicó. Después de unos segundos cambiando de postura, miró a su amigo con una ceja arqueada-. Dime, Walter, ¿has venido hasta aquí sólo para oírme protestar? Entiéndeme, habría estado bien de ser así pero, vamos, tampoco es que fuéramos amigos íntimos ni nada, así que estoy pensando que tiene que haber otra razón, ¿verdad?
Robinson asintió con la cabeza y en ese momento la mujer entró en el salón.
– El pequeño está durmiendo -dijo-. Gracias a Dios, estará más o menos una hora sin hacer ruido. -Se quedó mirando a Robinson como si esperara que empezara a cantar o bailar.
– Hay un problema en el caso de Leroy Jefferson. Sólo quería que te enteraras por mí y no por otra persona.
– ¿Problema? -preguntó la mujer.
– ¿Qué clase de problema? -soltó el Leñador con aspereza.
– Se ha probado la inocencia de Jefferson en el asesinato de esa anciana. Y puede aportar información importante sobre el caso, y quizá sobre dos homicidios más. Información muy importante.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que le ofrecerán un trato.
– ¡Joder! ¿Qué clase de trato? ¡Ya te diré yo el trato que tendrían que ofrecerle a ese hijoputa! Me gustaría meterle el revólver por el culo y apretar el gatillo. Este es el trato que yo le daría a ese cabrón.
– Vas a despertar al niño -le advirtió la mujer.
El Leñador la miró fijamente. Abrió la boca, pero se detuvo antes de hablar. Se volvió hacia Robinson con los ojos entrecerrados.
– A ver, ¿qué quieres decir?
– Quiero decir que puede quedar libre a cambio de su cooperación.
El Leñador se echó hacia atrás en la butaca, y Robinson imaginó que este movimiento debió de provocarle punzadas de dolor en todo el brazo. El policía gruñó como un perro amenazador.
– ¿Me ha disparado y va a quedar impune?
– Estamos intentando presionarlo. Vamos a ofrecerle reducciones de cargos, a ver si cumple algo de condena en la cárcel… -Robinson se detuvo cuando vio la mirada fulminante que le dirigía el Leñador-. Ya conoces lo que es un trato, conoces las prioridades. Sabes cómo funcionan estas cosas.
– Sí. Pero no me imaginé que el puteado sería yo, joder. -El Leñador soltó el aire despacio-. No me gusta nada. Y no creo que vaya a sentarle nada bien al resto del departamento. Me refiero a que, por lo general, a los policías no nos hace ni puñetera gracia que disparen a otros policías, ¿verdad, Walter? No creo que el resto del departamento vaya a estar muy satisfecho cuando el tirador se largue por cortesía del jodido fiscal del condado.
– Va a resolver un homicidio. Nos va a ayudar a sacar de las calles a un hombre realmente malvado.
– Sí, y vais a soltar a otro -replicó el Leñador.
A Robinson le incomodó esta respuesta. Porque era básicamente cierta.
– Lo siento -se disculpó-. Creí que preferirías saberlo por mí.
– Sí, coño, muchísimas gracias. -El Leñador se volvió un momento y giró la cabeza deprisa para mirar con dureza a Robinson-. ¿Lo del trato es cosa tuya, Walter? ¿Tuviste tú la idea?
Robinson no contestó de inmediato. Pensó en el rabino y Frieda Kroner y entonces, de repente, tuvo una visión escalofriante de la Sombra, acechándoles. Y después, con la misma rapidez, pensó en Espy Martínez, y supo que no quería que cargara con la ira y el resentimiento del Leñador, así que apretó los dientes y contestó:
– Sí, por supuesto. El trato es cosa mía.
– Vas a resolver algunos casos, ¿eh? Puede que así escales algunas posiciones. Que te concedan una de esas distinciones del departamento, quizás un ascenso, ¿verdad? El inspector con más casos resueltos. Puede que hasta publiquen cosas sobre ti en los periódicos, coño. La nueva estrella negra de South Beach, ¿no es eso?
– No -respondió Robinson, e intentó pasar por alto el comentario racial-. Tal vez pueda evitar que alguien asesine otra vez. Eso es lo que pretendo.
– Claro -soltó el Leñador con sarcasmo-. Y te importa una mierda que te sirva para promocionarte.
– Estás equivocado.
– Seguro que sí. Me costó nueve años de uniforme conseguir la placa dorada de inspector, y después me han tenido tres años en Robos y Hurtos. ¿No te parece un buen ejemplo de discriminación positiva? ¿Cuánto tardaste tú, Walter? Fuiste directamente a Homicidios, joder. Un ascenso de cojones. No tuviste que pasar tiempo en las trincheras, ¿eh? Y ahora es posible que no vuelva a trabajar nunca más, muchas gracias.
Los dos se quedaron callados. El Leñador parecía estar dándole vueltas a algo.
– Haz lo que tengas que hacer -dijo-. Forma parte del juego. Lo entiendo. Haz lo que tengas que hacer.
Robinson se levantó.
– Muy bien -dijo-. Gracias.
– Y yo haré lo que tenga que hacer -respondió el Leñador.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada, coño. No he querido decir nada. Y ahora vete.
– ¿Qué has querido decir?
– Ya te he dicho que nada. Ya sabes dónde está la puerta.
Robinson quiso decir algo más, pero no pudo. Salió del salón y se dirigió hacia la puerta. Cuando la abría, la mujer lo alcanzó.
– ¿Inspector? -dijo en voz baja.
– Sí.
– La detención en la que accedió participar era suya. Usted la organizó, y casi logra que lo maten. Puede haber quedado incapacitado de por vida gracias a usted. ¿Y ahora va a dejar que el desgraciado que le hizo eso salga libre? Espero que se pudra en el infierno, inspector.
Dijo «inspector», pero, por la rabia que vio en sus ojos, Robinson sospechó que tenía una palabra totalmente distinta en mente. Se preguntó por qué no la habría usado.
– Salga de mi casa… -soltó la mujer.
A Robinson le pareció oír una n al final de la frase, como si hubiese estado a punto de soltarle un insulto racial. Pero pensó que quizá se equivocaba, a lo mejor sólo estaba furiosa y no tenía intención de insultarlo. Quizá no se había percatado nunca de que vivía en un mundo tan segregado y tan asustado de los negros como cualquier plantación anterior a la guerra de Secesión. Quizá, pero lo dudaba. Pensó que Miami era así; un lugar donde la gente piensa «negrata cabrón» pero no lo dice en voz alta. Sintió un imperioso deseo de marcharse, de volver a su trabajo. Se limitó a asentir, y dejó atrás el frescor del aire acondicionado para sumergirse en el calor implacable de un mediodía de verano, sintiéndose como si de algún modo hubiera llenado de pisadas un hogar inmaculado. Cuando la mujer cerró de golpe la puerta tras él, oyó el clamor del pequeño, que se había despertado llorando.
Espy Martínez no podía soportar el regocijo que Tommy Alter era incapaz de ocultar en su voz.
– Sabía que entraríais en razón, Espy -dijo.
– No te confundas, Tommy. Es por conveniencia. No tiene nada que ver con la razón.
Los dos estaban sentados en la cafetería del Palacio de Justicia. Un par de cafés intactos humeaban en sus tazas delante de ellos. Otros fiscales y abogados ocupaban otras mesas, rara vez mezclados, y cuando se reunían en una, generalmente era para intercambiar insultos y desafíos, o para cerrar un acuerdo, como Martínez y Alter estaban haciendo. Los demás abogados los miraban de vez en cuando, pero debido a una norma tácita de la profesión, nadie se sentó en las mesas más próximas, con lo que se creó una zona de aislamiento a su alrededor.
– Bueno, como quieras llamarlo. ¿Cuál es la oferta?
– Tiene que cumplir condena en la cárcel, Tommy. No puede disparar a un agente de policía y quedar impune.
– ¿Por qué no? La policía fue a detenerlo por algo que no había hecho. Son ellos quienes le echaron la puerta abajo y entraron en su casa armados. Tuvo suerte de que no le dispararan entonces. Tuvo suerte de que tú no lo mataras por algo que no había hecho. A mi entender, tendríais que pedirle disculpas.
– Presenció un asesinato y a continuación robó a la víctima. No sé por qué, pero diría que pedirle disculpas no sería muy apropiado.
– Bueno, nada de condena en la cárcel; ésta es nuestra postura. Aceptará un período de libertad condicional, si queréis. Presentad cargos menores. Allanamiento de morada o agresión. Pero no irá a la cárcel. No después de ayudaros a encontrar a un asesino. Puede que incluso a detenerlo antes de que vuelva a matar.
– ¿Qué quieres decir, Tommy? -Espy Martínez inspiró hondo-. ¿Volver a matar? ¿Qué te ha contado? ¿Sabes algo?
– ¿He puesto el dedo en la llaga, Espy? No, no puedo decir que sepa nada con certeza. Sólo estaba especulando, ¿sabes? Imagina que hubiera alguna razón por la que esa anciana fue asesinada y que, quizás, esa misma razón pueda aplicarse a alguien más. Es sólo una suposición.
Ella vaciló y Alter sonrió.
– Vais a tener lo que queréis, Espy. Un testigo presencial. Puede que no sea el mejor acuerdo del mundo, pero tampoco es el peor que se haya hecho nunca en este edificio.
– Debe cooperar plenamente, hacer una declaración completa y una descripción. Trabajar con el dibujante. Hacer todo lo que Walter Robinson le pida que haga, y después ir a juicio y declarar toda la verdad cuando lo llamen. ¿Entendido? Cualquier incomparecencia, cualquier reticencia, cualquier declaración falsa o engañosa, cualquier ausencia inexplicada, cualquier lapsus, y se va a prisión por una temporada muy larga, ¿entendido, Tommy?
– Me parece aceptable. ¿Cerramos el acuerdo con un apretón de manos?
– No quiero darte la mano, Tommy.
– No sé por qué, pero lo imaginaba -sonrió el abogado-. Relájate, Espy. Piensa que mi cliente te ayudará a detener a tu hombre y que te convertirás en una heroína. Tenlo presente cuando comparezcamos ante el juez. Me aseguraré de que esté en su lista de causas de mañana por la mañana. Pueden ir a buscar a Jefferson temprano; acaban de pasarlo a una silla de ruedas.
– Quiero hacerlo durante su lista regular, lo más discretamente posible. Una vista rápida y se va con el inspector.
– Claro -aseguró Alter, que sonrió y se levantó-. Me parece lógico.
– Tenemos que mantener la integridad de la investigación.
– Qué bonita e importante suena esa frase. Claro que sí.
– No me hagas enfadar más de lo que ya estoy, Tommy.
– Y ¿por qué iba a querer hacer eso?
Sin esperar respuesta, se volvió y se marchó de la cafetería. Espy vio cómo cerraba el puño y lo movía en el aire para expresar satisfacción. Trató de recordar a los dos ancianos de South Beach y procuró convencerse de que lo que estaba haciendo era casi una medida terapéutica: los mantendría vivos.
Un adolescente larguirucho parecía tener un poco más de velocidad e impulso, y cuando tenía la pelota, daba la impresión de moverse sin esfuerzo hacia la canasta. Desde su posición, sentado en un banco situado delante de la valla con reja metálica, Simon Winter observaba cómo el adolescente dominaba el juego y superaba a jugadores más corpulentos que él.
«Yo era así antes», pensó.
Y con una sonrisa, intentó imaginar qué habría hecho para detener a aquel adolescente. Dejarse llevar por esos pensamientos era como satisfacer la necesidad de golosinas de un niño; no era algo realmente necesario para vivir, pero le proporcionaba un placer efímero. Examinó con atención al adolescente. Era alto; rondaba el metro noventa y cinco, lo que seguía dando a Simon una ligera ventaja en cuanto a la altura. Se dijo que lo primero sería privarle de la pelota. Avanzaría hacia él en ese punto donde le gustaba recibir el pase y no lo dejaría volverse para intentar encestar. Haría que recibiera la pelota en la banda, donde tenía menor margen de maniobra. Lo obligaría a usar la mano izquierda, ya que parecía menos seguro con ella, y cuando tomaba impulso para saltar no se elevaba con la misma potencia. Le cerraría la línea de fondo, para que no pudiera recorrerla por la derecha. Winter concluyó que debería presionarlo para que pudiera practicar aquel lanzamiento en suspensión hacia atrás. Encestaría algunas, pero fallaría la mayoría. Tendría que mover los pies y hacerle trabajar mucho cada vez que recibiera la pelota, hasta hacerle bajar el ritmo y buscar el pase, y cuando esto sucediera, sabría que había hecho bien su trabajo.
Asintió y sonrió. Jugar mentalmente siempre daba el mismo resultado: una victoria.
En la cancha, Winter vio cómo el adolescente se abría paso entre dos defensas y encestaba con un movimiento suave y fluido.
«El chico sabe jugar», pensó. Puede que un buen mate que deja el tablero temblando sea impresionante, pero los jugadores de verdad reconocen y admiran el movimiento que te lleva a conseguirlo, no el resultado.
– ¿Es éste su deporte, señor Winter?
Simon se giró en el asiento al oír la voz.
– Lo fue, inspector.
– A mí no me va -dijo Robinson tras sentarse a su lado en el banco-. No quise jugarlo nunca. Era lo que todo el mundo esperaba: eres negro y atlético, seguro que juegas al baloncesto. Pero yo jugaba al fútbol americano en la secundaria, de ala en un equipo muy bueno. Ganamos el campeonato de la ciudad.
– Debió de ser estimulante.
– Es probable que fuera el mejor día que pueda tener alguien. Diecisiete años, a punto de cumplir dieciocho. Dejamos el campo ensangrentados, aturdidos y agotados, pero vencedores. Nunca más he vivido nada parecido. Tiene una especie de pureza.
– ¿Era buen jugador, inspector?
– No lo hacía mal, nada mal. Pero no era lo bastante corpulento para jugar en esa posición en la universidad. Ser ala es difícil, señor Winter. La mayoría de las veces luchas en la línea enfrentándote con apoyadores y defensas exteriores; otro currante que defiende a los chicos que hacen de corredor y de headquarter y que se llevan la gloria. Pero a menudo, como una especie de recompensa a todo este trabajo duro, te zafas y te plantas en la línea media, por fin solo, y el balón vuela a ti. Siempre hay este momento fantástico en que estás rodeado de defensas mientras el balón se dirige hacia tus manos y te das cuenta de que todo depende de ti. Si se te cae, vuelta al tajo, vuelta a ser la abeja obrera. Pero si lo atrapas, eres libre de hacer lo que quieras, de sacarle todo el provecho que puedas. Ésos eran los momentos que me gustaban.
– El deporte contiene poesía -comentó Winter con una sonrisa.
– Y también metáfora -añadió Robinson.
– ¿Cómo supo que estaba aquí?
– Por los Kadosh. Me dijeron que le gustaba venir aquí, al parque, después del anochecer para ver los partidos de baloncesto.
– No me imaginaba que fueran tan observadores.
Robinson sonrió de oreja a oreja y Winter se encogió de hombros.
– Por supuesto -añadió-. Tiene razón. Primera lección: los vecinos siempre saben más de lo que parece. Es verdad. Bueno, eso explica cómo supo que estaba aquí. Ahora cabe preguntar por qué me buscaba.
– Porque Leroy Jefferson comparecerá ante el juez mañana por la mañana, y al mediodía estará sentado junto a un dibujante de la policía para darnos una descripción y una declaración, y cuando las tengamos, debemos dar el siguiente paso.
– Poner la carnaza en el anzuelo.
– Exacto.
– Creo que tenemos que ir con cuidado -advirtió Simon.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque estamos en una posición muy vulnerable.
– Adelante -pidió Robinson tras asentir con la cabeza.
– Esta vez tenemos que encontrar a ese hombre. Ahora disponemos de una oportunidad única y no podemos desaprovecharla.
– Continúe -pidió el inspector.
Simon hizo una pausa mientras observaba cómo los jugadores serpenteaban por la cancha. Las farolas imprimían un tono amarillento a su piel, casi como si su sudor y sus músculos fueran enfermizos, y libraran la lucha por hacerse con la pelota contra alguna dolencia extraña.
– Si no identificamos y detenemos a la Sombra, si sólo lo asustamos, desaparecerá. Puede irse a cualquier parte y adoptar otra identidad. Si se nos escapa, es imposible saber adónde irá. No sabemos nada sobre sus orígenes ni sobre su historia desde el final de la guerra. De modo que no sabemos nada sobre sus recursos. ¿Cómo se sigue a alguien sin sustancia? ¿Cree que dejaría un rastro que pudiéramos seguir? Lo dudo, más si ha llegado hasta este punto después de tantos años. Así que deberíamos suponer que este tal Leroy Jefferson nos va a proporcionar nuestra única y mejor esperanza. Tenemos que atraparlo esta vez.
– Ha estado pensando en ello, ¿eh?
Winter asintió y miró a Robinson.
– Como usted. De hecho, apuesto a que por eso ha venido a verme esta tarde.
Robinson extendió los pies y se estiró hacia atrás para relajarse.
– Usted tenía muy buena reputación en la policía de Miami City.
– ¿Ha echado un vistazo a mi hoja de servicios?
– Por supuesto. Quería saber con quién estoy tratando.
– Todo eso son tonterías, ¿sabe? Resolvió tal caso, hizo tal detención, recibió tal distinción… Eso no explica quién soy.
– Tiene razón. Dígame pues, ¿quién es usted, señor Winter?
Simon esperó un instante antes de contestar.
– ¿Ve al chico que tiene la pelota? -preguntó a la vez que señalaba la cancha.
– ¿El que no para de hacer lanzamientos de media distancia?
– Sí, ése.
– ¿Qué pasa con él?
– No podría jugar así contra mí.
Robinson rio, pero observó cómo jugaba el adolescente. Vio la rapidez de su primer paso, observó su punta de velocidad al hacer una finta.
– ¿Le ganaría en fortaleza? -preguntó.
– No. Empezaría a quitarle cosas, una a una. Y entonces, cuando no se lo esperara, lo sometería a un mareaje a presión. Lo pillaría por sorpresa y tendría que hacer un pase.
– Lo veo difícil -comentó Robinson.
– Pero es la única forma.
– Tiene razón. ¿Es así como cree que deberíamos hacerlo?
– Sí. La trampa debe ser sutil, tener una defensa invisible. La Sombra debe creer que puede lograr algo, salirse con la suya, pero en realidad estará haciendo lo que queremos. Así es como debemos hacerlo.
Los dos hombres permanecieron en silencio.
– El rabino Rubinstein y Frieda Kroner…
– No se preocupe por ellos. Cuando llegue el momento, harán lo que tengan que hacer.
– He situado un coche patrulla delante de las dos casas las veinticuatro horas del día.
– Retírelos. No podemos volverlo más cauteloso de lo que ya es.
– Pero ¿y si…?
– Ellos conocen el riesgo. Son el anzuelo, y lo entienden.
– No me gusta.
– ¿Cómo va a hacerlo, sino?
Robinson no respondió de inmediato.
– Sigue sin gustarme demasiado -dijo por fin.
– Verá, ésta es la ventaja que yo tengo sobre usted, inspector -sonrió Winter-. No trabajo para nadie ni cobro ningún sueldo de la ciudad de Miami. No tengo que preocuparme por nada salvo conseguirlo. No tengo que preocuparme por cómo quedaré en los periódicos o ante mis superiores ni nada. Cuando dije que podíamos tenderle una trampa, hablaba en serio. Y una trampa necesita un anzuelo fresco y apetecible, y siempre corre el riesgo de acabar devorado, de que los resortes de la trampa no la cierren en el momento preciso y la presa logre huir después de haber robado el anzuelo. Así que lo que sugiero, inspector, es que planee esto muy en secreto. Que su amiga, la señorita Martínez, y usted no se lo cuenten a nadie. Así, si algo sale mal, podrán culparme a mí.
– Yo no haría eso.
– Claro que sí. Y estaría bien. Yo sólo soy un viejo ex policía chiflado, y no me molestaría lo más mínimo. Incluso es probable que volviera mi vida más interesante.
– Aun así, no lo haría.
– ¿Por qué no? Soy viejo, inspector Robinson. Y ¿sabe qué?, ya nada me asusta. ¿Comprende? Nada, excepto no atrapar a este hijo de puta. -Simon sonrió y aplaudió un buen lanzamiento-. No quiero que este hombre me sobreviva -sentenció.
– Aún le quedan sus buenos años por vivir.
– Bueno, por lo menos son años -bromeó el ex policía y soltó una carcajada-, aunque yo no me apresuraría a catalogarlos de «buenos».
– Muy bien. Retiraré los coches patrulla. Y luego qué.
– Luego le obligaremos a actuar. -La voz de Winter había adquirido cierta frialdad.
– ¿Y cómo lo conseguiremos?
– Bueno, generalmente, cuando se tiene el retrato de un sospechoso, lo más probable es que inundes la ciudad con él. Que lo saques en los noticiarios de televisión y que hagas que el Herald lo incluya en portada. Vamos, que cuelgues el retrato en todas partes, ¿no?, con la esperanza de que alguien llame.
– Es el procedimiento habitual.
– Pero no funcionará con este hombre, ¿verdad?
– No -corroboró Robinson-. No por lo que empiezo a entender: lo único que se lograría con ello es que se marchara.
– Si lo asustamos, podríamos salvar a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein, claro. Si lo asustamos, ellos podrían vivir en paz.
– Pero siempre con el miedo de que regresara.
– Pero vivos.
– Sí, cierto. Pero vivos.
Guardaron silencio un momento. El aire que los envolvía estaba cargado de los sonidos del partido: exclamaciones y gritos, el rumor de los cuerpos al entrar en contacto, la vibración del aro cuando la pelota lo tocaba.
– Así que no haremos lo habitual -dijo Robinson-. ¿Qué haremos?
– He tenido una idea -sonrió Winter, y la explicó con cuidado-: Verá, no sabrá que tenemos su retrato, y tampoco que lo estamos esperando. De modo que todo será muy sutil. Sugeriremos algo, lo justo para obligarlo a actuar con rapidez, tal vez antes de estar preparado del todo.
– Le sigo. ¿Qué clase de sugerencia?
– Una noche, durante los servicios religiosos, los rabinos locales podrían referirse a, bueno, pongamos por caso, la sombra que se ha cernido sobre la comunidad. En el Centro del Holocausto, podríamos fijar un cartel que solicite que cualquiera que tenga información sobre Berlín durante la guerra se ponga en contacto con el rabino Rubinstein. Podríamos hacer que se anunciara lo mismo en unas cuantas reuniones de las comunidades de propietarios. Lo suficiente para que le lleguen sigilosamente las palabras y las sensaciones adecuadas, y crea que tiene que actuar. Pero no tanto como para que decida huir.
Robinson asintió.
– No parece fácil -dijo en voz baja.
– ¿Ha ido alguna vez a cayo Vizcaíno a pescar peces bonefish, inspector? Es una actividad fantástica. Estos peces son muy asustadizos en las aguas poco profundas, y están sensibilizados a cualquier sonido y movimiento para anticiparse a las posibles amenazas. Pero tienen hambre, y en estas aguas encuentran las gambas y los cangrejos pequeños que consideran un manjar, lo que les lleva a estar allí. El agua es azul grisácea, con cientos de colores que cambian con cada soplo de aire, y los peces aparecen como una ligerísima alteración de esta combinación de colores. Una vez, un escritor los llamó «fantasmas». Contemplas el agua durante horas y entonces, de repente, ves un ligero movimiento, una desviación mínima del tono que indica la presencia de un pez. Entonces, si lanzas la caña y sitúas con suavidad la mosca a pocos centímetros por delante de esa forma indefinida, pescas un bonefish, algo que desean hacer deportistas de todo el mundo.
– Eso tengo entendido.
– Debería aprender a pescar, inspector -sugirió Simon-. Le permitiría entender las cosas, como me pasó a mí.
Robinson sonrió de oreja a oreja, a pesar de la inquietud que sentía en su interior.
– Cuando todo esto acabe, ¿me enseñará?
– Será un placer.
Robinson vaciló antes de preguntar:
– ¿Esto será como pescar?
– Exactamente -sonrió el ex policía.