4 Esperanza

Cuando vio las destellantes luces de los coches de policía desde el otro extremo de la manzana, Simon Winter se detuvo en seco. Sus pies parecieron enraizarse en el asfalto y su mandíbula se abrió de puro asombro.

Avanzó hacia las luces, con una serie de imágenes pesadillescas agolpándose en su mente. «Ha habido un incendio. Un asalto. Un ataque al corazón. Un accidente…» Con cada posibilidad que se planteaba, su paso se aceleraba, por lo que cuando alcanzó la cinta amarilla policial ya estaba corriendo a toda prisa, sus zapatos marcando la cadencia de su preocupación al resonar contra el cemento. No dejaría que en su mente se formasen las palabras que más temía: «Un asesinato.»

Se detuvo en la entrada del complejo The Sunshine Arms, respirando agitadamente. Al menos había media docena de coches patrulla aparcados en la estrecha calle y sus luces inundaban la zona con estridentes rojos y azules. Vio un par de furgonetas de televisión y los cámaras charlando en la acera. Reparó en el vehículo del forense del condado y en varios oficiales de uniforme junto a la fuente vacía del patio. Advirtió que todos parecían tranquilos, y eso le dio el peor presentimiento. La gente se mueve deprisa cuando se trata de un ataque cardíaco, pero se toma su tiempo cuando ya no hay nada que hacer.

Tragó saliva, sintiendo de pronto reseca la garganta, y se agachó para traspasar la cinta amarilla. Su movimiento captó la atención de un agente, que le hizo un gesto con la mano.

– ¡Eh, usted! ¡No se puede pasar!

– Vivo aquí. ¿Qué ha sucedido?

– ¿Cómo se llama? -preguntó el policía, acercándose a él. Era un hombre joven, que parecía más corpulento a causa del chaleco antibalas que vestía.

– Winter. Vivo en el 103, justo ahí. ¿Qué ha sucedido?

– ¿Vive solo, señor Winter?

– Sí. ¿Qué ha ocurrido?

– Ha habido un robo con allanamiento. Una señora anciana ha sido asesinada.

Simon pronunció con voz ahogada el nombre:

– ¿Sophie Millstein?

– Pues sí. ¿La conocía?

– S-sí -tartamudeó-. Precisamente esta noche… La vi esta misma noche. La ayudé a volver a su…

– ¿La vio esta noche?

Winter asintió, el estómago agarrotado de dolor.

– Quisiera hablar con el detective al mando -pidió.

– ¿Sabe usted algo, señor Winter? ¿O sólo es por curiosidad?

– Quiero hablar con el detective al mando.

Se quedó mirando fijamente al joven patrullero procurando ocultar su agitación interior.

El joven dudó y luego dijo:

– Venga, le acompañaré.

Echaron a andar por el patio, y entonces vio a los otros vecinos allí plantados en pijama y camisón, formando un grupo más allá de la fuente. La señora Kadosh enseguida empezó a hacerle señas con la mano.

– ¡Señor Winter! ¡Señor Winter! ¡Dios mío, es terrible!

Simon se dirigió rápidamente hacia ellos. El señor Kadosh sacudía la cabeza.

– Ha sido terrible, desde luego -repitió lo mismo que su esposa.

– Pero ¿cómo ha sido? He salido a cenar algo y luego he dado un paseo. Acabo de regresar y…

La señora Kadosh le interrumpió rápidamente. Era una mujer regordeta que llevaba el pelo rubio de bote recogido bajo una redecilla suficientemente grande para atrapar un banco de peces, y vestía una acolchada bata roja con una enorme flor bordada en la pechera; seguramente sería sofocante llevarla puesta aquella noche cálida y húmeda.

– Era casi medianoche y Henry se estaba preparando para irse a la cama después de ver unos minutos el programa de Jay Leno, sólo la parte de las bromas, no la parte que hablan y hablan, y yo estaba sentada esperándole, cuando de pronto oí un grito, como un alarido de terror, así de pronto, que provenía de no sé dónde, pero después de un momento me pareció que era la pobre señora Millstein. Creí que estaba teniendo una de sus pesadillas, porque hace mucho que no duerme bien y a menudo la oigo llamar a Leo, que en paz descanse. Así que no le presté mucha atención, pero mi Henry vino y me dijo: «¿Has oído eso?», y por supuesto yo le dije: «Sí.» Y él dijo: «Tal vez deberíamos ir a ver a la señora Millstein.»

– Así es -murmuró Henry Kadosh-. Era preciso ir a comprobar si le sucedía algo a la señora Millstein.

Simon quería urgirles a que abreviasen el relato, pero sabía que los Kadosh eran húngaros; en otro tiempo Henry había sido Henrik, y entre su edad y su entrecortado inglés, la prisa era algo bastante ajeno a ellos. Así que simplemente asintió.

– Así que mi Henry se calza las zapatillas, se pone la bata y va a la cocina a buscar la linterna, y luego va a la puerta de al lado y golpea fuerte para que el viejo Finkel venga también…

El señor Finkel asintió con la cabeza.

– Es verdad -dijo.

La señora Kadosh le lanzó una rápida mirada, como para decirle que ella estaba acostumbrada a las interrupciones de su marido, pero que su vecino debería esperar su turno. Luego prosiguió:

– Así que Finkel, que se había quitado su audífono y no había oído nada ni sabía nada, también se pone su bata y los dos bajan las escaleras y llaman a la puerta de la señora Millstein, pam, pam, pero nadie responde. «¿Señora Millstein, señora Millstein, está usted bien?» Y nada. De modo que Henry y el señor Finkel suben las escaleras y me dicen: «¿Qué debemos hacer? No responde.» Yo les digo que den la vuelta por detrás, por la puerta del patio, y así que de nuevo bajan para hacerlo. ¿Y sabe usted qué?

– La puerta del patio estaba forzada. La habían abierto -respondió Henry Kadosh.

La señora Kadosh continuó:

– Así que Henry y el señor Finkel regresan a la puerta principal donde estaba yo esperando y me dicen: «¡María, María, llama a la policía, llama al 911! ¡Enseguida!» Y entonces escuchamos otro ruido, éste directamente de la parte trasera. Ese ruido venía del patio, así que fuimos allí. Y Henry lo vio enseguida…

– ¡No eran ni gatos ni perros hurgando en la basura! ¡Era un negro que huía corriendo del apartamento de la señora Millstein!

La señora Kadosh sacudió la cabeza.

– Henry lo pilló en el callejón. Y el viejo Finkel y yo nos asomamos al dormitorio y vimos a la pobre señora Millstein. Sin vida, asesinada.

Todo empezó a darle vueltas a Winter y una oleada de calor le subió por la garganta y lo embargó un mareo. El joven agente le tocó la espalda y Winter se volvió hacia él.

– Ahora ya sabe lo que ha pasado. ¿Aún quiere ver a un detective?

– Sí. La víctima… -empezó, pero se calló. «La víctima ¿qué?», pensó.

Su mente se colapso intentando resolver una ecuación abrasadora. Una anciana viene a tu puerta, asustada porque teme ser asesinada. Y luego, al poco rato, en efecto es asesinada.

Necesitaba tiempo para reflexionar, pero ya estaba cruzando el patio, siguiendo al joven patrullero, dirigiéndose hacia el apartamento de Sophie Millstein. Pasó junto al querubín trompetista. La estatuilla recibía cada pocos segundos haces de luz roja y parecía bañada en sangre. Se detuvo ante la puerta y miró dentro, donde la actividad parecía reverberar en toda la casa. Un hombre con un maletín repleto de objetos recogía huellas en la cocina. Otro estaba tomando muestras de la alfombra.

El joven patrullero se acercó a un enjuto negro que se estaba aflojando la corbata apoyado contra la pared, agobiado por el bochorno de la habitación, y seguidamente señaló a Simon Winter, el viejo detective. Éste esperó a que el hombre más joven se acercase a él. Observó un poco más la actividad dentro del apartamento y contuvo las emociones que parecían arremolinarse en su interior. Intentó tranquilizarse con recuerdos. «Has pasado muchas veces por esto antes -se dijo-. Analiza el escenario del crimen. Te lo contará todo si consigues tomarte tu tiempo y dejas que te hable en su propio lenguaje, con su propia voz, en el primitivo lenguaje de la muerte violenta.»

Por un momento observó a Simon Winter y reparó en cómo sus ojos escrutaban la habitación. Malinterpretó su atento estudio y lo confundió con nerviosismo. Walter Robinson se dirigió al agente que había escoltado al anciano hasta allí.

– A ver, ¿qué quiere este vejete? -preguntó.

– Se llama Winter, vive al otro lado del patio. Dice que vio a la difunta esta noche. Probablemente es la última persona que la vio con vida. Dice que oyó cómo echaba el cerrojo en la puerta. Pensó que tal vez usted querría una declaración.

– Hummm… Sí. Tómele declaración -repuso Robinson.

El agente asintió y añadió:

– Tal vez pueda ayudarnos a identificar a la víctima.

Robinson consideró la sugerencia.

– Buena idea -dijo, y ambos se acercaron adonde esperaba Simon Winter.

Walter Robinson se identificó como el detective al mando y dijo:

– Nos gustaría que este agente le tomara declaración, y si está dispuesto, que intentase identificar a la víctima. Si se siente preparado, por supuesto. Sólo para el papeleo, ya sabe. Nos gustaría estar seguros antes de llamar al pariente más cercano. Pero sólo si usted quiere, no es algo demasiado…

Simon Winter siguió taladrando con la mirada el escenario del crimen y luego, finalmente, fijó la vista en el detective.

– Ya he visto todo esto antes -dijo pausadamente.

– ¿A qué se refiere?

– Lo he visto muchas veces. Veintidós años en el Departamento de Policía de Miami. Los quince últimos en Homicidios.

– ¿Era policía?

– Así es. Retirado. Hace mucho desde la última vez que estuve en la escena de un crimen. Al menos una docena de años.

– No se ha perdido mucho -dijo Robinson.

– Ya -repuso Winter en voz baja-. No me he perdido mucho.

Robinson pasó por alto el doble sentido y alargó el brazo para estrecharle la mano, por cortesía profesional.

– Las cosas debían de ser distintas antes -dijo.

– No -repuso Winter-. La gente muere de la misma forma. Lo que es distinto es la ciencia. No teníamos ni la mitad de todo ese material que hoy día tenéis los jóvenes. Perfiles científicos, pruebas de ADN, ordenadores. No teníamos ni ordenadores. ¿Es bueno con los ordenadores, detective?

– Sí, lo soy.

– ¿Cree que podrán resolver este crimen?

Robinson se encogió de hombros.

– Tal vez. -Y tras pensar un momento añadió-: Es más que probable.

Observó a Winter, cuyos ojos habían empezado a barrer de nuevo la escena del crimen, absorbiendo todo lo que veía. El joven detective pensó dos cosas: una, que no estaba seguro de que le gustase Simon Winter y, dos, que estaba seguro de que no quería terminar sus días como un viejo amargado, retirado en la playa, viviendo de recuerdos de sus años en el cuerpo. Docenas de asesinatos, violaciones y asaltos recordados en edad avanzada como los buenos viejos tiempos. Su mente se desvió abruptamente hacia un problema de agravios legales debatidos en una clase hacía un par de noches. Él había redactado un resumen de prácticas sobre el tema, y había sido su esfuerzo lo que el profesor destacó para alabarle.

Walter Robinson estaba decidido a no cambiar simplemente su placa y revólver por una cartera y un traje ligeramente más caro y trabajar en la acera limpia de la calle de la ley, como habían hecho otros policías que conocía, que se habían convertido en abogados defensores o en fiscales. Se repetía que él aterrizaría en algún bufete de prestigio, estrecharía manos de ejecutivos y hombres de negocios y, muy pronto, olvidaría los escenarios de crímenes y la desesperación de la muerte repentina.

– Muy bien -dijo, sacudiéndose las agradables imágenes-. Procedamos a la identificación y luego le contará su historia al agente.

Simon Winter lo siguió por el apartamento, y recordó que había hecho el mismo recorrido un poco antes, ese mismo anochecer. Pero ahora el pequeño espacio estaba atestado de técnicos y policías, habían encendido todas las luces y los dibujos estroboscópicos que proyectaban los coches patrulla marcaban las paredes, desorientando a Winter, casi como si el apartamento que había inspeccionado mientras Sophie Millstein esperaba en la puerta fuese otro, lejano y distante, como un recuerdo de su infancia. Los ángulos, los colores, los olores, todo le parecía ahora extraño. Buscó al gato, pero había desaparecido. Llegaron al dormitorio.

Sophie Millstein estaba echada de espaldas sobre la cama.

El camisón estaba desgarrado por la lucha y la flácida curva del pecho al descubierto. Tenía el pelo suelto y desparramado como si estuviese dentro del agua. La nariz había sangrado y el labio superior presentaba una mancha oscura allí donde la sangre se había secado. Una rodilla estaba metida bajo la otra, casi tímidamente, y la cadera desnuda estaba a la vista. Las sábanas aparecían enredadas entre los pies. Sintió el impulso de alargar la mano y cubrir con aquel camisón de color crudo la piel de alabastro de Sophie Millstein.

Simon Winter echó un rápido vistazo alrededor. Vio a un fotógrafo tomando una instantánea del bolso de la anciana, que había sido desgarrado y abandonado en el suelo. Otro estaba empolvando la cómoda en busca de huellas. Los cajones habían sido abiertos y volcados y la ropa estaba esparcida por todas partes. Simon recordó el pequeño joyero junto al retrato del marido fallecido. Pero ahora la fotografía estaba en un rincón de la cómoda, con el cristal roto, y el joyero había desaparecido.

Se dirigió al detective Robinson.

– Tenía un joyero, una especie de cajita de metal, ya sabe. Era de color dorado rojizo con un pequeño diseño cincelado en la tapa. Guardaba sus anillos, pendientes y esas cosas ahí. Estaba allí.

Él señalaba y el detective tomó notas.

– Ya no está -observó retóricamente.

– ¿Lo reconocería? -preguntó Robinson.

– Creo que sí. -Se dio la vuelta hacia Sophie Millstein. Un segundo técnico en huellas estaba trabajando en su cuello, empolvando cuidadosamente su piel-. ¿Huellas en el cuerpo? -preguntó Winter.

– Sí. Siempre es un tiro a ciegas. Sólo una de cada cien resulta útil, pero que no quede por no intentarlo.

– Nosotros solíamos probarlo de vez en cuando. Pero nunca nos funcionó.

– Ahora tenemos un papel nuevo cuyo resultado al levantar la cinta es mucho mejor. A veces usamos una técnica con luz ultravioleta. Y ya sabe, están desarrollando ese láser que lee las irregularidades de las huellas. Aun así… -Se encogió de hombros.

El técnico se inclinó sobre el cadáver, ocultándolo a la vista de Simon Winter. Llevaba un pequeño trozo de cinta en la mano, que presionó contra la piel de la mujer y luego alzó con sumo cuidado. Colocó la cinta contra una hoja de papel blanco especial, depositando la huella.

– Tal vez haya suerte -masculló el técnico-. Se ve bien.

El técnico se separó del cuerpo.

– ¿Quiere proceder a la identificación ahora? -dijo Robinson.

Winter se adelantó y bajó la vista para mirar a Sophie Millstein.

«Estrangulada», pensó. Grabó en su memoria las marcas de la contusión roja y azulada del cuello. La piel de la tráquea estaba aplastada, deformada por la fuerza que la había constreñido. Midió mentalmente la distancia entre las marcas.

«Manos grandes y fuertes», pensó.

– ¿Es Sophie Millstein? -preguntó Robinson.

Simon continuó mirándola. Los ojos de la mujer aún estaban abiertos de par en par, contemplando con mirada inerte el techo. Winter vio el miedo grabado en el rostro de su vecina. Debía de haber sabido, aunque sólo fuera por una fracción de segundo, que estaba muriendo allí y en aquel instante. Se preguntó si él habría tenido aquel mismo aspecto unas horas antes al anochecer, cuando se había llevado su arma a la boca. Y también se preguntó si la anciana habría conseguido pensar en Leo en medio del pánico final.

Miró de nuevo los ojos de Sophie Millstein. «No -pensó-. Lo único que vieron fue terror.»

Apreció un rasguño, en realidad un largo rasguño en la piel del cuello, que extrañamente no presentaba sangre. Recordó el collar de oro que lucía la anciana. Tampoco estaba. «Le fue arrancado post mórtem -se dijo-. Por eso la piel no sangró.»

– ¿Señor Winter? -la voz de Robinson era inquisitiva.

Simon miró los dedos de su vecina. ¿Se había defendido? ¿Arañó y pateó para defender los días que le quedaban del hombre que intentaba robárselos? La piel del asesino debía de estar bajo sus uñas. Pero Sophie Millstein las llevaba muy cortas.

Sus ojos se posaron en el antebrazo derecho. Apenas se distinguía el número tatuado en azul deslucido.

En ese momento el joven detective tocó su brazo. Simon se dio la vuelta y lo miró con ceño.

– Por supuesto -dijo despacio-. Es Sophie Millstein. Su collar ha desaparecido. Era una cadenilla de oro con su inicial grabada en el colgante, del mismo tipo que suelen llevar las adolescentes, pero el suyo era especial. Tenía dos diminutos diamantes a cada extremo de la S. Su marido se lo había regalado hacía año y medio y nunca se lo quitaba.

Inspiró hondo, observando cómo Robinson lo anotaba en su libreta.

– ¿Reconocería el collar? -preguntó el detective.

– Sí. Tal vez debería intentar recoger muestras de debajo de las uñas…

– Lo hacen en la morgue. Es el procedimiento estándar. ¿Sabe quién es su familiar más cercano?

– Tiene un hijo llamado Murray Millstein, abogado en Long Island. Tenía una pequeña agenda de direcciones en la salita, en la mesilla del teléfono. Allí es donde decía que siempre lo guardaba.

– ¿En la salita?

– Así es. Se lo mostraré.

Robinson se dispuso a acompañarlo por la habitación.

– Gracias por su ayuda en este asunto, señor Winter. Se lo agradecemos sinceramente…

– Ella estaba asustada -dijo Simon con brusquedad-. Por eso fue a verme.

– ¿Asustada?

– Sí. Dijo estar muy asustada. Hoy había viso a alguien. Se sentía asustada y amenazada.

– ¿Y usted cree que esa persona que la asustó tiene algo que ver con el crimen?

– No lo sé. No era normal. Estaba muy asustada.

– ¿Acaso no era normal en ella estar asustada?

– No -repuso Winter un poco exasperado-. Bueno, es decir, era anciana y estaba sola. Siempre estaba asustada.

– Ya. Muy bien, entonces preste declaración al agente y cuéntele qué sucedió.

– Esa persona era alguien que…

– Él le tomará declaración. Yo tengo que asegurar este escenario y contactar con la familia.

– Pero esa persona…

– Señor Winter, usted era detective. ¿Qué opina que ha sucedido aquí?

Simon no miró alrededor, sino que fijó sus ojos en Walter Robinson.

– Diría que alguien forzó la entrada, la mató, le robó y echó a correr cuando escuchó a los vecinos. Esta sería la explicación obvia, ¿no es así?

– Eso es. E incluso tenemos varios testigos que vieron huir al sospechoso. El señor y la señora Kadosh y el señor Finkel. Sus vecinos. De manera que obviamente ha sido así. Ahora permita que el agente le tome declaración. Dígale de quién tenía miedo la señora. -Y no terminó su pensamiento en voz alta: «Quienquiera que fuese ese pobre diablo, estaba en el lugar y el momento equivocados.»

Se detuvieron en el centro de la salita. Simon habría querido enfurecerse, pero estaba intentando controlarse. Maldijo su edad y su indecisión interiormente.

– Ahora dígame dónde está la agenda.

– En el cajón. -Lo señaló, y Robinson cruzó la salita y abrió el cajón que había bajo el teléfono.

– No está aquí.

– Yo la vi antes. Ahí es donde siempre la guardaba.

– Pues ya no está. ¿Cómo es?

– De plástico rojo. Barata y normal. Con la palabra «Direcciones» en letras doradas grabadas en la cubierta. Del tipo que se compran en unos grandes almacenes.

– La buscaremos. No es la clase de cosas que un yonqui se llevaría.

Winter asintió.

– Ella la sacó esta noche cuando la acompañé hasta aquí.

– Bien, preste su declaración, señor Winter. Y no dude en llamar si se acuerda de algo más.

Robinson le alargó una tarjeta. El viejo detective se la guardó en el bolsillo. Luego el joven se alejó, dejando a Simon para que el agente le condujese fuera. Simon fue a decir algo, pero se abstuvo y se guardó los pensamientos para sí. Seguido de mala gana por el agente, dejando a Sophie Millstein atrás. Miró por encima del hombro y vio que la escena estaba siendo registrada por un fotógrafo de la policía. El hombre se acercaba y oscilaba, como si danzase alrededor de Sophie Millstein, con la cámara chasqueando con cada fogonazo, mientras los de la morgue esperaban en un rincón, hablando en voz baja. Un hombre abría la larga cremallera de una bolsa para cadáveres, negro brillante y plastificada, que hacía un sordo ruido desgarrador.

Walter Robinson buscó por el suelo del dormitorio la agenda, pero no la encontró. Tomó nota de ello y regresó al teléfono en la salita y marcó información telefónica de Long Island. El número del hijo constaba en Great Neck, pero antes marcó el del servicio permanente de la Oficina del Fiscal del Condado de Dade y pidió el número del ayudante de guardia aquella noche.

Marcó y esperó una docena de llamadas antes de que una voz somnolienta balbuceara:

– ¿Diga?

– ¿Es la ayudante del fiscal Esperanza Martínez? -preguntó.

– Sí.

– Soy el detective Robinson. Homicidios de Miami Beach. No nos conocemos…

– Pero ahora nos vamos a conocer, ¿verdad? -repuso la soñolienta voz.

– Exactamente, señorita Martínez. Tengo a una anciana asesinada por un agresor desconocido en su apartamento, bloque mil doscientos de South Thirteenth Terrace. Podría encajar en el perfil de una serie de asaltos que ha habido por aquí, excepto que el asesino ha estrangulado a la víctima.

»Tenemos un testigo que lo ha visto. Descripción provisional: individuo de raza negra, de dieciocho a veintipocos, complexión delgada, no muy alto, de uno ochenta como mucho y unos setenta kilos. Se movía rápido.

– ¿Considera necesario que vaya? ¿Hay algún asunto legal sobre el que necesite consejo?

Robinson pasó por alto el matiz de irritación en la voz.

– En principio no. No veo ningún problema legal. El delito en sí es bastante rutinario. Pero lo que tenemos es una víctima anciana blanca y judía y un joven asesino negro. Intuyo que será un caso que alcanzará notoriedad rápidamente, si a esto le suma que es año de elecciones para su jefe, y que hay una docena de periodistas y cámaras que van a maldecirles si tienen que pasarse aquí toda la condenada noche y luego no consiguen que la noticia se encarame directamente a los titulares de la prensa y los telediarios. ¿Me entiende?

– ¿Usted cree que…?

– Creo que tiene usted un caso racial con resultado de muerte, un cóctel que no sienta demasiado bien en este condado, señorita Martínez.

Este era el procedimiento habitual de la policía del condado de Dade: invocar los disturbios raciales de los años ochenta e, instantáneamente, conseguir la atención de la gente. Se produjo un silencio en la línea telefónica antes de que la mujer, bastante más despierta, repusiese:

– Lo he entendido, detective. Estaré ahí enseguida y agitaremos la bandera juntos.

– Suena divertido.

Colgó con una sonrisa burlona en los labios. Ocasionalmente, despertar a los jóvenes fiscales ambiciosos era uno de los incentivos de los detectives de Homicidios. Imaginó que al menos tardaría una media hora en llegar y ponerse ante la prensa. Mientras esperaba, supervisaría al equipo que estaba trabajando en el callejón trasero de The Sunshine Arms. «Tal vez hayan encontrado algo», pensó. El joyero. Tenía que estar cerca. El sospechoso probablemente lo había lanzado en algún contenedor de basura, después de cubrirlo convenientemente de huellas digitales y de la inconfundible pista del pánico.

Los pocos amigos de Esperanza Martínez la llamaban por el apodo de Espy. Se vistió rápidamente en la penumbra de su habitación. Sacó unos vaqueros pero los descartó a favor de un vestido moderno, algo más holgado, cuando consideró que tal vez tendría que enfrentarse a las cámaras. Aunque vivía sola en su apartamento, tuvo cuidado de no hacer ruido: la otra mitad del dúplex estaba ocupado por sus padres, y su madre era en extremo sensible a los movimientos de su hija; probablemente, a pesar de los tabiques y el material aislante que les separaba, estaría escuchando despierta en su cama.

Comprobó un par de veces su aspecto en un pequeño espejo que colgaba junto a un crucifijo junto a la puerta delantera. Se aseguró de llevar consigo su placa de la oficina del fiscal y una pequeña pistola automática del calibre 25 y salió al encuentro del pegajoso aire de la noche. Cuando ponía en marcha el motor de su modesto y anodino coche compacto, alzó la vista y vio luz en el interior de la casa de sus padres. Arrancó y maniobró rápidamente para adentrarse en la calle.

En las noches estivales de Miami parece como si el calor diurno dejase un resplandor residual, como la vaharada que se alza de un incendio recién extinguido. Las inmensas torres de oficinas y rascacielos que dominan el centro de la ciudad permanecen iluminados, dispersando la oscuridad como si fuese un cúmulo de gotitas de negro. Pero a pesar de todo su carácter tropical, la ciudad tiene un pulso inquietante, como si al bajar por las autopistas brillantemente iluminadas que cruzan el condado, se descendiese a un sótano, o tal vez a una cripta.

Espy Martínez tenía miedo a la noche.

Condujo rápidamente por las tranquilas calles de las afueras hasta Bird Road, luego subió por la autopista Dixi en dirección a Miami Beach. Había poco tráfico, pero cuando circulaba por la carretera 95, de cuatro carriles, un Porsche rojo con las ventanillas tintadas la adelantó a unos 180 kilómetros por hora. La velocidad del deportivo pareció dejarla clavada en el sitio, como si una repentina ráfaga de aire la hubiese zarandeado por detrás.

– ¡Joder! -protestó, y una oleada de miedo le hizo afluir adrenalina a la boca por un desagradable instante, mientras observaba el coche desaparecer rápidamente, destellando bajo las farolas amarillentas del arcén.

Un rápido vistazo al retrovisor le mostró el coche patrulla que se le acercaba velozmente por detrás. Venía sin luces de emergencia ni sirena, intentando atrapar a su presa antes de que ésta reparase en su presencia. Desde luego eso iba contra el procedimiento establecido, y pensó que el patrullero mentiría si se lo preguntaban en un tribunal. Sin embargo, también era la única forma de que hubiera alguna posibilidad de atrapar al potente Porsche, así que mentalmente le exoneró mientras la adelantaba rugiendo.

– Buena suerte. La vas a necesitar -musitó.

Esperaba que el conductor del Porsche fuese algún doctor o abogado de mediana edad o un promotor inmobiliario que intentaba impresionar a su ligue, cuya edad sería la mitad de la suya, y no un jodido traficante de drogas de veintiún años, con el cerebro frito por los narcóticos y el machismo, que llevara un arma en el asiento del pasajero.

Pensó que la noche era peligrosa. La furia se ocultaba con demasiada frecuencia después de anochecer, acechando, oscurecida por el calor y el intenso aire negro. Se apartó el pelo del rostro nerviosamente y siguió conduciendo.

A una manzana de distancia divisó las luces destellantes y los vehículos de la televisión, y aparcó en el primer sitio libre que vio. Caminó presurosa por la acera. Se agachó para traspasar la cinta amarilla antes de ser vista por una docena de periodistas y cámaras que pululaban por allí, esperando pescar alguna declaración.

Un agente iba a hacerle un gesto, pero ella le enseñó su placa.

– Busco al detective Robinson -dijo.

El agente repasó la placa.

– Disculpe, señorita Martínez, la he confundido con una de esas reporteras de la televisión. Robinson está dentro.

Se lo indicó con un gesto y ella atravesó el patio sin reparar en el querubín. Al entrar, se detuvo como si de pronto se hubiese quedado sin aliento.

Éste era solamente el tercer asesinato en que se había requerido su presencia en el lugar de los hechos. Las otras dos habían sido muertes de narcotraficantes anónimos; jóvenes hispanos sin identificación, probablemente inmigrantes ilegales de Colombia o Nicaragua. Ambos tenían una sola herida de bala en la nuca, provocada por una pistola pequeña. Asesinatos pulcros y limpios, casi delicados. Sus cuerpos habían sido abandonados en unos descampados: alhajas valiosas, carteras con dinero, ropas caras, todo intacto. En muchos lugares las similitudes habrían despertado el interés de la prensa y el público, preguntándose si aquello era obra de un asesino en serie.

Pero no en Miami. Los fiscales del condado de Dade designan a estos homicidios como crímenes basura. Entre los fiscales y la policía se barajaba la macabra teoría de que cuanto más cerca del centro de la ciudad se encontrase un cuerpo, menos importante era la víctima. Los narcotraficantes importantes acababan descomponiéndose bajo el cenagoso estercolero de los Everglades, o ahogados, encadenados a un bloque de hormigón bajo las aguas de la corriente del Golfo. Así pues, aquellos dos hombres a los que Espy Martínez apenas había echado un vistazo eran don nadies. Sus muertes probablemente habían sido el resultado de una desafortunada lucha de ambición en la que cruzaron alguna línea mortal invisible. El asesinato como forma de organizar los asuntos propios. Incluso sus verdugos no se habían molestado con la engorrosa tarea de disponer llevar los cadáveres donde no fuesen descubiertos. No se esperaba que hubiese arrestos ni juicios. Tan sólo un par de cifras que cuadrar en las estadísticas de la muerte.

Espy ni siquiera había tenido que acercarse a los cuerpos. Se había requerido su presencia sólo porque los detectives se empeñaban en que el fiscal del condado comprendiese que era inevitable que el fracaso acompañase a la investigación de aquellos crímenes.

Sin embargo, sabía que este caso era distinto.

La víctima era una persona real, con un nombre, una historia y relaciones personales. No alguien que simplemente pasa sin pena ni gloria por la vida.

Se adentró en el apartamento, controlando sus miedos. Un técnico la apartó al pasar junto a ella llevando un puñado de raspaduras y otras muestras. Espy Martínez se hizo a un lado. Otro policía le echó un vistazo inquisitivo y ella rebuscó su placa en el bolso. Cuando alzó la vista vio que el agente señalaba con el dedo hacia el dormitorio. Respirando hondo, cruzó el apartamento intentando no ver nada y verlo todo al mismo tiempo. Se entretuvo un segundo en el umbral del dormitorio. Varios hombres a los pies de la cama le bloqueaban la visión. Uno se movió ligeramente y ella vio un pie de Sophie Millstein, con las uñas pintadas de un rojo intenso. Se mordió el labio al verlo y respiró hondo otra vez. Temiendo los roncos sonidos que pudiese emitir, dijo:

– ¿Detective Robinson?

Un enjuto joven negro se volvió y asintió con la cabeza.

– ¿La señorita Martínez?

– Sí. ¿Puede informarme? -Ella creyó que le temblaba la voz y echó los hombros bruscamente atrás, mirándolo a los ojos.

– Por supuesto -dijo él. Señaló el cuerpo-. Ésta es Sophie Millstein, blanca de sesenta y ocho años. Viuda. Vivía sola. Aparentemente estrangulada. Aquí, mire las marcas.

El detective hizo un gesto y Espy Martínez dio un paso adelante. Entornó los ojos para limitar su visión, como si al observar a la víctima por partes -garganta, manos, piernas-, no toda de golpe, pudiese minimizar el miedo que sentía.

– Al parecer se echó encima de ella, con una rodilla aplastándole el pecho, y la estranguló. Un par de morados en la frente, aquí y aquí; seguramente golpes. Estamos buscando huellas alrededor de la tráquea, donde apretó los pulgares, en esta zona aplastada. Los vecinos sólo oyeron un leve grito.

Robinson vio que la fiscal palidecía. Se puso rápidamente en su línea de visión.

– Venga, le mostraré por dónde entró. -Tomó por el brazo a la joven y la sacó del dormitorio-. ¿Quiere un vaso de agua? -ofreció.

– Sí, gracias. Y algo de aire fresco.

Él señaló la puerta del patio arrancada de sus goznes.

– Espere ahí fuera.

Cuando Robinson se reunió de nuevo con ella y le tendió el vaso de agua del grifo, Espy estaba respirando profundamente el aire nocturno, como si quisiera tragárselo todo. Bebió el agua de golpe. Luego dejó escapar un largo suspiro y asintió con la cabeza.

– Lo siento, detective. Parezco un estereotipo, ¿verdad? La joven mareada ante la visión de una muerte violenta. Deje que me reponga y luego entraremos para que usted pueda terminar.

– No se preocupe. Puedo informarla aquí mismo.

– No, está bien. Quiero echar un vistazo más. También es mi trabajo.

– Pero no es necesario…

– Sí lo es -repuso ella, y sin más volvió a entrar en el apartamento.

Atravesó la salita en dirección al dormitorio. Intentó despejar la mente de cualquier pensamiento, pero era casi imposible. Preguntas, hechos, la rabia contenida, todo se arremolinaba en su interior. «Por esta razón te hiciste fiscal, por personas como esta pobre mujer», se dijo. Los dos funcionarios forenses estaban listos para alzar a Sophie Millstein de su cama.

– Sólo un segundo -pidió Espy Martínez.

Se acercó al cadáver y miró a Sophie Millstein a los ojos. «Qué forma tan extraña de conocer a alguien -pensó-. ¿Quién eras?» Continuó mirándola y reconoció el mismo miedo que había percibido Simon Winter, y eso la enfureció. «Cobarde -le espetó mentalmente al asesino-. Miserable rata cobarde. Robarle la vida a una anciana como si fuese un simple bolso que se arranca del hombro… Te veré en el infierno.» Mantuvo la vista fija un instante más y luego asintió.

Los dos hombres se miraron. Lo que para Espy era tan especial, para ellos era el monótono trabajo de cada día. Aun así alzaron a Sophie Millstein lenta y cuidadosamente.

– ¡Coño! -exclamó uno de los hombres y casi dejó caer el cuerpo de nuevo en la cama.

– ¡Joder! -soltó su compañero.

Espy Martínez tuvo la presencia de ánimo de cubrirse bruscamente la boca para que no se le escapase un grito.

– ¡Maldita sea! ¡Mira eso! -el otro hombre murmuró.

– ¡Eh, detective! ¡Tal vez quiera ver esto!

Robinson se acercó presuroso y vio lo que había quedado al descubierto. Lo observó un momento y luego hizo un gesto al fotógrafo, que ya se estaba preparando para otra serie de instantáneas. Luego se dirigió a Espy Martínez, que había retrocedido un paso pero se mantenía firme.

Sus ojos se encontraron y Robinson se encogió de hombros.

– Lo siento. No lo sabía.

Ella asintió con la cabeza, insegura de que le saliese la voz en ese momento.

El detective bajó la vista a la cama otra vez y miró los pequeños colmillos blancos que el terror había dejado a la vista.

– Nunca había visto un gato estrangulado -comentó en voz baja.

– Ni yo -dijo Espy Martínez gravemente.

Simon Winter estaba fuera, junto al joven agente, pero alcanzó a distinguir las miradas del detective Robinson y de aquella mujer, con las cabezas juntas hablando en la salita de Sophie Millstein.

– ¿Quién es? -preguntó.

– La ayudante del fiscal del condado. Martínez, me parece.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Son las normas, ya sabe. Hay un ayudante del fiscal asignado a cada escenario del crimen, pero sólo los llaman un diez por ciento de las veces o en casos en que los detectives creen que van a salir en las noticias vespertinas o en la primera página del Herald.

– ¿Este crimen tendrá notoriedad?

– Sí, es más que probable. Será noticia un par de días, al menos hasta que suceda algo más.

– Ya.

– Vamos a ver -dijo el policía-. Seguramente usted querrá ir a su casa y dormir algo, ¿no es así, veterano? A mí aún me quedan unas cuatro horas de servicio. Cuénteme su historia.

– ¿A qué se refiere?

– Usted vio a la víctima esta noche, ¿verdad?

– ¿Quiere mi declaración ahora?

El policía sostenía un pequeño bloc y un lápiz. Parecía impaciente.

– De eso se trata.

Winter pensó un momento y luego habló con rapidez.

– A última hora de la tarde, tal vez las siete, la señora Millstein llamó a la puerta de mi apartamento. El 103, justo ahí. Después de hacer algunas compras, se había asustado y quería que la acompañase a su casa para asegurarse de que no corría peligro.

– ¿Y lo hizo?

– Así es. El apartamento estaba vacío, y comprobé que las puertas y las ventanas estuviesen cerradas. Pero lo que le asustó…

– ¿No vio a nadie merodeando por los alrededores, especialmente a nadie que encaje con la descripción del sospechoso?

– No.

– Cuando fue a la parte de atrás, a comprobar la puerta del patio, ¿había alguien por allí?

– Acabo de decirle que no. No vi a nadie. No había nadie allí cuando estuve en el apartamento de la señora. Pero ella me describió al hombre que la había asustado.

– Siga.

– Dijo que era alguien que conocía de la guerra…

– ¿Qué guerra?

– La mundial. En Berlín, 1943.

– ¿Berlín?

– Alemania.

– Oh. Bien. Así que este alguien no era un joven negro, ¿correcto?

Simon se quedó mirándolo como si acabase de oír la pregunta más estúpida del mundo, lo que sin duda así era.

– No -confirmó-. No era un joven de color. Era un hombre mayor, pero ella lo describió como particularmente cruel y despiadado. Le llamó Der Schattenmann.

– ¿Shotaman, qué clase de nombre es ése, o se refería en inglés a que habían disparado a alguien? -preguntó el policía confundiendo las palabras.

– No, no es inglés, lo dijo en alemán. Der Schattenmann. Es un tratamiento, no un nombre.

– ¿Un título? ¿Como qué? ¿Alcalde? ¿Comisionado del condado?

– No estoy seguro. -Vio que el lápiz del agente se detenía sobre la libreta y luego escribía algo rápidamente.

– ¿Sabe si ella conocía el nombre del tipo?

– No. Era alguien relacionado con su arresto y posterior deportación. A Auschwitz. Él era un…

– Ya, a un montón de esos viejos que hay por aquí en la Beach les trincaron entonces y cumplieron condena.

– En Auschwitz no se cumplía condena. No era una prisión sino un campo de exterminio.

– Vale, vale. Ya lo sé. Así que el tipo ese que reconoció…

– No estaba segura.

– ¿No estaba segura de haberle reconocido?

– Han pasado cincuenta años.

– Bien, así que ella tenía miedo de ese tipo, el tal Shotinmin. Si es que era el mismo, al fin y al cabo. Usted no está seguro y ella tampoco lo estaba. Bien. ¿Cree que él tiene algo que ver con el crimen?

– No lo sé. Es todo muy extraño. Tal vez sea coincidencia.

– ¿La señora siempre estaba asustada? Me refiero a que si era normal en ella.

– Claro. Era anciana y estaba sola. Estaba nerviosa con frecuencia. Cambió su rutina para no tener que salir por la noche.

– Bien. Pero usted no ha visto nada extraño o diferente esta noche. Y su comportamiento no era tan diferente, ¿correcto?

Winter fulminó al joven con la mirada.

– Sí. Correcto.

El joven cerró su libreta de golpe.

– Bien. Creo que eso es todo. Si recuerda algo más, llame al detective Robinson, ¿de acuerdo?

Winter se tragó una réplica airada y asintió con la cabeza. El agente sonrió.

– Bien, ya puede irse a su casa, señor Winter. Esa pandilla de reporteros pronto empezará a incordiar. Tal vez el asunto atraiga la atención por aquí un par de días. Los de la prensa puede que le fastidien, pero mándelos al infierno si le apetece. Normalmente funciona. Me aseguraré de que el detective reciba un informe de su declaración.

El policía regresó a la calle, dejando a Simon Winter solo, con el rostro surcado por los destellos de las luces estroboscópicas.

En la cocina, Espy Martínez observó cómo Robinson alzaba el auricular y comprobaba dos veces cada dígito antes de marcarlo. Luego tapó el auricular con la palma de la mano y susurró:

– En mitad de la noche suena el teléfono. Tu madre ha sido asesinada. ¡Menuda pesadilla! -Y se encogió de hombros como para distanciarse de la tragedia que estaba a punto de comunicar.

La joven fiscal le observó, ligeramente incómoda con su propia fascinación, la clase de culpabilidad que uno siente cuando contempla embobado el accidente que ha dejado la autopista tachonada de cristales rotos y manchas de sangre.

Robinson articuló la palabra «llamando» y se enderezó ligeramente cuando oyó que al otro lado descolgaban el auricular.

– ¿Sí?

– Murray Millstein, por favor.

– Soy yo. Qué…

– Señor Millstein, le habla el detective Walter Robinson de la policía de Miami Beach, Florida. Lo siento pero tengo malas noticias.

– ¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?

– Su madre, la señora Sophie Millstein, ha muerto esta noche. Ha sido víctima de un atracador que entró en su apartamento poco antes de la medianoche.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Que mi madre…? Pero…

– Lo siento, señor Millstein.

– ¿Pero qué está diciendo? ¿Que mi madre… qué? No…

– Lo siento, señor Millstein. Su madre ha muerto esta noche.

Robinson dudó mientras Millstein parecía intentar articular alguna palabra. Oyó otra voz de fondo, preguntas frenéticas, súbito pánico. «La esposa del letrado -pensó Robinson-. Está sentada en la cama y ha encendido la lámpara de la mesilla donde tiene el despertador y una fotografía de sus hijos, y ahora ha extendido la mano para sujetar el brazo de su marido, apretando fuertemente, y le está preguntando por qué ha sacado los pies de la cama y se ha quedado como petrificado, pálido y aterrado.»

– Detective…

– Robinson. ¿Tiene papel y lápiz, señor Millstein? Le daré un número de teléfono.

– Sí, sí, pero…

– Es el número de mi despacho en la comisaría central.

– ¿Pero qué ha pasado? Mi madre…

– Aún no hemos detenido a ningún sospechoso, señor Millstein. Pero tenemos una descripción y varias pruebas recogidas en el apartamento de su madre. Estamos iniciando la investigación y contamos con la total cooperación de la fiscalía y otros cuerpos de segundad del condado de Dade. Tengo esperanzas de que pronto procederemos a un arresto.

– Pero mi madre, cómo… ella siempre cerraba…

– El autor del crimen ha forzado la puerta trasera.

– Pero entonces, no comprendo…

– La investigación preliminar sugiere que fue estrangulada. Pero todo eso lo confirmará el forense.

– Ella va a…

– Sí. Sus restos serán transportados al depósito de cadáveres. Después de que le hayan practicado la autopsia, usted deberá contactar con una funeraria local. Si llama a la morgue por la tarde, un funcionario le proporcionará información.

– ¡Oh, Dios mío!

– Señor Millstein, siento ser portador de tan malas noticias. Pero es mi deber. Le proporcionaré todos los detalles que necesite, pero ahora mismo aún tengo mucho trabajo por delante. Por favor, telefonéeme cuando quiera al número que le he dado. Estaré allí hacia las ocho de la mañana.

El abogado contestó con una mezcla de sollozo y resoplido, y Robinson colgó.

Espy Martínez le observaba. En parte, se sentía como una voyeur, fascinada y asqueada, todo sucediendo delante de ella como en una extraña cámara lenta. Por un segundo vio desánimo e impotencia en los ojos del detective, sólo lo justo para que le pulsase una fibra íntima. De repente pensó: «Los dos somos muy jóvenes.» En cambio, musitó:

– Debe de ser muy duro tener que hacer eso.

Robinson se encogió de hombros con impostada indiferencia y movió la cabeza.

– Bueno, en realidad te acostumbras -intentó hacerse el duro, y ella lo supo.

Ambos salieron al exterior. Espy Martínez pensó que la oscuridad estaba diluyéndose. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: el amanecer se aproximaba rápidamente. Distinguió a un puñado de ancianos en una esquina del pequeño patio, pero antes de que preguntara, Robinson respondió con detalle:

– Son vecinos. El anciano que vio al tipo escapando callejón abajo se llama Kadosh. Su mujer llamó al 911. El tipo alto es Simon Winter. Acompañó a la señora Millstein a su casa a primera hora de la noche, y comprobó dos veces que los cerrojos estuviesen echados. El propietario del apartamento es un tal González, pero aún no ha llegado. Está de camino. ¿Quiere saber una condenada cosa? Uno de los vecinos me ha contado que ya había instalado nuevas cerraduras en la mitad de los apartamentos y tenía previsto volver este fin de semana a cambiar los de la señora Millstein. Tal vez no habría servido de mucho, pero nunca se sabe. Eso es lo que se leerá en todos los periódicos mañana.

Robinson hizo un rápido gesto con la mano hacia los periodistas y cámaras para indicarles que ya iba. Luego bajó la voz y dijo a la fiscal:

– Muy bien, nos abstendremos de mencionar lo de la cadena de oro con su inicial y la huella que el técnico ha recogido del cuello, al menos hasta que podamos cotejarla con la de alguien.

Robinson vio a un par de detectives y varios agentes que regresaban por la esquina de The Sunshine Arms desde la parte trasera.

Uno de los detectives se acercó a la pareja.

– ¡Eh, Walter, hemos dado con la cajita! -dijo.

Robinson se lo presentó a Espy Martínez y luego dijo:

– ¿En el fondo del callejón?

– Eso es. En un cubo de la basura. Hemos tomado fotos y el tipo del laboratorio lo ha metido en una bolsa. Me parece que tendremos suerte, creo haber visto un poco de sangre en una esquina.

– ¿De qué se trata? -preguntó Espy Martínez.

– Un joyero de latón. Tampoco lo mencionaremos a la prensa, ¿de acuerdo? -dijo Robinson.

– Bien. De todos modos preferiría que hablase usted con ellos.

Robinson afirmó con la cabeza.

– Está bien -sonrió de nuevo e hizo una broma-: Eh, no es peor que ir al dentista.

El detective le dio un ligero toque en el codo y luego los dos se adentraron en el repentino resplandor de los focos de las cámaras.

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