25 El tatuaje

Tanto Simon Winter como Walter Robinson habían subestimado el impacto que el anuncio iba a causar en la comunidad de supervivientes, Al anochecer comenzaron a sonar teléfonos por todo Miami Beach. En los pocos hoteles de estilo art déco que no habían sido acaparados por la juventud y todavía atendían a una clientela entrada en años, los vestíbulos y porches al aire libre estaban atestados de corrillos de personas que, aunque era más tarde de la hora habitual de irse a la cama, hablaban acaloradamente de lo que acababan de enterarse. En el restaurante Wolfie's, no muy lejos del centro comercial de Lincoln Road, se sostenía una encendida y estridente discusión. Hizo que varios clientes jóvenes y turistas extranjeros que visitaban aquel local tan conocido volvieran la cabeza, extrañados de que aquellos ancianitos, por lo general callados y tranquilos, alzaran tanto la voz. Los que presenciaban por casualidad aquella acalorada conversación veían la cólera reflejada en varios rostros, y si prestaban atención veían además miedo. Un miedo profundo y oscuro, surgido de recuerdos muy antiguos; aunque eran pocos los que habían oído hablar de la Sombra, todos llevaban la cicatriz del recuerdo de un terror similar, ya fuera de la Gestapo o las SS, o simplemente del horroroso hecho de saber que aquellos hombres, cumpliendo órdenes, se habían entregado voluntariamente a la maquinaria del mal.

Así pues, la idea de que un pistón de dicha maquinaria estuviera viviendo entre ellos provocaba un intenso nerviosismo a las puertas del pánico, que volvía a traer las pesadillas de siempre y que se notaba en sus voces, matices inapreciables para los jóvenes y la gente a la moda que ocupaban Miami Beach de camino a las discotecas y los locales nocturnos, pero que para aquellos ancianos era en extremo significativos.

Espy Martínez era una testigo indirecta del revuelo creado. Estaba sentada en la sala del rabino, viendo cómo éste y Frieda Kroner atendían una llamada telefónica tras otra. No eran llamadas que aportaran información, sino que buscaban una respuesta tranquilizadora. En eso el rabino era un experto: hablaba en tono calmado y práctico, escuchaba y a su alrededor dejaba caer recuerdos como pétalos invisibles de plantas marchitas.

Mientras escuchaba le oyó decir cosas como: «No, Sylvia, no hay otros, es sólo este hombre…», «Sí, las autoridades lo están buscando. Daremos con él…», «Estoy de acuerdo, es terrible. ¿Quién iba a pensarlo?»

Cuando colgó, se volvió hacia ella como para decir algo, pero el teléfono volvió a sonar. Contestó sonriendo débilmente y dijo:

– Por supuesto, señor Fielding. Claro que me acuerdo de usted. Ah, entiendo. Usted también lo ha oído. ¿Sabe algo? ¿No? Entiendo. Naturalmente… -Y se encogió de hombros y siguió hablando con su interlocutor.

Martínez se giró hacia el policía, que estaba entretenido en leer la sección de deportes del periódico. Abrió la boca para decirle algo, pero se contuvo. Se levantó y fue hasta las puertas del patio para asomarse al exterior. El horizonte parecía resplandecer con un tono plata opaco procedente de las luces de la ciudad. Se preguntó dónde estaría Walter Robinson, y deseó estar con él.

Robinson y Winter estaban sentados en una sala de reuniones de la comisaría de Miami Beach, hablando de procedimientos de detención con el capitán del SWAT y su equipo de nueve hombres.

– Entrar y salir. No quiero darle a ese tipo ni un segundo. Inmovilización total en cuanto lo tengamos dominado, o sea, grilletes en manos y pies.

– Descuide -repuso el capitán haciendo un gesto con la mano. No parecía nada impresionado de que hubieran requerido a sus hombres para detener a un anciano-. ¿Va a pedir una orden de arresto?

– Ya la tengo. -Robinson hizo una pausa-. Tuve problemas con la última detención -dijo eufemísticamente.

– Eso tengo entendido -replicó el capitán-. Pero usted siguió el procedimiento establecido. Son cosas que pasan.

Era un policía con experiencia que exhibía en todo momento su formación de soldado, y probablemente por la noche roncaba en su cama arrullado por una marcha militar. De hombros cuadrados y corte de pelo a cepillo, consideraba la disciplina una virtud superior a la inteligencia y había tenido que dejar de entrenar al equipo de béisbol de la liga infantil de su hijo debido a que sus métodos de entrenamiento resultaban demasiado marciales e inflexibles para unos niños.

– El hombre al que vamos a detener está armado y es sumamente peligroso.

– Todos los individuos que detenemos encajan en esa categoría -replicó él sin emoción-. ¿Armas automáticas?

– No, creo que no.

– Bien, pues ya está. ¿Es posible que se rinda cuando se enfrente a nosotros?

– No puedo asegurarlo.

– ¿Es posible que huya?

– Es más probable que desaparezca -terció Simon Winter en voz baja, pero el capitán lo oyó y se giró hacia él.

– Sería la primera vez que me ocurriera algo así, abuelo -le dijo en tono condescendiente.

– Éste es un caso en que muchas cosas ocurren por primera vez -replicó Winter.

El capitán se levantó y al instante los nueve miembros de su equipo se pusieron en pie.

– Cuando quiera -dijo con seguridad.

Robinson asintió con la cabeza. Se acercó a un teléfono de pared y por enésima vez intentó localizar a Espy en su casa, pero volvió a saltarle el contestador. A continuación marcó el número del apartamento del rabino. Era la cuarta vez que probaba con él, y esperaba volver a oír el tono de ocupado. Tenía autoridad para hacer que la compañía telefónica interrumpiera la comunicación, pero era reacio a hacer uso de ella. Sólo quería informar al rabino de que el caso había dado un giro positivo, pensando que dicha noticia serviría para tranquilizar a los ancianos. Winter se había mostrado de acuerdo con él.

Se sorprendió cuando tras el primer tono respondieron.

– Soy el rabino Rubinstein. ¿Quién llama, por favor?

– Rabino, soy Robinson.

– Ah, detective. El anuncio que ha puesto ha surtido bastante efecto. El teléfono no para de sonar.

– Precisamente intentaba localizarle. ¿Alguna información?

– No. Sólo gente preocupada, lo cual es comprensible. Pero sigo siendo optimista y pienso que alguien sabrá algo. Por lo que parece, van a seguir llamando la noche entera.

– Escuche, rabino, Winter y yo hemos averiguado… no, no me interrumpa, ahora mismo no puedo entrar en detalles. Ya le llamará más tarde, pero hemos hecho ciertos progresos. Así que quédense donde están, usted y la señora Kroner, ¿de acuerdo? ¿Sigue ahí mi hombre?

– Sí.

– Cerciórese de que permanece alerta.

– Descuide, parece un buen policía. ¿Pero dice que han averiguado algo? Ésa es una buena noticia. ¿A qué progresos se refiere?

– Ya hablaremos luego, primero hemos de confirmarlo.

El rabino titubeó.

– Está bien -dijo al cabo de un momento-. ¿Desea hablar con la señorita Martínez? Está aquí.

Robinson sintió un nudo en el estómago.

– Sí, por favor -se apresuró a decir.

Hubo una pausa y después oyó su voz:

– ¿Walter?

– Espy, he estado intentando localizarte. Perdona que no haya ido a recogerte al aeropuerto, pero es que hemos tenido un giro inesperado. He conseguido un nombre y una dirección…

– ¿Vas ahora para allá?

– Sí. Quédate ahí. Ya te llamaré cuando hayamos terminado.

Espy sintió una oleada de emoción. Deseaba acompañar al equipo de detención, pero Walter no la había invitado.

– Quiero estar presente -dijo en tono firme.

– Espy, la última vez que te permití estar presente en una detención estuvieron a punto de pegarte un tiro.

Ella quiso protestar, pero se contuvo.

– ¿Tu viaje…? -le preguntó Robinson.

– Me he enterado de unas cuantas cosas. Cosas fascinantes. Me refiero a que no tenía ni idea. Una estudia historia en el instituto y la universidad, pero en realidad no la conoce hasta que se topa con ella cara a cara. Y eso es lo que ha pasado. Ese individuo, la Sombra, fue entrenado por la Gestapo en toda clase de técnicas: vigilancia, falsificación, asesinato. De todo. Es un tipo despiadado, Walter, ve con cuidado.

Robinson tuvo una visión de Leroy Jefferson en su silla de ruedas y pensó: algo más que despiadado. Recordó que la fiscal no sabía lo que le había sucedido a su testigo y tuvo el impulso de contárselo, pero decidió que era mejor no hacerlo. Los miembros del equipo SWAT estaban colocándose los trajes de protección piafando como una manada de caballos antes de un rodeo, y comprendió que tenía que marcharse.

– ¿Lo entrenaron?

– Lo convirtieron en un experto. ¿Te lo imaginas? Y esos tipos, Walter, eran los mejores, si es que se les puede llamar así, y el viejo que me contó todo esto dice que la Sombra era el mejor de los mejores. De modo que apuesta sobre seguro, ¿vale?

– No te preocupes.

Iba a colgar, pero ella añadió con tono grave:

– Hay una cosa más, Walter. Puede que te resulte de utilidad…

– ¿Qué es?

– Llevaba un número de prisionero tatuado en el brazo. Fue uno de los detalles con que cambió su identidad cerca del final, cuando las ratas abandonan el barco que se hunde. Tengo ese número. Puede que haya cambiado cien veces de identidad, pero no creo que haya modificado ese número. Si lo cogéis comprobadlo…

– Dime cuál es.

– A26510.

Robinson tomó nota.

A una manzana del domicilio del hombre que decía estar escribiendo sus memorias para su familia, el capitán del SWAT se trasladó de la furgoneta al coche sin distintivos que conducía Robinson.

El capitán se lanzó apresuradamente al asiento trasero, moviéndose con toda la rapidez que le permitía el equipo de protección.

– Muy bien, Walt -dijo-. Vamos allá.

Sin pronunciar palabra, el inspector metió la marcha y avanzó despacio por una calle lateral, estrecha y oscura, situada en medio de una modesta área residencial. La zona de Miami Beach que rodea la calle Cuarenta y uno es una extraña colección de casas; algunas que dan al canal que llega hasta la playa son viviendas de un millón de dólares; otras son grandes, elegantes, de dos plantas, con toques art déco y techumbres de tejas rojas, muy buscadas por muchos profesionales jóvenes que se mudan a Miami Beach. Pero intercaladas con éstas, en calles sin tantas palmeras y con calzadas con algún que otro socavón, hay viviendas más humildes, de escaso alzado, de ladrillo visto, ventanas antiguas con celosías y una deprimente uniformidad. A menudo son lo que las inmobiliarias suelen llamar «viviendas para principiantes», o sea casas asequibles para parejas que están empezando y no disponen del aval de padres o familiares, o para jubilados que todavía quieren tener su hogar en Miami Beach y el miedo a la delincuencia no las afecta como para irse a vivir a un rascacielos de apartamentos. Muchas entran en esa categoría que las inmobiliarias denominan eufemísticamente «ofertas para manitas», lo cual significa que los muchos años de sol y calor constantes han terminado estropeando los suelos de madera e incluso agrietando paredes y tejados. No era raro que una de esas viviendas, tan viejas como sus ocupantes y aquejadas de los mismos achaques a causa de la edad, se encontrara a la sombra de alguna mansión reformada y provista de un cuidado jardín, estancada en la cuneta del progreso como símbolo de negligencia y dejadez.

La dirección que tenía Walter Robinson en la mano correspondía a una de dichas viviendas.

Acercó lentamente el coche al bordillo de la acera de enfrente. La casa en cuestión se encontraba apartada de la calle unos veinte metros, y lucía un par de desvaídos arbustos que custodiaban la entrada principal.

– Ventanas con barrotes -constató Winter.

Durante todo el trayecto no había dicho nada, pues iba concentrado en el hombre en torno al cual estaban estrechando el cerco.

– Probablemente los habrá también por detrás de la casa -dijo el capitán del SWAT-. Y doble cerrojo en las puertas. Habrá una entrada lateral o una en la parte de atrás, pero lo más seguro es que esté donde esos cubos de basura. Dos dormitorios, dos baños, sin instalación de aire acondicionado; las ventanas son todavía muy sólidas. ¿Ve indicios de algún perro?

– No hay valla. Un momento…

Los tres hombres se quedaron inmóviles al ver una figura que cruzaba por delante de una ventana. Un hombre alto. Momentos después lo siguió otra figura más baja. La habitación frontal de la casa se iluminó con el resplandor de un televisor.

– Tiene esposa -dijo Winter-. Hay que joderse.

– ¿Quiere que también la detengamos a ella? -preguntó el capitán.

– Sí -contestó Robinson-. Puede que sea su cómplice.

– Y también puede que no sepa nada -observó Winter.

– Vale, pues ya lo averiguaremos en la comisaría.

El capitán echó otro vistazo y a continuación indicó a Robinson que adelantara un poco el coche. Este lo hizo y no encendió los faros hasta que estuvieron a media manzana de la casa.

– No está difícil -dijo el capitán reclinándose en el asiento-. Dos por atrás, dos en el lateral y el resto a la puerta principal. No sabrá qué le ha pasado por encima.

– Eso creí yo la vez anterior -dijo Robinson.

– ¿Qué le sucedió a ese tipo, el que le dio problemas la otra vez? -preguntó el capitán.

– Que se tropezó con el individuo en su casa -contestó Robinson.

Simon Winter escuchaba cómo el capitán daba instrucciones a sus hombres por última vez acerca del operativo. Comprendió que Robinson le permitía estar presente en la detención por cortesía, y también que tenía que permanecer en la retaguardia, apartado de la acción. Una parte de él deseaba irrumpir en primera línea por la puerta principal, pero era simplemente un deseo de su ego. Experimentó una extraña mezcla de sentimientos: emoción por el hecho de que su presa estuviera tan cerca, pero también un sabor agridulce al comprender que una vez que la Sombra estuviera esposado, su participación en aquel caso habría acabado.

Se dijo que debería sentirse complacido, que había sido gracias a él que en última instancia se había logrado relacionar el retrato robot con un nombre y una dirección, y desde luego obtendría la atención y la notoriedad efímeras que dan los medios. Pero dicha notoriedad disminuiría conforme pasaran los días, y tuvo el inquietante pensamiento de que unas semanas después él regresaría de forma inexorable a la misma posición en que se encontraba cuando Sophie Millstein había llamado a su puerta con el terror reflejado en sus ojos.

Recordó dicha posición con ironía: con el cañón de su revólver en la boca y el dedo en el gatillo.

Sin pensar, se llevó una mano al costado izquierdo, donde llevaba su arma en la vieja pistolera, oculta bajo una ligera cazadora que le estaba haciendo sudar como si estuviera nervioso. No creía que Robinson se hubiera dado cuenta de que la llevaba encima. Daba igual. El peso que notaba bajo la axila resultaba tan tranquilizador como el apretón de manos de un buen amigo.

Se apartó del equipo SWAT al ver que los hombres estaban poniendo a punto sus armas y miró más allá del lóbrego resplandor de la farola de la calle, hacia la inmensidad del cielo nocturno, e intentó pensar qué había aprendido que le fuera de utilidad en el futuro. Miró al joven inspector y lo escrutó con cierto sentimiento de envidia. Tuvo ganas de repetirlo todo desde el principio. Cada momento. Cada frustración. Cada dolor.

Se dijo que no cambiaría ni un ápice de todo ello, y se mordió el labio ante la idea de que dentro de poco tiempo volvería a ser un hombre acabado, útil para nadie, y solo.

– ¿Simon? ¿Preparado para detener a ese cabrón?

Vio entusiasmo en los ojos de Robinson.

– Por supuesto.

– Bien -dijo el inspector a la vez que le daba un apretón en el brazo, gesto que Winter entendió como nacido de la emoción, y tal vez del afecto-. A lo mejor mañana nos vamos a pescar. O pasado mañana. Me lo has prometido, ¿te acuerdas?

– Me encantaría -respondió Winter en voz baja.

– ¿Esto te trae recuerdos? -le preguntó Robinson.

– Cuando se tiene la edad que tengo yo, todo trae recuerdos. Uno pasa más tiempo mirando hacia atrás que hacia delante.

– Tú no. Venga, Simon, acabemos con este malnacido. Vamos a ponerle las esposas y meterle el temor a Dios en el cuerpo. Tú y yo. Vamos a demostrarle que no es tan listo como se cree.

– Me encantaría -contestó el ex policía, aunque no sabía si decía la verdad.

Eligieron un puesto aventajado al otro lado de una esquina de la vieja casa, ocultos tras una tapia de estuco de dos metros y medio que cerraba la pequeña parcela del vecino. El capitán del SWAT llevó a cabo una última comprobación ajustándose su auricular, hizo que sus hombres ejecutaran una cuenta atrás y seguidamente, con un leve gesto de la mano, los puso en acción.

Se lanzaron corriendo desde la esquina e invadieron la calle. Sus trajes negros se fundieron con la oscuridad nocturna. Robinson, situado justo detrás del capitán, aguardó como un corredor al inicio de la carrera, con los músculos en tensión y a la espera del primer disparo.

El capitán escuchó atento, agachado, y repitió en voz baja:

– Los hombres de la puerta trasera están en posición. No hay signos de actividad. Los de la puerta lateral, preparados. -Y por el auricular ordenó-: ¡De acuerdo, vamos allá!

El grupo de la puerta principal se lanzó a la carrera repiqueteando con sus botas contra la acera igual que un tambor tocando diana.

Robinson levantó una mano para contener a Winter unos segundos, y a continuación los dos se lanzaron en pos de las formas oscuras que se movían rápidamente. Bajo sus pies el suelo pareció evaporarse, y Robinson apenas se daba cuenta de la energía que estaba consumiendo. De pronto tuvo un destello, un fugaz recuerdo personal, en el que se vio corriendo por el centro de un campo de fútbol americano, intentando atrapar el balón suspendido en el aire, oyendo los gritos de los espectadores como un eco amortiguado y lejano. Pero al punto se concentró en la puerta principal de la casa, la cual un fornido miembro del SWAT se disponía a tirar abajo.

– ¡Policía! ¡No se muevan! -gritó el capitán hacia el interior de la casa.

Y ante los ojos de Robinson, el hombre blandió una pesada maza de acero negro y se produjo un fuerte estruendo y una lluvia de astillas de madera.

A escasos metros por detrás de Robinson, Winter jadeaba por el esfuerzo.

De inmediato se oyó una voz aguda gritando de sorpresa y pánico, seguida de un ruido de cristales rotos, y después al capitán del SWAT chillando por encima de aquella súbita cacofonía. «¡Vamos! ¡Vamos!» Los miembros del equipo se colaron en la casa por la puerta destrozada. Robinson los siguió unos metros por detrás, sujetando el arma con ambas manos. Se oían órdenes proferidas a viva voz. Entonces Winter corrió hacia la entrada de la casa, hacia la luz que se filtraba hacia la noche, semejante a una presa en la que se ha abierto una grieta.

Oyó a Robinson chillar:

– ¡Al suelo! ¡Túmbense en el suelo! ¡Las manos detrás de la cabeza!

Aquellas órdenes se confundían con los chillidos de miedo de la mujer, unos alaridos que no se parecían a nada humano, aparte del pánico que los engendraba.

Winter irrumpió por la puerta y vio al capitán del SWAT y a uno de sus hombres inclinados sobre un hombre corpulento tumbado en el suelo de la modesta vivienda. Robinson, con el arma apoyada en el oído del hombre, ladraba órdenes. A un lado, dos miembros del SWAT sujetaban a una anciana menuda y delgada. Llevaba el cabello blanco recogido hacia atrás, pero se le había soltado y ahora le ondeaba delante del rostro. Sollozaba en tono lastimero:

– ¿Qué hemos hecho?… ¿Qué hemos hecho?

El capitán observó cómo Robinson le ponía las esposas al hombre tendido en el suelo y después se incorporaba a medias.

– Listo -dijo el capitán y se volvió hacia Robinson-. Ya se lo dije. Pan comido. ¿De modo que éste es el duro asesino al que perseguían?

En un rincón del cuarto había un televisor con el volumen a tope; el presentador de un programa de entrevistas estaba haciendo chistes. El capitán del SWAT indicó a uno de sus hombres que lo apagara.

Robinson sentó al hombre de un empujón y le espetó:

– David Isaacson, queda detenido por asesinato.

Winter le vio la cara por primera vez. La luz parecía incidir en el miedo que reflejaban sus ojos.

– ¿Qué he hecho? -preguntó el hombre.

– ¡Usted es la Sombra! -le escupió Robinson al tiempo que tiraba de él para obligarlo a levantarse. Entonces acercó la cara con gesto fiero a escasos centímetros de la del sospechoso. Después lo arrojó sobre un sillón-. Todo ha acabado. Le veré en el corredor de la muerte.

Simon Winter se acercó y contempló fijamente al hombre sentado desmadejadamente en el sillón.

– Dios mío -musitó, y cogió a Robinson por el brazo. El inspector lo miró con irritación, molesto por la interrupción, pero vaciló al ver la mirada de Winter.

– ¿Qué ocurre? -masculló.

A Winter se le secó la boca y las palabras que pronunció parecieron hacerse añicos igual que la puerta de la casa:

– ¡Walter, míralo bien, maldita sea!

– ¿Qué?

– ¡Mírale la cara! ¡No se parece en nada al rostro del retrato robot!

Y por primera vez el inspector miró con detenimiento al hombre que acababan dé detener.

– Simon… -dijo despacio- te equivocas. Tiene la misma constitución, el mismo pelo…

– ¡Fíjate bien! ¡No es el hombre que identificó Esther Weiss!

Walter Robinson, un hombre que en ocasiones se enorgullecía de conservar la calma en las situaciones más difíciles, sintió una punzada de pánico, un pánico imposible de refrenar, casi incontrolado. Parpadeó como si intentara asimilar las diferencias entre el retrato robot y aquel hombre.

– ¿Quién es usted? -exigió saber.

– David Isaacson -balbució el hombre-. ¿Qué he hecho?

– ¿De dónde es?

El hombre parecía confundido, de manera que Winter se acercó a él.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

– En Miami Beach, unos veinte años.

– ¿Y antes?

– En Nueva York. Era peletero.

– ¿Y antes?

– Viví en Polonia hace mucho tiempo, cuando era joven.

La esposa consiguió por fin zafarse de sus custodios y corrió al lado de su marido.

– David, ¿qué pasa, qué significa todo esto? -lloró aferrándose a él, histérica. Se volvió hacia los policías y les gritó con rabia-: ¡Gestapo! ¡Nazis!

En la habitación se hizo el silencio durante unos segundos, sólo roto por los sollozos de la mujer.

– ¿Es usted un superviviente? -preguntó Simon Winter con brusquedad.

El hombre afirmó con la cabeza.

– ¿Por qué han hecho todo esto? -preguntó al borde de la conmoción.

Robinson se acercó a David Isaacson, lo asió del antebrazo y tiró de él, le subió la manga de la camisa mientras con la otra mano sacaba del bolsillo el papel con el número proporcionado por la joven fiscal. Acercó el papel al tatuaje morado azulado que se distinguía en la piel marchita del anciano. Los números no coincidían.

– Dios mío -susurró.

– ¡Gestapo! -volvió a sollozar la anciana.

Winter se dio la vuelta y fijó la mirada en la puerta destrozada y en la noche, cuyas sombras parecían burlarse de ellos.

«Estás cerca -pensó-. Muy cerca. Pero ¿dónde?»

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