3 El contable de los muertos

Pasaban nueve minutos de la medianoche y la operadora número 3 del teléfono de Emergencias de Miami Beach estaba irritada porque su compañera del cambio de turno se retrasaba por tercera vez aquella semana. Sabía que el bebé de la número 17 había tenido bronquitis, pero aun así, nueve minutos eran nueve minutos y ella quería irse a casa para no estar completamente exhausta cuando su propio hijo la despertase, como hacía casi cada mañana, armando barullo en el pequeño baño y la cocina de su casa en Carol City. Le constaba que una de las ventajas de ser un adolescente es olvidar que no se debe hacer ruido cuando alguien duerme. Por esta razón contaba los minutos, además del retraso de su sustituta, que tardaba en conducir a través de la playa por la carretera elevada, pasar por el centro y subir por la autopista, bordeando Liberty City hasta que, finalmente, llegaba a su casita en una polvorienta parte del condado, ni ciudad ni suburbio, un enclave de clase media-baja que ofrecía una modesta seguridad y ligeramente menos sobresaltos que el mundo situado a escasos tres kilómetros de distancia. Tardaba menos de una hora en realizar el recorrido en su Chevy de ocho años de antigüedad.

A su derecha e izquierda, las operadoras 11 y 14 ya se habían instalado en su rutina nocturna. La 11 estaba enviando un camión de bomberos a un edificio de apartamentos de tres plantas incendiado en las afueras de Collins Avenue, y la 14 estaba conectada con un policía estatal que solicitaba una orden de búsqueda y captura mientras perseguía a un BMW por el paso elevado de Julia Tuttle. Había sido una noche agotadora. Un robo en una tienda de horario nocturno, una denuncia de violación, una pelea en la entrada de un night club. Mucho trabajo para ella y nada que fuese a salir en los periódicos de la mañana. La operadora 3 estiró el cuello por encima de los tableros de líneas telefónicas, buscando a la 17. En ese momento uno de sus pilotos rojos parpadeó y, maquinalmente, pulsó la conexión:

– Emergencias de Miami Beach.

Tan pronto oyó las primeras palabras supo que era una persona mayor:

– ¡Oh, Dios mío, por favor, envíe a la policía enseguida! ¡Alguien la ha asesinado! ¡Oh, pobre señora Millstein! ¡Envíe una ambulancia! ¡Ayuda! ¡Por favor!

Su trabajo incluía manejar los ataques de histeria.

– De acuerdo, señora. Enseguida. Déme una dirección.

– Sí, sí, oh, The Sunshine Arms, 1290. Thirteenth Court. Por favor, dense prisa…

– Señora, ¿qué clase de asistencia necesita? ¿Qué ha sucedido? -prosiguió la operadora 3 con tono perfectamente monocorde.

– ¡Mi Henry y yo oímos ruidos y él bajó a investigar y el señor Finkel también bajó y ella estaba muerta! ¡Oh, Dios mío, cómo está el mundo! Envíe a la policía, por favor. Alguien la ha matado. ¡Oh, señor, adónde iremos a parar!

– No cuelgue, por favor. -Dejó la línea en espera y pulsó otro botón-: Atención. Posible diez-treinta en 1290 Thirteenth Court. Código Tres. Personas en el escenario del crimen. Oficial, por favor, responda… -Pulsó otro botón y se conectó con la central de ambulancias-. Tenemos un diez-treinta en el 1290 de Thirteenth Court, y hay ancianos implicados. Probablemente alguien necesite asistencia. -Éste no era precisamente el protocolo, pero hacía más de diez años que era operadora del 911 y sabía que, en más de una ocasión, las sirenas y la excitación causaban alteraciones cardíacas en los ancianos.

Después, con calma, volvió a la mujer frenética:

– Señora, la ayuda ya va de camino. Policía y ambulancia llegarán enseguida.

– Mi Henry lo vio en la parte trasera. Era un negro y Henry lo atrapó en el callejón, seguro, pero luego escapó y yo corrí a telefonear. ¡Oh, pobre señora Millstein!

– Señora, ¿el autor del crimen aún sigue ahí?

– ¿Qué? ¿Quién? No; escapó por el callejón.

– Señora, no cuelgue. Necesito su nombre y dirección.

De nuevo dejó la línea en espera mientras marcaba otro número.

– Miami Beach, Homicidios, soy el detective Robinson -contestó una voz.

– Detective, soy la operadora 3 del 911. Creo que ya no tendrá una noche tranquila. Acabo de recibir un posible diez-treinta en el complejo de apartamentos The Sunshine Arms, South Beach. Un coche patrulla ya va en camino, pero tal vez querrá enviar a alguien allí antes de que lo revuelvan todo.

Walter Robinson reconoció la voz.

– Lucy, mi noche no habría sido completa sin una llamada tuya.

Ella sonrió, deseando por un instante ser más joven, más atractiva y que su marido no estuviese en casa roncando en la gran cama de matrimonio, y luego repuso:

– Bien, detective, pues ya está completa. Tengo a una anciana histérica en línea, diciendo que el asesino ha escapado del escenario del crimen. Tal vez tenga suerte si se da prisa.

– ¿Suerte? -repuso Robinson-. Últimamente esta palabra escasea.

La operadora asintió. Alzó la mirada y vio que la número 17 entraba en la sala; parecía avergonzada por llegar tarde.

– Bien, detective, si no necesita suerte…

– No digo que no la necesite, Lucy. Sólo digo que no hay mucha disponible. Especialmente por la noche en esta ciudad.

– Amén -dijo ella mientras volvía a conectarse a la mujer y por el auricular oía una sirena distante que se acercaba, su aullido insistente alzándose por encima de los sollozos de la anciana.

Walter Robinson colgó y anotó la dirección en un papel, pensando que fuera hacía calor, un calor pegajoso como el aceite, asqueroso y espeso, que dificultaba la respiración. Ya sabía lo que encontraría cuando abandonase el frescor artificial de la oficina de Homicidios: un mundo compacto impregnado de una humedad oleosa que se pegaría a su pecho como una chaqueta ceñida.

Inspiró hondo y metió en un cajón los manuales de derecho que estaba estudiando; luego cogió su radioteléfono del cargador eléctrico. «Es una noche horrible para morir», pensó vagamente.

A Robinson, envejecido menos por los años que por el permanente cinismo callejero, le faltaba muy poco para conseguir licenciarse en derecho, un título que pensaba sería su pasaporte para dejar el trabajo de policía. Condujo a toda velocidad a través de las amarillentas luces de sodio que conferían a la ciudad un resplandor sobrenatural. Aunque no se consideraba nativo de Miami, ya que ésta era una categoría reservada a los chiflados que hablaban arrastrando las sílabas y los sureños de clase baja del condado de Dade, él había nacido y crecido en Coconut Grove, hijo de una maestra de escuela primaria.

Su segundo nombre de pila era Birmingham, aunque nunca lo usaba. Era demasiado difícil explicar a los policías de Miami Beach, sobre todo blancos e hispanos, por qué le habían puesto el nombre, al menos en parte, de una ciudad. Su madre era prima lejana de uno de los niños muertos en el atentado con bomba en una iglesia de Birmingham en 1963, de manera que cuando él nació, poco tiempo después, ella había aliviado parte de su frustración poniéndole el nombre de aquella ciudad de Alabama, algo que haría que, como a menudo le recordaba, nunca olvidase sus orígenes.

No obstante, olvidar sus orígenes no le parecía nada terrible. Walter Robinson nunca había estado en su homónimo de Alabama, y no le apetecía regresar a la parte de la ciudad donde había crecido. El Grove es una curiosa zona de Miami. Por un accidente del tiempo y el desarrollo, uno de los peores barrios bajos quedó ensamblado directamente en una de sus áreas más prósperas, creando un constante flujo y reflujo de miedo, furia y envidia. Robinson había vivido con todo ello y no disfrutaba especialmente al recordarlo.

Por otra parte, a pesar de llevar ocho años en el departamento de policía de Miami Beach, primero de uniforme y luego tres como detective, tampoco lo consideraba su hogar. Pensaba que su desarraigo no era normal y eso le preocupaba, aunque generalmente trataba de ignorarlo.

Bajó por Thirteenth Court y vio los coches patrulla aparcados delante del Sunshine Arms. Se alegró de que los uniformados ya hubiesen extendido la omnipresente cinta amarilla por gran parte de la zona. Salió de su coche sin distintivos y pasó andando junto a un grupo de ancianos reunidos en una esquina del patio. Un sargento le saludó por su nombre cuando se acercó al edificio, a lo cual respondió con un movimiento de la cabeza.

– Bien, ¿qué tenemos?

– Una víctima anciana, en el dormitorio. La puerta trasera parece forzada; da a un patio y es una de esas correderas que mi hijo de seis años podría abrir.

– Ya. ¿Signos de lucha?

– No demasiados. Al parecer, el sujeto arrambló con todo lo que pudo antes de que los vecinos llegaran. Debió de echar a correr cuando los oyó acercarse. Uno de ellos, un tal Henry Kadosh, del piso de arriba, lo alcanzó en el callejón y le vio bastante bien. Su mujer llamó al 911.

– ¿Y bien?

– Hombre de raza negra. Joven, de veintitantos. De uno sesenta a uno ochenta. Complexión delgada, tal vez unos 70 kilos. Zapatillas deportivas altas y camiseta oscura.

– Parece que me estés describiendo a mí -dijo Walter Robinson-. Antes de que me vaya de aquí alguien va a decir: «pero es que todos se parecen», seguro -añadió imitando la voz de un anciano.

El sargento sonrió burlonamente y dijo:

– Cuando te has acercado alguien ha gritado: «¡Ahí, es ése!»

Robinson rio.

– Probablemente. No sería la primera vez.

– Bien, he radiado una orden de búsqueda. Tal vez tengamos suerte.

– Eres la segunda persona que me dice esto en la última media hora, y esta noche no me siento precisamente afortunado.

El sargento se encogió de hombros.

– Sospecho que ella tampoco. -Hizo un gesto hacia el apartamento.

– ¿Crees que los testigos podrán trabajar con un dibujante para hacer un retrato robot?

– El anciano dice haberlo visto bien. Pero después de decirlo su mujer le dio sus gafas.

– Fantástico. ¿Están allí? -Robinson señaló un grupo de ancianos.

– Justo delante.

– Muy bien, primero echaré un vistazo.

– Ya he llamado al forense y su equipo. Están a punto de llegar.

– Bien hecho. Gracias.

El detective se dirigió al edificio. Dudó un momento y luego entró despacio en el apartamento de Sophie Millstein. Dejó de lado el aire de camaradería empleado fuera y se centró en todos los detalles. Un oficial uniformado estaba en la salita, junto a una jaula de pájaros cubierta, tomando notas en un bloc. Le indicó con la cabeza la parte trasera, aunque no había necesidad porque Robinson ya iba hacia allí. Se alegró de haber llegado antes que el equipo forense y también de que los primeros agentes que habían llegado no estuviesen arremolinados alrededor del cadáver, como solían hacer. Él prefería estar un rato a solas con las víctimas; eran momentos en los que su mente podía interpretar los minutos previos a la muerte. Sólo en esas circunstancias podía establecer cierta comunicación con la víctima. En el áspero mundo de los detectives de Homicidios, donde sólo contaban los hechos, esto era una especie de relación mística que le ayudaba a comprender, y cualquier cosa que estimulase la comprensión era útil.

Mientras se movía silenciosamente por el dormitorio, como un padre cuidando de no despertar al niño dormido, pensó, como siempre en aquellas ocasiones, que detestaba ser detective de Homicidios. Era una sucesión interminable de noches calurosas, cadáveres y papeleo. Calor, hedor y monotonía. Aunque aún era joven, hacía tiempo que había perdido la romántica noción de que, de alguna manera, era un descendiente de Sherlock Holmes o Hercules Poirot, y tampoco se veía, como algunos de los más experimentados hombres de su oficio, como un ángel vengador cuya misión era enderezar la interminable sucesión de infamias que la gente cometía contra los demás. Había llegado a verse a sí mismo como un contable de los muertos. Su trabajo era ordenar y organizar sus últimos y terribles momentos y presentar la verdad de aquéllos a la autoridad competente, fuere un Gran Jurado o un tribunal.

El cuerpo estaba sobre la cama con los brazos y las piernas extendidos, retorcido de una forma poco natural, enredado entre ropa de cama desgarrada. «Debe de haber luchado con todas sus fuerzas contra el asesino.»

Robinson realizaba su trabajo con un obstinado estilo rutinario; prefería dejar de lado las emociones y resistirse a la imaginación cuando se concentraba en un asesino. Prefería creer que la excitación que sentía era el resultado de la simple tenacidad, mientras que sus camaradas, que le observaban trabajar, hubiesen hablado de arte. Como fuere, su estilo daba resultados. Había resuelto tantos casos como cualquier otro detective del cuerpo y estaba muy bien considerado por su jefe, un tipo al que le importaba muy poco cómo se resolvían los crímenes pero que valoraba las estadísticas. Y pensaba que Walter Robinson tenía grandes posibilidades de promoción profesional.

Él pasaba por alto las etiquetas y pensaba que la promoción era algo parecido a una enfermedad, y prefería trabajar solo.

Se acercó a la víctima despacio, cuidando dónde ponía los pies, manteniendo las manos pegadas al cuerpo. Se fijó rápidamente en las marcas rojas que había en su cuello, y vio que tenía los ojos abiertos de par en par. Existía el viejo mito de que en los ojos de una víctima quedaba impresa la imagen de su asesino. Más de una vez había visto víctimas con los ojos arrancados por asesinos supersticiosos. Le habría gustado que el mito fuese verdad, eso facilitaría mucho las cosas.

Lo único que vio en ellos fue terror. Normal, pensó, ya que el agresor la había despertado presionándole la tráquea. Si la anciana se hubiese despertado antes, entonces el asesinato habría ocurrido en otra parte. Miró alrededor, buscando somníferos. «Comprueba en el baño», se dijo, sabiendo que los encontraría en el botiquín.

Robinson dejó de contemplar el cuerpo y estudió la habitación como un tasador antes de una subasta. Cajones volcados, con su contenido desparramado por el suelo; una lámpara de mesilla hecha añicos. «Ha habido lucha», pensó, pero descartó la idea. No, la lucha había sido en la cama, entre las sábanas y el camisón desgarrado, y terminó rápidamente. Eso significaba que el asesino tenía prisa. Vio una almohada en el suelo, sin la funda. ¿Una anciana que dormía entre sábanas recién lavadas pero sin una funda para la almohada haciendo juego? No, el asesino había utilizado la funda para llevarse el botín. Tomó nota mentalmente, memorizando el dibujo floral de las sábanas. «¿Serás lo suficientemente listo para librarte de ella? Lo dudo.»

Exhaló un largo y lento suspiro. Hacía calor en la habitación; el bochorno que penetraba por la puerta forzada del patio y por la puerta delantera estaba superando al aire acondicionado. Sintió el sudor que empezaba a formarse en su frente, y una desagradable sensación pegajosa en las axilas.

Movió la cabeza lentamente.

Todo le resultaba terrible, horriblemente familiar, pensó.

Una anciana sola. Un apartamento ajardinado sin un buen cerrojo en la puerta trasera. Un vecindario lleno de sombras y callejones, y gente mayor que cobraba cheques de la Seguridad Social. Unas pocas joyas y algunos billetes de veinte dólares representaban la promesa de un atraco rápido y fácil. Un lugar donde no se instalaban sistemas de alarmas, ni había guardias de seguridad y dóbermans. El mundo periférico, pensó.

«La típica pesadilla urbana», se dijo.

Sucedía en cualquier parte, todas las noches. Pocas variaciones sobre un tema común: eres viejo y vulnerable e intentas conservar lo poco que tienes en este mundo, y hay alguien más joven, más fuerte y más desesperado que vendrá y te lo arrebatará. Si tienes suerte, sólo te dejará inconsciente o te golpeará en la cabeza. Sobrevivirás con una contusión, un brazo fracturado o una cadera rota. Si tienes menos suerte, morirás. Intentó recordar cuántos casos similares había visto. ¿Una docena? ¿Un centenar? ¿Sospechaba aquella anciana, cuando se acostó, que era una presa fácil?

Habló pausadamente, dirigiéndose al asesino:

– Así que entraste, lo que no te costó demasiado, la sorprendiste en su cama, dormida, y la estrangulaste. Pero ella hizo demasiado ruido, así que cogiste lo que pudiste y escapaste a toda pastilla, pero no lo suficiente, bastardo, porque alguien te vio.

Oyó voces en la salita. El equipo forense y los técnicos habían llegado. El fotógrafo de la policía llamó:

– ¡Eh, Walter! ¿Dónde estás?

– Aquí dentro -respondió.

Echó otro vistazo al cuerpo y algo le pareció fuera de lugar, aunque no logró identificar qué era.

Intrigado, fue a reunirse con los hombres que entraban en el dormitorio. Enseguida adoptó la actitud de forzada jocosidad con que se protegen todos aquellos que se encargan de investigar asesinatos.

– ¡Eh, Walter! -exclamó un menudo técnico que arrastraba un grueso maletín-. ¿Qué tenemos aquí?

– No mucho, vivía sola, Ted. Tiene que haber huellas. Asegúrate de mirar bien en estos cajones. Bonny, saca fotos de todo, incluso de ese montón que el agresor dejó ahí. Y saca fotos de la puerta forzada. ¿Ha llegado ya el Doctor Muerte, Ted?

– Ahora sube. Sólo es uno de sus ayudantes. El jefe debe de estar durmiendo.

– ¡Qué va! ¡Seguro que está trabajando en aquel triple asesinato de Liberty City! -terció el fotógrafo mientras ajustaba el fotómetro y el flash-. Ha habido un problemilla en una casa de traficantes de crack, eso he oído mientras venía hacia aquí. Ya sabes. «¡Ésa es mi pipa! ¡No, no lo es! ¡Bang, bang bang!» Al menos eso leeremos mañana en los periódicos. Seguro que está ahí.

Robinson sabía que al jefe de forenses le gustaba ocuparse de las muertes que concitaban el interés del Herald y las cadenas de televisión locales. Pero negó con la cabeza.

– Debe de haber empezado por allí, pero ya verás cómo aparece. Vendrá aquí antes de que hayamos terminado, y con él también la prensa y la televisión. Llegará aquí probablemente justo cuando todos hayan acabado. Me gustaría decir que se está matando a trabajar, pero no me parece muy apropiado.

Los otros policías que había en la habitación se echaron a reír. El fotógrafo empezó a tomar instantáneas y los chasquidos de su cámara se mezclaron con la actividad que envolvió la habitación cuando los técnicos pusieron manos a la obra.

Robinson decidió salir fuera y hablar con los vecinos que habían acudido y visto al asesino. Pensó que eran ancianos, se estaba haciendo tarde y muy pronto las horas harían mella en ellos. Era mejor que le contasen su versión mientras aún estaban frescos.

Desde la puerta, escrutó atentamente la habitación de nuevo, intentando descubrir qué era lo que le hacía sentir incómodo. Echó otro vistazo al cuerpo. Aún no se había grabado su nombre en la mente; algo que muy pronto sucedería. Por el momento, ella sólo era un elemento más para catalogar.

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