21 Odio

Simon Winter se dijo: «Podría haberle cazado.» Pero al segundo siguiente pensó: «Y él podría haberme cazado a mí.»

– Partida en tablas -susurró en voz alta.

El viejo policía se hundió en un sillón, pensativo, en medio de las filas de libros y revistas de la Biblioteca de Miami Beach. Las luces fluorescentes y el zumbido del aire acondicionado proporcionaban a la sala cierta independencia del achicharrante calor del día. Para ser una biblioteca, había menos respeto por el silencio de lo que cabía esperar. Se oían unos zapatos fuertes taconear contra el suelo de linóleo; un anciano roncaba con un periódico abierto descuidadamente sobre las rodillas; de vez en cuando se oían voces que rasgaban la quietud del aire cuando una anciana intentaba explicar algo a otra, desafiando la mermada capacidad auditiva que afligía a las dos. La sala tenía un ajetreo que habría irritado a cualquier erudito serio, pero dicho ajetreo tenía una finalidad diferente, pues la biblioteca era tanto un lugar donde se almacenaba información como un mundo fresco y bien iluminado en el que algunos de los ancianos que vivían en la playa podían reunirse y pasar unas horas despreocupados, rodeados por seguridad.

Y aquélla, así lo reconoció, era más o menos la misma razón por la que él se encontraba allí. En las veinticuatro horas transcurridas desde que la Sombra huyera de su apartamento, Winter había decidido varias cosas. En primer lugar, por el momento iba a guardar silencio sobre aquella nueva amenaza que pesaba sobre él. En segundo lugar, sabía que iba a tener que trabajar más intensamente y más deprisa.

Se había rodeado de textos sobre el Holocausto, de los cuales comprensiblemente, había muchos reunidos en la Biblioteca de Miami Beach. Estaba invadido por la frustración. Era incapaz de sacudirse la convicción de que en algún punto del pasado existía una información que abriría la puerta que conducía al presente. Simplemente, no tenía idea de cómo dar con aquella pieza de la historia. Todos los libros que tenía amontonados junto a él, esparcidos sobre una mesita y apilados a sus pies, le decían muchísimo acerca de los nazis. Le decían lo que habían hecho los nazis y cómo lo habían hecho, y por qué y a quién. Le parecía extraño crear, como lo habían hecho ellos, un mundo dedicado de manera tan total al terror que éste se convirtió en una cosa común y corriente, y se preguntó si aquél no sería uno de sus grandes males. Pero dicha observación no lo ayudó en nada en su búsqueda de la Sombra; no le decía nada acerca de lo que él creía necesitar: un poco de luz que penetrara en la psicología de aquel hombre. Ninguno de aquellos libros lo ayudó en dicha búsqueda. Algunos, es verdad, pretendían examinar la personalidad que había debajo de aquellos hombres de uniforme negro. Había explicaciones políticas que describían cómo habían terminado por sumarse al partido nazi, cómo decidieron participar en las acciones de las SS, cómo llegaron a justificar el asesinato y el genocidio. Dichas explicaciones políticas se enlazaban con perfiles psicológicos, pero ninguno de ellos tocaba ni de lejos el alma de la Sombra, porque, tal como habían señalado Frieda Kroner y el rabino Rubinstein, él nunca había sido un nazi, se suponía que había sido una de sus presas. Y sin embargo se las arregló para de alguna manera dar la vuelta a aquella ecuación y emerger de acontecimientos que habían dejado huella en todo el que había tenido relación con ellos. Él era algo enteramente distinto, un jugador singular del juego del mal.

Simon cerró otro grueso libro de historia con un golpe que reverberó por toda la sala.

«Si no logro entender a este hombre, aunque sólo sea un poco, volverá a escapárseme -se dijo-. No es un tipo que en su vida haya cometido dos veces el mismo error.»

Se hundió un poco más en su sillón y apoyó la cabeza entre las manos. De pronto se imaginó a sí mismo de pie frente a su apartamento, junto al querubín de la trompeta, la noche anterior, y se preguntó qué le había hecho pensar que pasaba algo raro.

¿La suerte? ¿El instinto? ¿El sexto sentido de un detective entrado en años?

Winter exhaló el aire despacio.

No había habido ningún ruido. Ninguna pisada. Ninguna respiración atormentada.

No había una sola luz encendida que hubiera debido estar apagada. Ni ninguna ventana abierta que hubiera debido estar cerrada. Había encontrado la puerta de atrás desencajada sólo después de haberse convencido de que la Sombra se hallaba dentro.

Aquella noche había sido como cualquier otra. La oscuridad abrazaba el calor. La ciudad continuaba vibrando igual que todas las noches.

Lo único que estaba fuera de lugar era que un hombre con un cuchillo le estaba esperando, y que si no se hubiera visto súbitamente invadido por una antigua sensación de peligro y miedo, ya no estaría buscando a la Sombra. Se preguntó de dónde le habría venido dicha sensación, y no lo supo, pero sí supo que sería necio pensar que iba a volver a tener la suerte de que acudiera a su rescate como había hecho la noche anterior.

«Deberías estar muerto, Simon Winter», se dijo.

De pronto levantó la vista y escudriñó la sala repleta de ancianos que leían libros, revistas, periódicos. Algunos simplemente estaban sentados, perdidos en ensoñaciones de tiempos lejanos. Sus ojos se agrandaron y experimentó una súbita punzada de miedo.

«¿Estás aquí? ¿Estoy persiguiéndote yo, o me persigues tú a mí?»

Luchó contra el impulso de levantarse y echar a correr, cobró ánimo para sus adentros y se obligó a examinar a todas las personas que tenía al alcance de la vista. El hombre del sombrero que leía atentamente el Herald. El viejo marchito que parecía estudiar el techo. Otro hombre, de calcetines bancos y mocasines negros y pantalón corto, que pasó caminando despacio por su lado llevando un par de novelas de detectives, una en cada mano.

Winter se levantó a medias y miró a su espalda, a la gente que había en otros asientos, en otras mesas, parcialmente oculta por las pilas de libros y los cubículos de lectura. Luego volvió a acomodarse en su sillón y se tomó unos instantes para recobrar el dominio de sí mismo.

Sonrió.

«¿Cómo has dado conmigo?»

Conocía la respuesta: a través de Irving Silver.

«Pero ¿qué te ha dicho? Lo suficiente para que hayas decidido matarme.»

«Pero ¿qué es lo que sabes sobre mí en realidad? No estuviste suficiente tiempo dentro del apartamento, ¿verdad? No había señales de que hubieras podido descubrir quién soy en realidad. Los cajones no estaban saqueados. La ropa estaba sin tocar. No encontraste el arma, y sigues sin saber que la tengo y que pienso utilizarla, y que en otro tiempo, hace mucho, era un experto con ella, y que dudo que me fallara si tuviera que recurrir a la antigua camaradería que había entre ambos. No, ibas a matarme meramente porque pensabas que yo representaba una amenaza, y te resultaba más fácil hacer eso que otra cosa.»

Simon Winter afirmó con la cabeza. Cabrón engreído.

«Pero no te resultó tan fácil como creías, y ahora seguramente andas un poco preocupado, y eso es algo que me va a venir muy bien a mí. Y probablemente querrás saber más cosas de mí, ¿no es cierto? Bueno, pues puede que te resulte más difícil de lo que crees. Así que, al menos de momento, estás a oscuras. Quizá no tanto como yo, pero de todas maneras estás tanteando en la oscuridad, y eso puede que te fuerce a asumir ciertos riesgos que normalmente no asumirías.»

Winter sintió que lo inundaba un sentimiento de dureza.

«Ellos siempre eran fáciles, ¿verdad? Unas veces eran jóvenes asustados y otras viejos atemorizados, pero siempre se sentían desesperados y perdidos, y tú nunca fuiste así, ¿verdad? No, tú siempre conservabas el control. Pero cometiste un error cuando mataste a Sophie Millstein, porque ni te imaginaste que su vecino fuera a levantarse contra ti. En ningún momento imaginaste que en este ancho mundo pudiera haber alguien que considerara que dar contigo fuera un reto tan inmenso como tú consideras que lo es permanecer oculto. Y jamás se te ocurrió que ese hombre que ha decidido darte caza proviniera de un mundo que no conoces. Y yo también sé mucho sobre la muerte, tal vez tanto como tú, porque yo también soy viejo y no me queda tanto tiempo que me importe, lo cual me hace imprevisible y también me convierte en un hombre peligroso, y tú nunca te has enfrentado a un hombre peligroso, ¿verdad?»

Winter alargó la mano, cogió un bolígrafo y un cuaderno de páginas amarillas y empezó a escribir unas notas para sí mismo.

«¿Qué es lo que sé? -se preguntó. Y se respondió-: Más de lo que creo.

»Sé que eres viejo pero que quizás aparentas ser más joven. Sé que eres fuerte, porque los años te han tratado bien.

»¿Por qué matas? Para permanecer oculto.»

Winter hizo una pausa. «Eso no es suficiente, ¿no? Ahí hay mucho más que la simple intención de mantenerte seguro, ¿a que sí?»

Sonrió. «Disfrutas con ello, ¿verdad? ¿Te gusta la idea de que alguien pueda reconocerte? Cuando Sophie Millstein te descubrió frente a la heladería en el centro comercial Lincoln Road, no te produjo ningún escalofrío de miedo, ¿verdad que no? No, el escalofrío que sentiste fue de placer, porque estabas de caza una vez más y eso es lo que te gusta, ¿verdad?»

Entonces se le ocurrió una idea horrible, y por un segundo le tembló el bolígrafo sobre el cuaderno. «A lo mejor Sophie Millstein no te descubrió por accidente. A lo mejor tú llevabas un tiempo persiguiéndola. Y a los otros también. ¿A cuántos?»

Le rechinaron los dientes. Cuando todo parece apuntar en una dirección, de pronto surgen otras posibilidades. Se advirtió a sí mismo: «Cíñete a lo que esté al alcance de tu mano.»

Muy bien. Siguió hablando consigo mismo, maniobrando a través del laberinto de contradicciones que podía ser la Sombra. «Muy bien, ¿qué más sabes? Sé que no le da miedo la policía, porque fue a por mí sin mucha preparación. Simplemente iba a quitarme la vida y luego dejar que limpiara mis restos el detective Robinson. De modo que piensa que no pueden detenerle. ¿Por qué?»

La respuesta se le reveló de inmediato: «Porque no es un delincuente.»

«Si yo descubriera hoy cómo te llamas, ¿qué me diría tu nombre? Que nunca te han detenido. Que nunca te han tomado las huellas dactilares. Que nunca han introducido tu nombre en un banco de datos de delincuentes por ser sospechoso de ningún delito. Que nunca has engañado a la hora de pagar impuestos. Que nunca te has retrasado en un pago ni has dejado de abonar un préstamo ni has devuelto tarde un coche de alquiler. Que nunca te han parado por conducir bebido. Que ni siquiera te han puesto una multa por exceso de velocidad. Has llevado una existencia discreta invisible; una vida ejemplar con una única excepción: tú matas a personas.»

Simon Winter exhaló el aire despacio. Afirmó con la cabeza para sí. «Eso es lo que hace que te sientas seguro. Sabes que la policía opera en un mundo circunscrito por la rutina.» Se acordó de la famosa frase de Claude Rains en la película Casablanca: «Examina a los sospechosos habituales.» «Pero a ti jamás te atraparían en ese corral, ¿verdad? Porque tú no encajas en lo que nos han enseñado que debemos buscar. Leroy Jefferson sí que encajaba, y por eso al detective Robinson le fue tan fácil encontrarlo. Pero tú no eres un drogadicto de los bajos fondos podrido por el crack, ¿verdad que no?»

Apoyó el cuaderno sobre el reposabrazos del sillón. Se preguntó si Walter Robinson habría conseguido que preparasen el retrato robot. De pronto lo invadió el deseo de ver al hombre del que había estado tan cerca y durante tan pocos segundos en la oscuridad de su apartamento. «Estoy empezando a entenderte, Sombra -susurró para sus adentros-. Y cuanto más te entiendo, más luz arrojo sobre tu sombra.»

Miró los libros esparcidos a su alrededor y de pronto se le ocurrió una idea. «Estoy buscando en el sitio que no es -pensó-. Estoy preguntando a quien no debo preguntar. El rabino, Frieda Kroner, Esther y el Centro del Holocausto, todos los historiadores… Me estoy equivocando de gente. De lo único que saben ellos es del miedo y la amenaza que creó el hombre llamado la Sombra. He de encontrar a uno de los hombres que ayudaron a crearlo a él.»

Simon Winter tomó un libro del montón que tenía al lado, titulado: Enciclopedia del Tercer Reich. Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró un organigrama. Anotó varios números y denominaciones en su hoja de notas y después aspiró profundamente.

«Dudo que resulte -pensó-. Pero en situaciones más difíciles me he visto. Y además es algo que tú no te esperas, ¿verdad?»

Recogió sus cosas y se levantó. Justo al salir de la biblioteca había una fila de teléfonos, y repitió el número de Esther Weiss en el Centro del Holocausto y también los de los historiadores con los que había hablado. Por un instante vio su imagen reflejada en el cristal de la ventana de la puerta principal de la biblioteca y se dio cuenta de que había movido los labios mientras llevaba a cabo aquella conversación unilateral. Aquello le hizo gracia. Las personas mayores siempre están hablando consigo mismas, porque no las escucha nadie más. Forma parte de la inofensiva locura que conlleva la edad. A veces hablan con los hijos ausentes, o con amistades que han perdido hace tiempo, o con hermanos desaparecidos. En ocasiones conversan con Dios. A menudo charlan animadamente con fantasmas. «Yo -pensó Simon sonriendo para sí- hablo con un asesino oculto.»

Walter Robinson también se sentía frustrado.

El retrato robot de la Sombra le devolvió la mirada desde su mesa de trabajo. El dibujante había trazado el rostro con una sonrisa leve, casi burlona, que irritaba al detective. No era el dibujo en sí, sino la sonrisa, porque hablaba de anonimato y de un carácter esquivo.

Había empezado a ejecutar varias operaciones rutinarias de detección, las típicas tareas que suelen realizar los policías y que suelen obtener cierto éxito. Pero hasta el momento sus esfuerzos habían resultado infructuosos. Había enviado por fax la huella parcial del dedo pulgar tomada del cuello de Sophie Millstein al laboratorio del FBI en Maryland, para ver si el ordenador era capaz de encontrar alguna coincidencia. El matrimonio entre la tecnología de huellas dactilares y los ordenadores se ha desarrollado con lentitud. Durante años, los emparejamientos los realizó el ojo humano, lo cual, naturalmente, requería que el policía que buscaba una coincidencia supiera quién era su sospechoso para que el técnico pudiera comparar la huella encontrada en la escena del crimen con un ejemplar tomado como Dios manda. Sólo en los últimos años se ha creado una tecnología informática que permite introducir una huella desconocida en una máquina y extraer una identidad de los millones de huellas archivadas. El ordenador del condado de Dade, una versión en pequeño del que utilizaba el FBI, ya había fracasado. Robinson no abrigaba muchas esperanzas de que el Bureau aportara algo distinto. Y debido a la inmensidad de la muestra del FBI, el examen de la misma llevaría más de una semana, y no sabía si disponía de ese tiempo.

Pasó varias horas irritantes en el ordenador buscando en los datos algún indicio de la Sombra. Había dos entradas con la palabra «sombra» en «apodos conocidos», pero una de ellas correspondía a un asesino a sueldo hispano, al que se suponía muerto víctima del habitual ajuste de cuentas entre narcotraficantes, y la otra se refería a un violador que trabajaba en la zona de Pensacola y cuyo mote se lo había puesto el periódico local. Probó con diversas variantes, pero sin éxito. Incluso tuvo la ingeniosa idea de repasar las listas de contribuyentes usando el apellido alemán Schattenmann, pero resultó un callejón sin salida.

Intentó entrar en la base nacional de datos informáticos de delincuentes con palabras clave tales como «Holocausto» y «judío», pero la primera no dio resultado alguno y la segunda produjo una larguísima lista de profanaciones de sinagogas y cementerios, también enumeradas como «crímenes por odio».

Probó con la palabra «Berlín» y obtuvo el mismo éxito. Sus esfuerzos con «Auschwitz» y «Gestapo» resultaron inútiles.

En realidad no había esperado conseguir nada, pero cada vez que el ordenador le devolvía la respuesta «no hay datos» su frustración se renovaba.

También volvió a entrar en el archivo de casos cerrados de la policía de Miami Beach, preguntándose si habría algún indicio de la Sombra en casos antiguos, pero de momento no había encontrado nada. En efecto, había muertes de judíos sin resolver, y probablemente algunos de ellos fueran supervivientes del Holocausto, pero si procedían de Berlín y cómo y dónde habían sobrevivido al Holocausto no eran detalles que se hallaran indicados en los archivos. Rastrear casos que databan de cinco, diez o quizá veinte años llevaría días. Sostuvo los archivos en sus manos y pensó para sí que seguramente uno, dos, acaso más, podrían ser obra de la Sombra. Por un instante pensó en los hombres y mujeres que la Sombra había atrapado en la Alemania en guerra, y comprendió que los casos que tenía en las manos los tenía tan perdidos como aquellos asesinatos.

Aquella idea lo hizo jurar en voz alta, un torrente de obscenidades que nadie oyó.

Robinson se levantó de su asiento y se paseó entre las mesas de la oficina de Homicidios con la intensidad de un felino salvaje recién capturado, esperando que el movimiento lograra liberar una idea que lo condujera a un derrotero electrónico provechoso. Todo policía tiene en mente esos recuerdos salientes, como el caso del Hijo de Sam de Nueva York, que se resolvió cuando alguien por fin examinó todos los vales de aparcamiento emitidos cerca de una de las escenas del crimen. Fue de un extremo de la sala al otro, y se detuvo una sola vez en la ventana a contemplar la ciudad, que humeaba al sol del mediodía. Después regresó a su mesa, tomó el retrato robot y, sosteniéndolo frente a él, continuó paseándose.

Levantó la vista sólo cuando oyó una voz que le preguntaba:

– ¿Es nuestro hombre?

Era Simon Winter. Robinson afirmó con la cabeza, se acercó y le entregó el dibujo. Winter lo observó atentamente. Sus ojos parecían absorber cada detalle para grabarlo en la memoria. A continuación sonrió sin humor.

– Encantado de conocerte, bastardo. -Y pensó: «Así que tú eres el hombre que ha intentado matarme.»

– Ahora -dijo Robinson-, sólo nos falta ponerle un nombre.

– Un nombre…

– Y después cazaré a ese cabrón, no lo dudes. Eso es lo único que necesito: un nombre. La siguiente parada será la cárcel del condado de Dade. Una breve escala en el accidentado camino al corredor de la muerte.

Winter asintió.

– Dime, Walter, ¿alguna vez has perseguido a un individuo que ha participado en múltiples homicidios?

– Sí y no. O sea, en cierta ocasión perseguí a un traficante de drogas que había matado a cuatro o cinco rivales. Y formé parte del equipo que detuvo a aquel violador en serie que actuaba en Surfside. Siempre creímos que probablemente había algunos homicidios de los que podríamos haberle acusado, sobre todo en el condado de Broward, pero no apareció nada y se fue con una condena de tropecientos mil años. Pero ya sé lo que te preocupa. Quieres información sobre Ted Bunty, Charlie Manson, John Gacy, el Estrangulador de Boston y todos los demás, y te estás preguntando si alguna vez he participado en una de esas investigaciones. La respuesta es no, nunca. ¿Y tú?

El viejo sonrió.

– En cierta ocasión tomé confesión a un individuo que tenía sentado frente a mí fumando y bebiendo Coca-Cola. Fue en la época que venía en botellines y podías acabarte una de un par de sorbos. Hacía calor y en la sala sólo había un ventilador pequeño. Era muy tarde, y tuve la impresión de que cada vez que le daba una Coca-Cola a aquel tipo, él confesaba otro asesinato. De niños, en su mayoría. Le gustaban los niños. Sucedió en el sur, cerca del lugar donde los Everglades se extienden hasta tocar la bahía. La tierra de los campesinos blancos sureños simpatizantes del Klan. Él era un buen chico transplantado. Tenía un par de tatuajes desvaídos, barba de tres días, una gorra de béisbol raída. Apenas sabía leer y escribir. Para cuando amaneció, había llegado a confesar unos dieciocho homicidios, y estaba dispuesto a conducirnos en una visita guiada, ¿sabes? Me sentí igual que un conductor de autobús en una maldita trampa para turistas, como una especie de visitante de pesadilla, pensando cómo habrían sido las últimas horas de aquellos pequeños con el muy cabrón. Al principio utilizamos un todoterreno, pero se quedó atascado, así que nos cambiamos a una de esas embarcaciones especiales para pantanos, de las que se usan para cruzar las marismas, con ese motor de hélice montado sobre un armazón y que arma un ruido tremendo. Intentaba enseñarnos dónde había dejado los cadáveres, pero diablos, entre el sol y la lluvia, y que en aquel lugar todo parece igual, y que él tampoco era muy perspicaz que digamos, al final nos fuimos sin nada. Terminamos acusándolo del único caso probado. Fue a la silla eléctrica afirmando que había más. Muchos más. Y, ¿sabes?, de vez en cuando un cazador o un pescador se topaba con huesos en el bosque, entre el barro, y yo imaginaba que a lo mejor pertenecían a alguna víctima de aquel individuo, pero no había manera de saberlo.

Simon Winter meneó la cabeza apesadumbrado.

– Me molestó durante varios años, y aún me molesta -prosiguió-. No hacía más que pensar en todos aquellos padres y hermanos que no habían recibido ninguna respuesta de mí. ¿Sabes?, ésa es una de las cosas más valiosas que puede ofrecer un policía: certeza. Cuando uno puede darla, por muy terrible que sea, debe hacerlo, porque a la gente le resulta mucho más fácil vivir con una certeza, aunque sea la peor del mundo, que quedarse en la incertidumbre. Maldito pantano. Es capaz de ocultar cualquier cosa.

Robinson asintió.

– Ahora podríamos recorrer esos lugares con un helicóptero y filmar el terreno con una cámara de infrarrojos para captar el calor de un cadáver en descomposición.

Winter suspiró.

– La ciencia es algo maravilloso.

– Así que…

– Bueno, recuerdo que al escuchar a aquel tipo pensé cuándo había dejado de hacer aquellas cosas, y lo cierto es que nunca lo dejó. Uno tiene la sensación de haberse caído en un pozo. Está todo oscuro y húmedo, y es posible que no puedas salir nunca, y aunque salgas, lo único que recuerdas es la pesadilla. Creo que nuestro hombre es un poco así.

Robinson respiró hondo.

– Yo estoy teniendo problemas para dormir. Incluso con… -Dejó la frase sin terminar y Simon la acabó por él:

– …¿compañía agradable?

– Así es. Incluso con compañía. ¿Tan obvio resulta?

Winter sonrió.

– Yo fui detective.

Robinson se encogió ligeramente de hombros.

– La otra noche tuve una pesadilla.

– ¿Qué clase de pesadilla?

– La que cabría esperar. Ésa en la que estás viendo cómo se ahoga una persona y no puedes hacer nada. Esa clase de cosas.

– ¿Sabes qué era lo que más me aterrorizaba a mí?

– ¿Qué?

– Que hubiera otros tipos como ése que había asesinado a dieciocho niños o más, y que anduvieran por ahí sueltos y no sólo yo no pudiera detenerlos nunca, sino que además siguieran haciendo cosas terribles a niños pobres que nunca habían tenido una oportunidad, y que cada vez fueran volviéndose más horrorosos y se hicieran viejos y finalmente murieran en paz en su cama, sin que nadie los hubiera tocado ni amenazado, sin ser nunca otra cosa que pura maldad. Y ahora yo también soy viejo y me preocupa que quizá no exista ni el cielo ni el infierno. Porque, maldita sea, de verdad me molesta pensar que si no podemos atrapar a esos tipos en este mundo, pueden simplemente desaparecer en el olvido sin que nadie les haya pedido cuentas. Eso es lo que me provoca pesadillas.

Robinson se frotó la frente.

– No lo había pensado de esa forma.

– Eso es lo que hace que el trabajo de un policía sea tan importante, Walter. Nos gusta pensar que existe un tribunal divino. Esperamos que exista, pero podría ser que no. Y si no lo hay, entonces todo depende exclusivamente de nosotros. Y de nadie más.

– Eres un filósofo, Simon.

– Por supuesto. Todos los viejos lo somos.

– Sí que hay más por ahí sueltos, y no sólo unos pocos, sino más de los que podemos contar. Pervertidos de todo pelaje. Asesinos que cuentan con un estilo y un método únicos.

– Pero este tipo… -Winter bajó la vista al retrato robot- éste no es un delincuente sexual, ni un pervertido ni un desventurado megalómano. No es Bundy, ni Gacy, ni Charlie Manson. A éste lo motiva otra cosa.

– ¿Qué cosa?

– El odio -dijo Simon.

– ¿Odia a sus víctimas? Pero si apenas las conoce.

– No; las conoce bien. No exactamente a ellas, sino quiénes son. Pero lo más importante es que odia lo que representan para él. Comparten un pasado. Pero yo apostaría a que su odio se remonta más allá. Y lo que quiere matar es la Historia.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Robinson.

– Que jamás ha conocido otra cosa que la ira.

El inspector inclinó la cabeza hacia el retrato.

– Eso tiene lógica -dijo tras unos instantes-. Puede que sea eso lo que me ha confundido.

– ¿Cómo?

– Puedo entender la perversión. Puedo entender que uno quiera eliminar a la competencia, que alguien pegue un tiro a su padre por haberle engañado. Siempre he podido entender casi todas las razones para asesinar. Pero a este tipo no le entiendo. Todavía no. Y eso me preocupa, Simon.

El viejo policía sonrió.

– Me parece -dijo- que quizá no te he concedido demasiado crédito. -Y se rascó la cabeza-. Así que, si eso es lo que mueve a nuestro hombre, ¿no crees que podríamos intentar buscar el origen?

– ¿El origen de ese odio?

– Exactamente.

Winter rebuscó dentro de la pequeña mochila que llevaba, la cual contenía unos libros y su cuaderno y hacía que se considerase a sí mismo el estudiante más extraño sobre la faz de la tierra. Entregó un papel a Robinson, el cual lo examinó rápidamente y a continuación levantó la vista con expresión confusa.

– ¿Qué significa esto? -preguntó. Y entonces leyó con voz vacilante: Geheime Staatspolizei Gbh, trece; Sec. 101. -Miró de nuevo a Winter-. Esto es alemán, ¿no?

– Correcto. Imagino que es la denominación militar del Departamento de Investigación Judío. Ahí es donde trabajaban los cazadores. Ahí es donde nuestro hombre se formó y descubrió su vocación. También he hecho un par de llamadas, al Centro del Holocausto y a uno o dos historiadores. Me han ayudado mucho. Ahora necesitamos encontrar a alguien en Alemania que posea una lista de los hombres que trabajaban en esa sección. Si queda alguien con vida, recordará a la Sombra, y puede que hasta sepa cómo se llama. El nombre puede que haya cambiado, pero servirá para empezar.

Robinson sacudió la cabeza.

– ¿Crees que conservarán una lista de los cazadores que trabajaban para ellos?

– Puede ser. Te diré lo que he descubierto: durante la guerra los alemanes llevaban listas y registros de las cosas más absurdas. Crearon un mundo totalmente del revés, en el que las leyes protegían a los culpables y los delincuentes campaban a sus anchas por las calles. Y como era tan extraño, se volvieron devotos de la organización. Y organización significa papeleo. Sophie me lo dijo poco antes de ser asesinada, y yo no la escuché: «Incluso cuando iban a matarte, los nazis llevaban a cabo papeleo.» De modo que yo diría que en alguna parte hay una lista de los hombres que se encargaban de los cazadores. Todos los capitanes, tenientes y sargentos que manejaban el papeleo. Y ahora que ya no existe la Alemania del Este, hay muchos documentos que han quedado a la deriva por allí. Merece la pena intentarlo.

– ¿Pero cómo…?

– ¿Nunca has hecho una petición internacional de información?

– Pues sí, claro. Sobre aquel narcotraficante colombiano del que te hablé. Me puse en contacto con la policía de…

– Pues hagamos lo mismo en Alemania. Al mismo tiempo, nos pondremos en contacto con la oficina de Procesos Especiales del Departamento de Justicia. Cada cierto tiempo sale a la luz un antiguo nazi, y hay alguien que lleva su caso. Probablemente tienen un contacto con los alemanes.

– No sé, Simon. A mí me parece que deberíamos concentrarnos aquí.

– Aquí sólo estamos buscando una sombra. Allí hay alguien que conoce a ese hombre.

– Hace cincuenta años.

– Pero lo conoce, y eso nos resultará muy valioso cuando montemos la trampa.

– ¿Estás seguro? Podría ser que estuvieran todos muertos. O que no estuvieran dispuestos a hablar.

– Siempre es posible, pero si no lo intentamos…

– …no lo sabremos. Ya, te entiendo.

– Míralo de esta forma. Si fueras reportero del Herald y tuvieras una información de que la Sombra está aquí, ¿no harías esas llamadas?

– Probablemente.

– Bueno, pues nosotros también. Y contamos con más recursos. ¿Por qué no hacer que la señorita Martínez se valga de su cargo? Un fiscal impresionará a la policía alemana. Y recuerda que siempre están enviando esos malditos turistas alemanes aquí, a Miami Beach. Puede que estén deseosos de ayudar. -Simon Winter sonrió-. Tal como lo veo, cuando la Sombra caiga en nuestra trampa, el foco con que lo iluminaremos será bastante intenso para que no le quede ninguna escapatoria.

Walter Robinson se encogió de hombros y pensó que aquella idea era un imposible. Y luego, con la misma rapidez, pensó: ¿Y por qué no?

Загрузка...